200 – SANGRE REAL III

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SANGRE REAL III

Había una palpable tensión en la Arboleda de Catch-Unsum. La emocionante final del torneo había concluido, pero el día aún parecía deparar sorpresas al devenir del reino de Calamburia. Los Consejeros Umbríos habían aparecido escoltados por un ejército de pequeños demonios que auguraban el peor de los desenlaces posibles.

—¡Un momento! No cantéis victoria tan pronto —les advirtió Barastyr con su sonrisa de serpiente y su cráneo reluciente. 

—Parece que, como de costumbre, alguien está yendo demasiado rápido —añadió el sibilino Érebos mientras apretaba las yemas de los dedos de sus manos entre sí cruzando una mirada con su compañero.

—¡Por las barbas de Theodus! —exclamó Perdiandro desenfundando su varita y arremangándose la manga derecha mientras cubría a los infantes y a los impromagos—. Son los Consejeros Umbríos. ¡Poneos a salvo!

—Sí, pero esta vez juramos que no venimos a hacer el mal, ¿verdad, Barastyr? Al menos, no directamente —dijo el consejero con una fingida sonrisa de inocencia.

—Efectivamente, Érebos, me temo que en esta ocasión somos meros heraldos de la oscuridad —añadió Barastyr—. Así que permitidme presentaros a…

—La nueva Señora de las Tinieblas… —lanzó al aire uno de ellos.

—¡La Emperatriz de los Dos Mundos! —culminó el otro con voz solemne.

Ambos consejeros se postraron esperando la llegada de alguien superior a sus propias personas. El ejército de diablillos se apartó temeroso y el suelo se abrió dejando escapar humo de azufre y un resplandor demoníaco. Ante los ojos de los presentes, se manifestaron los herederos del inframundo: Amunet, la joven hija de Évolet, y Xezbet, el más joven de los altos demonios y su prometido.

—¡Esperad, no toleraremos esta vulneración de la voluntad del Titán! ¡Esta arboleda es sagrada! —gritó Eolo que no estaba dispuesto a tolerar aquel ultraje.

—¡Bien dicho, padre! ¡Acabemos con ellos! —se sumó su hijo Céfiro.

Ambos alzaron sus capas al viento provocando una potente ráfaga que lanzó por los aires a decenas de diablillos que gritaron asustados. Pero la joven heredera, con una sonrisa de la más pura diversión, lanzó un rayo al joven acompañado de un grito:

—¡Xantara!

El aiseo se quedó inmovil, flotando en el aire como sujeto por hilos imaginarios.

—Hijo, ¿que te han hecho? —preguntó preocupado el monarca de los cielos a su vástago mientras este giraba sobre sí mismo como si fuera una marioneta encarando a su propio padre y alzando una mano contra él.

—No lo sé, papá. No puedo controlar mi cuerpo —lloraba el joven príncipe.

—¿Serás capaz de atacar a tu propio hijo, rey de Caelum? —sonrió Amunet mientras Xezbet, tras ella, paladeaba un dolor ajeno de notable calidad.

Y justo al mover su báculo la Emperatriz Tenebrosa, Céfiro atacó a su padre con una ráfaga potentísima de viento. El rey de los cielos trató de contrarrestar su ataque, pero el efecto fue que ambos salieron despedidos en direcciones opuestas a gran velocidad.

—Tengo cinco altos demonios encerrados en este báculo, ¿alguien más quiere probar su poder? —preguntó la joven emperatriz amenazadora enfocando su arma hacia los calamburianos.

Zoraida, la infanta dió un paso al frente abandonando la protección de Periandro y gritó:

—¡Como oses tocar un solo pelo a alguno de mis hermanos, te juro que…! 

—¿Qué tenemos aquí? Una mujer valiente y decidida, me encanta. Puedo sentir la sangre de tantas reinas corriendo por tus venas… —dijo Amunet olisqueando el aire— ¿Sabes qué, Xezbet?

—¿Sí, mi satánica ruindad? —preguntó solícito el demonio.

—Esta chica me cae bien —expuso con una sonrisa sádica—. El mundo necesita mujeres fuertes y poderosas. Solo por eso le voy a conceder la gracia de ser la primera en morir… ¡Abraxas!

Alzó su báculo y lanzó un rayo de fuego infernal que se precipitó hacia la infanta a gran velocidad, pero el mago-erudito pudo reaccionar a tiempo.

¡Protectio máxima! —gritó interponiéndose y absorbiendo el rayo con la punta de su varita. Pero, una vez capturado, la varita estalló en miles de pedazos, lanzando a Periandro por los aires con el brazo derecho ensagrentado, lleno de astillas clavadas y visiblemente inutilizado.

—¿Crees que puedes contener la magia demoníaca como si fuera uno de esos hechizos infantiles que les enseñas a tus alumnos? Es como tratar de contener a un efreet en un cesto de mimbre —Amunet saboreaba lentamente su victoria.

—¡No te atrevas a ponerle tu báculo encima a nuestra hermana! —amenazó Sancho preso de uno de sus ataques de ira salvaje, mientras Tasac lo sujetaba para evitar que se enfrentara a la emperatriz.

Al contemplar el arrojo de su hermano menor, Doddy también se encaró a la invasora, aunque con una voz débil y carente de todo convencimiento:

—¡Eso…! Eso… vuelve al infiedno del que nunca… debiste salid

El capitán Cristóforo, preocupado por la seguridad de la infanta tras contemplar la suerte que había corrido el poderoso Periandro, la cogió del brazo y la llevó tras los impromagos para que pudieran protegerla. Quería a esa dulce y aventurera princesa como si fuera su propia hija, y no iba a permitir que nadie la dañara.

—No hemos venido aquí a hacernos los héroes, alteza —murmuró en voz baja a la niña—. Dejemos que los magos hagan su magia.

—¡Y así será! —lanzó Anaid tomando las riendas de la situación ahora que su maestro había caído en combate—. ¡Tasac, comprueba que el profesor está vivo!

El impromago se acercó a Periandro y le tomó el pulso.

—Creo que sí, Anaid —informó el joven—. Era su mejor hechizo de protección, pero no ha logrado contener el poder de Amunet. —luego fue hacia los aiseos, cuyos esbeltos cuerpos yacían inmóviles y comprobó su estado—. Los seres del aire están inconscientes, pero también siguen vivos.

—Pues prepárate, porque solo quedamos tú y yo y ha llegado el momento de proteger a la corona con nuestra vida ¡Es la razón de ser de los impromagos! —sentenció Anaid con solemnidad. Llevaba años rogando por una oportunidad para que Tasac y ella pudieran demostrar su valía. Sin embargo ahora, y a pesar de mostrar el mayor de los corajes, no las tenía todas consigo. 

—¿Con… nuestra vida? —titubeó el impromago tragando saliva—. Creo que me estoy mareando un poco…

—¡No seas gallina y demuestra que eres digno de tu casta! —le exhortó su compañera.

—¿De mi casta? —dijo él como si reaccionara mediante un resorte sacando toda su fuerza interior—. Sí, sí, soy un Férox, ¡un Férox! Y un Férox lucha hasta… hasta la…

—¡Me aburrís! —les interrumpió la Emperatriz Tenebrosa que llevaba ya un rato apoyada en su báculo. Con un solo y firme movimiento del mismo, hizo que sus manos soltaran sendas varitas y cayeran al suelo.

—No he podido controlar el brazo —dijo Anaid a su compañero con impotencia en la voz.

—Vengo a regocijarme ante mis enemigos, a anunciar que todas las huestes del Inframundo están de camino, que tengo cinco altos demonios en mi báculo y que vengo a reclamar la corona que por derecho me corresponde —expuso Amunet— y, ¿que me encuentro?

—¿Una… razonablemente férrea resistencia? —aventuró Tasac.

—¡Niños! —lanzó Xezbet con indignación dando un paso adelante—. Nos encontramos que nuestra única oposición son niños, seres apolíneos del aire e infantes imberbes. Dais tanta lástima que nos dan ganas de perdonaros la vida. Pero no podéis evitar lo inevitable —añadió con más solemnidad—, mi señora gobernará sobre vivos y muertos, será la Emperatriz de los Dos Mundos. 

