184 – EL ECO DE LAS ANTIGUAS BATALLAS I

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EL ECO DE ANTIGUAS BATALLAS I

Varias primaveras habían florecido tras volver a casa y acabar con el cataclismo que asolaba los dos mundos, pero en el corazón de las ancianas faéricas aún resonaban los sollozos matutinos de los pequeños infantes de Calamburia que pronto celebrarían su cumpleaños. 

—Por fin las raíces han vuelto a su tierra y todo está tranquilo —suspiró Tyria.

—Menos mal que pudimos volver a tiempo y entonar el Cántico de la Unión —aseveró Kyara.

—Si no, hubiésemos tenido que huir a Calamburia. No habría sido tan grave —declaró Melusina.

—Por supuesto, si nos hubiéramos quedado, habríamos podido invocar a tus fieras y útiles dracovispas del lago —rió la fauna mirando al hada.

—¡Calla vieja cabra! —respondió la anciana hada también entre risas—. Desde que tus ojos no ven tu memoria se ha agudizado. Tampoco te servían de mucho cuando veías, aún recuerdo cuando se te escaparon aquellos tres pequeños faunos para participar en el V Torneo de Calamburia. ¡Qué desfachatez! ¡Vulgares guerreros faunos!

—Señoras, por favor, no removamos más el pasado —rió Kyara conciliadora—, ahora nos toca disfrutar de la tranquilidad por la que tan duro hemos peleado.

Sentadas alrededor del sagrado laurel, símbolo de sabiduría y honor, recordaron antiguas aventuras. Habían sido tan poderosas, impetuosas y fieras… pero no recordaban sus andanzas con nostalgia pues, a pesar de que ya no pudiesen batallar como antes, la experiencia les había concedido un don mucho más valioso: la sabiduría.

Habían pasado siglos desde sus disputas, cuando las razas estaban divididas y luchaban por la Aguja de Nácar. Las hadas, tan astutas como hermosas, eran las criaturas más pérfidas del reino. Culpaban a los unicornios del mal que asolaba su mundo y se sentían arrinconadas en sus jardines. Juntas frente al arbusto aún recordaban el fatídico cónclave que dio inicio a la Insurrección de las hadas eones atrás.

Muchos años antes en la Aguja de Nacar

—¡Nos sentimos atrapadas! —declaró una joven Melusina delante de todos los participantes del cónclave—. Cuentan las leyendas que cuando los pegasos gobernaban la magia fluía libremente, las nubes eran livianas y el sol brillaba con más fulgor. ¡Podíamos movernos a placer! ¿Y ahora? Ahora estamos siempre a la sombra de una densa nube que afecta al crecimiento de nuestra fronda y no podemos salirnos de los límites del clan.

—Os recuerdo, Dama Irisada, que nuestras mayores afirmaron que los pegasos se desviaron de su camino —indicó Marilia, la Dama Turquesa—. Fueron los magos extranjeros quienes nos ayudaron a canalizar la impetuosa corriente de magia e instauraron nuestro justo sistema de gobierno. ¡Entre todas elegimos a los unicornios para que nos guiasen!

—Las ondinas tan sumisas como siempre… —se quejó el hada—. ¿Acaso habéis olvidado la envidia que corroía a los unicornios?

—El Bosque Mágico ha recuperado su brillo y vivacidad —explicó Tyria, la Dama Esmeralda—. Nos ha costado mucho acabar con el implacable otoño que lo envenenaba.

—Que los faunos se dediquen a guardar el bosque —declaró Melusina altanera— pues es la tarea que se os ha encomendado y vuestra única utilidad.

—Calmaos, mis señoras —intervino Othÿn en tono conciliador—. Así no avanzamos. Solicito un receso. Que cada dama vuelva a sus dominios y recopile las necesidades de su raza para abordarlas en el próximo cónclave.

Las seis damas se levantaron, despidieron y emprendieron el camino de vuelta a casa. Las audiencias con la Dama Blanca eran cada vez más tediosas y arduas las negociaciones con el resto de señoras, pues ninguna daba su brazo a torcer.

Melusina volvió a Destello de Luna, su preciosa y alba morada que se elevaba sobre un mar de lavanda. El cristalino nácar brillaba en la lejanía como un faro que guía a las aladas criaturas a su hogar. A los pies de la gran flor de cristal aguardaba un pequeño y risueño niño: su nieto Hábasar, hijo de Titania. Éste, que apenas podía separar sus incipientes alitas de la espalda, echó a correr hacia su abuela. 

—¡Abuela! ¡Habéis vuelto! —gritó el joven—. ¿Habéis conseguido nuestro trono?

