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LOS HEREDEROS DEL INFRAMUNDO
—¡Ha llegado tu hora, Emperatriz! Ya no nos sirves —sentenció Abraxas encarando a Évolet con el gesto altivo y los ojos sedientos de sangre.
La Emperatriz Tenebrosa se levantó de su trono iracunda.
—¿Cómo te atreves? Sois vosotros los que me debéis servir a mi. ¡Soy vuestra señora! —espetó Évolet alzando el báculo dispuesta a castigar al díscolo demonio.
Sin mediar palabra, Abraxas invocó con un gesto un enorme rayo destructor que lanzó sobre su señora con la velocidad de un meteoro. Pero ella reaccionó a tiempo interponiendo su báculo que absorbió la energía, recuperando parcialmente su antiguo brillo.
—Recuerda que este báculo es un receptáculo y que es capaz de absorber la magia demoníaca. Señor de mil legiones, ten en cuenta que lo que hagas a tu Emperatriz puede volverse contra tí —espetó ella frunciendo el ceño mientras hacía girar el báculo en el aire, apuntaba hacia él y le devolvía su mismo rayo destructor. Con la fuerza y la velocidad de un relámpago, vino a impactar de lleno en el pecho del Alto Demonio arrojando su cuerpo a varios metros de distancia, como si fuera una vulgar muñeca de trapo.
Siete años antes
Grilix y Trillox tragaron saliva, se sentían los más ridículos de los demonios domésticos envueltos en sendas mantas de colores pastel mientras la pequeña Amunet los acunaba como si fueran dos recién nacidos. Serían el hazmerreír de todo el inframundo si eso llegaba a saberse pero, por supuesto, no osarían contradecir a la heredera de la Emperatriz por miedo a la reacción que su madre podía tener ante la menor queja de la niña.
—Seréis mis pequeños bebés, y yo os cuidaré —dijo con ternura la pequeña princesa infernal mientras les introducía una cucharada de lodo en la boca a cada uno y amagaba con darles una segunda.
—Mi pequeña señora, no tengo más hambre —se excusó Trillox tratando de tragar el fango que ya tenía en la boca.
—No seas tonto, Trillox. Tienes que crecer alto y fuerte —le regañó con cariño introduciéndole otra cuchara de lodo hasta la garganta que el demonio tragó con resignación—. Os alimentaré, os cuidaré y os daré el amor de una madre, que es el mejor de los amores.
—Eres tan buena. Serías una gran madre, Amu —observó Xezbet, el más pequeño y esmirriado de los seis Altos Demonios mientras le acariciaba su cabecita cubierta de un pelo liso y rubio.
Desde que Évolet había dado a luz a su dulce retoño, la Emperatriz Tenebrosa parecía haber olvidado sus planes de invasión de Calamburia. Con el paso de los años, aquel antiguo infierno se había convertido en algo muy distinto. Los Altos Demonios parecían complacidos y saciados, y campaban a voluntad fuera del báculo disfrutando de su libre albedrío. Évolet ya no castigaba a sus demonios domésticos, sino que pasaba la mayor parte del tiempo con su pequeña Amunet que se había convertido en su ojito derecho. La decoración del palacio se había vuelto menos lúgubre pues se había llenado de las múltiples manualidades elaboradas por la niña a la que parecían gustarle los colores vivos y los collares de huesos pintados. Todo el mundo parecía algo más feliz, e incluso los chillidos de los condenados eran cada vez menos intensos y frecuentes.
Xezbet, el menor de los Altos Demonios había hecho buenas migas con la niña, con la que también pasaba largos ratos jugando y conversando. Ambos parecían gustar de la compañía del otro, felicidad que solo se interrumpía por los episodios de desprecio que protagonizaban contra Xezbet alguno de sus hermanos. Ellos siempre le habían considerado el menos poderoso y el más débil de carácter por lo que solía ser objeto de sus recurrentes burlas.
—¿Qué, Xebetito? —se mofó ÁAxbalor al ver de nuevo a su hermano jugando con la hija de la emperatriz—. ¿Otra vez haciendo de niñera?
—Siempre supe que mi hermano pequeño había nacido para ser un ama de cría —rugió Abraxas—. Esas triquiñuelas a las que llama poderes son ideales para educar niños y amaestrar perros. Menos mal que no estamos en una guerra. El inframundo es cada vez más un pálido reflejo de su antigua gloria.
—Dejad de meteros con Xezbet, él es divertido. ¡Mucho más que todos vosotros! —les regañó Amunet con el tono más regio que le permitía su aún corta edad. A sus tres años, ya no temía a ningún ser del inframundo por imponente que pareciera—. Es mi amigo y me gusta jugar con él.