Los consejeros, que habían estado inmóviles disfrutando del espectáculo, se postraron al oír el título.

—Pero resulta que no puedo permitir que os quedéis con la Esencia de la Divinidad, porque eso podría interferir en mis planes —matizó la emperatriz—. ¡Xezbet! —añadió llamando a su marido mientras le hacía un gesto hacia la botella que seguía en manos de Drawets que había estado contemplando aterrado la escena. 

—Sí, mi siniestra magnificencia —respondió solícito mientras se acercaba al inmortal presentador del torneo—. En seguida.

El alto demonio susurró algo al oído del pícaro, y este, como hipnotizado, le entregó la Esencia de la Divinidad sin oponer resistencia. Xezbet levantó el recipiente con aire triunfal y se lo entregó a los consejeros, que lo tomaron con afectada reverencia.

—Nos llevamos la Esencia de la Divinidad —corroboró Barastyr con gesto de malignidad—, no es que la necesitemos, pero estamos redecorando el Inframundo y creo que es un trofeo que puede quedar bien en el salón del trono de la Emperatriz de los Dos Mundos. 

—Nos marchamos, tenemos una invasión que ejecutar y no queremos llegar tarde a la ceremonia de coronación de nuestra nueva reina —añadió Érebos con su maléfica sonrisa.

—¡No os salddéis con la vuestda, demonios! —gritó Doddy armándose finalmente de valor.

Amunet se volvió hacia tres los infantes y rió con aire maléfico

—Y pensar que este ser patético es mi tátara-sobrino-nieto… —dijo con condescendencia—. Voy a daros un pequeño regalo antes de irme que no podéis olvidar: un motivo para sufrir. Y pensad que, a los que quedéis con vida, lo que no os mata, os hace más fuertes. ¿Podréis superar la pérdida de vuestro heredero? Alguien va a tener el honor de descubrir el poder de Abraxas ¡Inferno interitus! —gritó apuntando su báculo contra el infante Rodrigo. 

Un rayo destructor de destellos rojizos y oscuros abandonó el báculo a gran velocidad lanzádose contra el cuerpo, alargado, enclenque e indefenso de Doddy. En aquel mismo instante, poseído por una furia instintiva y salvaje guiada por el amor más profundo, su hermano Sancho se interpuso absorbiendo el impacto del hechizo de la emperatriz. Hubo un estallido cegador y el cuerpo moribundo del infante cayó al suelo apagándose como una lámpara de aceite que agotaba su combustible. Zoraida y Doddy, casi a la vez, se lanzaron de rodillas desconsolados a llorar la muerte de su hermano mellizo.

—¿Lo véis? —dijo Amunet divertida—. Vuestro falso heredero no ha sido lo suficientemente hombre para asumir su muerte. En fin, que el sufrimiento y la culpa sean su castigo eterno. Y ahora vámonos, me aburro.

—Nos encantan estas escenitas —añadió Xezbet con ironía—, pero tenemos dos mundos que gobernar.

La emperatriz y su séquito abandonaron la arboleda dejando tras de sí un reguero de dolor y muerte. Anaid miró largamente el cadáver de Sancho, poseída por una profunda desolación.

—Han matado al infante y nuestro deber era proteger a la familia real —dijo a su compañero en voz baja y triste—. Hemos fracasado…

—¡Juro por todos los ladrillos de la Torre de Skuchaín, que esto no va a quedar así! —lanzó al aire Tasac, que con los años había llegado a considerarse amigo de Sancho, con quien gustaba de luchar y aullar a la luz de la luna.

—Hay que avisar a Kórux —dijo Periandro mientras Cristórforo le ayudaba a levantarse—. Tenemos que prepararnos para este nuevo Resurgir del Inframundo.

—Esto no solo ha sido un ataque al Trono de Ámbar sino a toda Calamburia —anunció el pirata mientras le prestaba su hombro para que su compañero pudiera caminar—. Como embajador de Kalzaria, me encargaré de que el Inframundo se las vea con todo el poder de la flota pirata. Estoy seguro de que Reina Mairim se unirá a vuestra causa sin dudarlo.

Mientras, Rodrigo, el príncipe heredero, enjugó sus lágrimas y miró por un momento las palmas de sus propias manos.

—Sancho, Sancho ha muedto… ha dado la vida por salvadme… —dijo como si tuviera que verbalizar la realidad para tomar consciencia de ella.

—“No llegará a adulto y, por sus acciones, morirá ejecutado por alguien de sangre real” —enunció Zoraida como repitiendo una letanía y conectando por vez primera las partes de un antiguo puzle—. Al final, la profecía que nos contó la abuela ha resultado ser cierta, aunque no en la forma en que ella temía. Sancho ha demostrado ser un héroe y ha muerto como tal.

—¡Y yo hondadé su memoria dando muedte a esa empedatdiz y a sus demonios! —sentenció el heredero— ¡Como que me llamo Rodrigo! —añadió con solemnidad pronunciando, por vez primera, todas las letras de su nombre.

199 – SANGRE REAL II

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SANGRE REAL II

Zoraida, la infanta, admiraba emocionada el combate desde el palco mientras apretaba con fuerza el brazo de su hermano Doddy, que apretaba los dientes para resistir el dolor. Ella, como todas las jóvenes de la corte, siempre había deseado tener su propio unicornio, pero nunca hubiera imaginado que serían seres tan poderosos y hábiles en combate. ¡Sería maravilloso poder montar su propio unicornio y marcharse en busca de aventuras!

Por su parte, Sancho no quitaba ojo al impromago. Era sin duda su favorito, por lo que lo animaba y vitoreaba todo el tiempo. Se decía que, de sangre salvaje e hijo de un poderoso chamán, el impromago Tasac era capaz de controlar hechizos que muy pocos podían realizar. Su forma de lucha era peculiar y bestial, algo que complacía sobremanera al infante, que gustaba de los más fieros combates por encima de todo.

La lucha estaba siendo encarnizada y las fuerzas de los unicornios no parecían extinguirse. Era como si una furia ciega nublara los ojos de Kárida, la Dama Añil, mientras su esposo se esforzaba en complacerla poniendo toda su energía en la lucha. 

Tasac se secó el sudor y apagó la ardiente punta de su varita de un soplido, luego volvió el rostro para lanzar una mirada cómplice a su compañera Anaid, que mantenía su varita alzada en posición defensiva. Ella asintió y adquirió una elegante posición de ataque. Tras varios asaltos infructuosos, los impromagos parecían dispuestos a usar su arma definitiva.

—¡Ánima feral! —gritó el mago mientras agitaba su varita poseído por el más feroz de los espíritus salvajes. 

Al instante, su cuerpo empezó a crecer y su piel a cubrirse de un hirsuto y abundante bello. Se trataba de un antiguo conjuro que solo algunos magos de la casta Férox eran capaces de dominar. Los unicornios dieron un paso atrás poniéndose en guardia impresionados por aquel extraño hechizo. Anaid sonrió al ver a su compañero transformado en una inmensa bestia parecida a un oso con unos rasgos que recordaban vagamente a Tasac. Pero la bestia, en vez de abalanzarse contra sus adversarios, se hizo un ovillo.

Karkaddan sonrió.

—Parece que alguien se ha transformado en un osito cobarde.

—No cantes victoria… ¡Sagitta feris! —gritó Anaid con todas sus fuerzas, sin poder evitar pensar que su hechizo combinado no siempre había salido bien durante los entrenamientos. Su magia envolvió a la enorme bestia-bola que empezó a girar sobre sí misma para luego precipitarse a toda velocidad sobre un sorprendido Karkaddan, que no pudo sino llevarse las manos al rostro tratando inútilmente de no ser aplastado por aquel meteorito peludo.

—¡Cuidado! —gritó Kárida en algo que empezó como un chillido humano y terminó como un relincho de advertencia; pues con la velocidad de transformación que la caracterizaba, la Dama Añil se convirtió en un majestuoso unicornio y remató con su cuerno al peludo impromago por el lateral, justo antes de que impactara contra su marido, salvándolo de su fatal destino.

