Nadie habría imaginado que, una vez conquistado el Bosque Perdido de la Desconexión, la reina Urraca tendría problemas para salir de aquel lugar. Los soldados de Instántalor vigilaban cada rincón. La Reina, confiada, llevaba presa a su hermana Petequia, mientras Comosu charlaba con los soldados como si nada ocurriera, e imaginando su futuro encuentro con el Rey Rodrigo.
Sí, resultaba imposible esperar un nuevo ataque. Pero para Kálaba, Dulce, Garth y todos los zíngaros que les acompañaban, la invasión del bosque, de su bosque, era un acto que debía pagarse con la muerte.
De este modo, cuando el ejército de Instántalor se disponía a dejar el bosque, los árboles comenzaron a retorcerse y a susurrar; a tomar vida y conciencia, impulsados por la magia arcana que desataban Kálaba y Dulce. Los hombres de Instántalor, aquéllos que habían acorralado a los Desterrados, se vieron a sí mismos rodeados por los zíngaros que mandaba Garth, los auténticos dueños de aquellas tierras. Les habían hecho caer en su propia trampa.
Por un instante, Urraca sintió que su vida corría peligro. Cuando todos aquellos gitanos se lanzaron contra un ejército imperial desconcertado, y que veía su paso impedido por cientos de raíces y ramas que se entrelazaban a su alrededor, creyó que tendrían la batalla perdida. Sin embargo, su cabeza no tardó en urdir un plan.
-¡Capitán! -gritó- Todo el ejército al centro del bosque.
-Pero señora -se disculpó el aludido-. El bosque es propiedad de los zíngaros. Si entramos, nos acorralarán y darán muerte. Debemos alcanzar la linde y pelear en campo abierto. Sólo de este modo seremos capaces de…
-¿Cuestiones mis órdenes? -dijo Urraca; en sus ojos brillaban sendas ascuas.
-No, mi señora.
-Pues entonces, todo el ejército al centro del bosque. ¡Ahora!
El capitán dio la orden y los soldados se retiraron. Los árboles les cortaban el camino, y allí donde las ramas formaban un sendero sin salida, los zíngaros, con Garth a la cabeza, aparecían para cortarles el paso y darles muerte. Sólo un tercio del ejército logró alcanzar el centro. Estaban aterrorizados; una sombra de muerte se cernía sobre ellos. No obstante, Urraca parecía muy segura de sus actos. Ordenó que nadie moviera un músculo hasta que los zíngaros llegaran. Sólo cuando estuvieron totalmente rodeados, la Reina dio un nuevo mandato.
-¡Hombres, atacad la tumba del patriarca Zíngaro!
Allí, estaba, justo en el centro del Bosque Perdido, el sepulcro de Arlando, el gran padre de todos los zíngaros, labrado en marfil y cubierto de enredadera. Cientos de soldados lo amenazaron con sus armas. Kálaba, aterrada, ordenó a los zíngaros que se detuvieran.
-¡Se terminó la batalla, Kálaba! -gritó la Reina; su voz resonó entre los árboles con un eco estremecedor- Si dais un paso más, ordenaré destruir la tumba de vuestro patriarca. No quedará nada en pie.
-Urraca -se adelantó Kálaba- Si tocas un centímetro de esa tumba, ninguno saldréis con vida de aquí. Os arrancaremos el corazón. Lo juro.
La Reina sonrió de medio lado. En cuestión de amenazas, nadie estaba a su altura.
-¿Te atreves a desafiarme? Cuán equivocada estás, Kálaba. Una Reina conoce bien a su pueblo, por eso sé que esta tumba es sagrada para vosotros. Anheláis despertar a vuestro patriarca por encima de todo. Pero dime, ¿cómo lo conseguirás si yo incinero sus restos?
Kálaba no supo qué contestar. Sus ojos, vidriosos, no se apartaban del sepulcro en el que Arnaldo dormía el eterno sueño. En efecto, algún día habrían de encontrar la forma de resucitarle, y así devolver a los zíngaros la honra que se merecían.
-No le hagas nada a la tumba. Haremos lo que ordenes. Recuerda que en pasado fuimos aliados, recurriste a nosotros para conseguir tu rein…
-¡Calla! -dijo Urraca.
Odiaba que trajeran a su memoria cómo había logrado convertirse en reina. En su interior, se estremeció al imaginar la figura del rey Rodrigo. Le había dejado en el Instántalor, al cuidado del Palacio de Ámbar. En las últimas semanas, Rodrigo, verdadero heredero del trono, había recuperado parte de su lucidez. ¿Y si terminaba recordando quién era y a quién amaba?; esta vez, Urraca ya no tendría a los zíngaros para volver a hechizarlo. Había perdido un aliado potencial, pero era más importante ganar la guerra.
-¡Deponed las armas y no tocaré a vuestro patriarca!
Los zíngaros obedecieron. La Reina ordenó tomarlos como prisioneros. Después, habló a Kálaba.
-Ha sido un error intentar arrinconarnos en vuestra casa, Kálaba. Hay en ella demasiadas cosas que amáis. Cuando alguien siente afecto por lo que le rodea, no puede ganar una batalla.
-Tú has ganado, Urraca.
-Dos batallas en el mismo lugar. Pero… ¡espera! -su ejército se detuvo-. Tú sola no has comandado a los zíngaros, Kálaba.
Miró a su alrededor. Allí, entre los prisioneros, notó una ausencia.
-¿Donde esta la Sombra de Medianoche?
-No lo sé. Lo juro -respondió Kálaba.
Urraca apretó los dientes. Estaba tan ocupada apresando a los zíngaros que se le había olvidado uno de los más peligrosos.
-¡Garth! -gritó- ¡Sal de donde estés, tú solo no puedes hacer nada para salvar a tu familia!
No hubo respuesta. Kálaba, arrodillada junto a la Reina, vio como a ésta se le ensombrecía el rostro.
-Por favor, no ataques la tumba. Prometiste…
-¡¿Por quién me tomas?! -gritó Urraca- Prometí que no haría nada a vuestra tumba y lo cumpliré. Sin embargo…
Su mirada recorrió a los prisioneros, hasta que halló a Dulce.
-Cada hombre y mujer tiene un punto débil -susurró.
Garth respetaba los huesos del Patriarca, pero no había nada más importante para él que su hermana, Dulce. Urraca lo sabía.
Se retiró la capa, dejando ver la empuñadura de una daga. La desenfundó, caminó hasta la joven y acercó el filo a su pecho.
-¡Garth, muéstrate!
El bosque le devolvió un silencio estremecedor. Urraca arrugó el entrecejo.
-A mí nadie me desafía -musitó, dirigiéndose a Dulce, justo antes de clavar la daga en el centro de su pecho.
Entre los prisioneros se extendió un grito de pavor. Dulce cayó; la hierba a su alrededor no tardó en quedar manchada de carmesí.
-Vámonos -mandó la Reina a su capitán-. Llevamos demasiados prisioneros como para organizar una partida de rastreo. Ese maldito zíngaro aparecerá tarde o temprano.
Y así, el ejército de Instántalor abandonó el Bosque Perdido de la Desconexión.
Sólo cuando todo quedó en silencio, una sombra emergió de entre los arbustos. Garth, muy despacio, se aproximo al cuerpo de Dulce y posó dos dedos sobre su cuello. En el rostro de la Sombra brillaban los surcos de las lágrimas.
-Estás viva -dijo, con la voz rota por la emoción- Aún estás viva…