183 – EL II GRAN CATACLISMO II

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EL II GRAN CATACLISMO II

Desde el horizonte, un grupo de figuras emergió, siluetas que a la distancia parecían augurar un refuerzo para el ejército enemigo. El corazón de los defensores se tensó ante la perspectiva de enfrentar a nuevos adversarios.

Quercus, siempre vigilante, entrecerró los ojos y se colocó en posición de ataque. —¿Más enemigos? —murmuró preparándose para lo peor.

Karkaddan ajustó su vista tratando de descifrar la verdadera naturaleza de los recién llegados. Por un momento, la incertidumbre creció, sus palabras se tiñeron de duda. 

—No se aprecian bien entre las oscuras nubes pero podrían ser portadores de oscuridad… —empezó, pero su voz se perdió en la confusión colectiva.

La tensión en el aire se transformó rápidamente cuando tres luces comenzaron a perforar la oscuridad dominante: una verde esmeralda, otra azul añil, y la última de un rosa suave. Estos haces de luz, portadores de esperanza, se intensificaron, revelando su fuente: las Ancianas Faéricas, se alzaban desafiantes entre la sombra que cubría el cielo.

Detrás de ellas, se materializó una figura aún más impresionante: Karianna, la Dama Blanca, envuelta en un aura brillante y resplandeciente que no solo la protegía a ella sino también a su hijo Yardán. La luz que emanaba de Karianna era tan poderosa y purificadora que, por un momento, todo el campo de batalla quedó bañado en una claridad absoluta.

Siguiendo esta deslumbrante aparición, Drëgo, el aprendiz de druida, emergió sostenido en el aire por el príncipe mayor de las hadas, Hábasar, cuya fuerza en las alas le permitía sostener al hechicero como si fuera parte de este cortejo mágico. La formidable energía del hado sostuvo a Drëgo con facilidad, integrándolo en esta marcha de aliados como si el vuelo fuese su segunda naturaleza. Aunque volar no era de su agrado, sabía que la única manera de abrir el portal con seguridad era desde las alturas, según le habían instruido durante su estancia en Calamburia. Sin duda, habría preferido el apoyo conjunto de ambos príncipes hados para una tarea tan crítica, pero Carlin, el más joven, se había rehusado a prestar su ayuda al druida. La desconfianza del joven príncipe hacia Drëgo estaba bien fundamentada; no podía borrar de su memoria las acciones pasadas del druida, acciones que habían traído dolor y pérdida a sus amigos. 


A su lado, la dama de las ondinas, Airlia, y su compañero Heleas aparecieron dentro de una burbuja de agua cristalina, su presencia evocando la fuerza indomable de las mareas, mientras que Sörkh la dama de los efreets y su inseparable Sîyah, señores del fuego, formaban un círculo de llamas vivas que danzaban alrededor de ellos.

Breena, el espíritu faérico, apareció cerrando este grupo de aliados como un ciervo majestuoso que cuida de su manada, asegurándose de que todos los miembros estuvieran unidos y listos para la confrontación final.


Mientras Kárida y sus aliados se acercaban a los recién llegados, pudieron observar que el druida portaba en sus manos un antiguo tomo de hechizos que había obtenido en la torre mágica de Skuchaín. 

Las palabras de Kórux, el Archimago; Calum, el alquimista; y Minerva, la directora de la escuela de magia, resonaban en la mente de Drëgo como un ritual que había sido concebido a través de la combinación de sus conocimientos y poderes. La tierra tembló bajo sus pies, no por la furia de la batalla, sino por la concentración de energía mágica que comenzaba a fluir a través del reino. Gracias a la fuerza de Hábasar, el druida pudo mantenerse en el aire y desde una distancia elevada pudo avisar a las Ancianas Faéricas para que comenzaran con el plan pactado. Las tres, junto con sus orbes, en un acto de sabiduría ancestral, comenzaron a entonar un hechizo arcano de sellado que se extendió magicamentepor todo el reino.

Sus salmos enmarcaban y sostenían el naciente vórtice de luz y colocaban los cimientos, sobre los cuales podía erigirse en su máximo esplendor el poder combinado de las damas.

En ese momento, las señoras de cada raza, potenciadas por sus espíritus faéricos y lideradas por Karianna, la Dama Blanca, se prepararon para dar el golpe definitivo. Sörkh y Airlia descendieron junto a Karianna justo donde se encontraban las otras damas.


Karianna, con un tono lleno de gratitud, se dirigió a Kárida: 

—Tu valentía y resistencia han sido el faro que nos ha mantenido firmes en esta oscura tempestad. Ha llegado el momento de unificar nuestras fuerzas. Debemos invocar el Cántico de la Unión, un hechizo ancestral que entrelaza el destino de nuestras razas.