La embestida cambió el rumbo de la bestia-bola y la arrojó hacia el tronco de un árbol contra el que Tasac se golpeó y cayó al suelo inmóvil volviendo a su forma humana, pero con una enorme grieta en el cristal derecho de sus anteojos. Karkaddan, ya recuperado de la impresión de haber estado a punto de ser aplastado, se transformó en un poderoso unicornio y comenzó a correr en dirección a Anaid, la única de los impromagos que quedaba en pié. 

La joven lanzó un hechizo de congelación, pero el unicornio lo esquivó con elegancia. La rama de un árbol de la arboleda quedó inmediatamente escarchada al recibir el impacto del hechizo. «Es demasiado rápido y ágil para poder interceptarlo a tiempo», pensó la estudiante tratando de buscar el modo de neutralizar a su oponente antes de que se la llevara por delante. Entonces Anaid, tragando saliva y haciendo fuerzas de flaqueza, lanzó un hechizo vulgar y poco elegante. Uno de aquellos hechizos que se había propuesto no utilizar en el torneo por miedo al qué pensarían sus padres, pues ellos siempre le decían: «la verdadera clase de un mago se demuestra por su elegancia». Pero la impromaga sabía que, sola contra dos unicornios, no había tiempo para preocuparse por las florituras.

—¡Óleum resbalo! —gritó apuntando al suelo en vez de su enemigo justo antes de que este empezara a perder el agarre de sus cascos.

La muchacha se apartó de un salto y sonrió con suficiencia contemplando cómo el unicornio resbalaba dirección a las gradas del público sin poder evitarlo. Muchos de los asistentes se levantaron en previsión del golpe. Pero el gesto de orgullo de Anaid fue su perdición, al dar la espalda a su otra oponente, Kárida, aún en su forma faérica, saltó sobre ella embistiéndola con su brillante cuerno. Sin tiempo para reaccionar, la impromaga voló por los aires perdiendo su varita.

El torneo había terminado y tenía dos claros ganadores. El público estalló en una ovación, pues había sido un duelo tan trepidante como reñido. Varios alumnos de Skuchaín que habían acudido a ver la final, fueron a socorrer a sus compañeros impromagos que, a pesar de los golpes, parecían encontrarse bien, salvo por el amargo sabor de la derrota.

—¡Enhorabuena Unicornios! —felicitó el pícaro Drawets, condenado a presentar por siempre el torneo por gracia del Todopoderoso Titán—. Y ahora que sois los nuevos ganadores del torneo, ¿qué deseo váis a pedir a la Esencia de la Divinidad?

—Lo tenemos claro, pícaro —sentenció Karkaddan mientras aún se tocaba el chichón que le había provocado su choque con las gradas de madera.

—Sí, lo tenemos claro —dijo Kárida asiendo con todas sus fuerzas el mágico elixir—. Lo que voy a pedir es…

Un temblor de tierra y el ruido de unos cascos interrumpieron las palabras de los vencedores.

—¿Qué está pasando? —preguntó Drawets tristemente acostumbrado a que nunca hubiera una celebración tranquila como el Titán manda.

Una esplendorosa unicornia penetró en el claro del bosque y relinchó con fuerza levantando las patas delanteras y agitándolas con desesperación.

—No puedo creerlo, madre —dijo Kárida indignada—. ¿Es que ni siquiera me vas a dejar gozar de mi momento?

Kyara, la recién llegada, se comunicó con todos los presentes a través de una voz que se proyectaba directamente en sus mentes.

—¡Pueblo faérico! Necesito que me sigáis rápidamente. Las grietas del suelo se están ensanchando y no puedo contenerlas más, parecen una conexión directa a un lugar oscuro y sombrío. ¡Necesitaré de todos vuestros poderes para cerrarlas antes de que sea demasiado tarde!

Kyara aún en su forma faérica, abandonó la arboleda al galope seguida por sus compatriotas, nerviosos ante la nueva amenaza que se cernía sobre el mundo. El recuerdo del anterior cataclismo estaba aún demasiado reciente como para poder ignorar estas nuevas e inquietantes señales. Incluso Kárida obedeció y, a regañadientes, devolvió la Esencia de la Divinidad al pícaro advirtiéndole: 

—Guarda esto, Drawets. Porque volveré en un rato y espero que nadie más vuelva a estropear mi victoria.

—Será nuestra victoria, querida —le corrigió Karkaddan.

—Calla y sígueme, es hora de que los seres fáericos arrimemos el hombro —sentenció ella—. Madre nos necesita.

Todos los seres del Reino Fáerico habían desaparecido de la arboleda dejando atrás a un montón de humanos algo confusos.

—Yo me lo he pazado mejor que aquella vez que el tito-abuelo Efraín ze cayó de la hamaca —dijo Elora, la princesa pirata de Isla Kalzaria—. Ha zido una final muy emocionante, ¿verdad papáz?

—Estoy en éxtasis —respondió John Nathaniel, el impávido, con su habitual falta de expresividad—. No sentía tanta emoción desde que disparé mi primer cañonazo.

—Y ademáz —interrumpió la niña radiante de felicidad—, he vuelto a ver a mi amigo Tazac y ezta vez que le ha zalido el hechizo. ¡Ze ha convertido en un ozo! ¡Ánima feral! —exclamó haciendo un gesto con una varita imaginaria—. Ze lo tengo que contar todo a mamá.

—¡Muy emocionante! —añadió Railey apurando su petaca de ron—. Y ahora supongo que vendrá la celebración… ¿Sabéis si se ha abierto ya la barra libre de ron? Seguidme, si la encontramos… ¡os invito a una copa!

—Yo no puedo beber, papáz —les regañó Elora medio en serio medio en broma—. ¡Que zoy pequeña!

Doddy, lanzó una mirada despectiva a aquella redicha mocosa. Era lo menos parecido a una princesa que había visto. Carecía de la clase y la elegancia de cualquier cortesana. «Al fin y al cabo, ¿qué se puede espedad de una pdrincesa educada en un deino de filibustedos?» pensó el heredero para sí mientras los tres bucaneros abandonaban el palco en busca de ron. 

Su hermano Sancho le cazó mirando a Elora marchar y aprovechó para agarrarle por el moflete con fuerza, como solía hacer para ridiculizarle.

—¿Qué pasa “Doddigo”? —preguntó con aire de mofa— ¿Te gusta la hija de Mairim?

—¿Pedo de qué hablas? Esa niña es puda vulgadidad —lanzó sintiéndose atacado.

—Pues mejor así, porque es una mujer con garra, de las que me gustan. ¡Y me han dicho que es muy hábil con la espada! Un día me casaré con ella —sentenció Sancho.

En las gradas, sentadas justo un nivel por debajo, había dos cortesanas vestidas con ropas orientales que no habían quitado ojos a los infantes: eran las Damas Escorpión, hijas de Arishai, el señor de los nómadas de las arenas.

—Shuleyma, si la más mínima amenaza se cierne sobre el reino, deberíamos volver al Palacio de Ámbar. Prometimos a padre que protegeríamos a nuestra medio-hermana, la reina Melindres, con nuestra vida —susurró Shuaila a su hermana entre el rumor de gente que comentaba los pormenores del combate y esa supuesta nueva maldición que se ceñía sobre el reino.

—Tienes razón, hermana —concordó—, y eso no cambia, sea lo que sea lo que está atacando el reino desde las profundidades del Averno. ¡Hay que volver a palacio a proteger a nuestra hermana la reina!

—¿Y los infantes? Melindres insistió en que veláramos por ellos —objetó Shuleyma.

—Están con Periandro y con los impromagos, y ya has visto de lo que son capaces, ¿qué les va a pasar? —respondió Suhaila quitando hierro a la objeción de su hermana.

Ambas partieron rápidamente confundiéndose entre los espectadores que iban abandonando las gradas.

Periandro, el mago-erudito, así como el Capitán Cristóforo y los infantes abandonaron el palco de honor y descendieron al gran claro la arboleda para felicitar personalmente a los impromagos por los magníficos resultados obtenidos en el torneo. 