—Eso, Abraxas —dijo el hermano pequeño tratando de sacar pecho delante de su amiguita—. Vete a jugar a las tabas con tus legiones, que creo que llevan mucho tiempo ociosas y se estarán aburriendo.
—¿Qué es eso que hay ahí colgado? —observó Áxbalor haciendo caso omiso de la conversación. Sonrió mirando a los presentes como si le hubiera embargado una profunda vergüenza ajena—. ¡Oh no, no es posible!
—Es una figura de… ¿mazapán? —Abraxas no daba crédito—. ¿Y representa al esmirriado de mi hermano pequeño? —añadió señalando a su hermano pequeño—. Definitivamente hemos tocado fondo.
—¿Qué creéis que hacéis? —irrumpió Évolet lanzando una furibunda mirada a Abraxas y Áxbalor—. Si osáis importunar otra vez a mi hija, os encerraré de nuevo en el báculo, esta vez para siempre.
—No os preocupéis, poderosa emperatriz —se disculpó Áxbalor con su voz más sinuosa—, solo estábamos bromeando con nuestro hermano pequeño. Ya nos íbamos, tenemos unas almas nuevas que torturar en el Pozo de las Lamentaciones.
—No os preocupéis, mi señora. Estos humildes servidores vuestros saben entender el orden de las cosas —añadió Abraxas refiriéndose a sí mismo y su hermano—. Vuestra hija siempre estará segura con nosotros. Palabra de Alto Demonio.
Évolet y Abraxas se aguantaron la mirada unos tensos segundos. Con los años, su buena relación se había vuelto más gélida. En el pasado, el demonio respetaba a su señora por su valor, crueldad y visible falta de escrúpulos, pero consideraba que, desde que había sido madre, se había vuelto blanda y cobarde. Por eso se atrevía a desafiarla cada vez con más frecuencia.
—¡Vámonos, hermanos! —ordenó el hermano mayor a los otros dos demonios—. ¡Vosotros también, despojos! —añadió mirando a los pobres diablillos domésticos conocidos como Grilix y Trillox, que rápidamente se liberaron de sus mantas y siguieron al Alto Demonio— Tenemos a muchas almas que atormentar.
—Nos vemos luego, Amu —se despidió Xezbet mientras trataba de alcanzar a sus hermanos—. ¡Eh, esperadme!
Dicho esto, se marchó dejando a Évolet y Amunet. En cuanto se quedaron a solas, el gesto de la Emperatriz pasó de ser implacable a reflejar la más sincera ternura. Se puso en cuclillas y acarició la rubia cabecita de su pequeña.
—Hija, te he dicho que no juegues con los Altos Demonios. Son crueles y mezquinos y no quiero que corrompan tu candidez —la reprendió con dulzura—. Puede que algún día heredes mi trono y el de tu padre y puedas gobernar.
—Pero Xezbet es bueno, me lo paso bien estando con él —explicó mientras preparaba una ficticia taza de té—. Algún día nos casaremos. ¡Nos hemos prometido!
—¿Eso te lo ha pedido él? —preguntó la madre levantando una ceja—. Aún eres muy pequeña y él muy mayor.
—Papá también era mayor que tú —observó la niña.
—Pero eso fue una cuestión política, Amunet. Me sacrifiqué para que tú pudieras un día ser dueña de todo el universo: la Emperatriz de los Dos Mundos —trató de aleccionarla sin estar del todo segura de que estuviera preparada para comprender—. Yo nunca quise a ese papanatas de tu padre. Pero mejor no me hables de él, es una sanguijuela que no hace más que pedir. Hace semanas que no sé donde está y la verdad es que me alegro.
—A mí me gusta que se vaya porque, cuando vuelve, me trae regalos —dijo con brillo en la mirada como si ya paladeara el dulce que su padre le iba a traer al volver a casa.
—Eres tan dulce e inocente… —dijo la Emperatriz con los ojos vidriosos—. Ojalá pudiera protegerte para que te mantuvieras siempre así.
Mientras Évolet disfrutaba de su pequeño retoño, fuera del Palacio, los Seis Altos Demonios se habían reunido acudiendo a la llamada de Abraxas.
—No sé si vosotros también lo habéis percibido, pero yo hace semanas que me siento con el estómago vacío —espetó Abraxas con voz regia.
—Es cierto —dijo Nexara con tristeza—, el sufrimiento de Évolet parece cada vez menos intenso… Me alegro por ella, pero… mi pobre tripa empieza a no dejarme dormir.