—Pero es un riesgo… —expresó Titania su preocupación, con una sombra de duda cruzando su rostro—. Nunca hemos conjurado juntas el Cántico de la Unión. ¿Y si…?, 

—¡Oh, vamos, Titania! —interrumpió de manera jovial Édera con un destello de humor en sus ojos— Si se trata de entonar un cántico, ¡estoy más que lista para levantar la voz! Además, ¿cuándo ha sido el miedo el consejero de los valientes?

Kárida lanzó a su hermana una mirada cómplice, como no lo hacían desde su infancia. Juntas, al borde del final más decisivo de sus vidas, revivían la unión y la complicidad de cuando eran niñas.


Las damas formaron un círculo sagrado en el que invocaron el elemento natural de sus linajes. Kárida, llena de valor y con el añil de su manto flameando al viento, inició el cántico: una melodía antigua que resonaba con la esencia de los unicornios y que había aprendido de su anciana tía Kora cuando era solo una niña. A continuación, Titania, la Dama Irisada, sumó su voz etérea tejiéndose en armonía y elevó el cantar con el verdadero encanto de las hadas, emitiendo una fuerte luz prismática que danzaba a su alrededor. Justo después, Elga, la Dama de Acero, entonó su tono firme y resonante aportando la resiliencia de la piedra y la fortaleza de los enanos, mientras su aura metálica centelleaba con determinación. Acto seguido, Airlia, envuelta en el turquesa de las aguas, añadió en su canto la fluidez y el poder curativo de las ondinas, fluyendo como la ilusión de un río tranquilo. Tras ella Sörkh, envuelta en fuego carmesí, dejó escapar su ardiente y apasionada voz, invocando el fiero fuego de los efreets, uno que no consume, sino que purifica lo que toca. Para cerrar el ritual, Édera, la Dama Esmeralda, unió su voz con las de las demás damas. La señora de los faunos era conocida por ser la dama con la más poderosa y mágica de las voces. Su melodía sonaba con la vibrante vida de la selva y consiguió que, junto a sus notas, la magia creciese y se expandiera como la misma naturaleza .

En el momento culminante y de una forma totalmente inesperada, el joven Yardan, el noble unicornio hijo de la Dama Blanca, se adelantó y generó desde su cuerno una magia que centelleaba con ecos de los antiguos pegasos. Con un relincho que parecía llamar a las estrellas mismas, liberó una cascada de luz celestial, entrelazándose con las voces de las damas y fortaleciendo el hechizo con la pureza y la velocidad del viento.

—Parece que lo están consiguiendo —comentó Hábasar mientras sostenía al druida que entonaba su hechizo desde el aire. Su voz resonaba con un optimismo contagioso mientras observaba el desarrollo de la batalla desde las alturas.

—Sí, estamos orgullosos de tí mamá —respondió Carlin con un brillo de admiración y orgullo en los ojos por la valentía y liderazgo de Titania.

Mientras las damas concentraban sus energías en el Cántico de la Unión, sus guardianes se encontraban en plena batalla protegiendo el círculo de las amenazas de las hidras.

Heleas, con la gracia de las corrientes que manejaba, inició el asalto.

—Voy a jugar con el tiempo —ritó a sus compañeros—. Memorizad sus ataques y aprovechad la ventaja que os doy retrocediendo la batalla unos segundos.  Preparaos para golpear con todas vuestras fuerzas.

—Luego yo los envolveré en llamas. Que el fuego de los efreets purifique su maldad —respondió Siyah con una sonrisa de seguridad y envuelto en su aura de llamas.

Serörkh, levantando su maza con determinación y con el rubí carmesí latiendo más fuerte que nunca en su el corazón, añadió:

—Y aquí entra Serörkh. Serörkh machaca como un choque de montañas. Nada sobrevive a la maza de Serörkh.

Por último Quercus, con la ligereza de un viento selvárico, afirmó con confianza:

—Y yo seré la afilada hoja que corta sin piedad. Mi hacha cantará canciones de victoria esta noche.

Cada uno, desde su elemento, comprometía su fuerza y habilidad para asegurar el éxito del ritual, tejiendo una red de defensa impenetrable alrededor de las damas.

En el torbellino de la batalla, Karkaddan, aprovechando su velocidad sobrenatural y el filo letal de su cuerno, se lanzó en un ataque sorpresa para salvar a Yardan, el joven unicornio, de las fauces venenosas de una de las hidras. Con un movimiento tan rápido como el destello de un rayo, interceptó a la bestia justo a tiempo, su cuerno brillando con una luz intensa al impactar contra el monstruo, demostrando no solo su valentía sino también su inquebrantable determinación para proteger a los suyos.