—La torre está muy orgullosa de vosotros —les congratuló Periandro—. Habéis luchado como valientes.

—Y aún así hemos perdido… —se lamentó Anaid.

—No seas tan dura contigo misma, Anaid. Tus hechizos han sido brillantes, pero de lo que más orgulloso estoy es de vuestro trabajo en equipo.

—¿Has oído eso Tasac? —dijo la joven algo ruborizada mientras colocaba sus maltrechos anteojos a su compañero—. Formamos un gran equipo.

 —Lo que yo siempre digo, Anaid. Tú eres el cerebro y yo… ¡la fuerza bruta! —afirmó lanzando un ridículo aullido al aire para pasar a lamentarse de lo mucho que le dolían las costillas.

Periandro, Cristóforo, Anaid y los propios infantes no pudieron evitar reír a carcajadas ante el lamento del joven impromago. Pero fue una risotada fugaz que se heló casi al momento cuando aquellos oscuros seres irrumpieron en la arboleda. Se trataba de cientos de diablillos cornudos de distintos tamaños, armados hasta los dientes. Los pocos aldeanos, cortesanos y estudiantes de impromagia que quedaban en el claro, huyeron despavoridos. Tras la irrupción de esta inesperada comitiva, aparecieron unos —cuanto menos— incómodos invitados. Se trataba de los Consejeros Umbríos, Érebos y Barastyr, cuyos ojos izquierdo y derecho, respectivamente, rezumaban oscuridad pura en forma de tenebrosos zarcillos. Sin duda, una aparición que nunca traía nada bueno.

198 – SANGRE REAL I

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SANGRE REAL I

Las ramas de los árboles eran mecidas suavemente por el viento mientras susurraban leyendas olvidadas. La Arboleda de Catch-Unsum era un lugar que había presenciado muchas historias: grandes guerras, épicas batallas, estrepitosas derrotas… El sol se filtraba a través de las hojas, creando patrones de luz y sombra que bailaban sobre el suelo cubierto de suave hierba. No había flores de colores vibrantes ni criaturas mágicas revoloteando como en los grandes bosques del mundo faérico; la arboleda se mantenía en su esencia más pura, un testimonio de la naturaleza ancestral de las primeras creaciones del Titán en su estado más prístino.

A lo largo de este paisaje tranquilo, se habían erigido estructuras temporales para el torneo: gradas de madera para los espectadores y un palco central para acoger a las autoridades los tres infantes, Periandro y otros cortesanos de alto nivel ofreciendo una vista clara del área central del claro donde se llevaría a cabo la última de las competencias: la gran final. Aunque estas construcciones eran simples, estaban dispuestas de tal manera que complementaban la belleza natural de la arboleda sin opacarla. Aparentemente era otro claro más del bosque pero, en realidad, era mucho más que eso

Édera, Dama Esmeralda y señora de los faunos del Reino Faérico, y Quercus, poderoso guerrero y general de la Guardia del Bosque, penetraron en el gran claro con paso vacilante, sus ojos llenos de curiosidad y estupor ante la sencillez y la paz que el lugar emanaba. Miraban a su alrededor, impresionados por cómo un lugar tan simple podía ser el elegido para la celebración de un evento de tal magnitud, recordándoles que la verdadera belleza a menudo reside en la más humilde de las simplicidades. Al fondo, sobre un tocón, había un curioso recipiente que emanaba un brillo sutil.

¡Detente Quercus! Hemos llegado —sentenció la Dama Esmeralda mientras se agachaba a acariciar la hierba.

Tenía una conexión especial con las plantas y la magia, por lo que aquellas briznas le transmitieron que no se equivocaba. Las plantas solían escuchar su canto pero ella también era capaz de escuchar el suyo.

Mi señora —dijo Quercus con respeto—, a mí todos los bosques de este mundo me parecen meros jardines para enanos comparados con la grandeza del Bosque Mágico o la frondosidad de la Jungla Esmeralda. Y este claro se me hace igual a los demás en los que hemos competido. Con el debido respeto, mi dama, ¿estáis segura de que este es el lugar? 

—Estoy segura —sentenció ella mientras observaba el sitio con curiosidad—. Este claro rebosa poder mágico, esta extraña parte de la arboleda parece un sitio de gran importancia ritual. Además, concuerda con las descripciones que la pequeña Lien hizo de él. Un enorme claro, una antigua fuerza en las plantas, calamburianos mirando desde extrañas estructuras de madera, un tocón… y ese recipiente que ves allí no debe de ser otro que la mismísima Esencia de la Divinidad.

Su razonamiento fue interrumpido por la aparición de las tres ancianas faéricas que estaban llegando al claro en ese mismo instante pues, como participantes por derecho propio en el torneo, también habían sido convocadas para asistir a presenciar la gran final: Melusina el hada y Tyria, la fauna y madre de Édera. Solo faltaba Kyara, la antigua Dama Blanca, que había abandonado a sus compañeras al percibir la aparición de ciertas grietas en las inmediaciones de la arboleda que emanaban una energía sospechosamante extraña. 

—Ya hemos llegado, Melusina —dijo Tyria, la antigua Dama Esmeralda que aunque medio ciega, avanzaba con paso vivaz casi arrastrando a su compañera—. Vamos corre, eres más lenta que una ondina fuera del agua. ¡Tenemos que coger el mejor sitio!

—Odio caminar, si no tuviera esta dichosa artritis en las alas… —se excusó la antigua Dama Irisada—. ¡Con lo que yo he sido!

—Mira Quercus —lanzó Édera al verlas no sin cierto desdén—, parece que esto se está llenando de viejas glorias.

Tyria reconoció la voz inconfundible de su única hija y adoptó un gesto altivo. No era capaz de perdonarle que, años atrás, hubiera aprovechado su ceguera para apartarla y hacerse con el poder entre los faunos.

—Hija… —saludó con tono gélido.

—Madre… —respondió la Dama Esmeralda con el mismo tono.

En el aire flotaba una tensión silenciosa, casi palpable, entre la hija y su anciana madre ciega. A pesar de la ausencia de palabras, las emociones crudas vibraban intensamente entre ellas, como una melodía no pronunciada que sólo las dos afectadas podían sentir.

—Venerables Ancianas Faéricas… —saludó Quercus haciendo una reverencia—. Entiendo que venís a contemplar la final y supongo que vuestra sabiduría os ha arrastrado hasta este lugar.

—Así es, general. Y parece que no hemos sido los únicos… —anunció Tyara que a pesar de su invidencia era sensible, por su ancestral conexión con el suelo, a la más leve de las pisadas. Alguien se acerca.

Se trataba de tres enanos rudos, barbudos y vestidos con pieles, también provenientes del Mundo Faérico. No eran otros que Otalan, Señor de los túneles y esposo de la Dama de Acero, y sus hijos Isaz y Dagaz, valientes guerreros y hábiles herreros de la Forja Arcana.

—¡Mira hermano, qué lugar más extraño! —dijo Isaz, el hermano pequeño con asombro—. Es como una enorme galería, pero las columnas son de madera y se ramifican en lo alto sosteniendo esa lejana bóveda celeste.

—No seas zoquete, ¡sigue siendo la arboleda! —le reprendió Dagaz atizándole en la dura cabezota—. Hemos competido en ella durante semanas.

—¡Que no me llames zoquete, maldito topo arcano cuatro-ojos! —dijo revolviéndose ante el pescozón de su hermano y tratando de atizarle en la cara con la mano abierta.

—¡No os peleéis! —les trató de tranquilizar su padre—. Vuestra madre me ha dejado a vuestro cuidado y no quiero ni pensar en cómo se va a poner si alguno vuelve desmembrado. Además… ¡Mirad, son las venerables Ancianas Faéricas! —ambos dejaron de pelear—. Portaos bien ante ellas y hacedles una reverencia como os he enseñado.

—Reverendas señoras… —dijo Dagaz con respeto.

—Reverendísimas Señoras… —le imitó Isaz tratando de mostrar aún más respeto que su hermano.

Las formalidades fueron interrumpidas por un sonido de cascos, un relincho y un destello cegador. Los elegantes unicornios entraron en el claro y se humanizaron ante los ojos de los presentes.

