196 – EL ANHELO MÁGICO DE ELORA

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EL ANHELO MÁGICO DE ELORA

Siempre se ha dicho que la caída del sol sobre el mar es el anochecer más bonito que se puede ver, pero es aún más bonito cuando sobre el sol se dibuja la silueta de un velero bergantín que despliega sus velas. La reina Mairim, reina de Isla Kalzaria, había salido con su pequeña y amada hija Elora para enseñarle el que algún día sería su barco. El resplandor dorado del sol bañaba el navío, creando un escenario mágico y evocador para la niña.

—Mira, Elora —dijo Mairim señalando hacia el horizonte—. Ese será tu barco algún día. Tiene el mástil más alto, el que un día navegó con el Calypso, el barco del papá de uno de tus papás.

Elora, con sus ojos llenos de asombro y curiosidad, observaba cada detalle con atención. Fue entonces cuando Railey, con una sonrisa, decidió contarle una historia.

—¿Recuerdas cómo nos conocimos, John? —preguntó Railey guiñando un ojo a Elora—. Deberíamos contarle la historia a nuestra pequeña.

John asintió, una chispa de nostalgia iluminando sus ojos. Se arrodilló para estar a la altura de su hija y comenzó a relatar su pasado.

—Yo soy el hijo menor de un temido capitán pirata que fue amigo del abuelo Flick. Nací en un barco llamado El Calypso. Mi papá, Alban Nathaniel, era el capitán y yo tenía tres hermanos mayores. Un día, nos atacaron unos piratas muy malos y mi papá me escondió entre unos barriles mientras él y mis hermanos luchaban. Desde mi escondite, con solo 6 años, vi cómo los malos ganaban y mi familia no pudo sobrevivir.

Railey continuó la historia, su tono más suave y reflexivo.

—Yo, en cambio, era un niño sin padres que vivía en Isla Kalzaria. Era muy hábil y astuto. Un día, mientras buscaba a alguien a quien engañar, encontré a John desmayado sobre una tabla en la playa. Lo llevé a un lugar seguro y, cuando se despertó, me contó su triste historia. Sus ojos me conmovieron mucho y decidí cuidarlo. Desde entonces, nunca nos separamos.

Mairim, escuchando la historia de sus dos amores, añadió con una sonrisa:

—Después, ambos se unieron a La Niña, el barco de mi tío Efraín Jacobs. Fue allí donde se enamoraron de mí —dijo con una risa ligera—. Aunque John y yo nos casamos, Railey también es tu papá y también lo quiero mucho.

Elora, con ojos curiosos, preguntó:

—¿Aunque no estéis casados?

—Aunque no estemos casados. Así como tú quieres mucho a tus dos papás, yo también lo hago.

Elora, fascinada por la historia que le habían contado, los miró fijamente con ojos llenos de admiración y amor.

—¡Vaya historia! —exclamó abrazando a sus padres—. ¡Soy la hija más afortunada del mundo!

De repente, la excursión familiar se vio interrumpida por un grito aterrador. Un pirata emergió de las sombras, cuchillo en mano, dispuesto a asesinar a la reina. La figura del atacante se perfilaba amenazadora contra el resplandor del atardecer.

John y Railey, siempre alerta, se movieron al unísono. El primero desenfundó su espada, el acero brillando a la luz del sol poniente, y bloqueó el primer ataque del pirata con un golpe certero. La batalla se desató en la cubierta del barco, con el sonido del metal chocando y las órdenes gritadas resonando en el aire.

Railey, con su agilidad característica, desenfundó su pequeño trabuco y disparó un tiro que desorientó al asaltante. Con movimientos rápidos, evitaba los ataques del cuchillo mientras se preparaba para un segundo disparo.

El extraño, enfurecido, lanzó un ataque feroz hacia Mairim. La reina, con la valentía que la caracterizaba, desenfundó su florete y se unió a la lucha. Con una elegancia letal, bloqueó el embiste y contraatacó con una serie de estocadas precisas.

John logró desarmar al pirata, su espada volando por los aires y aterrizando lejos. Sin embargo, el atacante no se rindió. Con un último esfuerzo, se lanzó hacia Mairim. En ese momento, Railey lo sujetó por detrás, inmovilizándolo.

—¡Ahora, Mairim! —gritó Railey.

La reina aprovechó la oportunidad y, con un movimiento decidido, asestó el golpe final. Con la empuñadura de su florete golpeó al marino en la cabeza, dejándolo inconsciente en el suelo.

El pirata fue llevado ante Trono de Hueso para un juicio sumario. Tras ser juzgado, la reina decidió condenar a muerte al estúpido pirata que había osado alzar la espada contra ella.

—¡Que pasee por la tabla! —ordenó Mairim entre gritos de júbilo.

—¡Ezo! —repitió Elora—. ¡Que pazee por la tabla!

El hombre, tembloroso, fue avanzando por la estrecha tabla que salía de la cubierta del barco sin atreverse a mirar hacia abajo. Sabía que era inútil pedir clemencia; sólo le quedaba tratar de nadar más rápido que los tiburones. Al caer al agua, cientos de piratas alzaron sus botellas de ron y empezaron a vitorear.

Divertida, Elora echó a correr hacia la tabla gritando que «le tocaba a ella». De repente, sintió una firme mano que la agarraba por el pescuezo. Era su tía Morgana.

—¡Esto no puede seguir así! —exclamó enfadada—. ¡¿Acaso creéis que esta niña cuidará el trono de hueso?! ¡Es inútil!

—¡No te atrevas a hablar así de mi hija! —respondió Mairim, mientras Nathaniel y Railey se erguían en posición de ataque.

—Sabes que es verdad —insistió su hermana mayor—. Hay que curtir a esta niña y pronto.

En el fondo, los tres sabían que la pirata tenía razón. La pequeña disfrutaba mucho con su madre y sus dos padres, pero tenía mucho que aprender y poco tiempo para hacerlo. Poco después, La Niña volvería a desplegar sus velas con Railey, Nathaniel y Elora al frente.

Como era habitual, en cuanto la princesa pisó la cubierta, su risueña sonrisa le robó el corazón a toda la tripulación. Ella se pasaba las mañanas aprendiendo de sus padres y, por las tardes, siempre convencía a algún grumete para que desatendiese sus tareas y jugase con ella. John era un padre recto y justo, mientras que Railey era astuto, imaginativo y despistado. A pesar de su perenne ebriedad —como él decía, «la resaca del día después»— siempre conseguía lo que se proponía, salvo enderezar a su hija.

Un día, la princesa acompañó al mozo de cocina a dar de comer a los cerdos. Al verlos, quedó prendada de ellos y decidió fundar la Nación Porcina, de la que ella era la reina. Indultó a los animales y los soltó por la cubierta. De repente, una cincuentena de cochinillos empezaron a correr por el barco, embistiendo a cuantos marinos encontraban a su paso.

—¡Esto es un desastre! —gritó el cocinero tratando de atrapar a uno de los cerdos—. ¡Voy a hacer tocino de todos vosotros!

El cocinero entró en cólera e intentó que los capitanes castigasen a la niña, pero no solo no tuvo éxito. Al no poder cocinar los cerdos, pues Elora se lo impedía siempre que el cocinero lo intentaba, se vieron obligados a atracar para reabastecerse.

Nathaniel y Railey acostaron a su hija y se dirigieron hacia el lupanar de la Ciudad Libre, famoso por los placeres que la celestina que lo regentaba ofrecía a sus clientes. Escondida entre las sombras, la niña siguió a sus padres y se coló dentro. Allí conoció a Eurídyce, una niña de origen zíngaro con la que enseguida trabó amistad.

—Hola, ¿cómo te llamas? —preguntó la princesa observando a la niña con curiosidad.

—Me llamo Eurídyce. ¿Y tú?

—Soy Elora, la hija de la reina Mairim.

Eurídyce, al escuchar esto, se inclinó con respeto.