Tras asegurarse de que el joven Yardan estuviera a salvo, Karkaddan giró su cabeza hacia Breena, el espíritu faérico, con una mirada penetrante y firme.

—Breena, tu deber es protegerlo. No te despistes. Mantén siempre los ojos sobre mi sobrino; no permitiré que le ocurra nada malo —ordenó con un tono que no admitía réplica.

La seriedad y el compromiso en su voz eran un claro recordatorio de las responsabilidades que todos compartían en el fragor del combate, asegurando que, a pesar del caos de la batalla, la protección de los más jóvenes y vulnerables seguía siendo una prioridad absoluta.

Karianna, al centro de este círculo de poder, levantó su báculo hacia el cielo canalizando la esencia de todo el Reino Faérico convocado por las damas a través de su ser. En un acto de fe y voluntad inquebrantable, unió su voz al cántico, su luz blanca pura fusionándose con el mosaico de colores de las demás mujeres que la rodeaban. La sinfonía de magia y luz alcanzó su apogeo, creando un vórtice luminoso que ascendía hacia los cielos y descendía hacia lo más profundo de la Aguja de Nácar.

Este vórtice de luz, alimentado por la unión de todas las razas y sus líderes, explotó en un estallido de pura magia, sellando los portales y disipando la oscuridad que amenazaba con devorar el Reino Faérico. La energía envolvió a las criaturas, extrayendo su esencia corrupta y limpiándola con la energía de la magia que unía ambos mundos: las Salamandras de Lava, las Serpientes Marinas, las Gárgolas de Espinas, los Espectros de Sombra, las Hidras de Niebla, y los Gusanos de Obsidiana se purificaron como sombras al amanecer.

A medida que el canto de las Ancianas Faéricas y las damas alcanzaba su clímax, el remolino de luz, que había sido testigo de la purificación del reino, se transformó en un espectacular pilar de magia pura. Los espíritus faéricos de las diferentes razas hicieron descender este resplandor, puro y deslumbrante desde el centro del campo de batalla, atravesando la majestuosa Aguja de Nácar y extendiéndolo hacia lo más profundo del reino, hasta llegar al corazón mismo de Skuchaín. En este momento crítico, el flujo mágico del mundo, que había sido corrompido y desviado por las acciones sombrías de Drëgo en su momento más oscuro —cuando utilizó esta energía prohibida para asesinar a su maestro Öthyn— comenzó a restaurarse.

Al otro lado del mundo, lejos de la batalla que había puesto al Reino Faérico al borde de la destrucción, en la solitaria y elevada torre arcana, el Archimago desarrollaba un ritual de igual importancia. Kórux había mandado desalojar la escuela de magia y ahora se encontraba esperando el momento oportuno rodeado por un grupo de los mejores impromagos, guardabosques y alquimistas.

Justo cuando el torrente de magia empezó a vibrar en los cimientos de la torre, Kórux, consciente del momento crucial, anunció:

—Es la hora. El cántico de las damas faéricas ya fortalece el tejido mágico. Nuestro deber es asegurar que este flujo no se pierda en el caos.

Periandro, uno de los más poderosos magos, concentraba su energía junto a Trai y Grahim.

—Nuestros hechizos están listos para ser canalizados hacia ti, Archimago. Esta corriente que atraviesa los dos mundos no nos superará —susurró el mago-erudito a sus dos compañeros con una mirada cómplice y llena de seguridad. 

Aodhan, el guardabosques, con una profunda conexión con la naturaleza y los portales mágicos, levantó la voz gritando por encima del ruido que hacía el flujo de energía:

—Gracias por permitir que Ramia nos acompañe. Al final, dos impromagos expulsados de la torre formamos uno completo —expresó irónicamente y entre risas.

Kórux, captando la sinceridad en las palabras de Aodhan, le dirigió una mirada cómplice, un gesto que trascendía las antiguas normas de la torre y reconocía el valor incalculable de la unidad en momentos críticos.

—Vuestra fortaleza combinada es justo lo que necesitamos en este momento, amigo —respondió con un tono que reflejaba tanto aprecio como urgencia, sabiendo que cada individuo presente, independientemente de su pasado, era crucial para el éxito del ritual.

Desde otro rincón, Calum, acompañado por Aurora y Carmélida, rodeado de frascos que brillaban con líquidos misteriosos, afirmó:

—Y nuestros elixires potenciarán la canalización del torrente. La alquimia y la magia deben ser una en este propósito.