—¡Ymodavan!, ¡Ymodavan ¿Dónde estás?! —vociferó la dama mientras intentaba contener la ilusión del pequeño—. ¿Qué hace mi nieto fuera del palacio sin vigilancia? ¡Debería estar atendiendo a sus lecciones! 

—Sí, mi señora. Voy, mi señora —se apresuró el solícito sirviente mientras tomaba al infante en brazos.

Los tres entraron al palacio donde la corte les recibió expectante, pues todos ansiaban conocer las buenas nuevas de su señora. Sin embargo, sus esperanzas se disiparon como el vendaval despeja la niebla matutina. Las hadas, a pesar de su gran astucia, seguían sometidas a la voluntad de los unicornios; los culpables de la extinción de los pegasos. No obstante, Melusina no pensaba aceptar la derrota sin batallar. 

Se adentró en el corazón de los Jardines Irisados, donde el aire, el agua, la tierra y el fuego se funden en una mística laguna: el Estanque de la Polimorfosis. La última vez que pisó este lugar fue durante el ritual en el que fue elegida Dama Irisada. En aquella ocasión, el Panda Rojo, su espíritu faérico, le lanzó el enigma más complejo que jamás había enfrentado: ¿Cómo salir ilesa del lugar que todo lo transforma?

La prueba fue exigente, ya que tenía que sumergirse en el estanque caprichoso y salir de él sin que sus aguas alteraran su forma; pero, una vez superada, la recompensa fue incomparable. Se convirtió en la Dama Irisada, la única criatura capaz de sumergirse en sus profundidades sin sufrir cambio alguno, salvo que ella misma lo deseara y se uniera en comunión con el espíritu faérico de las hadas.

Melusina recordaba con cariño aquel desafío y ahora, años más tarde, volvía a requerir la ayuda del espíritu. Se sumergió lentamente en las perversas aguas del estanque y llamó al panda rojo.

—Espíritu de las hadas, imploro tu ayuda —profirió—. Los unicornios quieren someternos, nos han relegado a un segundo lugar mientras ellos campan a sus anchas por el reino. ¡Debemos hacer algo!

—¿Por qué precipitar el cambio si el curso ya es variable? —preguntó la mística criatura.

—Porque la continuidad nos perjudica, nos asfixia poco a poco. Siento mis fuerzas mermar. —explicó Melusina con urgencia.

—¿Quién debería entonces transformarse? ¿Nuestros enemigos o nosotros mismos? — —planteó el espíritu.

Melusina permaneció unos minutos más pensativa. Sin duda el espíritu le había planteado un nuevo desafío. Tras unos instantes de reflexión dio con la respuesta: no había que debilitar a los unicornios, sino fortalecer a las hadas.

—Mas recuerda, mi señora, que los efectos de la transformación son impredecibles y temporales —añadió el espíritu—. Un cambio definitivo sólo puede darse durante el equinoccio de otoño. No sacrifiquéis nada valioso en vano. —advirtió el espíritu, justo antes de desaparecer.

La Dama Irisada salió del estanque y llamó a sus cazadores alados para darles instrucciones. Debían atrapar dos centenares de libélulas dragón y traerlas junto con sus más valerosos guerreros. Todos los habitantes del Reino de las hadas sabían que, durante el equinoccio de Otoño, cuando las turbias aguas del estanque se aclaran, el caprichoso estanque concede los mayores milagros jamás imaginados. Entre las criaturas atraídas por este fenómeno destacan las libélulas dragón, que, al sumergirse en el lago durante esta noche especial, emergen transformadas en dracovispas, una de las criaturas más mortíferas del Reino Faérico. Sin embargo, fuera de esta noche mágica, el estanque solo ofrece transformaciones temporales y de resultados peligrosos e inciertos a aquellos que se atreven a sumergirse en sus aguas. A pesar de la naturaleza efímera y caprichosa de este cambio, Melusina estaba dispuesta a arriesgarlo todo. La transformación, aunque breve, podría no ser predecible, pero en su situación, consideró que no tenía nada que perder.

—Mi señora, con todos mis respetos, ¿no prefiere esperar al equinoccio de otoño para que el cambio sea irreversible y tengamos más oportunidades de vencer? — susurró su fiel asistente.

—¡Ymodavan, no seas insolente! —le increpó la Dama Irisada— Esta es la oportunidad que anhelábamos. La despreciable señora de los unicornios jamás anticipará nuestro asalto. Si postergamos nuestra acción hasta entonces, ella anticipará nuestro ataque y se preparará para levantar en armas.

—Perdón, mi señora, por mi osadía. Mi preocupación surge al pensar en las posibles consecuencias de nuestro acto. Temo que en este enfrentamiento se corten demasiadas alas —susurró Ymodavan, con un hilo de voz. En su interior, una preocupación adicional pesaba sobre su corazón: acababa de convertirse en abuelo por segunda vez y le preocupaba la idea de pensar en un mundo marcado por el conflicto para sus nuevos nietos.

