200 – SANGRE REAL III

Personajes que aparecen en este Relato

SANGRE REAL III

Había una palpable tensión en la Arboleda de Catch-Unsum. La emocionante final del torneo había concluido, pero el día aún parecía deparar sorpresas al devenir del reino de Calamburia. Los Consejeros Umbríos habían aparecido escoltados por un ejército de pequeños demonios que auguraban el peor de los desenlaces posibles.

—¡Un momento! No cantéis victoria tan pronto —les advirtió Barastyr con su sonrisa de serpiente y su cráneo reluciente. 

—Parece que, como de costumbre, alguien está yendo demasiado rápido —añadió el sibilino Érebos mientras apretaba las yemas de los dedos de sus manos entre sí cruzando una mirada con su compañero.

—¡Por las barbas de Theodus! —exclamó Perdiandro desenfundando su varita y arremangándose la manga derecha mientras cubría a los infantes y a los impromagos—. Son los Consejeros Umbríos. ¡Poneos a salvo!

—Sí, pero esta vez juramos que no venimos a hacer el mal, ¿verdad, Barastyr? Al menos, no directamente —dijo el consejero con una fingida sonrisa de inocencia.

—Efectivamente, Érebos, me temo que en esta ocasión somos meros heraldos de la oscuridad —añadió Barastyr—. Así que permitidme presentaros a…

—La nueva Señora de las Tinieblas… —lanzó al aire uno de ellos.

—¡La Emperatriz de los Dos Mundos! —culminó el otro con voz solemne.

Ambos consejeros se postraron esperando la llegada de alguien superior a sus propias personas. El ejército de diablillos se apartó temeroso y el suelo se abrió dejando escapar humo de azufre y un resplandor demoníaco. Ante los ojos de los presentes, se manifestaron los herederos del inframundo: Amunet, la joven hija de Évolet, y Xezbet, el más joven de los altos demonios y su prometido.

—¡Esperad, no toleraremos esta vulneración de la voluntad del Titán! ¡Esta arboleda es sagrada! —gritó Eolo que no estaba dispuesto a tolerar aquel ultraje.

—¡Bien dicho, padre! ¡Acabemos con ellos! —se sumó su hijo Céfiro.

Ambos alzaron sus capas al viento provocando una potente ráfaga que lanzó por los aires a decenas de diablillos que gritaron asustados. Pero la joven heredera, con una sonrisa de la más pura diversión, lanzó un rayo al joven acompañado de un grito:

—¡Xantara!

El aiseo se quedó inmovil, flotando en el aire como sujeto por hilos imaginarios.

—Hijo, ¿que te han hecho? —preguntó preocupado el monarca de los cielos a su vástago mientras este giraba sobre sí mismo como si fuera una marioneta encarando a su propio padre y alzando una mano contra él.

—No lo sé, papá. No puedo controlar mi cuerpo —lloraba el joven príncipe.

—¿Serás capaz de atacar a tu propio hijo, rey de Caelum? —sonrió Amunet mientras Xezbet, tras ella, paladeaba un dolor ajeno de notable calidad.

Y justo al mover su báculo la Emperatriz Tenebrosa, Céfiro atacó a su padre con una ráfaga potentísima de viento. El rey de los cielos trató de contrarrestar su ataque, pero el efecto fue que ambos salieron despedidos en direcciones opuestas a gran velocidad.

—Tengo cinco altos demonios encerrados en este báculo, ¿alguien más quiere probar su poder? —preguntó la joven emperatriz amenazadora enfocando su arma hacia los calamburianos.

Zoraida, la infanta dió un paso al frente abandonando la protección de Periandro y gritó:

—¡Como oses tocar un solo pelo a alguno de mis hermanos, te juro que…! 

—¿Qué tenemos aquí? Una mujer valiente y decidida, me encanta. Puedo sentir la sangre de tantas reinas corriendo por tus venas… —dijo Amunet olisqueando el aire— ¿Sabes qué, Xezbet?

—¿Sí, mi satánica ruindad? —preguntó solícito el demonio.

—Esta chica me cae bien —expuso con una sonrisa sádica—. El mundo necesita mujeres fuertes y poderosas. Solo por eso le voy a conceder la gracia de ser la primera en morir… ¡Abraxas!

Alzó su báculo y lanzó un rayo de fuego infernal que se precipitó hacia la infanta a gran velocidad, pero el mago-erudito pudo reaccionar a tiempo.