Kórux, situado en el centro de la sala, extendió sus manos sobre el mapa estelar que adornaba el suelo, un antiguo pergamino que contenía la esencia de mundos y tiempos. Antes de comenzar, sus ojos se encontraron con los de Minerva, quien, desde un rincón apartado, observaba con una mezcla de esperanza y solemnidad. La mirada cómplice que compartieron fue un silencioso intercambio de fuerza y entendimiento, un recordatorio mutuo de la cantidad de batallas que habían superado juntos y del peso de lo que estaban a punto de emprender. Con la energía renovada por ese momento de conexión, el Archimago dio inicio al ritual. Sus labios comenzaron a moverse, recitando palabras cargadas de una profundidad mística, invocando la magia con tonos que resonaban con la sabiduría de los antiguos cantos chamánicos salvajes. Cada sílaba que pronunciaba parecía vibrar en el aire, tejiendo una red de poder que se extendía más allá de las paredes de la torre hacia el vasto cosmos que el mapa bajo sus manos representaba.


—Con cada verso que pronuncio, escribimos juntos la red que sostendrá nuestro mundo. Vuestra energía es la tinta y mi voluntad la pluma —clamó Kórux con una voz que evocaba más a las lecciones del erudito Félix, su antigua mitad, que a un encantamiento arcano. Los presentes, sorprendidos, se dieron cuenta de que desde su unión con el salvaje Corugan años atrás, esa faceta de sabiduría y calma no había vuelto a manifestarse con tanta fuerza hasta ese momento.

Así, en un acto de sinergia sin precedentes, cada miembro de este grupo selecto contribuía con su parte, canalizando su poder hacia el Archimago. Al mismo tiempo él, con la varita en alto, dirigía el flujo de energía, garantizando que la magia desbocada se estabilizara y fortaleciera, asegurando la continuidad y la integridad del mundo mágico frente al desafío sin precedentes al que se enfrentaban.

Mientras tanto, en el epicentro de la batalla en el Reino Faérico, la Dama Blanca, con su báculo resplandeciente de poder, se encontraba en una comunión mágica sin precedentes con la varita del Archimago, que emitía destellos de luz a través del vasto espacio que los separaba. En un momento de perfecta armonía, el báculo de Karianna y la varita de Kórux liberaron simultáneamente una oleada de energía pura que se fusionó en el aire, formando un arco de luz espectacular que iluminó ambos cielos. La poderosa luz, visible desde cada rincón del mundo, marcó el instante preciso en que el flujo mágico, desgarrado y errático, se recompuso, tejiéndose de nuevo en el tapiz intrincado que es la esencia misma de la magia. Este vínculo sostenido por el poder de ambos líderes mágicos, se convirtió en el eslabón final necesario para cerrar el último punto de ruptura de la corriente mágica del mundo.


De nuevo, la energía pura del flujo actuaba como un catalizador, invirtiendo el daño y tejiendo la magia que sostiene al Reino Faérico y fluye hasta el corazón de Calamburia. Era como si el propio mundo respirara aliviado, sintiendo cómo las heridas de su esencia se curaban bajo el toque sanador de este poder unificado, devolviendo la armonía y asegurando que el equilibrio entre todas las cosas volviera a ser como debía. 

Carmélida, con los ojos brillantes de emoción y la voz cargada de alivio y triunfo, no pudo contenerse.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó, elevando su voz por encima del resonar del torrente arcano— ¡Gracias al todopoderoso Titán!

En un rincón más tranquilo, Grahim conversaba con Trai, quien, inmersa en sus notas, documentaba cada detalle de lo sucedido.

—Reflexiona sobre los actos y sus consecuencias, Trai. ¿Crees que el pasado nos ofrece la llave para modificar nuestro presente? —preguntó Grahim, su tono que sugería más una invitación a la reflexión que una simple curiosidad.

Mientras tanto, Minerva, con una emoción que apenas podía contener, secó una lágrima discreta antes de abrazar fuertemente a sus sobrinos. Su voz teñida de un orgullo inmenso, les aseguró:

—Nunca he estado más orgullosa de vosotros, ni siquiera durante la batalla contra Eme y la oscuridad. Y mira que lo hicisteis bien entonces. Bueno, la verdad es que lo hacéis bien siempre —hizo una pausa, suavizando su expresión con una sonrisa cómplice—. Pero no se lo digáis a vuestra madre; no quiero que piense que me he vuelto una blanda.

Ramia, acercándose a Aodhan, compartió con él unas palabras de reconocimiento que resonaron profundamente.

—Tu hija estará orgullosa de ti, Aodhan. Lo que has hecho hoy… has ayudado a salvar Calamburia —su afirmación, simple pero poderosa, subrayaba la magnitud de su logro colectivo.

