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SANGRE REAL II
Zoraida, la infanta, admiraba emocionada el combate desde el palco mientras apretaba con fuerza el brazo de su hermano Doddy, que apretaba los dientes para resistir el dolor. Ella, como todas las jóvenes de la corte, siempre había deseado tener su propio unicornio, pero nunca hubiera imaginado que serían seres tan poderosos y hábiles en combate. ¡Sería maravilloso poder montar su propio unicornio y marcharse en busca de aventuras!
Por su parte, Sancho no quitaba ojo al impromago. Era sin duda su favorito, por lo que lo animaba y vitoreaba todo el tiempo. Se decía que, de sangre salvaje e hijo de un poderoso chamán, el impromago Tasac era capaz de controlar hechizos que muy pocos podían realizar. Su forma de lucha era peculiar y bestial, algo que complacía sobremanera al infante, que gustaba de los más fieros combates por encima de todo.
La lucha estaba siendo encarnizada y las fuerzas de los unicornios no parecían extinguirse. Era como si una furia ciega nublara los ojos de Kárida, la Dama Añil, mientras su esposo se esforzaba en complacerla poniendo toda su energía en la lucha.
Tasac se secó el sudor y apagó la ardiente punta de su varita de un soplido, luego volvió el rostro para lanzar una mirada cómplice a su compañera Anaid, que mantenía su varita alzada en posición defensiva. Ella asintió y adquirió una elegante posición de ataque. Tras varios asaltos infructuosos, los impromagos parecían dispuestos a usar su arma definitiva.
—¡Ánima feral! —gritó el mago mientras agitaba su varita poseído por el más feroz de los espíritus salvajes.
Al instante, su cuerpo empezó a crecer y su piel a cubrirse de un hirsuto y abundante bello. Se trataba de un antiguo conjuro que solo algunos magos de la casta Férox eran capaces de dominar. Los unicornios dieron un paso atrás poniéndose en guardia impresionados por aquel extraño hechizo. Anaid sonrió al ver a su compañero transformado en una inmensa bestia parecida a un oso con unos rasgos que recordaban vagamente a Tasac. Pero la bestia, en vez de abalanzarse contra sus adversarios, se hizo un ovillo.
Karkaddan sonrió.
—Parece que alguien se ha transformado en un osito cobarde.
—No cantes victoria… ¡Sagitta feris! —gritó Anaid con todas sus fuerzas, sin poder evitar pensar que su hechizo combinado no siempre había salido bien durante los entrenamientos. Su magia envolvió a la enorme bestia-bola que empezó a girar sobre sí misma para luego precipitarse a toda velocidad sobre un sorprendido Karkaddan, que no pudo sino llevarse las manos al rostro tratando inútilmente de no ser aplastado por aquel meteorito peludo.
—¡Cuidado! —gritó Kárida en algo que empezó como un chillido humano y terminó como un relincho de advertencia; pues con la velocidad de transformación que la caracterizaba, la Dama Añil se convirtió en un majestuoso unicornio y remató con su cuerno al peludo impromago por el lateral, justo antes de que impactara contra su marido, salvándolo de su fatal destino.
La embestida cambió el rumbo de la bestia-bola y la arrojó hacia el tronco de un árbol contra el que Tasac se golpeó y cayó al suelo inmóvil volviendo a su forma humana, pero con una enorme grieta en el cristal derecho de sus anteojos. Karkaddan, ya recuperado de la impresión de haber estado a punto de ser aplastado, se transformó en un poderoso unicornio y comenzó a correr en dirección a Anaid, la única de los impromagos que quedaba en pié.
La joven lanzó un hechizo de congelación, pero el unicornio lo esquivó con elegancia. La rama de un árbol de la arboleda quedó inmediatamente escarchada al recibir el impacto del hechizo. «Es demasiado rápido y ágil para poder interceptarlo a tiempo», pensó la estudiante tratando de buscar el modo de neutralizar a su oponente antes de que se la llevara por delante. Entonces Anaid, tragando saliva y haciendo fuerzas de flaqueza, lanzó un hechizo vulgar y poco elegante. Uno de aquellos hechizos que se había propuesto no utilizar en el torneo por miedo al qué pensarían sus padres, pues ellos siempre le decían: «la verdadera clase de un mago se demuestra por su elegancia». Pero la impromaga sabía que, sola contra dos unicornios, no había tiempo para preocuparse por las florituras.