—Además sabe peor. Es como… como… —tanteó Áxbalor tratando de encontrar las palabras adecuadas— un vino aguado.
—¡Eso es! —convino Xantara—. Cada vez menos sabroso, como si estuviera perdiendo fuerza y calidad. Yo misma, por las noches, me levanto con hambre y tengo que ir en busca de algún alma que atormentar. ¡Qué fastidio!
—Todo es culpa de esa niña —observó Luxanna—. Desde que ella está, el corazón roto de Évolet ha comenzado a sanar. Si la cosa sigue así, ¡en breve no habrá comida para todos! Y la que haya no valdrá la pena. ¡Te lo aseguro!
—¡Yo digo que matemos a esa mocosa! —sentenció Abraxas golpeando el puño contra la palma de su mano—. Si la niña muere, Évolet sufrirá y la calidad de nuestro alimento volverá a ser mejor.
—¡Un momento! —les detuvo el esmirriado Xezbet—. No vamos a matar a esa niña.
—Uy, parece que la niñera se ha encariñado de su pequeña señora —rió Áxbalor.
—¿Por quién me tomas? —sonrió Xezbet, Señor del Engaño—. Pensadlo, Évolet está más que amortizada. Llevamos varios años gozando de su dolor y, como un vino que lleva mucho tiempo descorchado o como una gallina demasiado vieja… ¡Está perdiendo su frescura!
—Es cierto —convino Xantara—, habrá que dar con una nueva emperatriz a la que torturar.
—Amunet será nuestra nueva Emperatriz Tenebrosa —sentenció Xezbet.
—¡Qué tontería! Es solo una cría —apuntó Luxanna.
—Una cría que ama a su madre por encima de todo —concluyó el esmirriado demonio con una sonrisa macabra—. Llevo años congraciándome con esa mocosa. Pensadlo. Si logramos aguantar un poco más, hasta su adolescencia, esa niñita malcriada amará tanto a su madre que será para ella lo más importante en el universo. ¡Todos sabéis lo intenso, profundo y fresco que es el corazón de aquellos que acaban de alcanzar la pubertad! ¿Os imagináis el sabor de ese dolor?
—La ternura de un nuevo corazón roto… —salivó Abraxas.
—Y fresco… —añadió Nexara relamiéndose.
—Y además, gracias a la influencia que mi poder me permite ejercer sobre ella, y a ser ella más jóven e influenciable, moldearemos a nuestra propia Emperatriz haciendo de ella lo que nos plazca.
—Es genial, así esa engreída de Évolet no volverá a mangonearnos —apostilló Luxanna colocándose un mechón de su frondosa cabellera tras la oreja mientras sonreía complacida.
—¿Pero quién dice que la niña no se volverá contra nosotros cuando matemos a su madre y la nombremos Emperatriz? —objetó Nexara dubitativa—. Yo no la culparía si quisiera nuestras cabezas.
—Utilizaré mis poderes —dijo Xezbet llevándose la mano al pecho—. Actuará según mi voluntad, os lo garantizo
—Hermano pequeño, he de reconocer que todo lo que tienes de enclenque lo tienes de retorcido. Me encanta tu plan —sonrió Áxbalor con avidez—. ¡Hagámoslo ahora mismo!
—¡No tan rápido! —les contuvo Xezbet—. Como el buen vino, todo necesita macerarse a su debido tiempo. Debemos esperar unos años antes de ejecutar nuestro plan. Permitir que el amor entre Évolet y Amunet crezca y se haga más fuerte. Cuanto más sólido sea el lazo entre ellas… mejor sabrá su dolor al quebrarse su corazón. Y, ¿qué son al fin y al cabo unos años en nuestras vidas inmortales? Hacedme caso, hermanitos, tened paciencia y acabaréis por agradecérmelo.
En la actualidad.
El mayor de los Altos Demonios se precipitó contra la pared golpeándose la espalda con fuerza y luego cayó al suelo visiblemente dañado por el rayo destructor que su señora le había devuelto. Sin embargo, aunque maltrecho, esbozó una débil sonrisa.
—Tal y como imaginaba, no eres suficientemente rápida —murmuró como si su ataque hubiera sido un simple ardid—. ¡Ahora hermanos! —gritó Abraxas desde el suelo con su voz de pantera y de cada una de las cuatro esquinas del salón del trono apareció un Alto Demonio con gesto amenazante.
—Quizás puedas absorber mis poderes y volverlos contra mí —expuso el mayor de los Altos Demonios desde el sueño—, pero nada puedes contra todos nosotros si te atacamos a la vez. Somos demasiados, Évolet y tus reflejos solo son los de una humana. Estás sentenciada. Aprovecha tus últimos segundos de existencia porque tu vida eterna termina ahora.