—¿De verdad eres la princesa? —preguntó con asombro.

—Sí, pero no hace falta que te inclines —dijo Elora inclinándose también—. Podemos ser amigas.

Eurídyce miró a Elora con una mezcla de sorpresa y duda.

—¿Por qué llevas un parche? ¿Te falta un ojo?

Elora sonrió y negó con la cabeza.

—No, no me falta un ojo. Llevo el parche por mi abuela. Era una gran pirata y siempre llevaba uno. Así me siento más cerca de ella.

Eurídyce asintió, comprendiendo.

—Mi madre siempre me cuenta que tu abuela era la reina y que todo empezó a cambiar cuando mi tía Kalaba, a quien nunca he conocido ni en mis cumpleaños, le quitó el ojo para una poción mágica de amor.

—Eso es una tontería —dijo Elora—. Si tienes parche es porque nunca has tenido ojo, como los piratas que nacen directamente con la pata de palo o con el garfio.

Las dos niñas congeniaron enseguida. Mientras la pirata le hablaba acerca de sus viajes, la zíngara le hacía pequeños trucos de magia. Las dos se quedaron toda la noche en vela, hablando de magia, viajes, monstruos marinos, criaturas mágicas y aventuras.

—Mira esto, Elora —dijo Eurídyce sacando una pequeña bola de cristal—. En esta bola puedo ver todo lo que imagino. ¿Quieres intentarlo?

La princesa asintió emocionada. Miró fijamente la bola de cristal y, con la ayuda de su nueva amiga, empezó a ver destellos de sus propias aventuras en el mar, navegando en La Niña y enfrentando peligros inimaginables.

—¡Es increíble! —exclamó Elora—. ¡Quiero aprender más!

Las dos niñas, llenas de entusiasmo, hicieron un pacto de amistad eterna y prometieron compartir todas sus aventuras y secretos.

Mientras tanto, en el lupanar, Nathaniel y Railey discutían sobre la necesidad de endurecer a su irreductible hija.

—Tiene que aprender a ser más responsable —decía John—. No podemos permitir que cause más problemas.

—Pero también necesita disfrutar de su infancia —respondió Railey—. No quiero que pierda su espíritu aventurero y su alegría.

—Debe haber un equilibrio —suspiró su compañero—. Encontraremos la manera.

Mientras tanto, los navegantes de La Niña se preparaban para partir. Ya habían levado anclas y establecido la nueva ruta cuando se percataron de la ausencia de Elora. Asustados, volvieron corriendo al puerto donde decidieron registrar casa tras casa hasta encontrar a la princesa, pero no había rastro de ella. Desesperados, decidieron probar suerte en el lupanar. Ahí encontraron a la pequeña riendo y gritando con otra niña de pelo rizado. ¡La habían encontrado!

—¡¿Se puede saber qué haces aquí!? —le recriminó Nathaniel.

Ez que quería jugar, papá —respondió la pequeña.

—¡Este no es lugar para una princesa! —increpó Railey.

—Jo, papá, zólo eztaba jugando con Eurídyce. ¡Zabe hacer magia!

Le reprendieron por su irresponsabilidad y se la llevaron de vuelta al barco. Tras saquear un par de naves, el ánimo volvió a la tripulación y Elora volvía a ser la estrella de la embarcación. Recuperada su buena relación, la pequeña empezó a hablarles acerca de la magia que había visto y que quería que le hiciesen más trucos. Los padres no lo dudaron ni por un segundo y mandaron a varios de sus marineros más jóvenes a raptar a un impromago. No podían resistirse a las súplicas de su hija y querían recompensar a la pequeña por sus avances en el noble arte del saqueo y la esgrima.


La comitiva volvió dos meses después con Tasac, un joven mago de la casta Férox. El hechicero tenía una desordenada cabellera castaña y ojos marrones que se agrandaban por sus redondas gafas, las cuales estaban ligeramente rotas. Vestía una capa naranja brillante, símbolo de los graduados en magia de la Torre Arcana. Aunque no era especialmente hábil con los hechizos, su corazón era grande y generoso, lo que le hacía ser querido por todos los que lo conocían.

Nathaniel le asignó un camarote, le explicó que no le harían daño, que sólo tenía que entretener a la princesa pirata.

Al día siguiente, los padres celebraron un pequeño ágape para Elora y la tripulación. Trajeron al mago a la cubierta y, cuando la niña lo vio, se puso tan contenta que hasta Tasac se sintió un mago verdaderamente importante.

—Mi papá me ha dicho que te llamaz Tazac. ¿Ez verdad que puedez hacer magia? —preguntó Elora con entusiasmo.

—Sí, pero… tengo que volver a mis entrenamientos para el torneo. Si no llego a tiempo para prepararme, Anaid y Korux me van a matar —dijo Tasac nervioso.

—Haz algo mágico y divertido —pidió la princesa con una sonrisa traviesa.

Tasac se rascó la cabeza y, con un poco de inseguridad, decidió intentar convertirse en diferentes fieras como un lobo o un oso. Pero cada vez que lo intentaba, sólo lograba emitir un ruido extraño y nada amenazante. En lugar de un rugido feroz, entonó un débil «gruñido» y en lugar de una poderosa transformación, apenas logró hacer que su cabello se erizara y sus ojos se agrandaran aún más detrás de sus gafas rotas.

Elora se rió y dijo con una sonrisa:

—El animal no te zale muy bien. ¡Ah, ya ! Hazme un barco dentro de una bola de criztal —pidió con los ojos brillando de emoción.

Tasac, con un suspiro, comenzó a conjurar el hechizo.

—¡Orbiculum Navis! —exclamó moviendo su varita con gracia.

Un destello de luz brotó de la punta de la varita y, en un suave remolino de energía mágica, una esfera cristalina comenzó a formarse en el aire. La bola de cristal, llena de destellos y brillos, fue tomando forma lentamente hasta quedar suspendida frente a Elora. Dentro de la bola, la magia se arremolinó y se transformó, creando un diminuto barco que navegaba en un mar en miniatura. Las olas se movían suavemente y el pequeño velero avanzaba majestuosamente. Elora se rió y aplaudió maravillada.

—¡Ez igual que el de Eurídyce! —exclamó la niña señalando el orbe con ilusión.

Tasac sonrió, pero su rostro se tornó serio de nuevo.

—Me alegra que te guste, pero de verdad que tengo que marcharme —dijo con preocupación.

—¡No! ¡Quédate un poco más! —suplicó la princesa con lágrimas en los ojos.

El mago, nervioso por faltar a sus entrenamientos, intentó lanzar un hechizo de teletransportación.

—¡Transitus Tempus Spatium! —exclamó.

El hechizo falló y Tasac desapareció en una nube de humo. La chiquilla empezó a llorar mientras sus padres intentaban sacarle una sonrisa. El desconsolado llanto de la princesa derritió el corazón del joven mago, que no se había teletransportado, sino convertido en humo. Finalmente decidió volver a hacerse visible.

—Creo que me quedaré hasta que lleguemos a un puerto —dijo Tasac avergonzado—. No debí dejar de atender a la clase de teletransportación de Periandro.

Tras una semana de travesía, finalmente tocaron tierra y el hechicero pudo ponerse en contacto con sus profesores de la torre. Los maestros, preocupados por su ausencia, no tardaron en teletransportarlo de regreso, pero no sin antes darle una buena reprimenda por haber faltado a sus entrenamientos para prepararse para el VI Torneo..

Era el momento de la despedida y Tasac se acercó a Elora con una sonrisa triste.

—Me tengo que ir, Elora. Mis profesores están muy preocupados y debo regresar a la torre —dijo con voz suave.

—¿Volveráz a vizitarme? —preguntó la niña con lágrimas en los ojos.

—Haré todo lo posible por volver algún día —respondió abrazándola—. Ha sido un honor conocerte y compartir estas aventuras contigo.