—No debes preocuparte —le tranquilizó con una voz que entrelazaba solemnidad y firmeza—. Todo se resolverá para bien. Muy pronto me verás disfrutando en la Aguja de Nácar de la compañía de mis nietos, Carlin y Hábasar. Y en cuanto a Titania, mi querida hija, estoy segura de que un día llegará a ser Dama Blanca. Yo también anhelo disfrutar de esos momentos de felicidad y tranquilidad con mi familia, del mismo modo que tú también estarás deseoso de volver al lado de tu hijo y tu nieto Ymodavan ¿verdad? 

—Lirroe, mi señora —respondió el consejero con resignación.

—Como sea —dijo cargada de desdén—. Y ahora, organiza todo para el ritual en el Estanque de la Polimorfosis. Es hora de que el reinado de las hadas alcance su máximo esplendor.

Varios días más tarde los cazadores se congregaron alrededor del enigmático estanque con jaulas de libélulas ansiosas por echar el vuelo. La dama sumergió una primera jaula al lago, ahora solo tenía que esperar treinta lunas a que el panda rojo y el lago hicieran su magia y que sus dracoavispas surcaran los cielos.

A muchas millas de distancia, en la frontera opuesta de los Jardines Irisados, Tyria, la dama de los faunos se inquietaba. Algo perturbada su mágico mundo: las hojas no bailaban al son de la brisa primaveral, las flores no refulgían con las primeras luces del alba y los frutos habían perdido su dulzura. Preocupada, se adentró en el corazón del Bosque Mágico en busca de respuestas. Hundió sus pezuñas en la tierra y conectó con las raíces de los sabios árboles. Su papel como Maestra de las Raíces la dotaba de una sensibilidad única para detectar cualquier desajust en el mundo faérico, pues su vínculo con el reino vegetal iba más allá de lo sensorial; era un lazo profundo, espiritual, que le permitía comunicarse y comprender las más mínimas vibraciones de la tierra y todo lo que en ella crecía.  Su mente vagó por las vastas espesuras de la Jungla Esmeralda, las Praderas Añiles y los Jardines Irisados, donde halló la respuesta. ¡La traicionera hada estaba atentando contra el orden natural! ¡Estaba creando un ejército de engendros!

Asustada, decidió buscar consejo en Kora, la Dama Añil, confiando en su conocida amistad con las hadas y en la posibilidad de que pudiera mediar en esta situación.

—Kora, algo terrible sucede; necesito tu ayuda —suplicó Tyria. —Nuestro mundo está en peligro, y temo que las hadas estén dando vida a peligrosas criaturas del Estanque de la Polimorfosis.

La Dama Añil, cuya naturaleza encantadora y candor nunca parecían mermar, escuchó con atención antes de responder con una sonrisa desarmante.

—Tyria, mi querida amiga, te aseguro que eso que dices es imposible —dijo con su voz suave y melodiosa. — Te aseguro que ese lugar es un remanso de paz. Siempre luce un clima maravilloso, las aguas son cristalinas y serenas… Es un rincón encantador donde a menudo llevo a los pequeños unicornios a jugar. Es imposible imaginar que de un sitio tan tranquilo y alegre pueda este albergando el terrible experimento del que me hablas.

Volvió a su hogar en busca de respuestas. Se adentró en las profundidades de la exótica selva, donde apenas brillaba la luz del sol y vivían el espíritu faérico de los faunos y del clan de los recolectores. En el centro se encontraba “Pentandra”, la majestuosa ceiba que coronaba los dominios de los faunos y los alumbraba con sus pequeños cascabeles y donde residía su sabio espíritu. Tyria se sumergió en sus raíces en busca del espíritu de la Jungla. Dentro del tronco pudo hallar la paz y la serenidad que durante años le habían sido vedada. Conectó con la raíz del Gran Árbol en busca del Espíritu Esmeralda, pero sabía que rara vez se dejaba ver. Siempre que un fauno acudía necesitado de ayuda, el espíritu descendía de lo alto del árbol y susurraba la solución al problema. Sólo tenía que esperar admirando los ancianos nervios del tronco. Pasaron varias horas hasta que un lejano eco resonó sobre el silencio de la tierra: “Para la raza revivir, sus pedazos habréis de unir”. Tyria abrió los ojos: tenía su respuesta. Salió del sagrado árbol y mandó llamar a su séquito.

—Nuestro espíritu me ha hablado —anunció—. Llamad a los jefes de los clanes para que nos reunamos. No puedo ser la Dama de los faunos si éstos no bailan al mismo son.