Quercus chasqueó la lengua contrariado. No soportaba la grandilocuencia de aquellos seres cuadrúpedos ni su forma constante de exudar desprecio por todo el resto de seres fáericos.

—Vaya, parece que alguien se ha dejado abierto el establo y las yeguas se han escapado… —murmuró con toda la ironía de la que fue capaz.

Un elegante Karkaddan le miró largamente con todo su desprecio mientras se echaba un mechón de pelo hacia atrás.

—Soy el doble de hombre que tú con solo la mitad de cuernos… —espetó el unicornio con malicia.

Ante la risa cómplice del matrimonio de unicornios, el fauno se puso a contar utilizando sus dedos ásperos de guerrero como si tratara de entender el sentido oculto tras aquella chanza. Nunca había sido bueno en matemáticas.

Kárida, al terminar de reírse, se percató de la presencia de la señora de los faunos con la que mantenía una tensa relación. Se adelantó con su sinuoso caminar y se encaró a la Dama Esmeralda.

—Todo esto es cosa tuya, ¿verdad Édera? No soportas ver cómo la verdadera elegancia y el savoir faire del linaje añil triunfa de nuevo, y nos has arrastrado a este antro con tu fiasco de ilusionismo naturópata. Este no es el claro donde Karkaddan y yo jugaremos la Gran Final —añadió haciéndose la incrédula—. Dime que no lo es, por favor. Es mediocre. ¡Confiesa! Lo has creado cantándole a tus plantitas, ¿no? ¡Hasta dónde llega la envidia! Siempre supe que estabas como una cabra.

—Dí que sí, querida —apuntaló Karkaddan mirando de reojo al fauno con aire divertido—. El doble de cuernos, el doble de envidia.

Quercus siguió contando con los dedos y sacando la lengua fruto del esfuerzo. Édera respondió a la unicornia con fingido desdén, aunque en realidad le dieran ganas de estampar su báculo en aquella cara de princesita relamida. 

—No es cosa mía, querida —anunció la fauna con tono condescendiente, pues a fin de mantener su clase, había decidido tratar siempre así a su histriónica interlocutora—, me temo que este es el sitio. Aquí se celebran las finales del torneo. Pero si no te gusta, supongo que siempre puedes abandonar e irte trotando por donde has venido —le sugirió con desdén encogiéndose de hombros. 

Kárida arrugó la nariz y miró en derredor, como un depredador en busca de una nueva presa.

—Y vosotras, venerables ancianas —dijo dirigiéndose a Tyria y Melusina—. ¿Qué habéis hecho con mi reverenda y retirada madre? ¿No estaba con vosotras? Os tengo dicho que no la dejéis sola —añadió en tono de regañina—, está medio sorda y no se vale por sí misma.

—Se ha quedado en la retaguardia investigando lo de las grietas. Ha ido a investigar cierto temblor de tierra —explicó la anciana fauna no sin cierta preocupación—. Parece que no muy lejos de aquí se está abriendo la tierra y emanando cierta energía algo extraña que no hemos logrado identificar. Nos hemos ofrecido a quedarnos con ella, pero ya sabes cómo és…

—Sí sí, ya. Que no va a venir a verme ganar el gran combate final, ¿no? —había un claro reproche en su tono de voz que no alcanzaba a ocultar—. Lo de siempre, otra crisis que atender en el mejor momento. ¡Siempre tan oportuna!

Se cruzó de brazos mientras lanzaba un resoplido que no pudo sino recordar al de un caballo.

—Si la finalista hubiera sido Karianna —lanzó su marido Karkaddan con malicia—, ya verías la prisa con la que vendría a coger sitio. 

—Tú a callar, no hagas leña del árbol caído —le reprendió su esposa—. Y prométeme que vamos a ganar este maldito torneo y voy a poder recordarle a mi anciana madre que esta vez tampoco estuvo aquí.

—Pero Dama Añil, lo que nos preocupa de verdad es si estos temblores son solo una extraña coincidencia o… —expuso Melusina con el gesto sombrío—.  La antesala de un nuevo desastre. ¿Y si un nuevo cataclismo azota ahora a los dos mundos? Hace años, algunos nos refugiamos aquí en Calamburia con el beneplácito de la corona, ¿y si ahora no hay lugar en el que refugiarse?

El viento se agitó repentinamente creando una corriente cálida y reconfortante, las hojas de los árboles se agitaron dando la bienvenida a dos seres semi-divinos que, provenientes del mismo cielo, se posaron con suavidad en la hierba del claro. Sus ropajes blancos y gaseosos, así como sus maravillosos tocados, no podían sino sobrecoger a cualquier mortal, fuera este calamburiano o faérico.

—Creedme si os digo que es la antesala de algo muy malo —sentenció el rey Eolo, que había escuchado toda la conversación en la distancia con su agudo oído de ser del aire— y que no es la primera vez que sucede. Mi sensibilidad de aiseo me hace estar seguro de eso.

—Mira padre, ¡qué seres más divertidos! —dijo con ilusión infantil Céfiro, su hijo y príncipe de su longeva raza—. En este torneo estoy conociendo un montón de bestias rarísimas ¿Puedo quedarme con una?

—No puedes, hijo, y deja hablar a los mayores —le regañó con comedimiento y se dirigió a los presentes—. Seres faéricos, estáis en el legendario Claro Central de la Arboleda de Catch-Unsum, el lugar sagrado donde se celebran las finales de los torneos de improvisación en honor del Todopoderoso Titán.

—¡La final del torneo! Me encanta poder asistir a una final ¡Como lo hicieron mamá… y el abuelo… y la tita! —dijo entusiasmado el niño mientras recordaba las historias que le contaba su tía Brisa para dormir.

—Aún no sé bien qué es eso de la Esencia de la Divinidad por la que estamos luchando —observó Dagaz encogiéndose de hombros.

—Suena a metal precioso, ¿se puede forjar? —añadió su hermano Isaz con avidez en la mirada.

Eolo sonrió con superioridad ante el profundo desconocimiento que mostraban aquellos seres inferiores. Pero tomó aire y trató de ser amable con ellos, al fin y al cabo, un ser del aire y, en especial un rey, debía ser magnánimo y bondadoso con todas las formas de vida, incluso con las claramente inferiores.

—La Esencia de la Divinidad es una recompensa capaz de hacer realidad los deseos de los héroes que la consigan —expuso didáctico el rey de los seres del aire—. He de decir que mi noble raza la ha obtenido en varias ocasiones, pero hace años que ningún aiseo había decidido participar en el torneo. Quien obtiene la esencia puede hacer realidad cualquier deseo.

—¿Has oído Quercus? —dijo Édera, la Dama Esmeralda, en voz baja a su fiel general— ¡Esa esencia debería haber sido nuestra, y así los faunos habríamos alcanzado, al fin, el lugar que por derecho nos corresponde!

—Nada de eso, querida —espetó Kárida que siempre estaba atenta a las conversaciones ajenas—. Ni siquiera habéis llegado a la final. Nosotros sin embargo sí, por eso aplastaremos a esos humanos de pacotilla, obtendremos la Esencia de la Divinidad y… ¡los unicornios gobernarán sobre todas las razas!

—¡Pero los unicornios ya gobernáis! —objetó el fauno algo confuso—. Sin ir más lejos, vuestra hermana pequeña es Dama Blanca. De hecho, ¡habéis gobernado siempre! —añadió como si se percatara del hecho por primera vez.

—Pero no la querría para que gobernaran los unicornios. ¡La querría para gobernar yo! —dijo la Dama Añil en un arrebato de sinceridad. La emoción de la final del torneo y lo cerca que estaba de su objetivo la hacía todavía más deslenguada—. Quiero decir, nosotros —corrigió rápidamente ante una mirada suspicaz de su marido.

—Vamos, vamos —les conminó Eolo tratando de recuperar la solemnidad que el acto que iba a comenzar requería—. Este no es el comportamiento adecuado para la Gran Final. Mirad, por allí llegan los calamburianos elegidos para el torneo.