—¡Óleum resbalo! —gritó apuntando al suelo en vez de su enemigo justo antes de que este empezara a perder el agarre de sus cascos.
La muchacha se apartó de un salto y sonrió con suficiencia contemplando cómo el unicornio resbalaba dirección a las gradas del público sin poder evitarlo. Muchos de los asistentes se levantaron en previsión del golpe. Pero el gesto de orgullo de Anaid fue su perdición, al dar la espalda a su otra oponente, Kárida, aún en su forma faérica, saltó sobre ella embistiéndola con su brillante cuerno. Sin tiempo para reaccionar, la impromaga voló por los aires perdiendo su varita.
El torneo había terminado y tenía dos claros ganadores. El público estalló en una ovación, pues había sido un duelo tan trepidante como reñido. Varios alumnos de Skuchaín que habían acudido a ver la final, fueron a socorrer a sus compañeros impromagos que, a pesar de los golpes, parecían encontrarse bien, salvo por el amargo sabor de la derrota.
—¡Enhorabuena Unicornios! —felicitó el pícaro Drawets, condenado a presentar por siempre el torneo por gracia del Todopoderoso Titán—. Y ahora que sois los nuevos ganadores del torneo, ¿qué deseo váis a pedir a la Esencia de la Divinidad?
—Lo tenemos claro, pícaro —sentenció Karkaddan mientras aún se tocaba el chichón que le había provocado su choque con las gradas de madera.
—Sí, lo tenemos claro —dijo Kárida asiendo con todas sus fuerzas el mágico elixir—. Lo que voy a pedir es…
Un temblor de tierra y el ruido de unos cascos interrumpieron las palabras de los vencedores.
—¿Qué está pasando? —preguntó Drawets tristemente acostumbrado a que nunca hubiera una celebración tranquila como el Titán manda.
Una esplendorosa unicornia penetró en el claro del bosque y relinchó con fuerza levantando las patas delanteras y agitándolas con desesperación.
—No puedo creerlo, madre —dijo Kárida indignada—. ¿Es que ni siquiera me vas a dejar gozar de mi momento?
Kyara, la recién llegada, se comunicó con todos los presentes a través de una voz que se proyectaba directamente en sus mentes.
—¡Pueblo faérico! Necesito que me sigáis rápidamente. Las grietas del suelo se están ensanchando y no puedo contenerlas más, parecen una conexión directa a un lugar oscuro y sombrío. ¡Necesitaré de todos vuestros poderes para cerrarlas antes de que sea demasiado tarde!
Kyara aún en su forma faérica, abandonó la arboleda al galope seguida por sus compatriotas, nerviosos ante la nueva amenaza que se cernía sobre el mundo. El recuerdo del anterior cataclismo estaba aún demasiado reciente como para poder ignorar estas nuevas e inquietantes señales. Incluso Kárida obedeció y, a regañadientes, devolvió la Esencia de la Divinidad al pícaro advirtiéndole:
—Guarda esto, Drawets. Porque volveré en un rato y espero que nadie más vuelva a estropear mi victoria.
—Será nuestra victoria, querida —le corrigió Karkaddan.
—Calla y sígueme, es hora de que los seres fáericos arrimemos el hombro —sentenció ella—. Madre nos necesita.
Todos los seres del Reino Fáerico habían desaparecido de la arboleda dejando atrás a un montón de humanos algo confusos.
—Yo me lo he pazado mejor que aquella vez que el tito-abuelo Efraín ze cayó de la hamaca —dijo Elora, la princesa pirata de Isla Kalzaria—. Ha zido una final muy emocionante, ¿verdad papáz?
—Estoy en éxtasis —respondió John Nathaniel, el impávido, con su habitual falta de expresividad—. No sentía tanta emoción desde que disparé mi primer cañonazo.
—Y ademáz —interrumpió la niña radiante de felicidad—, he vuelto a ver a mi amigo Tazac y ezta vez zí que le ha zalido el hechizo. ¡Ze ha convertido en un ozo! ¡Ánima feral! —exclamó haciendo un gesto con una varita imaginaria—. Ze lo tengo que contar todo a mamá.