—¡No mientras tenga conmigo mi báculo, demonios! —exclamó Évolet levantando su arma y apuntando hacia el señor de mil legiones—. ¡Abrax…!
Pero entonces oyó la dulce voz de Luxanna pronunciar unas oscuras y sensuales palabras y todo se oscureció para ella. ¿Qué había pasado?
—¿La has dejado muda, hermana? —rió Áxbalor—. Eres tan retorcida como poética.
—Hago lo que puedo, querido —dijo ella con falsa humildad, sus labios curvándose en una sonrisa venenosa.
En ese instante, Abraxas, el más feroz de los demonios, lanzó un rayo de energía oscura directamente a Évolet. Con un movimiento rápido y decidido, la emperatriz levantó su báculo, absorbiendo la energía del rayo. Con un giro ágil, redirigió el ataque hacia Nexara, que esquivó el golpe con una destreza sobrenatural.
—Uy, uy, ¿has atacado a mi hermana? Eso no se hace —dijo Luxanna con un tono burlón, y con un gesto de su mano, privó a Évolet también de la vista.
Traicionada por sus propios demonios. En aquel momento, la guardiana infernal solo pudo pensar en su hija y en qué iba a ser de aquella pobre niña indefensa si ella faltaba. Atacó al aire con su báculo sin ver nada, cegada por el hechizo de privación de sentidos de la súcubo como si todo, de repente, se hubiera quedado a oscuras. No había contado con ese ardid. Ahora era una presa fácil y lo sabía.
—Pobre Évolet, siempre tan valiente y tan inútil —dijo Luxanna con una voz que era pura seducción y crueldad—. No tienes ninguna oportunidad.
A solo un largo corredor de distancia se encontraba Amunet entrenando su puntería con una inmensa ballesta, regalo de su padre Rodrigo IV. La niña había crecido para convertirse en una hermosa adolescente, feliz e inteligente: con un futuro lleno de sueños por cumplir. Algún día se casaría con Xezbet, su prometido; luego, al cumplir la mayoría de edad, permitiría a su madre que por fin se retirara como tantas veces había manifestado la propia Évolet y ella la sustituiría en el trono.
—¡Amunet, querida! —gritó Xezbet irrumpiendo en la estancia casi sin aliento— ¡Mis hermanos…! ¡Vuestra madre…!
—¿Qué pasa, querido? —dijo tranquilizadora mientras acertaba de lleno en el blanco con el bodoque de su ballesta rompiendo un jarrón—. ¿Se han vuelto a meter contigo? ¿Quieres que les meta por la boca uno de estos?
—¡Son mis hermanos! Los Altos Demonios se han conjurado y han traicionado a la Emperatriz Tenebrosa. ¡Creo que quieren acabar con ella! ¡Es un golpe de estado!
—¿Cómo? ¡No es posible! —espetó ella— ¡Hay que detenerles! ¡Llévame ante ellos!
—Está bien, yo iré con vos y estaré a vuestro lado —dijo con tono solemne—. Pero prometedme que haréis lo que yo os diga, será la única forma de vencerles, pues su poder supera al de vuestra madre y también al nuestro.
—Claro, amado mío, solo confío en mis padres y en tí —dijo la heredera con convencimiento.
Ambos recorrieron el largo corredor y, al llegar a la sala del trono, contemplaron la preocupante escena. Cinco Altos Demonios —dos íncubos y tres súcubas— rodeaban a Évolet que lanzando golpes al aire, mientras la emperatriz trataba de mantenerlos a ralla con su báculo, que emitía tan solo un leve destello.
—¡Deteneos! —gritó Amunet.
Al verles llegar, Xantara, una de las súcubos, les miró dedicándoles una sonrisa.
—¡Pero mira quién está aquí! Si son Xezbet y Amunet… Lo siento pequeñines, pero no puedo dejar que molestéis a los mayores mientras están jugando —y dicho esto extendió su mano.
Sus falanges crujieron y se retorcieron creando una maraña de hilos casi invisibles que manipuló las extremidades de los recién llegados como si fueran meros títeres. La ballesta de Amunet cayó al suelo con un ruido sordo. Con su magia de control, la Alta Demonia hizo que ambos cayeran de rodillas y con sus manos atadas a la espalda por cuerdas invisibles, contemplando inmóviles aquella escena.
Évolet, privada de vista y voz, escuchaba a los demonios con una mezcla de furia y desesperación. Sus ojos bañados en lágrimas, abiertos pero inertes, expresaban con silenciosa elocuencia lo que sus labios ya no podían: una súplica desgarradora por su hija, un grito mudo de amor y protección en medio de la oscuridad que la envolvía.