—Y les acompañan la pareja de impromagos, ¡los otros finalistas! —dijo Céfiro con todo su entusiasmo juvenil—. Va ser un combate épico, padre. ¡Magia faérica contra magia arcana! Qué pena que madre y la tía no estén aquí para verlo… —se lamentó acto seguido el joven.

Karkaddan pateó levemente el suelo de hierba con gesto de superioridad al ver llegar a sus jóvenes rivales.

—Esos niños de pecho no nos van a durar ni un asalto —se pavoneó el unicornio.

—No te confíes, cariño —dijo Kárida levantando el dedo para poner énfasis a sus palabras—. Tengo que ganar este torneo, procura no fallarme.

El unicornio tragó saliva al sentir el peso de la responsabilidad sobre sus hombros.De pronto, los tres hijos de la Reina Melindres, en nombre de la corona, se sentaron en el palco de honor custodiados por Periandro,el mago-erudito que acudía como emisario de la Torre Arcana. Junto a ellos, en representación de Isla Kalzaria, se encontraban el Capitán Cristóforo, la princesa Elora y sus dos padres.

Mientras el resto de participantes tomaban asiento para contemplar la ansiada final, Kárida y Karkaddan avanzaron hacia el centro de la arboleda, donde el pícaro Drawets ya estaba recibiendo a los impromagos. Un poco más allá, sobre el viejo tocón, la unicornio pudo ver la Esencia de la Divinidad. Su última esperanza de hacerse con el Poder Supremo en el Mundo Fáerico, el título de Dama Blanca para el que, desde niña, sabía que había sido destinada.

197 – LOS HEREDEROS DEL INFRAMUNDO

Personajes que aparecen en este Relato

LOS HEREDEROS DEL INFRAMUNDO

—¡Ha llegado tu hora, Emperatriz! Ya no nos sirves —sentenció Abraxas encarando a Évolet con el gesto altivo y los ojos sedientos de sangre.

La Emperatriz Tenebrosa se levantó de su trono iracunda.

—¿Cómo te atreves? Sois vosotros los que me debéis servir a mi. ¡Soy vuestra señora! —espetó Évolet alzando el báculo dispuesta a castigar al díscolo demonio.

Sin mediar palabra, Abraxas invocó con un gesto un enorme rayo destructor que lanzó sobre su señora con la velocidad de un meteoro. Pero ella reaccionó a tiempo interponiendo su báculo que absorbió la energía, recuperando parcialmente su antiguo brillo.

—Recuerda que este báculo es un receptáculo y que es capaz de absorber la magia demoníaca. Señor de mil legiones, ten en cuenta que lo que hagas a tu Emperatriz puede volverse contra tí —espetó ella frunciendo el ceño mientras hacía girar el báculo en el aire, apuntaba hacia él y le devolvía su mismo rayo destructor. Con la fuerza y la velocidad de un relámpago, vino a impactar de lleno en el pecho del Alto Demonio arrojando su cuerpo a varios metros de distancia, como si fuera una vulgar muñeca de trapo.

Siete años antes

Grilix y Trillox tragaron saliva, se sentían los más ridículos de los demonios domésticos envueltos en sendas mantas de colores pastel mientras la pequeña Amunet los acunaba como si fueran dos recién nacidos. Serían el hazmerreír de todo el inframundo si eso llegaba a saberse pero, por supuesto, no osarían contradecir a la heredera de la Emperatriz por miedo a la reacción que su madre podía tener ante la menor queja de la niña.

—Seréis mis pequeños bebés, y yo os cuidaré —dijo con ternura la pequeña princesa infernal mientras les introducía una cucharada de lodo en la boca a cada uno y amagaba con darles una segunda.

—Mi pequeña señora, no tengo más hambre —se excusó Trillox tratando de tragar el fango que ya tenía en la boca.

—No seas tonto, Trillox. Tienes que crecer alto y fuerte —le regañó con cariño introduciéndole otra cuchara de lodo hasta la garganta que el demonio tragó con resignación—. Os alimentaré, os cuidaré y os daré el amor de una madre, que es el mejor de los amores.

—Eres tan buena. Serías una gran madre, Amu —observó Xezbet, el más pequeño y esmirriado de los seis Altos Demonios mientras le acariciaba su cabecita cubierta de un pelo liso y rubio.

Desde que Évolet había dado a luz a su dulce retoño, la Emperatriz Tenebrosa parecía haber olvidado sus planes de invasión de Calamburia. Con el paso de los años, aquel antiguo infierno se había convertido en algo muy distinto. Los Altos Demonios parecían complacidos y saciados, y campaban a voluntad fuera del báculo disfrutando de su libre albedrío. Évolet ya no castigaba a sus demonios domésticos, sino que pasaba la mayor parte del tiempo con su pequeña Amunet que se había convertido en su ojito derecho. La decoración del palacio se había vuelto menos lúgubre pues se había llenado de las múltiples manualidades elaboradas por la niña a la que parecían gustarle los colores vivos y los collares de huesos pintados. Todo el mundo parecía algo más feliz, e incluso los chillidos de los condenados eran cada vez menos intensos y frecuentes.

Xezbet, el menor de los Altos Demonios había hecho buenas migas con la niña, con la que también pasaba largos ratos jugando y conversando. Ambos parecían gustar de la compañía del otro, felicidad que solo se interrumpía por los episodios de desprecio que protagonizaban contra Xezbet alguno de sus hermanos. Ellos siempre le habían considerado el menos poderoso y el más débil de carácter por lo que solía ser objeto de sus recurrentes burlas.

—¿Qué, Xebetito?  —se mofó ÁAxbalor al ver de nuevo a su hermano jugando con la hija de la emperatriz—. ¿Otra vez haciendo de niñera?

—Siempre supe que mi hermano pequeño había nacido para ser un ama de cría —rugió Abraxas—. Esas triquiñuelas a las que llama poderes son ideales para educar niños y amaestrar perros. Menos mal que no estamos en una guerra. El inframundo es cada vez más un pálido reflejo de su antigua gloria. 

—Dejad de meteros con Xezbet, él es divertido. ¡Mucho más que todos vosotros! —les regañó Amunet con el tono más regio que le permitía su aún corta edad. A sus tres años, ya no temía a ningún ser del inframundo por imponente que pareciera—. Es mi amigo y me gusta jugar con él.

—Eso, Abraxas —dijo el hermano pequeño tratando de sacar pecho delante de su amiguita—. Vete a jugar a las tabas con tus legiones, que creo que llevan mucho tiempo ociosas y se estarán aburriendo. 

—¿Qué es eso que hay ahí colgado? —observó Áxbalor haciendo caso omiso de la conversación. Sonrió mirando a los presentes como si le hubiera embargado una profunda vergüenza ajena—. ¡Oh no, no es posible!

—Es una figura de… ¿mazapán? —Abraxas no daba crédito—. ¿Y representa al esmirriado de mi hermano pequeño? —añadió señalando a su hermano pequeño—. Definitivamente hemos tocado fondo. 

—¿Qué creéis que hacéis? —irrumpió Évolet lanzando una furibunda mirada a Abraxas y Áxbalor—. Si osáis importunar otra vez a mi hija, os encerraré de nuevo en el báculo, esta vez para siempre.  

—No os preocupéis, poderosa emperatriz —se disculpó Áxbalor con su voz más sinuosa—, solo estábamos bromeando con nuestro hermano pequeño. Ya nos íbamos, tenemos unas almas nuevas que torturar en el Pozo de las Lamentaciones.

—No os preocupéis, mi señora. Estos humildes servidores vuestros saben entender el orden de las cosas —añadió Abraxas refiriéndose a sí mismo y su hermano—. Vuestra hija siempre estará segura con nosotros. Palabra de Alto Demonio.

Évolet y Abraxas se aguantaron la mirada unos tensos segundos. Con los años, su buena relación se había vuelto más gélida. En el pasado, el demonio respetaba a su señora por su valor, crueldad y visible falta de escrúpulos, pero consideraba que, desde que había sido madre, se había vuelto blanda y cobarde. Por eso se atrevía a desafiarla cada vez con más frecuencia.