El tiempo que Tasac pasó a bordo de La Niña fue suficiente para que quedara profundamente cautivado por la princesa Elora. Todas las tardes que pasó con ella, lanzaba hechizos que la maravillaban y le contaba fabulosas historias de faunos, hados, ondinas, efreets y unicornios.


La fascinación de la princesa por aquellos seres mágicos creció día a día hasta que, una idea maravillosa brotó de su joven cabecita: quería un unicornio.

Papáz, ¡quiero un unicornio! —imploraba—. Laz princezaz no pueden ir a caballo, tienen que ir en unicornio.

Era cierto que se acercaba su cumpleaños y que merecía un regalo especial que la distrajera de estar tan lejos de su querida madre, pero no iban a poder conseguir tal criatura.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó John Nathaniel.

—¿Cómo vamos a conseguir un unicornio? ¡Es imposible! —respondió Railey.

—Se lo podríamos haber pedido al mago. Dicen que algunos han llegado a Calamburia y seguro que él sabría dónde hay. ¿Le secuestramos de nuevo? —sugirió John.

—¡Tengo una idea mejor! Y mucho menos arriesgada —dijo Railey—. Sólo necesito un pony y una caracola.

Celebraron el cumpleaños por todo lo alto. Los cocineros prepararon manjares dignos del Titán, descorcharon las mejores botellas de ron de la bodega y entonaron las canciones más alegres que conocían. Cuando todos hubieron comido y bebido, los padres procedieron a darle el regalo a la pequeña. Railey subió a la cubierta un precioso pony tordo con una alargada caracola pegada a la frente del animal. Nathaniel y la tripulación lo miraban con admiración, aunque no creían que la caracola fuese a aguantar mucho tiempo en su sitio.

Al verlo, Elora estalló de alegría y empezó a acariciar y jugar con su nueva mascota, mientras el resto preguntaban al beodo marino cómo había conseguido pegar el cuerno. Como era de esperar, éste se cayó a los pocos minutos. Cuando lo vieron, todos miraron expectantes a la princesa, que recogía la caracola del suelo con lágrimas en los ojos. Los padres avanzaron hacia su hija para consolarla, pero se pararon en seco al oír su grito.

—¡Qué bonito! —exclamó —. ¡Ez de quita y pon! Ez una idea genial, ¡azí ze camufla para que loz demáz no zepan qué ez un unicornio y no me lo roben!

Los padres no quisieron desilusionar a su hija y le dieron la razón.

Tras una semana más de travesía, volvieron a Kalzaria. Mairim los aguardaba impaciente en el puerto con una caja en las manos. Nada más verlos, corrió rauda a abrazar a su hija: ¡por fin habían vuelto! Después de besar y agasajar a la pequeña, los llevó a los tres al camarote del capitán.

—En vuestra ausencia nos ha llegado un cargamento de ron un tanto especial —anunció, mientras sacaba tres botellas con una reluciente C dorada grabada en el centro de cada una—. Creo que ya sabéis lo que significa.

Mairim les mostró que las botellas estaban etiquetadas mágicamente con sus nombres. Los ojos de Elora se clavaron de inmediato en la brillante C dorada de las botellas que emitía un chisporroteo de luz. Sus padres le habían hablado del famoso Torneo de Calamburia y de la esencia de la divinidad, pero jamás había imaginado que ella podría participar. Y lo mejor de todo, ¡volvería a ver a su amigo Tasac!

195 – LA DISTANCIA ENTRE PROA Y POPA

Personajes que aparecen en este Relato

LA DISTANCIA ENTRE PROA y POPA

Hace muchos años, todo lo que el sol bañaba con su luz pertenecía al vasto reino de Calamburia. Sin embargo, por primera vez, una porción de ese territorio se separó: la indómita Isla Kalzaria. En los turbulentos mares del sur, Mairim Lancaster, joven e impetuosa, regresaba victoriosa a su isla. Había logrado lo que muchos consideraban imposible: liberar Kalzaria del yugo opresor de la reina Sancha III y establecer un reino independiente bajo el gobierno de los piratas. La travesía había sido ardua, pero Mairim, con su carácter caprichoso y casi infantil, demostró una astucia y valentía fuera de lo común.

La batalla decisiva había sido feroz. Los piratas de la pequeña reina, dirigidos por su leal capitán Efraín Jacobs, junto con los mercenarios comandados por su hermana Morgana, ejecutaron una serie de ataques rápidos y mortales, desmoralizando a las tropas de Sancha. Finalmente, acorralada y sin opciones, la reina ofreció su trono a Mairim en un acto desesperado. Ésta aceptó con entusiasmo, sin perder la oportunidad de satisfacer sus deseos de poder y aventura.

—¡Viva Mairim! ¡Viva la Reina Pirata! —coreaban los habitantes de Isla Kalzaria. Tras una larga travesía para conquistar el Trono de Ámbar, los tripulantes de La Niña volvieron triunfantes a su querida isla y, desde ahora, la nueva Nación Pirata. 

La noticia de la coronación llegó a los lugares más recónditos de la isla, pues el capitán Jacobs mandó un comando de cronistas de avanzadilla. La nueva reina fue recibida con júbilo: fuegos artificiales iluminaban el cielo, el ron inundaba las sucias calles de la ciudad, las mujeres de vida alegre pintaban las paredes con sus coloridos vestidos y una orquesta de borrachos amenizaba la noche con canciones marineras. Tras relatar los pormenores de la tediosa travesía, los asistentes a la celebración descorcharon las mejores botellas de ron en honor a su nueva reina-niña.

Entre los celebrantes destacaban dos piratas cuyos nombres ya eran conocidos en todas las tabernas y puertos: John Nathaniel y Railey. Su historia era una de camaradería y audacia, forjada en los mares y en los campos de batalla. Ambos compartían un espíritu indomable que los separaba del resto de los bucaneros, haciendo de ellos figuras legendarias en el relato de la independencia de Kalzaria.

Años atrás, aburridos de su anodina vida en el lupanar, los dos amigos, aunque eran practicamente unos crios,  decidieron probar fortuna en la famosa embarcación del Capitán Jacobs, que al alba levaría anclas en dirección al Palacio de Ámbar. Nathaniel, hijo de un famoso pirata, adiestró a su amigo en las artes de la navegación y la disciplina naval, y ambos se convirtieron rápidamente en los mejores grumetes de la embarcación hasta llegar a servir a Cristóforo, el hombre de confianza del capitán. Al desembarcar en Calamburia, los dos encabezaron el sanguinario ataque. Piratas y soldados se enzarzaron en un cruento baile al son de los cañonazos, las estocadas de los aceros y los lamentos de los moribundos que caían al suelo ensangrentados. Los hombres morían por doquier, los piratas avanzaban rápidamente por los pasillos cubiertos por los inertes cuerpos de la guardia real, tornando el ámbar en rojo. Los dos amigos luchaban arduamente cuando, en el fragor de la batalla, tuvieron una visión divina: una joven morena de cabello castaño, mirada resplandeciente y sonrisa deslumbrante batallaba con arrojo, esquivando las estocadas de sus contrincantes y ensartando su precioso florete en cuantos se le acercaban. El distintivo parche en su ojo les reveló su identidad: era Mairim Lancaster, hija de la reina Petequia y la que sería su reina. Ambos se enamoraron de ella al instante.

Pero hoy no era un día para añoranzas; era un día en el que se celebraba la independencia, y el pasado quedaba como una sombra distante frente al resplandor del presente. Los piratas brindaban y cantaban por un nuevo futuro, las llamas de las antorchas se reflejaban en el mar, y el nombre de Mairim Lancaster resonaba en cada rincón de Kalzaria. En ese momento, Efraín Jacobs los mandó llamar a su despacho y los dos grumetes dejaron de inmediato sus jarras de ron y acudieron prestos. Allí se encontraban el capitán y Morgana, la medio-hermana de la joven reina.

—Cristóforo me ha informado sobre vuestra valía en combate y me ha dicho que le habéis salvado la vida —comenzó a decir el capitán Jacobs—. Quería agradecéroslo. Cristóforo es un marino muy valioso y un gran amigo.