El resto de los Altos Demonios sacaron cada uno un puñal ritual y se acercaron a Évolet, paso a paso, con una sonrisa macabra en cada uno de sus sombríos rostros. Ella agitó su báculo pero, sin sus demonios dentro —que eran la principal fuente de su magia—, su poder no podía hacer frente a la amenaza. Cuando el primero de los cuchillos penetró en su piel dio un alarido y dirigió su mirada vacía hacia donde los gritos le indicaban que debía estar su hija, que se encontraba de rodillas a pocos metros de ella. La adolescente cerró los ojos incapaz de soportar la escena, pero Xezbet utilizó su cautivadora voz para susurrarle:
—¡Ábrelos, abre los ojos, Amunet! Ellos son el enemigo, pagarán con sufrimiento el sufrimiento… —Amunet abrió los ojos de nuevo, justo cuando a su madre le asestaron la segunda puñalada, luego la tercera, luego la cuarta… y por fin la quinta.
Su cuerpo cayó al suelo ya sin vida en un charco de sangre carmesí. Xantara, la súcubo, deshizo las ataduras con las que había sometido a Amunet y Xezbet.
—La Emperatriz ha muerto —profirió Abraxas con solemnidad tomando el báculo de las manos aún calientes de Évolet. Luego lo entregó a la joven Amunet que aún tenía lágrimas en los ojos—. ¡Larga vida a la Emperatiz!
—¡Ahora Amunet, es nuestro momento! ¡Señalad uno a uno con el báculo de vuestra madre y decid sus nombres en voz alta!
—¿Cómo? —rugió el hermano mayor sin comprender aquel repentino giro de los acontecimientos.
—¡Abraxas! —exclamó Amunet mientras apuntaba hacia el demonio y este era absorbido.
—¿Nos has traicionado? —comprendió Áxbalor justo antes de oír su nombre—. ¡Brillante!
—¡Áxbalor! —pronunció la joven, y fue absorbido con rapidez.
—No voy a permitir que… —dijo Luxanna justo al oír su nombre.
—¡Luxanna! —y fue arrastrada como sus hermanos sin tener tiempo de reaccionar.
—¡Malditos…! —comenzó a decir Xantara justo antes de oír su nombre y ser arrastrada al interior de su antigua morada y prisión.
—Solo quedo yo… —murmuró Nexara apenada—. Supongo que no podríamos arreglar esto de otro…
—¡Nexara! —profirió implacable la nueva Emperatriz.
Y la última de los Altos Demonios traidores fue introducida en el báculo. Una nueva lágrima amarga resbaló por la mejilla de Amunet y, tras ella, Xezbet paladeó en secreto las delicias de aquel joven corazón roto. Más intenso y más sabroso que nada de lo que hubiera probado jamás.
—Lo habéis hecho bien, mi amor —respondió tomando la mano de su amada.
—Era mi madre… eran tus hermanos… —balbuceó llena de odio y tristeza mientras el báculo brillaba con fuerza dotando a su cuerpo adolescente de un brillo rojizo y poderoso.
—No os preocuéis, nos tenemos el uno al otro —la consoló Xezbet con ternura—. Y tenéis a vuestro ejército infernal, vuestro derecho de cuna y un nuevo poder en el interior de ese báculo. Juntos gobernaremos y seréis por fin aquello para lo que naceistéis: Emperatriz de los Dos Mundos.
La punta de aquel antiguo y poderoso objeto, ahora lleno de demonios, emanó una extraño resplandor mágico con forma de “c”. El demonio recordó entonces que el Torneo del Titán iba a comenzar y, si los rumores eran ciertos, la divinidad parecía haberse demorado más de la cuenta en elegir a su última pareja. Reconoció la señal y sonrió, pues últimamente a Xezbet todo le salía a pedir de boca. Aquel símbolo era el anuncio de la providencia de que habían sido llamados a participar en el torneo. Seguro que todos se iban a sorprender ante la inesperada y estelar aparición de los Herederos del Inframundo. Se relamió los labios con la cantidad de sufrimiento ajeno que pudo atisbar. Un inesperado giro de los acontecimientos que no hacía más que mejorar sus expectativas. Xezbet alzó la mano de su amada mientras paladeaba el dolor más exquisito. Había valido la pena, ahora solo debía de procurar que Amunet nunca descubriera la verdad. Pero eso no le preocupaba, mentir era algo que, al Señor del Engaño, siempre se le había dado bien.