—¡Vámonos, hermanos! —ordenó el hermano mayor a los otros dos demonios—. ¡Vosotros también, despojos! —añadió mirando a los pobres diablillos domésticos conocidos como Grilix y Trillox, que rápidamente se liberaron de sus mantas y siguieron al Alto Demonio— Tenemos a muchas almas que atormentar.

—Nos vemos luego, Amu —se despidió Xezbet mientras trataba de alcanzar a sus hermanos—. ¡Eh, esperadme!

Dicho esto, se marchó dejando a Évolet y Amunet. En cuanto se quedaron a solas, el gesto de la Emperatriz pasó de ser implacable a reflejar la más sincera ternura. Se puso en cuclillas y acarició la rubia cabecita de su pequeña.

—Hija, te he dicho que no juegues con los Altos Demonios. Son crueles y mezquinos y no quiero que corrompan tu candidez —la reprendió con dulzura—. Puede que algún día heredes mi trono y el de tu padre y puedas gobernar.

—Pero Xezbet es bueno, me lo paso bien estando con él —explicó mientras preparaba una ficticia taza de té—. Algún día nos casaremos. ¡Nos hemos prometido!

—¿Eso te lo ha pedido él? —preguntó la madre levantando una ceja—. Aún eres muy pequeña y él muy mayor.

—Papá también era mayor que tú —observó la niña.

—Pero eso fue una cuestión política, Amunet. Me sacrifiqué para que tú pudieras un día ser dueña de todo el universo: la Emperatriz de los Dos Mundos —trató de aleccionarla sin estar del todo segura de que estuviera preparada para comprender—. Yo nunca quise a ese papanatas de tu padre. Pero mejor no me hables de él, es una sanguijuela que no hace más que pedir. Hace semanas que no sé donde está y la verdad es que me alegro.

—A mí me gusta que se vaya porque, cuando vuelve, me trae regalos —dijo con brillo en la mirada como si ya paladeara el dulce que su padre le iba a traer al volver a casa. 

—Eres tan dulce e inocente… —dijo la Emperatriz con los ojos vidriosos—. Ojalá pudiera protegerte para que te mantuvieras siempre así.

Mientras Évolet disfrutaba de su pequeño retoño, fuera del Palacio, los Seis Altos Demonios se habían reunido acudiendo a la llamada de Abraxas.

—No sé si vosotros también lo habéis percibido, pero yo hace semanas que me siento con el estómago vacío —espetó Abraxas con voz regia.

—Es cierto —dijo Nexara con tristeza—, el sufrimiento de Évolet parece cada vez menos intenso… Me alegro por ella, pero… mi pobre tripa empieza a no dejarme dormir.

—Además sabe peor. Es como… como… —tanteó Áxbalor tratando de encontrar las palabras adecuadas— un vino aguado.

—¡Eso es! —convino Xantara—. Cada vez menos sabroso, como si estuviera perdiendo fuerza y calidad. Yo misma, por las noches, me levanto con hambre y tengo que ir en busca de algún alma que atormentar. ¡Qué fastidio!

—Todo es culpa de esa niña —observó Luxanna—. Desde que ella está, el corazón roto de Évolet ha comenzado a sanar. Si la cosa sigue así, ¡en breve no habrá comida para todos! Y la que haya no valdrá la pena. ¡Te lo aseguro!

—¡Yo digo que matemos a esa mocosa! —sentenció Abraxas golpeando el puño contra la palma de su mano—. Si la niña muere, Évolet sufrirá y la calidad de nuestro alimento volverá a ser mejor.

—¡Un momento! —les detuvo el esmirriado Xezbet—. No vamos a matar a esa niña.

—Uy, parece que la niñera se ha encariñado de su pequeña señora —rió Áxbalor.

—¿Por quién me tomas? —sonrió Xezbet, Señor del Engaño—. Pensadlo, Évolet está más que amortizada. Llevamos varios años gozando de su dolor y, como un vino que lleva mucho tiempo descorchado o como una gallina demasiado vieja… ¡Está perdiendo su frescura!

—Es cierto —convino Xantara—, habrá que dar con una nueva emperatriz a la que torturar.

—Amunet será nuestra nueva Emperatriz Tenebrosa —sentenció Xezbet.

—¡Qué tontería! Es solo una cría —apuntó Luxanna.

—Una cría que ama a su madre por encima de todo —concluyó el esmirriado demonio con una sonrisa macabra—. Llevo años congraciándome con esa mocosa. Pensadlo. Si logramos aguantar un poco más, hasta su adolescencia, esa niñita malcriada amará tanto a su madre que será para ella lo más importante en el universo. ¡Todos sabéis lo intenso, profundo y fresco que es el corazón de aquellos que acaban de alcanzar la pubertad! ¿Os imagináis el sabor de ese dolor?

—La ternura de un nuevo corazón roto… —salivó Abraxas.

—Y fresco… —añadió Nexara relamiéndose.

—Y además, gracias a la influencia que mi poder me permite ejercer sobre ella, y a ser ella más jóven e influenciable, moldearemos a nuestra propia Emperatriz haciendo de ella lo que nos plazca.

—Es genial, así esa engreída de Évolet no volverá a mangonearnos —apostilló Luxanna colocándose un mechón de su frondosa cabellera tras la oreja mientras sonreía complacida.

—¿Pero quién dice que la niña no se volverá contra nosotros cuando matemos a su madre y la nombremos Emperatriz? —objetó Nexara dubitativa—. Yo no la culparía si quisiera nuestras cabezas.

—Utilizaré mis poderes —dijo Xezbet llevándose la mano al pecho—. Actuará según mi voluntad, os lo garantizo 

—Hermano pequeño, he de reconocer que todo lo que tienes de enclenque lo tienes de retorcido. Me encanta tu plan —sonrió Áxbalor con avidez—. ¡Hagámoslo ahora mismo!

—¡No tan rápido! —les contuvo Xezbet—. Como el buen vino, todo necesita macerarse a su debido tiempo. Debemos esperar unos años antes de ejecutar nuestro plan. Permitir que el amor entre Évolet y Amunet crezca y se haga más fuerte. Cuanto más sólido sea el lazo entre ellas… mejor sabrá su dolor al quebrarse su corazón. Y, ¿qué son al fin y al cabo unos años en nuestras vidas inmortales? Hacedme caso, hermanitos, tened paciencia y acabaréis por agradecérmelo.

En la actualidad.

El mayor de los Altos Demonios se precipitó contra la pared golpeándose la espalda con fuerza y luego cayó al suelo visiblemente dañado por el rayo destructor que su señora le había devuelto. Sin embargo, aunque maltrecho, esbozó una débil sonrisa.

—Tal y como imaginaba, no eres suficientemente rápida —murmuró como si su ataque hubiera sido un simple ardid—. ¡Ahora hermanos! —gritó Abraxas desde el suelo con su voz de pantera y de cada una de las cuatro esquinas del salón del trono apareció un Alto Demonio con gesto amenazante.

—Quizás puedas absorber mis poderes y volverlos contra mí —expuso el mayor de los Altos Demonios desde el sueño—, pero nada puedes contra todos nosotros si te atacamos a la vez. Somos demasiados, Évolet y tus reflejos solo son los de una humana. Estás sentenciada. Aprovecha tus últimos segundos de existencia porque tu vida eterna termina ahora.

—¡No mientras tenga conmigo mi báculo, demonios! —exclamó Évolet levantando su arma y apuntando hacia el señor de mil legiones—. ¡Abrax…!

Pero entonces oyó la dulce voz de Luxanna pronunciar unas oscuras y sensuales palabras y todo se oscureció para ella. ¿Qué había pasado?
—¿La has dejado muda, hermana? —rió Áxbalor—. Eres tan retorcida como poética.

—Hago lo que puedo, querido —dijo ella con falsa humildad, sus labios curvándose en una sonrisa venenosa.

En ese instante, Abraxas, el más feroz de los demonios, lanzó un rayo de energía oscura directamente a Évolet. Con un movimiento rápido y decidido, la emperatriz levantó su báculo, absorbiendo la energía del rayo. Con un giro ágil, redirigió el ataque hacia Nexara, que esquivó el golpe con una destreza sobrenatural.