—Muchas gracias a usted, capitán —respondió Nathaniel con una inclinación respetuosa.

—Pero no os han llamado solo para eso —continuó Cristóforo—. Morgana tiene algo que ofreceros.

—Queremos que cuidéis de la reina —intervino la hermana de Mairim, que era mayor que ella—, que la protejáis. No me fío de Sancha.  Además, no hemos llegado a derrotar a esa vieja arpía. Tras firmar la paz y concederle a mi hermana la independencia de Kalzaria, debe estar lamiéndose las heridas mientras piensa en cómo devolvernos el golpe. La corona odia a los piratas, nos han odiado desde que nuestro padre empezó a saquear sus costas en los tiempos del reinado de Urraca.

—¡Es que Urraca es un nombre ridículo! —interrumpió Cristóforo entre risas.

—¿A quién se le ocurre llamar a una hija como a un pequeño pájaro azulado? —continuó Morgana divertida—. Es como si yo llamara a alguien Mero o Merluza. En este caso, ambos son pequeños y azulados, pues la próxima vez la llamaré Anchoa —sentenció la joven.

—¡Me encantaría ver la cara de esa usurpadora, vieja y seca, al escuchar eso! —comentó Jacobs con una sonrisa.

—Como iba contando —retomó Morgana—, la reina anciana ha cedido la soberanía de isla a los piratas, pero Urraca no puede tener hijos y ha matado a su único nieto, lo que convierte a Mairim en la heredera al trono. ¿Y acaso creéis que dejará que una de nosotros se siente en el Trono de Ámbar? Ya se ha librado de Dorna, Comosu y Juliok, y no dudará en mandar a sus sicarios a por mi hermana.

—Necesita protección —intervino nuevamente el capitán Jacobs—, y me consta que los dos sentís algo más que devoción por ella.

—Sí, capitán —afirmó Nathaniel visiblemente conmovido, mientras su compañero asentía con la cabeza.

Los dos amigos aceptaron agradecidos el encargo. Su sueño se había hecho realidad: ¡podrían estar con Mairim! 

El tiempo pasó y los tres se hicieron grandes amigos: ellos cuidaban con amor a su reina y ella se sentía halagada por las atenciones que recibía. Mientras tanto, la vida en la Isla Kalzaria siguió su curso mientras las mareas del destino movían sus hilos.

Un día, la tranquilidad de la taberna favorita de la reina se vio abruptamente interrumpida por la irrupción de un joven marinero que anunció con urgencia la desaparición de Walter Kennedy, un colono por el que Mairim había desarrollado una profunda fascinación. Aunque nunca había conocido a Kennedy en persona, la reina había visto sus retratos y no podía evitar sentirse atraída por su porte alto, su cabello moreno y su mirada enigmática, tan similar a la de su fiel protector, John Nathaniel.

La noticia de la desaparición de Walter fue un golpe profundo para Mairim, y en ese momento, la inmadurez de la reina se desvaneció como la bruma al amanecer. A pesar de su juventud, la reina comenzó a mostrar una madurez inaudita, manifestada en la decisión firme de emprender una búsqueda desesperada. Acompañada de sus leales guardias y amigos, se aventuró a cruzar los siete mares en su búsqueda, enfrentando tormentas y peligros con una determinación renovada. La experiencia de la búsqueda y las duras pruebas que enfrentó durante el viaje contribuyeron a su creciente responsabilidad en las decisiones que tomaba.

Viajaron días, semanas e incluso meses, pero el rastro de Kennedy se desvaneció como el humo al viento. Tras numerosas decepciones, Mairim se rindió a la realidad de que el marino probablemente había encontrado su final y decidió regresar a Isla Kalzaria. Aunque aún conservaba destellos de su carácter juvenil y su espíritu aventurero, la búsqueda había dejado en ella una huella de madurez.

Durante la travesía de regreso, John Nathaniel y Railey mostraron una atención especial hacia Mairim, cada uno a su manera. John, con su habilidad estratégica y su mirada serena, ayudaba a la reina a planificar el rumbo y las maniobras del barco. Su porte imponente y su presencia constante evocaban al colono que Mairim había perdido. La reina, atrapada entre el recuerdo de un amor perdido y la realidad de la vida en alta mar, comenzó a desarrollar un afecto profundo por John. Su manera de manejar las situaciones, su lealtad inquebrantable y su elegante distinción resonaban con las cualidades que había admirado en Walter.

Railey, por su parte, era el alma vivaz de la tripulación. Se encargaba de proporcionarle jarras y jarras de ron a Mairim, siempre con una sonrisa en los labios y una excusa para su impresionante resistencia al alcohol: «No es borrachera, sino resaca del día anterior,» solía bromear. Su habilidad para salir indemne de cualquier altercado, incluso después de beber más ron del que parecía razonable, era legendaria. Con cada botella que le servía a la jóven, su carácter aventurero y despreocupado le atraía más y más. Las risas y las bromas de Railey, junto con su actitud relajada, ofrecían un alivio necesario en los momentos más oscuros de su travesía. En el mundo de los piratas, donde el amor libre era una norma tan común como la navegación, Mairim encontró en su compañero de botella una chispa de emoción y pasión que resultaba irresistible.

A medida que avanzaban los días en alta mar, la reina se vio atrapada en un delicado equilibrio entre sus sentimientos por ambos hombres. Con John, las noches estaban llenas de conversaciones íntimas y miradas que revelaban un vínculo profundo. Las horas compartidas en la cubierta bajo las estrellas se convirtieron en momentos de revelación y conexión. Sin embargo, cuando la reina buscaba escapar de la melancolía y abrazar el presente, encontraba en Railey una fuente de excitación y diversión. Sus encuentros furtivos entre los barriles de la bodega, cargados de risas y ardor, le ofrecían una forma de liberarse del peso de sus pensamientos y disfrutar del presente.

En el vasto reino de los mares, donde las normas de la tierra no se aplicaban y las cadenas de la tradición se rompían como redes viejas, el amor entre los piratas fluía con la libertad de las olas y la desatada bravura de los vientos. Sin las ataduras de las convenciones y las restricciones de los reinos lejanos, los corsarios vivían su pasión con el ímpetu de la tormenta y la sinfonía de las estrellas. Así, en la inmensidad del océano, Mairim se hallaba inmersa en un mundo donde los lazos amorosos eran tan cambiantes como las mareas y tan audaces como el más temerario de los navegantes. John, con su porte digno, le recordaba lo que había perdido, mientras que Railey, con su carácter aventurero, le ofrecía un respiro del pasado y un vistazo a un futuro lleno de posibilidades. Cada uno, a su manera, llenaba un vacío diferente en su vida, y la pirata se encontraba inmersa en una danza emocional, disfrutando de los encantos de ambos hombres en la libertad que le brindaba su entorno.

Durante su larga travesía, los dos marineros llevaban con admirable entereza el singular estilo de vida de la reina. John Nathaniel y Railey, aunque ambos compartían la cercanía de la reina, mantenían una camaradería sin igual, apreciando y respetando el espacio del otro como verdaderos compañeros en la vida pirata. El entorno del navío permitía que sus corazones se entrelazaran de maneras impredecibles.

Sin embargo, al arribar a Isla Kalzaria, el ambiente festivo se desvaneció como neblina al amanecer. Al divisar las distintivas velas moradas de La Niña, Morgana se precipitó hacia el puerto, su rostro reflejando una mezcla de preocupación y alivio.

—¡Por el Leviatán, ya era hora de que volvierais! —exclamó con un tono agitado—. En vuestra ausencia algunos piratas levantiscos han intentado usurpar el trono. Aunque hemos exterminado a los rebeldes, no tengo duda de que volverán a intentarlo. ¿¡Acaso quieres perder el trono que tanto nos ha costado conseguir y que todos acabemos en la horca?!