Al otro lado del mundo, la luz del día, ahora libre de la opresión de la batalla, bañó el Reino Faérico con una claridad nueva y esperanzadora. Las praderas reverdecieron con una vida renovada, los ríos fluyeron con aguas cristalinas, y el bosque cantó con las voces de sus criaturas.

Karkaddan, observando cómo las distintas razas del Reino Faérico compartían el mismo espacio con una novedosa camaradería, no pudo evitar comentar, con un toque de asombro y humor sutil:

—Miradnos, de estar a punto de despedazarnos a salvar el mundo juntos. No está nada mal para un día de cataclismo, ¿eh?

Airlia, con una refrescante sonrisa, añadió:

—Parece que el fin del mundo tiene su lado positivo; nos enseña a jugar bien juntos. Aunque espero que no necesitemos otra invasión para la próxima reunión.

Quercus, limpiándose el polvo de la batalla, añadió con un tono medio serio:

—Si alguien me hubiera dicho que terminaría luchando codo con codo con un efreet sin acabar chamuscado… probablemente le habría llamado loco —la afirmación del fauno provocó risas entre los presentes, aligerando el ambiente después de la tensión de la batalla.

Kárida se giró hacia Karianna, una sonrisa cómplice formándose en sus labios.

—Y tú y yo, hermana, tenemos una larga noche de historias por delante. ¿Quién diría que regresarías de Calamburia con tantos secretos?

Karianna, captando la insinuación juguetona de Kárida, le devolvió la sonrisa de igual calidez.

—Ah, los secretos de Calamburia… Algunos son demasiado extravagantes incluso para nuestros oídos faéricos —dijo dejando que la curiosidad flotara en el aire por un momento antes de continuar—. Pero estoy más interesada en cómo has mantenido la Aguja de Nácar a salvo en mi ausencia. Debes darme algunos consejos, hermana. Has sido todo un ejemplo a seguir.

Mientras se marchaban del lugar de la batalla Elga, con la seriedad característica de la Dama de los Enanos, detuvo a Sörkh, cuya aura de fuego iluminaba sutilmente el entorno. Con una voz teñida de preocupación, preguntó: 

—¿Has conseguido encontrar alguna señal de När, tu madre, la antigua Dama Carmesí?

—La he sentido en Calamburia —respondió Sörkh con un tono melancólico—, pero es como si su llama estuviera… cautiva. Su presencia es tenue, apenas un susurro entre el fuego.

Después de un momento cargado de silencio, Elga extendió sus brazos hacia la Dama Carmesí, cerrando el espacio entre ellas con un abrazo que decía más que palabras. Era un gesto que evocaba recuerdos de una intimidad compartida en el pasado, un lazo amoroso que el tiempo no había logrado borrar. 

—Gracias por no olvidarla, por no olvidarnos—, susurró Sörkh al oído de la Dama de Acero. Su voz estaba bañada en una mezcla de gratitud y añoranza, recordando los días en que su relación iba más allá de la amistad.

Las razas del Reino Faérico, alguna vez divididas por diferencias antiguas, se encontraron unidas en un abrazo de gratitud y hermandad.

En un rincón alejado del alboroto victorioso, Drëgo esbozaba una sonrisa triunfal, ignorando el dolor de la herida que manchaba su pierna de sangre. Hábasar, preocupado, se acercó para disculparse: 

—Lamento haberte soltado tan bruscamente; parece que te has lastimado con la caída.

Drëgo, minimizando el incidente con un gesto de su mano, respondió:

—No es nada, realmente. Drëgo solo tiene un pequeño rasguño, nada más.

Lo que el príncipe de las hadas no sabía era que la herida de Drëgo no provenía del contacto abrupto con el suelo, sino de un corte accidental infligido por un objeto en su bolso durante el aterrizaje. Ese objeto no era otro que un pequeño trozo de un cristal, que había recogido en lo más profundo  de la Torre de Skuchaín, cuando visitó a Kórux. Ese fragmento era el vestigio de una historia sombría, un espejo arcano donde Theodus había aprisionado a sus hermanas, y que, años más tarde, tras su destrucción por parte de unos eruditos, había liberado reflejos de oscuridad en todo el Reino de Calamburia.

Lejos de ser una simple reliquia, confería a Drëgo una fuerza descomunal, sobrepasando incluso la que había experimentado al absorber el poder de los canales de magia. Era como si, al contacto con su sangre, la esencia misma de la oscuridad lo alimentara, otorgándole la más tenebrosa de las energías.

Con la confianza de quien se sabe en posesión de un poder oscuro y antiguo, Drëgo murmuró más para sí mismo que para alguien más:

—Drëgo lo ha conseguido. Aurobinda tiene que estar orgullosa de Drëgo. Y el hado Carlin… será solo el primero de los experimentos de Drëgo.