¡Protectio máxima! —gritó interponiéndose y absorbiendo el rayo con la punta de su varita. Pero, una vez capturado, la varita estalló en miles de pedazos, lanzando a Periandro por los aires con el brazo derecho ensagrentado, lleno de astillas clavadas y visiblemente inutilizado.

—¿Crees que puedes contener la magia demoníaca como si fuera uno de esos hechizos infantiles que les enseñas a tus alumnos? Es como tratar de contener a un efreet en un cesto de mimbre —Amunet saboreaba lentamente su victoria.

—¡No te atrevas a ponerle tu báculo encima a nuestra hermana! —amenazó Sancho preso de uno de sus ataques de ira salvaje, mientras Tasac lo sujetaba para evitar que se enfrentara a la emperatriz.

Al contemplar el arrojo de su hermano menor, Doddy también se encaró a la invasora, aunque con una voz débil y carente de todo convencimiento:

—¡Eso…! Eso… vuelve al infiedno del que nunca… debiste salid

El capitán Cristóforo, preocupado por la seguridad de la infanta tras contemplar la suerte que había corrido el poderoso Periandro, la cogió del brazo y la llevó tras los impromagos para que pudieran protegerla. Quería a esa dulce y aventurera princesa como si fuera su propia hija, y no iba a permitir que nadie la dañara.

—No hemos venido aquí a hacernos los héroes, alteza —murmuró en voz baja a la niña—. Dejemos que los magos hagan su magia.

—¡Y así será! —lanzó Anaid tomando las riendas de la situación ahora que su maestro había caído en combate—. ¡Tasac, comprueba que el profesor está vivo!

El impromago se acercó a Periandro y le tomó el pulso.

—Creo que sí, Anaid —informó el joven—. Era su mejor hechizo de protección, pero no ha logrado contener el poder de Amunet. —luego fue hacia los aiseos, cuyos esbeltos cuerpos yacían inmóviles y comprobó su estado—. Los seres del aire están inconscientes, pero también siguen vivos.

—Pues prepárate, porque solo quedamos tú y yo y ha llegado el momento de proteger a la corona con nuestra vida ¡Es la razón de ser de los impromagos! —sentenció Anaid con solemnidad. Llevaba años rogando por una oportunidad para que Tasac y ella pudieran demostrar su valía. Sin embargo ahora, y a pesar de mostrar el mayor de los corajes, no las tenía todas consigo. 

—¿Con… nuestra vida? —titubeó el impromago tragando saliva—. Creo que me estoy mareando un poco…

—¡No seas gallina y demuestra que eres digno de tu casta! —le exhortó su compañera.

—¿De mi casta? —dijo él como si reaccionara mediante un resorte sacando toda su fuerza interior—. Sí, sí, soy un Férox, ¡un Férox! Y un Férox lucha hasta… hasta la…

—¡Me aburrís! —les interrumpió la Emperatriz Tenebrosa que llevaba ya un rato apoyada en su báculo. Con un solo y firme movimiento del mismo, hizo que sus manos soltaran sendas varitas y cayeran al suelo.

—No he podido controlar el brazo —dijo Anaid a su compañero con impotencia en la voz.

—Vengo a regocijarme ante mis enemigos, a anunciar que todas las huestes del Inframundo están de camino, que tengo cinco altos demonios en mi báculo y que vengo a reclamar la corona que por derecho me corresponde —expuso Amunet— y, ¿que me encuentro?

—¿Una… razonablemente férrea resistencia? —aventuró Tasac.

—¡Niños! —lanzó Xezbet con indignación dando un paso adelante—. Nos encontramos que nuestra única oposición son niños, seres apolíneos del aire e infantes imberbes. Dais tanta lástima que nos dan ganas de perdonaros la vida. Pero no podéis evitar lo inevitable —añadió con más solemnidad—, mi señora gobernará sobre vivos y muertos, será la Emperatriz de los Dos Mundos. 

Los consejeros, que habían estado inmóviles disfrutando del espectáculo, se postraron al oír el título.

—Pero resulta que no puedo permitir que os quedéis con la Esencia de la Divinidad, porque eso podría interferir en mis planes —matizó la emperatriz—. ¡Xezbet! —añadió llamando a su marido mientras le hacía un gesto hacia la botella que seguía en manos de Drawets que había estado contemplando aterrado la escena. 

—Sí, mi siniestra magnificencia —respondió solícito mientras se acercaba al inmortal presentador del torneo—. En seguida.