—¿Y qué propones que haga? —preguntó Mairim con un tono de resignación y creciente inquietud.

—Cásate —declaró Morgana con una firmeza que no admitía réplica—. Cásate con quien elijas y mantén relaciones con quien te plazca hasta tener un heredero. De esta forma, aseguraremos la estabilidad del trono.

Aunque reacia a la idea de atarse a un solo hombre, vio en ello una solución pragmática; la posibilidad de mantener su libertad personal mientras aseguraba la sucesión del trono le parecía un compromiso aceptable. En medio de su incertidumbre, consideró a John Nathaniel. Su porte y la historia de su familia pirata, con sus raíces profundas en la tradición corsaria, lo hacían el candidato ideal para unirse a ella en esta misión. Sin embargo, Mairim tenía una condición: para ella, la vida no monógama era esencial y no estaba dispuesta a renunciar a ello. Así que, con gran determinación, le propuso a Nathaniel que aceptara el matrimonio bajo la condición de poder seguir disfrutando de sus relaciones con otros.

Al ser informado de este acuerdo, el marinero aceptó sin dudarlo. Su actitud despreocupada y su comprensión del espíritu libre de la vida pirata le permitieron aceptar el arreglo con una sonrisa de complicidad. Nathaniel sabía que su rol era esencial para estabilizar el trono y, mientras él se centraba en cumplir su parte del trato, hizo la vista gorda ante los escarceos amorosos de Mairim con Railey. La aceptación del marinero a este estilo de vida reflejaba su compromiso con la reina y su respeto por las normas no convencionales del mundo pirata.

Así, se celebró una boda rápida pero espléndida, seguida de festejos que se extendieron durante semanas. El ron fluía más libremente que las ratas en la bodega y los piratas celebraban con entusiasmo en cada rincón de la ciudad. La reina disfrutaba de los placeres maritales con Nathaniel en sus aposentos, mientras Railey, con su inagotable energía, mantenía fugaces idilios con Mairim en los escondites más secretos del navío.

Nueve meses después, el destino presentó un nuevo regalo: una hermosa niña con cabello negro, mirada penetrante y una sonrisa que parecía iluminar los rincones más oscuros del Inframundo. Aunque no había certeza absoluta sobre quién era el padre biológico, Mairim, John y Railey se enamoraron de la pequeña Elora en el instante en el que la tomaron en brazos. Oficialmente, se reconoció a John Nathaniel como el padre, y la niña, a pesar de las incógnitas sobre su paternidad, sería, sin duda, la más querida y adorada del mundo.

194 – LA PRINCESA, EL PIRATA Y EL MAGO

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LA PRINCESA, EL PIRATA Y EL MAGO

En el mágico reino de Calamburia, donde los tritones dominaban las aguas de Aurantaquia, los seres del aire surcaban los cielos de Caelum y los salvajes habitaban las Montañas Cobrizas, una amenaza oscura se cernía sobre el horizonte. La infanta Zoraida, la más joven de los trillizos reales y dotada de una valentía incomparable, estaba preparada para enfrentarla.

Todos los héroes del reino estaban atrapados en un sueño mágico, sumidos en un hechizo que nadie había logrado romper. Sin que nadie se diera cuenta de la gran amenaza que se cernía sobre Calamburia, la responsabilidad de defender a su familia recaía ahora en la pequeña. Sin más opciones, la infanta sabía que debía hacer lo que fuera necesario para proteger su hogar.

Con su larga melena castaña ondeando al viento y una espada forjada con el acero de las estrellas en la mano, Zoraida avanzaba con determinación. A su lado, el imponente Periandro Sybila, maestro de las artes arcanas, conjuraba hechizos que iluminaban el campo de batalla con destellos de pura magia. Junto a ellos, Cristóforo, el apuesto y aguerrido filibustero, manejaba su sable con destreza, enfrentándose a cada enemigo con una sonrisa desafiante.

La travesía había comenzado en el puerto de Calamburia, donde abordaron el barco pirata «El Salvaje». El navío, capitaneado por Cristóforo, cortó las olas con majestuosidad, llevando a los valientes aventureros hacia el misterioso Mundo de los Duendes. En mitad del Kal-a-mar, Periandro se colocó en la proa del barco y alzó su varita recitando con voz firme:

—¡Muro invisible, muro requetemuro, desaparece ahora, yo te conjuro!

De repente, un portal mágico se abrió en el aire frente a ellos, girando con una luz resplandeciente. El barco cruzó el portal y, al llegar, desembarcaron en una costa extraña y colorida, donde la vegetación parecía tener vida propia y los caminos cambiaban de forma y dirección.

—¡A tierra, mis valientes! —exclamó el pirata saltando del barco y ayudando a Zoraida y Periandro a descender.

Una vez en tierra firme, encontraron una manada de unicornios esperando, sus crines brillando con un resplandor mágico.

—Montemos en ellos, debemos llegar al corazón del Mundo de los Duendes antes de que caiga la noche —dijo Periandro señalando a las fantásticas criaturas.

Zoraida, con la agilidad de una cazadora, subió a lomos de un hermoso unicornio blanco, mientras sus compañeros hacían lo mismo con otros dos ejemplares. Galoparon durante horas, atravesando prados llenos de flores luminosas y bosques donde los árboles adoptaban formas disparatadas.

Finalmente, llegaron al campo de batalla, donde esperaban los invasores oscuros con forma de monstruos, liderados por la malvada bruja Defendra, conocida como La Caricia de la Ortiga. Defendra, quien parecía una muchacha pero tenía cientos de años, se alimentaba de los sueños de los niños de Calamburia y realizaba brebajes y filtros con las partes del cuerpo de sus víctimas.

—¡Cristóforo, cubre mi flanco! —gritó Zoraida mientras se lanzaba contra un grupo de guerreros enemigos.

—¡A sus órdenes, princesa! —respondió el filibustero blandiendo su sable con renovada furia.

Periandro, concentrado en su magia, recitaba antiguas palabras de poder. Una barrera de energía apareció justo a tiempo para desviar una lluvia de flechas que amenazaba con acabar con ellos.

—¡No podemos mantener esta posición mucho más tiempo! —advirtió el mago, su rostro bañado en sudor.

—Resistid, maestro de la magia, la victoria está a nuestro alcance —dijo la infanta con determinación.

Pero en ese momento, la temible bruja apareció en el campo de batalla, envuelta en un aura de maldad palpable. Alzó su mano y desató un hechizo oscuro que golpeó a Periandro y Cristóforo, derribándolos al suelo.

—¡No! ¡Es Defendra! —exclamó Zoraida sintiendo el frío de la desesperación. Corrió hacia sus compañeros caídos, pero una barrera de oscuridad la separó de ellos.

—¡No puede ser ella! —exclamó Periandro desde el suelo, su voz temblorosa—. Los duendes la convirtieron en piedra hace años.

—¡Sí que lo es! ¡Es Defendra! —insistió Zoraida con los ojos llenos de determinación— ¡Lo sé, Periandro! ¡Tenemos que detenerla o me robará todos mis sueños bonitos!

—Insisto, mi princesa, que no es ella. El joven duende Seneris se sacrificó y acabó convertido en piedra. Me lo comunicó el propio Baufren, el duende mayor —respondió con voz de enciclopedia.

—¡Silencio! ¿Acaso eres un cobarde o contradices a la princesa? —gritó Cristóforo levantándose con dificultad y blandiendo su sable.

Periandro, herido pero no derrotado, susurró resignado a Zoraida desde el suelo: 

—Princesa, debéis usar el amuleto de luz. Es nuestra única esperanza.

Zoraida sacó un pequeño colgante brillante que había llevado siempre. Era un regalo de su abuela, la Reina Madre Zora von Vondra, un amuleto con un poder antiguo.

—¡Que la luz de Calamburia te consuma, Defendra! —gritó Zoraida alzando el amuleto.