182 – EL II GRAN CATACLISMO I

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EL II GRAN CATACLISMO I

Bajo la sombra alargada de la Aguja de Nácar, Kárida caminaba con paso firme pese a albergar una tormenta en su cabeza. A cada paso que daba sobre el musgo perenne que cubría el suelo del Bosque Mágico, su cuerno se resentía y su corazón se apretaba un poco más. La responsabilidad de proteger el Reino Faérico en ausencia de Karianna pesaba sobre ella como nunca antes había sentido. Aunque siempre había anhelado el reconocimiento y el poder que creía merecer por derecho, ahora que tenía una oportunidad de probar su valía, sentía un vértigo inesperado. Avanzando, su mente se centraba únicamente en cómo solucionar el cataclismo que ocurría a su alrededor: el Mundo Faérico se desmoronaba, los portales de energía mágica emergían por doquier sin control liberando una magia oscura que devoraba y transformaba a cualquier criatura a su paso. La urgencia de la situación agudizaba la determinación de Kárida y tornaba su anhelo de poder en un firme propósito de salvar su reino del caos que lo consumía.

Por fin llegó a su destino: las Oquedades de nácar. Allí se encontraba el espíritu lobo, protector de la raza de los unicornios. Vigilante como siempre, se hallaba en el claro de la entrada donde la luz de la luna bañaba todo con un brillo etéreo. La criatura, segura y desafiante, la miró con unos ojos que parecían entender el torbellino de emociones que azotaba su alma. El espíritu la miró en silencio.

—No me siento preparada para esto —confesó Kárida al lobo, permitiéndose una vulnerabilidad que raramente mostraba—. Karianna tenía esa luz, esa capacidad de unir a todos. ¿Y si fallo?

El lobo se acercó, su presencia era a la vez un consuelo y un recordatorio de la grandeza de su raza.

—Tu fuerza reside en tu convicción y en tu capacidad para enfrentar la adversidad —respondió el lobo con una voz que resonaba en su mente—. Karianna tiene su camino y tú el tuyo. Este es tu momento de demostrar que puedes ser más que una Dama Blanca por defecto. Debes ser el faro que guíe al reino a través de la tormenta que se avecina.

Las palabras del espíritu faérico sembraron en Kárida una esperanza fortalecedora. Su sentimiento de inseguridad, arraigado profundamente en su ser, provenía de haber vivido siempre bajo la sombra de su hermana: inicialmente, por el cariño especial que su madre y su tía mostraban hacia la dulce y joven Karianna, y posteriormente, por la decisión del espíritu del bosque de coronar a Karianna como la Dama Blanca, un papel para el cual Kárida siempre había creído estar destinada. Esa traición le asestó un golpe definitivo a su autoestima.

Pero ahora, con su tía Kora defendiendo las praderas añiles y Karianna en el Reino de Calamburia, era su oportunidad de demostrar su valía, no solo como una líder, sino como una protectora del equilibrio de su mundo.

—Convocaré a las damas que aún se encuentren en nuestro mundo y al resto de los espíritus de las razas al amanecer —declaró con una nueva resolución—. Prepararemos defensas y reforzaremos los lazos entre las razas. No permitiré que este reino caiga en la oscuridad.

El espíritu lobo asintió, su mirada brillaba con una aprobación silenciosa.

—Y cuando Karianna regrese —continuó Kárida, su voz firme como nunca antes—, le demostraré que soy digna, no solo de su perdón, sino del respeto de todo el reino.

La Dama Añil estaba a punto de enfrentar el mayor desafío de su vida, pero ahora sabía que no estaba sola. Contaba con el apoyo del espíritu lobo, las enseñanzas de su madre y de su hermana y, sobre todo, con una fuerza interior que apenas comenzaba a explorar.

Con el amanecer tiñendo el cielo de tonos rosados y dorados, Kárida se situó al frente de la Aguja de Nácar, lista para dirigirse a las damas restantes y al Consejo de Espíritus faéricos. A su lado, el espíritu lobo irradiaba una serenidad que fortalecía su resolución. A pesar de la ausencia de Karianna, el reino no permanecería indefenso; ella se aseguraría personalmente de ello.

El consejo que convocó fue diferente a cualquier otro celebrado antes. Por primera vez, Kárida no se sintió como una sombra entre las grandes figuras de su mundo, sino como una líder en su propio derecho. Su voz resonó con autoridad y convicción, sus palabras no solo eran órdenes sino también un llamado a la unidad y la cooperación.

—Nos enfrentamos a una amenaza como nunca antes hemos conocido —expresó con gravedad—. Pero juntos, unidos bajo la bandera del equilibrio y la protección de nuestro reino, podremos superar cualquier desafío.