—¡Muy emocionante! —añadió Railey apurando su petaca de ron—. Y ahora supongo que vendrá la celebración… ¿Sabéis si se ha abierto ya la barra libre de ron? Seguidme, si la encontramos… ¡os invito a una copa!
—Yo no puedo beber, papáz —les regañó Elora medio en serio medio en broma—. ¡Que zoy pequeña!
Doddy, lanzó una mirada despectiva a aquella redicha mocosa. Era lo menos parecido a una princesa que había visto. Carecía de la clase y la elegancia de cualquier cortesana. «Al fin y al cabo, ¿qué se puede espedad de una pdrincesa educada en un deino de filibustedos?» pensó el heredero para sí mientras los tres bucaneros abandonaban el palco en busca de ron.
Su hermano Sancho le cazó mirando a Elora marchar y aprovechó para agarrarle por el moflete con fuerza, como solía hacer para ridiculizarle.
—¿Qué pasa “Doddigo”? —preguntó con aire de mofa— ¿Te gusta la hija de Mairim?
—¿Pedo de qué hablas? Esa niña es puda vulgadidad —lanzó sintiéndose atacado.
—Pues mejor así, porque es una mujer con garra, de las que me gustan. ¡Y me han dicho que es muy hábil con la espada! Un día me casaré con ella —sentenció Sancho.
En las gradas, sentadas justo un nivel por debajo, había dos cortesanas vestidas con ropas orientales que no habían quitado ojos a los infantes: eran las Damas Escorpión, hijas de Arishai, el señor de los nómadas de las arenas.
—Shuleyma, si la más mínima amenaza se cierne sobre el reino, deberíamos volver al Palacio de Ámbar. Prometimos a padre que protegeríamos a nuestra medio-hermana, la reina Melindres, con nuestra vida —susurró Shuaila a su hermana entre el rumor de gente que comentaba los pormenores del combate y esa supuesta nueva maldición que se ceñía sobre el reino.
—Tienes razón, hermana —concordó—, y eso no cambia, sea lo que sea lo que está atacando el reino desde las profundidades del Averno. ¡Hay que volver a palacio a proteger a nuestra hermana la reina!
—¿Y los infantes? Melindres insistió en que veláramos por ellos —objetó Shuleyma.
—Están con Periandro y con los impromagos, y ya has visto de lo que son capaces, ¿qué les va a pasar? —respondió Suhaila quitando hierro a la objeción de su hermana.
Ambas partieron rápidamente confundiéndose entre los espectadores que iban abandonando las gradas.
Periandro, el mago-erudito, así como el Capitán Cristóforo y los infantes abandonaron el palco de honor y descendieron al gran claro la arboleda para felicitar personalmente a los impromagos por los magníficos resultados obtenidos en el torneo.
—La torre está muy orgullosa de vosotros —les congratuló Periandro—. Habéis luchado como valientes.
—Y aún así hemos perdido… —se lamentó Anaid.
—No seas tan dura contigo misma, Anaid. Tus hechizos han sido brillantes, pero de lo que más orgulloso estoy es de vuestro trabajo en equipo.
—¿Has oído eso Tasac? —dijo la joven algo ruborizada mientras colocaba sus maltrechos anteojos a su compañero—. Formamos un gran equipo.
—Lo que yo siempre digo, Anaid. Tú eres el cerebro y yo… ¡la fuerza bruta! —afirmó lanzando un ridículo aullido al aire para pasar a lamentarse de lo mucho que le dolían las costillas.
Periandro, Cristóforo, Anaid y los propios infantes no pudieron evitar reír a carcajadas ante el lamento del joven impromago. Pero fue una risotada fugaz que se heló casi al momento cuando aquellos oscuros seres irrumpieron en la arboleda. Se trataba de cientos de diablillos cornudos de distintos tamaños, armados hasta los dientes. Los pocos aldeanos, cortesanos y estudiantes de impromagia que quedaban en el claro, huyeron despavoridos. Tras la irrupción de esta inesperada comitiva, aparecieron unos —cuanto menos— incómodos invitados. Se trataba de los Consejeros Umbríos, Érebos y Barastyr, cuyos ojos izquierdo y derecho, respectivamente, rezumaban oscuridad pura en forma de tenebrosos zarcillos. Sin duda, una aparición que nunca traía nada bueno.