De pronto, un rayo de luz pura emanó del colgante, atravesando la oscuridad y alcanzando a la bruja. La hechicera gritó de dolor y su magia se disolvió, liberando a Periandro y Cristóforo.

—¡Lo habéis logrado, princesa! —dijo Cristóforo incorporándose con esfuerzo.

—No sin vuestra ayuda, mis valientes protectores —respondió Zoraida ayudando a Periandro a levantarse.

—Ahora, acabemos con esto juntos —declaró el mago, sus ojos resplandeciendo con una nueva determinación.

Unidos, los tres lanzaron un ataque final contra Defendra, combinando la magia de Periandro, la fuerza de Cristóforo y el poder del amuleto de Zoraida. La bruja oscura fue derrotada, y la luz de Calamburia brilló más intensamente que nunca.

El campo de batalla resonó con los vítores de los vencedores, mientras los invasores huían despavoridos. Calamburia estaba a salvo, al menos por ahora.

Pero entonces, una voz clara y autoritaria rompió la ilusión:

—¡Zoraida! ¡Periandro! ¡Cristóforo! ¿Qué estáis haciendo?

La épica escena se desvaneció. La infanta, con su vestido de seda, sostenía una espada de madera. Periandro, el erudito impromago, tenía una varita improvisada, y Cristóforo, el aguerrido pirata, un palo que simulaba un sable. La reina Melindres, con las manos en la cintura, observaba con una mezcla de exasperación y cariño.

El entorno no era un campo de batalla, sino el cuarto de juegos de Zoraida. Grandes ropajes colgaban del techo y de las paredes, formando cuevas y tiendas de campaña improvisadas. Un antiguo tapiz había sido transformado en una cortina que ocultaba el rincón secreto donde Zoraida y sus compañeros se refugiaban entre batallas. En el centro de la habitación, sobre una mesa baja, se erguía una muñeca vestida como una bruja, con un sombrero puntiagudo hecho de papel negro y una escoba improvisada con ramitas e hilo. La muñeca, bautizada como Defendra, tenía un rostro pintado con una expresión malvada, y un pequeño frasco que simulaba un imagitarro colgaba de su cintura.

—Madre, solo estábamos jugando —respondió la pequeña con una sonrisa inocente, sus ojos brillando con la misma chispa de aventura que en su imaginaria batalla.

—Sabéis que hay tareas más importantes que cumplir —dijo la reina, aunque su expresión se suavizó—. Vamos, es hora de acudir a la Sala del Trono, tengo una noticia muy  importante que comunicaros.

Los tres se levantaron dejando atrás sus armas de juguete, y siguieron a la reina Melindres hacia la realidad de sus deberes reales. Abandonaron el cuarto de juegos y caminaron por los pasillos del castillo hasta llegar a la sala del trono. Sin embargo, Zoraida, con su carácter travieso y aventurero, se escabulló rápidamente, desapareciendo en uno de los corredores laterales.

La reina y los dos hombres llegaron a la sala  y junto al trono se encontraban los dos pequeños infantes con la reina madre, Zora von Vondra.

—Como ya os dije cuando llegasteis —explicó la reina—, os han enviado al Palacio de Ámbar para una misión de suma importancia para el reino: formar y cuidar de mi hija Zoraida.

—Disculpe, mi reina, ¿solo hemos venido en calidad de tutores de la infanta? ¿Hasta cuándo estaremos obligados a esta tarea? —preguntó Periandro anonadado.

Periandro provenía de una ilustre familia de impromagos y eruditos. Desde pequeño, pudo recibir la mejor educación de la mano de los más estrictos tutores de Instántalor. No podía permitirse menos, era una persona ambiciosa que aspiraba a superar a su tía Minerva —Directora de la Torre de Skuchaín— y a sus hermanas Aurora —célebre alquimista— y Carmélida —también conocedora de la Alquimia  y virtuosa de las pociones que decidió tomar los hábitos y dedicar su vida al todopoderoso Titán. Motivado por su sentimiento de superación, decidió estudiar impromagia y erudición y logró ser el único estudiante en graduarse en las dos disciplinas. Había superado una de las metas más importantes de su vida, pero ahora había encontrado una mayor: sería el próximo archimago de la torre arcana. Trabajaba incansablemente día y noche para seguir superándose, con el objetivo de impresionar a Kórux, el actual archimago, y sucederle en el cargo. Cuando hacia unas semanas, recibió una llamada del propio Kórux su corazón latió de emoción y nerviosismo, esperando conocer los detalles de su nueva misión. Nunca había imaginado que sería enviado al Palacio de Ámbar y menos con la misión que se le había encomendado: cuidar a una niña junto a un pirata. 

—No estoy acostumbrada a que cuestionen mis decisiones —añadió la reina con una mirada firme—, pero sí. Necesito que cuidéis de ella y le enseñéis todo lo necesario para ser una digna princesa. Debe aprender a comportarse en la corte, entender la cultura general y manejar la diplomacia. Una princesa debe ser culta y educada, pero, sobre todo, astuta.

Ninguno de los dos entendía el encargo que les habían hecho y se sentían decepcionados al descubrir que su misión iba a ser cuidar de una muchacha. Pero, sobre todo, era el pirata el que no comprendía nada, por ello, se dirigió a la reina con voz dudosa y le preguntó:

—¿Qué le puede enseñar un corsario a la Infanta?  

Cristóforo era un apuesto e ingenioso filibustero, el hombre de confianza del famoso corsario Efraín Jacobs, tío de la reina de Isla Kalzaria. Disfrutaba de su despreocupada vida en el mar y los saqueos, aunque aún más lo hacía del ron. Lo que no esperaba es que un día volviendo de la faena su vida cambiaría para siempre. Tras atracar en la Nación Pirata, una misión estaba a punto de serle encomendada. Cuando todos los marineros se dirigieron como de costumbre a la taberna favorita de la reina Mairim para festejar su regreso y relatarle las extraordinarias aventuras que habían vivido, la mismísima monarca agarró a su capitán Efrain por el brazo y lo llevó directamente a su despacho. El tío de la reina pirata salió quince minutos después con una mueca de hartazgo en la cara y se dirigió hacia Cristóforo. Pidieron una jarra de ron y se pusieron a hablar en confianza. Su capitán le contó que la reina Melindres había escrito a Mairim para solicitar a alguien de apoyo para una misión primordial para la corona. Cristóforo, como buen segundo de abordo, obedeció y fue al Palacio de Ámbar a cumplir una misión para la reina de Calamburia. Aprovecharía también para ser los ojos del gran Capitán Jacobs en la corte. Lo que no esperaba era que tendría que convertirse en una niñera real.

—No me malinterpretéis —continuó la reina Melindres—, pero nadie mejor que un corsario para enseñarle a ser astuta y a detectar las intenciones ocultas de los demás. Con su imponente presencia y su vestido real de brocado dorado, observaba a los dos hombres con una mezcla de autoridad y esperanza. Su cabello castaño, adornado por la corona de ámbar que antaño portó la mismísima Urraca I, y sus ojos avellana destellaban con la determinación de una madre preocupada por el bienestar de su hija.

—Por supuesto, su majestad —dijo el erudito, que seguía sin creerse lo que estaba sucediendo.

—Pero no os preocupéis, mi hija es una joven muy dócil, un angelito. No tendréis problemas —añadió la reina con una sonrisa, aunque una chispa de duda brillaba en sus ojos.

Cristóforo, el corsario, asintió con una leve inclinación de cabeza, aceptando el encargo con la misma determinación que mostraba en la batalla. Sus ropas estaban adornadas con medallas y trofeos de sus numerosas aventuras en el mar, cada uno de ellos un testimonio de su astucia y valentía.

En ese momento apareció la dulce Zoraida en la sala del trono. Su mirada cándida conquistó de inmediato a sus nuevos tutores. La muchacha tenía la habilidad de enamorar a todo el que la conocía. Venía acompañada de Shuaila y Shuleyma.