Su discurso tocó los corazones de todos los presentes. Incluso las más antiguas y reticentes entre las damas no pudieron evitar sentirse inspiradas por su fervor.

En los días siguientes, Kárida lideró con un equilibrio perfecto entre firmeza y compasión. Se enfrentó a disensiones y dudas, pero cada desafío la fortaleció, haciéndola más sabia y resuelta. Bajo su guía, el Reino Faérico comenzó a prepararse para la tormenta que se avecinaba, fortificando sus defensas y reforzando antiguas alianzas con las otras razas del reino.

Sin embargo, no todo era trabajo y estrategia. En los momentos de soledad, Kárida se encontraba a sí misma reflexionando sobre su relación con Karianna. La salvación de su hermana había cambiado algo fundamental entre ellas. A través del perdón y la aceptación, un nuevo lazo se había formado, uno más fuerte y profundo que cualquier disputa pasada.

Con Karianna buscando aliados en Calamburia y Kárida asegurando el fuerte en la Aguja de Nácar, una luz de esperanza brillaba intensamente en las manos de estas dos hermanas que conseguían sostener el destino del Reino Faérico que en ese momento pendía de un hilo.

La creciente amenaza que desgarraba el tejido de la realidad estaba haciendo estragos en todos y cada uno de los rincones de su mágico hogar. Las diferentes razas se alzaron paralelamente en defensa de su mundo, enfrentando el caos desatado por portales descontrolados de la mejor forma que sabían.

En el corazón del reino, en la imponente Aguja de Nácar, Karida se enfrentaba de nuevo a una de las Hidras de Niebla que amenazaba su palacio. Eran unos terribles monstruos de múltiples cabezas cuyo aliento venenoso se esparcía como una neblina mortal, corrompiendo la tierra a su paso. La Hidra había herido levemente a Karída, que había adoptado su forma animal. A pesar de la velocidad de la Dama Añil, el monstruo imbuido en oscuridad, la seguía reduciendo su distancia. A pesar de su clara desventaja, Karida no estaba dispuesta a perder. Recordó cómo había sido entrenada para ser Dama Blanca y cómo podía hacer uso de la magia reluciente de su cuerno. Dio dos saltos hacia atrás y golpeó fuertemente el suelo con sus patas traseras generando un intenso palpitar de la tierra. Aprovechando el tambaleo y desestabilización de su contrincante, Karida hizo brotar una poderosa luz de la punta de su cuerno que cercenó todas y cada una de las cabezas del monstruo. Y justo cuando la unicornio asestaba el golpe final a la Hidra de Niebla, Karkaddan, su consorte, irrumpió apresuradamente.

—Kárida, las otras damas han llegado —anunció con urgencia. Tenía las vestiduras rasgadas y su pelaje manchado por los estragos de la batalla que se libraba con más crudeza que nunca en sus dominnios.

Sin perder un instante, mientras se limpiaba las manchas de sangre de la Hidra de Niebla, se dirigió al encuentro de las damas. Una vez reunidas, la atmósfera se cargó de la gravedad de su situación.

—Los Espectros del Estanque de la Polimorfosis han devastado nuestros bosques— sollozó Titania, la Dama Irisada su voz tan etérea como siempre, pero empañada en llantos de preocupación—. Son seres evanescentes que cambian de forma y congelan la vida con su toque gélido, deslizándose silenciosamente entre los árboles. Hemos perdido a muchos, han tomado el Lirio de cristal y casi atrapan a mi pequeña hija.

—Y bajo la tierra, los Gusanos de Obsidiana, criaturas pétreas cuyas escamas reflejan la oscuridad absoluta, han sido implacables con los nuestros —interrumpió Elga, con una dureza forjada en el corazón de las montañas—. Los enanos caen, incapaces de repeler su fuerza que despedaza metal y roca.

Kárida escuchó a cada una, la gravedad de la situación asentándose aún más en su corazón. Con voz firme, se dirigió a ellas:

—Hemos enfrentado desafíos que parecían insuperables antes. Los desiertos ardientes ven a los efreetes del fuego batallar contra las Salamandras de Lava, y las profundidades ocultan a las ondinas, ahora sin una dama que las guíe, luchando contra Serpientes Marinas capaces de engullir islas enteras.

En ese instante irrumpió en la escena Édera, la Dama Esmeralda que entró volando junto a su temido guerrero Quercus sobre un verdiplumas con el ala herida.
—Mis señoras, en la selva nuestros faunos y los espíritus del bosque se enfrentan a las Gárgolas de Espinas —explicó la señora de los faunos casi sin aliento—. Esas bestias cubiertas de afilados pinchos están destrozando todo a su paso. La pérdida es inmensa.