—Uy, uy, ¿has atacado a mi hermana? Eso no se hace —dijo Luxanna con un tono burlón, y con un gesto de su mano, privó a Évolet también de la vista.

Traicionada por sus propios demonios. En aquel momento, la guardiana infernal solo pudo pensar en su hija y en qué iba a ser de aquella pobre niña indefensa si ella faltaba. Atacó al aire con su báculo sin ver nada, cegada por el hechizo de privación de sentidos de la súcubo como si todo, de repente, se hubiera quedado a oscuras. No había contado con ese ardid. Ahora era una presa fácil y lo sabía.

—Pobre Évolet, siempre tan valiente y tan inútil —dijo Luxanna con una voz que era pura seducción y crueldad—. No tienes ninguna oportunidad.

A solo un largo corredor de distancia se encontraba Amunet entrenando su puntería con una inmensa ballesta, regalo de su padre Rodrigo IV. La niña había crecido para convertirse en una hermosa adolescente, feliz e inteligente: con un futuro lleno de sueños por cumplir. Algún día se casaría con Xezbet, su prometido; luego, al cumplir la mayoría de edad, permitiría a su madre que por fin se retirara como tantas veces había manifestado la propia Évolet y ella la sustituiría en el trono.

—¡Amunet, querida! —gritó Xezbet irrumpiendo en la estancia casi sin aliento— ¡Mis hermanos…! ¡Vuestra madre…!

—¿Qué pasa, querido? —dijo tranquilizadora mientras acertaba de lleno en el blanco con el bodoque de su ballesta rompiendo un jarrón—. ¿Se han vuelto a meter contigo? ¿Quieres que les meta por la boca uno de estos?

—¡Son mis hermanos!  Los Altos Demonios se han conjurado y han traicionado a la Emperatriz Tenebrosa. ¡Creo que quieren acabar con ella! ¡Es un golpe de estado!

—¿Cómo? ¡No es posible! —espetó ella— ¡Hay que detenerles! ¡Llévame ante ellos! 

—Está bien, yo iré con vos y estaré a vuestro lado —dijo con tono solemne—. Pero prometedme que haréis lo que yo os diga, será la única forma de vencerles, pues su poder supera al de vuestra madre y también al nuestro.

—Claro, amado mío, solo confío en mis padres y en tí —dijo la heredera con convencimiento.

Ambos recorrieron el largo corredor y, al llegar a la sala del trono, contemplaron la preocupante escena. Cinco Altos Demonios —dos íncubos y tres súcubas— rodeaban a Évolet que lanzando golpes al aire, mientras la emperatriz trataba de mantenerlos a ralla con su báculo, que emitía tan solo un leve destello. 

—¡Deteneos! —gritó Amunet.

Al verles llegar, Xantara, una de las súcubos, les miró dedicándoles una sonrisa.

—¡Pero mira quién está aquí! Si son Xezbet y Amunet… Lo siento pequeñines, pero no puedo dejar que molestéis a los mayores mientras están jugando —y dicho esto extendió su mano.

Sus falanges crujieron y se retorcieron creando una maraña de hilos casi invisibles que manipuló las extremidades de los recién llegados como si fueran meros títeres. La ballesta de Amunet cayó al suelo con un ruido sordo. Con su magia de control, la Alta Demonia hizo que ambos cayeran de rodillas y con sus manos atadas a la espalda por cuerdas invisibles, contemplando inmóviles aquella escena.
Évolet, privada de vista y voz, escuchaba a los demonios con una mezcla de furia y desesperación. Sus ojos bañados en lágrimas, abiertos pero inertes, expresaban con silenciosa elocuencia lo que sus labios ya no podían: una súplica desgarradora por su hija, un grito mudo de amor y protección en medio de la oscuridad que la envolvía.

El resto de los Altos Demonios sacaron cada uno un puñal ritual y se acercaron a Évolet, paso a paso, con una sonrisa macabra en cada uno de sus sombríos rostros. Ella agitó su báculo pero, sin sus demonios dentro —que eran la principal fuente de su magia—, su poder no podía hacer frente a la amenaza. Cuando el primero de los cuchillos penetró en su piel dio un alarido y dirigió su mirada vacía hacia donde los gritos le indicaban que debía estar su hija, que se encontraba de rodillas a pocos metros de ella. La adolescente cerró los ojos incapaz de soportar la escena, pero Xezbet utilizó su cautivadora voz para susurrarle:

—¡Ábrelos, abre los ojos, Amunet! Ellos son el enemigo, pagarán con sufrimiento el sufrimiento… —Amunet abrió los ojos de nuevo, justo cuando a su madre le asestaron la segunda puñalada, luego la tercera, luego la cuarta… y por fin la quinta.

Su cuerpo cayó al suelo ya sin vida en un charco de sangre carmesí. Xantara, la súcubo, deshizo las ataduras con las que había sometido a Amunet y Xezbet.

—La Emperatriz ha muerto —profirió Abraxas con solemnidad tomando el báculo de las manos aún calientes de Évolet. Luego lo entregó a la joven Amunet que aún tenía lágrimas en los ojos—. ¡Larga vida a la Emperatiz!

—¡Ahora Amunet, es nuestro momento! ¡Señalad uno a uno con el báculo de vuestra madre y decid sus nombres en voz alta!

—¿Cómo? —rugió el hermano mayor sin comprender aquel repentino giro de los acontecimientos.

—¡Abraxas! —exclamó Amunet mientras apuntaba hacia el demonio y este era absorbido.

—¿Nos has traicionado? —comprendió Áxbalor justo antes de oír su nombre—. ¡Brillante!

—¡Áxbalor! —pronunció la joven, y fue absorbido con rapidez.

—No voy a permitir que… —dijo Luxanna justo al oír su nombre.

—¡Luxanna! —y fue arrastrada como sus hermanos sin tener tiempo de reaccionar.

—¡Malditos…! —comenzó a decir Xantara justo antes de oír su nombre y ser arrastrada al interior de su antigua morada y prisión.

—Solo quedo yo… —murmuró Nexara apenada—. Supongo que no podríamos arreglar esto de otro…

—¡Nexara! —profirió implacable la nueva Emperatriz.

Y la última de los Altos Demonios traidores fue introducida en el báculo. Una nueva lágrima amarga resbaló por la mejilla de Amunet y, tras ella, Xezbet paladeó en secreto las delicias de aquel joven corazón roto. Más intenso y más sabroso que nada de lo que hubiera probado jamás.

—Lo habéis hecho bien, mi amor —respondió tomando la mano de su amada.

—Era mi madre… eran tus hermanos… —balbuceó llena de odio y tristeza mientras el báculo brillaba con fuerza dotando a su cuerpo adolescente de un brillo rojizo y poderoso.

—No os preocuéis, nos tenemos el uno al otro —la consoló Xezbet con ternura—. Y tenéis a vuestro ejército infernal, vuestro derecho de cuna y un nuevo poder en el interior de ese báculo. Juntos gobernaremos y seréis por fin aquello para lo que naceistéis: Emperatriz de los Dos Mundos.

La punta de aquel antiguo y poderoso objeto, ahora lleno de demonios, emanó una extraño resplandor mágico con forma de “c”. El demonio recordó entonces que el Torneo del Titán iba a comenzar y, si los rumores eran ciertos, la divinidad parecía haberse demorado más de la cuenta en elegir a su última pareja. Reconoció la señal y sonrió, pues últimamente a Xezbet todo le salía a pedir de boca. Aquel símbolo era el anuncio de la providencia de que habían sido llamados a participar en el torneo. Seguro que todos se iban a sorprender ante la inesperada y estelar aparición de los Herederos del Inframundo. Se relamió los labios con la cantidad de sufrimiento ajeno que pudo atisbar. Un inesperado giro de los acontecimientos que no hacía más que mejorar sus expectativas. Xezbet alzó la mano de su amada mientras paladeaba el dolor más exquisito. Había valido la pena, ahora solo debía de procurar que Amunet nunca descubriera la verdad. Pero eso no le preocupaba, mentir era algo que, al Señor del Engaño, siempre se le había dado bien.