—Su majestad —dijo Shuaila—, la infanta estaba rebuscando entre sus cosas. Había cogido su daga, la que le regaló nuestro padre sin permiso y puede ser peligroso. Sus cuidadores, el Corsario del Agua y el Erudito de los Libros, parecen que no son capaces de cuidar de unos niños pequeños.

—Disculpad a vuestra medio-sobrina, claramente corre la sangre nómada por las venas y tiene fascinación por las armas —dijo la reina Melindres con una leve sonrisa—. Qué bien que vengáis todos juntos —empezó a decir la reina satisfecha tras mirarlos a todos largamente—. Vuestras tías Shuaila y Shuleyma, hijas de vuestro abuelo, mi padre, el Escorpión de Basalto, han aprovechado su viaje hacia la Arboleda de Catch-Unsum para jurar lealtad a la corona en el palacio y acompañaros y protegeros en vuestro inminente viaje.

Los cinco jóvenes se miraron con asombro. ¿Se iban de viaje? ¿Con las hijas del escorpión?  ¿A dónde? A una indicación de la reina, bajó un criado con una pequeña bandeja de plata que contenía cinco cartas: una para cada uno de los trillizos, otra para Cristóforo y una última para Periandro. Los jóvenes estaban emocionados, todos sabían lo que aquello significaba: participarían en el VI Torneo de Calamburia. Pero Zoraida, más emocionada aún, brillaba con orgullo, pues esa misma mañana había derrotado a la temible bruja Defendra.

193 – LA CANCIÓN CONDENADA

Personajes que aparecen en este Relato

LA CANCIÓN CONDENADA

Miedo. Era lo único que se sentía al adentrarse en los calabozos de Tilaria von Vondra: muchos entraban y pocos conseguían salir. Hasta al avezado Capitán Hernand Delohan Colby —capitán de los hombres de la reina— le recorría un escalofrío al cruzar el umbral del portón. Aunque esta vez era distinto. Normalmente solía arrestar a ladrones y asesinos, pero esta vez traía a dos viejos trovadores. ¿Qué delito habrían cometido?

—Aquí están los fugitivos, capitán —dijo Pierre Leblanc, uno de los más valientes y veteranos hombres del rey.

—¿Te ha visto alguien? —susurró Hernand mientras tomaba a los prisioneros bajo su custodia.

—No, capitán, pero ¿ a qué viene tanto secretismo? Algo me dice que no estamos obrando de forma honorable. Esta pobre gente no ha hecho nada malo. Además, hoy es el cumpleaños de los infantes, ¿no se les podría conceder un indulto? —preguntó Pierre.

—No nos pagan por pensar ni sugerir, solo por obedecer a los Reyes de Calamburia, la estirpe familiar de los Rodrigo —respondió Hernand.

—Ella no es una Rodrigo —murmuró Pierre con un tono de desdén.

—No seas insolente —le reprendió Hernand—. Haz tu trabajo y mantén la boca cerrada. Aquí tienes la recompensa acordada. Recuerda no compartir esto con nadie y estaré en deuda contigo en el futuro.

Pierre asintió, entregó a los presos y un bolsón que contenía los instrumentos de los músicos. Luego, tomando la bolsa de monedas, se marchó recordando sus tiempos felices cuando marchaba a combate con el antiguo escuadrón de los Hombres del Rey, junto a su amigo Valiant, demostrando su lealtad al desaparecido Rodrigo V.

Cargados de grilletes y guiados por Hernand, Artemis y Olazir recorrían con pavor los malolientes pasillos de la cárcel. Era un oscuro y frío sótano lleno de sangre, humedad y ratas. Los aullidos de los torturados competían con los chillidos de los roedores que buscaban comida. Siguieron caminando unos minutos más por el pasillo, giraron a la derecha y llegaron a una gran sala en la que solo se podía distinguir una figura femenina ataviada con un elegante vestido y una misteriosa capa.

—Muchas gracias, Hernand —dijo la misteriosa mujer—. Puedes retirarte, ya me encargo yo de ellos.

—Majestad —se despidió el capitán con una reverencia.

La mujer se quitó la capucha, dejando ver su delicada faz y su castaña melena. Era Melindres, la mismísima reina de Calamburia. Los dos presos se echaron al suelo temblando, pues todos sabían que la reina era tan bella como sanguinaria. Melindres estaba esa mañana especialmente embravecida, pues sus hermanas acababan de partir hacia el desierto de Al-Yavist no sin antes dejarle la preocupación por una profecía zíngara que no auguraba nada bueno a su familia.

—Veo que os habéis estado divirtiendo mucho en los últimos tiempos —señaló mientras ellos negaban con la cabeza—. No me mintáis. Sabéis que lo sé todo. No es ningún secreto que os divierte cantar sobre mí y mi difunto marido, lleváis haciéndolo desde que era niña. No me miréis así, me da igual lo que digan de mí, ya lo sabéis; pero ¡no permito que absolutamente nadie se ría de mis hijos! ¡Mis angelitos!

—Piedad, mi señora —suplicó Olazir mientras intentaba alcanzar el arpa que le habían requisado—. Sabía que, si la conseguía, gracias a la magia del instrumneto, podrían escaparse distrayendo a la reina.

—Dejadnos volver a palacio, hemos servido allí desde tiempos de Rodrigo VI, Comosu. La conocimos de niña cuando su madre intentó casarla con el rey —agregó Artemis desesperado.

—¡Encima hurgan en la herida! —exclamó Melindres con voz temblorosa de ira—. ¿Heridas? Vosotros no conocéis el verdadero dolor. El Titán tenía otros planes pensados para mí. Sólo tuve que esperar unos años a que ese desgraciado y cruel rey tuviera un hijo con el que pudiera desposarme.

—Mi reina, os lo suplico, mostrad misericordia —intervino Artemis tratando de captar la atención de Melindres. No pretendíamos ofenderos, nuestras canciones son solo historias, no representan la realidad. Vos sabéis bien que la música es nuestro sustento, nuestra forma de vida. No somos más que humildes trovadores.

—Silencio —interrumpió Melindres alzando una mano para imponer orden—. ¿Pensabais que os podríais escapar de mí? Aunque no estemos en palacio, os daré vuestro justo castigo. A mi difunto esposo le teníais camelado con vuestra magia musical, pero yo no soy tan fácil seducir.

—Por favor, majestad, perdonad nuestra insensatez —insistió Artemis con lágrimas en los ojos—. No queríamos burlarnos de vos ni de vuestra familia. Solo queremos seguir cantando, seguir viviendo.

—¿Seguir viviendo? —Melindres se rió fríamente—. Comprobemos si merecéis esa oportunidad. Veamos dónde está el arte.

“Ella es la niña caprichosa,
niña de mamá,
hija de la reina.
La que engaña a sus mellizos
para que ellos hagan
y ella quede ilesa.
De hermanos un salvaje iracundo,
y cabeza confusa
rey en ciernes.
El que por falta de su mente
no tiene ni un nombre corriente.

Artemis, en un desesperado intento, consiguió estirar un pie y abrir la bolsa donde estaban los instrumentos. Con un movimiento sutil, empujó la bolsa hacia Olazir, quien intentaba desesperadamente hacerse con el arpa.

Ay mi reina qué desgracia
que mala aristocracia;
Vaya futuro le espera
a un reino que está en guerra.
Vamos a Isla Kalzaria
con la que sabe reinar.
Rey Doddy, el heredero
¡que te arregle el relojero!

Conseguir la corona fue duro
difícil será
conseguir no perderla.
Con tanto heredero acechando,
afilando cuchillos,
queriendo poseerla.
Traiciones, reclamos y dudas
destierros y guerras
¡Qué vida esta!
¡Que el Titán nos escuche y asista
que acabe por fin con toda esta gesta!”

Olazir, con el corazón en la garganta, consiguió finalmente alcanzar el arpa justo cuando Melindres terminaba el poema. Sin embargo, la reina fue más rápida. Con una barra metálica en mano, golpeó la mano de Olazir, rompiéndole los dedos en un crujido seco que resonó en la sala. El arpa cayó al suelo, las cuerdas rotas produjeron una siniestra melodía en el aire enrarecido de la mazmorra.