El alto demonio susurró algo al oído del pícaro, y este, como hipnotizado, le entregó la Esencia de la Divinidad sin oponer resistencia. Xezbet levantó el recipiente con aire triunfal y se lo entregó a los consejeros, que lo tomaron con afectada reverencia.

—Nos llevamos la Esencia de la Divinidad —corroboró Barastyr con gesto de malignidad—, no es que la necesitemos, pero estamos redecorando el Inframundo y creo que es un trofeo que puede quedar bien en el salón del trono de la Emperatriz de los Dos Mundos. 

—Nos marchamos, tenemos una invasión que ejecutar y no queremos llegar tarde a la ceremonia de coronación de nuestra nueva reina —añadió Érebos con su maléfica sonrisa.

—¡No os salddéis con la vuestda, demonios! —gritó Doddy armándose finalmente de valor.

Amunet se volvió hacia tres los infantes y rió con aire maléfico

—Y pensar que este ser patético es mi tátara-sobrino-nieto… —dijo con condescendencia—. Voy a daros un pequeño regalo antes de irme que no podéis olvidar: un motivo para sufrir. Y pensad que, a los que quedéis con vida, lo que no os mata, os hace más fuertes. ¿Podréis superar la pérdida de vuestro heredero? Alguien va a tener el honor de descubrir el poder de Abraxas ¡Inferno interitus! —gritó apuntando su báculo contra el infante Rodrigo. 

Un rayo destructor de destellos rojizos y oscuros abandonó el báculo a gran velocidad lanzádose contra el cuerpo, alargado, enclenque e indefenso de Doddy. En aquel mismo instante, poseído por una furia instintiva y salvaje guiada por el amor más profundo, su hermano Sancho se interpuso absorbiendo el impacto del hechizo de la emperatriz. Hubo un estallido cegador y el cuerpo moribundo del infante cayó al suelo apagándose como una lámpara de aceite que agotaba su combustible. Zoraida y Doddy, casi a la vez, se lanzaron de rodillas desconsolados a llorar la muerte de su hermano mellizo.

—¿Lo véis? —dijo Amunet divertida—. Vuestro falso heredero no ha sido lo suficientemente hombre para asumir su muerte. En fin, que el sufrimiento y la culpa sean su castigo eterno. Y ahora vámonos, me aburro.

—Nos encantan estas escenitas —añadió Xezbet con ironía—, pero tenemos dos mundos que gobernar.

La emperatriz y su séquito abandonaron la arboleda dejando tras de sí un reguero de dolor y muerte. Anaid miró largamente el cadáver de Sancho, poseída por una profunda desolación.

—Han matado al infante y nuestro deber era proteger a la familia real —dijo a su compañero en voz baja y triste—. Hemos fracasado…

—¡Juro por todos los ladrillos de la Torre de Skuchaín, que esto no va a quedar así! —lanzó al aire Tasac, que con los años había llegado a considerarse amigo de Sancho, con quien gustaba de luchar y aullar a la luz de la luna.

—Hay que avisar a Kórux —dijo Periandro mientras Cristórforo le ayudaba a levantarse—. Tenemos que prepararnos para este nuevo Resurgir del Inframundo.

—Esto no solo ha sido un ataque al Trono de Ámbar sino a toda Calamburia —anunció el pirata mientras le prestaba su hombro para que su compañero pudiera caminar—. Como embajador de Kalzaria, me encargaré de que el Inframundo se las vea con todo el poder de la flota pirata. Estoy seguro de que Reina Mairim se unirá a vuestra causa sin dudarlo.

Mientras, Rodrigo, el príncipe heredero, enjugó sus lágrimas y miró por un momento las palmas de sus propias manos.

—Sancho, Sancho ha muedto… ha dado la vida por salvadme… —dijo como si tuviera que verbalizar la realidad para tomar consciencia de ella.

—“No llegará a adulto y, por sus acciones, morirá ejecutado por alguien de sangre real” —enunció Zoraida como repitiendo una letanía y conectando por vez primera las partes de un antiguo puzle—. Al final, la profecía que nos contó la abuela ha resultado ser cierta, aunque no en la forma en que ella temía. Sancho ha demostrado ser un héroe y ha muerto como tal.

—¡Y yo hondadé su memoria dando muedte a esa empedatdiz y a sus demonios! —sentenció el heredero— ¡Como que me llamo Rodrigo! —añadió con solemnidad pronunciando, por vez primera, todas las letras de su nombre.