-¡Mamá! -gritó Comosu- ¡Los árboles se caen! ¡Se caen, mamá!
-¡Corre, hijo! -apremió Petequia- ¡sigue hacia el interior del bosque!
Tomó su mano y tiró de él. Frente a los Desterrados, las profundidades del Bosque Perdido de la Desconexión les ofrecía el último de los escondrijos. De nada había servido que un ejército de goblins y duendes se plantara frente a su casa, dispuesto a contener los ejércitos de Urraca. Una lluvia de flechas de los arqueros, y el estruendoso ataque de la caballería los había arrasado en poco tiempo. Después, el ejército lanzó la infantería pesada: hombres armados con grandes hachas, que comenzaron a derribar el bosque árbol por árbol. La reina no iba a consentir que un lugar como aquel sirviera de refugio a las fuerzas del caos, y con los zíngaros desaparecidos, el Bosque Perdido de la Conexión no disponía de magia arcana con la que protegerse.
No era más que un bosque normal, igual a cualquier otro, y por tanto, podía talarse hasta reducirlo a una montaña de astillas.
Allí donde la infantería no llegaba, eran las catapultas las que arrasaban con todo. Sus bolas incendiadas destruían hectáreas al completo, de tal forma que el bosque, en sí mismo, se transformaba en un infierno para sus habitantes.
Así y todo, Petequia guardaba una pequeña esperanza. El bosque era muy espeso, y las criaturas que lo habitaban podrían ofrecer resistencia en las tierras que conocían bien. Con esta idea alcanzó su centro. Allí, alrededor de una tumba de marfil en la que descansaban los restos del patriarca zíngaro, Petequia reagrupó a los pocos goblins, trasgos y duendes que quedaban. Levantaron una empalizada alrededor de aquel lugar sagrado y, portando las últimas armas que les quedaban, se dispusieron a enarbolar la última defensa.
-Comosu -susurró a su hijo, mientras las botas de los soldados se hallaban cada vez más cercanas-, ¿dónde está tu poder, hijo? ¿Dónde lo has guardado?
-No puedo sacarlo, mamá. No contra mi padre -respondió éste con cara apenada.
Petequia desvió la mirada hacia la marca en su frente, aquélla que le identificaba como uno de los elegidos del Titán. Comosu guardaba un gran poder en su interior, pero su bondad era todavía más fuerte. Se había pasado toda la vida buscando a su padre, y tras descubrir que no era otro que el rey Rodrigo, se veía incapaz de combatir contra las fuerzas de Urraca.
-Ojalá pudieras, hijo. Si fueras capaz de sacar un poquito de toda esa energía, sólo una pizca. ¿No amas el bosque? ¿Es que no te importa que se destruya?
-Sí lo amo, mamá. Pero es que… ¿por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué me ocultaste que mi papá era el Rey?
-Las cosas no son siempre tan fáciles, Comosu. Yo…
Le detuvo un terrible estruendo. Una de las bolas de catapulta había caído atravesando las copas de los árboles, e incendiado el muro de empalizada con el que pretendían defenderse. Los goblins huyeron despavoridos, sólo para encontrarse con una legión de soldados imperiales que, espadas en mano, les dieron caza en unos pocos minutos. El aire se llenó con el crepitar de las llamas, el grito de los seres del bosque y, al fin, un pavoroso silencio.
Al poco, Urraca se abrió paso entre un millar soldados. Caminaba orgullosa; parecía incluso más alta que los árboles que la rodeaban. Se colocó en vanguardia, y desde allí, saboreó el instante de su victoria. Sólo Petequia y Comosu quedaban vivos, de pie sobre la tumba centenaria del gran Zíngaro.
-Hola, hermana -dijo la reina, sonriente.
-¡Vamos, mátame! ¿A qué esperas?
-Sabes que no voy a hacer eso.
Urraca observó a Comosu de reojo, y entonces Petequia lo comprendió todo. La Reina no iba a matarla, eso desataría la rabia del Elegido. Era mejor mantener al muchacho tranquilo, sin sobresaltos.
-¡Cobarde! -escupió la Desterrada.
-Astuta, querrás decir. Siempre he sido más lista que tú, Petequia. En esta guerra te has equivocado de bando. Pero no te preocupes, yo voy a remediar eso.
Y después, dirigiéndose a su hijo, añadió:
-Comosu, sé que quieres ver al Rey. Él también desea encontrarse contigo. ¿Quieres venir a la ciudad?
-¡Sí! -dijo el otro, permitiendo que la emoción le dominara.
-Estupendo. Pues vámonos.
Hizo un gesto a sus hombres, que rodearon a Petequia, la ataron de pies y manos y la echaron sobre un caballo. Sin embargo, no hizo falta hacer lo mismo con Comosu. El pequeño hijo del rey se introdujo entre los soldados observando sus armaduras y sus espadas todavía ensangrentadas, semejante a quien descubre un mundo nuevo. Y cuando alguno de aquellos hombres le sonrió, él respondió al saludo con inocencia, ajeno a todo mal. Feliz.
Volvería a encontrarse con su padre, ¿qué más podía pedir?