Melindres dejó el pergamino en una mesa y, con una mirada de desprecio, se lamentó:

—Mis angelitos, mis pobres angelitos…

Muy lejos de los gritos y la podredumbre, los trillizos jugaban en el jardín del palacio de Lady Tilaria bajo la atenta mirada de su abuela y su tía abuela. El jardín, con sus altos cipreses y rosales en flor, era un oasis de paz para la familia real. Eran tres niños preciosos: esbeltos, algo pálidos, con ojos y cabello castaño. Se querían con un amor incondicional, pero su energía desbordante los llevaba a meterse en problemas constantemente. La reina, consciente de las múltiples amenazas que rodeaban a la corona, no permitía que estuviesen solos: demasiados enemigos deseaban usurpar el trono. No podía permitirse que sus hijos se escapasen y cayeran en manos equivocadas.

—¡Que no, que no quiero! —exclamó Zoraida, la menor de los tres—. ¡Siempre decides tú qué hacer!

—¡No es verdad! —respondió Sancho, el mediano, con una mezcla de frustración y desafío en su voz.

—Yo solo digo que no quiero nadar en el lago, que me mancho —declaró la niña con una astuta mirada que no auguraba nada bueno.

—Estoy de acueddo —apostilló el primogénito, al que llamaban Doddy por no poder pronunciar la erre.

—¡Encima nadáis muy lento! —añadió Zoraida engañando a sus hermanos con su tono inocente. De los tres, ella era la más astuta; siempre metía a sus hermanos en líos por los que solo ellos eran regañados, saliendo ella indemne.

—¡Soy mucho más rápido que tú! ¡Ya lo verás! —gritó Sancho cada vez más enfadado.

Los tres niños corrieron hacia el lago y se zambulleron en el agua cristalina. Empezaron a nadar, salpicarse y hacerse aguadillas los unos a los otros. Sancho y Zoraida salpicaban a Doddy, y él respondía haciéndole una aguadilla a su hermana, mientras que el mediano se distanciaba preparando su siguiente movimiento. Estuvieron así un buen rato, riendo y jugando, hasta que el mayor y la pequeña se aliaron contra el mediano. Le hicieron una aguadilla y Sancho, enfadado, comenzó a increparles.

Fue entonces cuando aparecieron Zora —la Reina Madre—, Lady Tilaria —su hermana— e Hilario —uno de los gemelos Colby, secretario de Tilaria y a la vez su cuñado— alertados por los aullidos del infante.

—Pero, ¿¡qué creéis que estáis haciendo?! —exclamó Zora enfadada intentando mostrarse con autoridad mientras los dos chicos se peleaban—. ¿A quién se le ha ocurrido la idea de meterse en el agua? ¡Salid de ahí ahora mismo, vais a enfermar! —los trillizos salieron del lago embarrados de pies a cabeza, sus risas apagadas por el regaño.

—Mi pobre niña, ¿cómo te han arrastrado esta vez a meterte ahí? ¡Estás completamente sucia! —dijo Tilaria con una mezcla de preocupación y desaprobación en su voz—. ¿Cómo habéis permitido que se metiese en el lago?

—¡Yo no quedía! —protestó Doddy refunfuñando.

—¡Cállate de una vez! —respondió Sancho empujando a su hermano.

—¡Ya basta! ¡Los dos! —gritó Zora— ¡Id ahora mismo a asearos! ¡Más os vale estar presentables para cuando venga vuestra madre!

—¡Hilario! Acompaña a los infantes a que se den un baño y cámbiales de ropa —ordenó Tilaria mientras Zora asentía con aprobación.

—Sí, mi señora —contestó Hilario inclinando la cabeza con respeto, y añadió—: Vamos, niños, es importante asearse bien. Esta noche es la celebración de vuestro dulce décimo cumpleaños, habrá confeti y magia. No habrá noche como esta. Vais a brillar como las estrellas que sois.

Cabizbajos, los tres niños se encaminaron al palacio para bañarse y cambiarse de ropa, mientras Zora y Tilaria volvían a sus quehaceres. Siempre habían disfrutado de su mutua compañía; mientras Zora conspiraba para conseguir el trono, Tilaria le ayudaba de buen grado y cuidaba de Melindres, su amada sobrina. La reina madre no dudaba en acudir a su hermana en caso de problemas y ahora temía por sus nietos.

—Los niños me van a volver loca, se pasan el día corriendo y peleando y arrastran a la pequeña Zoraida con ellos. ¡Así no vamos a conseguirle un marido y necesitamos la alianza! —se quejó Zora, su voz cargada de preocupación.

—Esa niña es igual que tú. La verdad es que Melindres escogió bien el nombre —respondió Tilaria con una sonrisa melancólica—. Hay que separarla de sus hermanos, igual podríamos buscarle algún tutor para que la vigile y eduque para ser una dama, mientras formamos a los niños en asuntos de estado.

—La verdad es que Zoraida no me preocupa tanto como Sancho. Ha heredado el carácter de su abuela salvaje y de mi propia hija. Normalmente es un niño dócil, pero en cuanto se enfada saca un carácter demoníaco.

—No creo que sea para tanto —declaró Tilaria—. Como dices, se parece a nuestra Melindres y ella es una reina capaz y astuta. Es cuestión de madurez.

—No estoy tan segura —dijo Zora, su voz bajando a un susurro—. Anoche mi hija vino a mis aposentos y me contó una profecía inquietante. Una zíngara exiliada predijo que uno de mis nietos no llegaría a la adultez y que moriría a manos de alguien de sangre real. Temo que Sancho, en uno de sus ataques de ira, pueda agredir a su hermano y lo mate. O incluso que Rodrigo se defienda tras el ataque y acabe matando al otro.

—Hermana, pero los niños también fueron bendecidos por las ancianas farerícas al nacer —recordó Tilaria intentando tranquilizar a su hermana—. El gran Rodrigo recibió de la fauna Tyria el don del amor por la tierra y lo que crece de ella. Nuestro impetuoso Sancho fue bendecido por el hada Melusina con una fuerza indomable y un carácter que nadie podría domeñar. Y la astuta Zoraida recibió de la unicornia Kyara la luz, el amor y la travesura, con la misión de velar siempre por la fortaleza y la unión de la familia. Estos dones pueden ser la clave para superar cualquier adversidad.

Las dos hermanas intercambiaron una mirada de complicidad y volvieron a quedarse en silencio. A lo lejos, podían ver a Melindres que se acercaba poco a poco con cara de satisfacción y unas pequeñas manchas de sangre en el bajo de la falda. Zora, viendo a su hija y sospechando que acababa de volver de divertirse, se levantó y se acercó a ella, acompañándola dentro. Bajo su dulce apariencia, la reina siempre había disfrutado del dolor ajeno: de pequeña se entretenía torturando hortelanos. No obstante, eso cambió el día del nacimiento de “sus angelitos”. En ese momento aprendió lo que era el amor incondicional y se juró a sí misma proteger a sus hijos por encima de todo.

Mientras madre e hija entraban en el palacio, en el jardín, se quedaba Tilaria bajo la luz del atardecer. Observaba a su hermana con una mezcla de envidia y alivio. Ella nunca había sido madre, solo madrastra de una joven llamada Katrina, hija de su difunto esposo y de su primera mujer. La relación con la joven nunca despertó en Tilaria el instinto maternal; nunca la quiso realmente. Al final, decidió enviar a la niña al monasterio cóncavo de clausura bajo el mando de Inocencio I. A veces, Tilaria echaba de menos la idea de ser madre, pero rápidamente se le pasaba cuando veía los problemas que Zora enfrentaba con sus nietos. La pena le duraba poco, tan efímera como la burbuja de un vino espumoso en la copa de una vizcondesa.