—Son demasiadas —confesó Quercus— no podemos hacerles frente. No estamos preparados para semejante amenaza —añadió mientras se quitaba numerosas espinas que hacían sangrar sus peludas extremidades.
 

Tomando una profunda inspiración, Karida recondujo la conversación:

—Damas, en este momento no debemos flaquear. Cada vida perdida es un llamado a luchar con más fuerza. Tenemos que ser el bastión contra esta oscuridad, recordad a nuestras tropas por qué luchamos. Por nuestro hogar, por aquellos que amamos. No estamos solas en esto; juntas somos más fuertes.

La preocupación teñía el rostro de las damas y una nube de pesimismo inundaba la sala. El silencio de la desesperación había congelado el instante y ya casi ni se oían los gritos de los unicornios que caían en el combate a los pies de la Aguja de Nacar.

—Que nuestras acciones de hoy sean el faro de esperanza y la fuente de fuerza para nuestro pueblo —Elga rompió el tenso silencio con determinación mirando a sus compañeras con la decisión propia de la más veterana de las damas.

—Ahora no es el momento de retroceder. No daremos un paso atrás —añadió Édera, su voz firme y llena de determinación.

—Es el momento de unirnos, de enfrentarnos a esta oscuridad con toda la valentía y el poder que poseemos —proclamó Titania airada, secándose las lágrimas y con un brillo renacido en sus alas multicolores.

—Por el Reino Faérico y la luz que persiste incluso en la oscuridad más profunda, ¡lucharemos y triunfaremos! —concluyó Kárida, emanando una seguridad y decisión más fuerte que nunca y tomando el liderazgo sin remordimientos.

Las damas sabían que la batalla sería ardua, pero también sabían que la unión de sus fuerzas les daría cierta ventaja. Cuando los ánimos se había repuesto, Serörkh el más fiel guerrero de la Dama de Acero interrumpió la escena señalando con su maza el cielo.

—Serörkh avista peligro. Oscuridad intensa en cielo. Destrucción inminente —anunció el Golem de acero con una velocidad más rápida de lo normal, señalando hacia el firmamento con su maza.

Al unísono, todos se precipitaron hacia el balcón, donde la visión que se desplegaba ante sus ojos confirmaba las advertencias de Serörkh. El cielo, teñido de un índigo profundo, parecía presagiar la llegada de un enemigo aún más formidable, justo en el clímax de su desesperada lucha contra las fuerzas del mal.

181 – LOS TRES DONES

Personajes que aparecen en este Relato

LOS TRES DONES

Los meses pasaban y la familia real se había acostumbrado a la presencia de sus inesperados y extraños invitados. Las hadas danzaban alegremente entre las copas de los árboles, mientras los faunos saltaban con los cabritillos entre los matorrales del jardín y los unicornios galopaban desbocados por las dehesas. Tras conocer los horrores del cataclismo, las mágicas criaturas se sentían seguras, liberadas y felices; aunque añoraban su hogar. 

Mientras los jóvenes disfrutaban del aire libre, las ancianas faéricas trabaron una estrecha amistad con la reina Melindres de Calamburia y su querida tía la vizcondesa Tilaria von Vondra. Los excesos de los ritos funerarios hicieron mella en la salud de la regente, a quien el galeno le obligó a guardar cama. Sin embargo, la quietud nunca había sido amiga de Melindres y lo único que le consolaba eran las anécdotas de sus inesperadas invitadas. Admiraba la fortaleza de Melusina, su astucia y su ladino carácter. Por su parte, Tilaria disfrutaba de las historias de guerra de la valerosa Tyria. Ella, que siempre había ansiado comandar su propio ejército, se empapaba de las historias de caballería, especialmente las protagonizadas por valerosas mujeres. Las cinco se hacían mutua compañía mientras Zora gozaba de los lujos de gobernar Calamburia junto con su fiel amante, Arishai, el señor de los nómadas. Sin embargo, conocedora de las envidias e intrigas de la corte, debía asegurar la protección de la corona; pues ¿qué le impediría a Dorna marchar sobre Instántalor con sus hordas de salvajes? Largo y peligroso había sido el camino hacia el trono y ahora no podía echarlo todo a perder.

Esta incertidumbre, unida a la amenaza de una conquista y de un cataclismo en el reino faérico impulsó a Zora a tomar medidas decisivas para asegurar la estabilidad de su reinado. Las ancianas, en sus visiones otorgadas por las estrellas, le habían informado de este cataclismo, un evento de magnitudes insondables que no solo amenazaba la existencia del delicado equilibrio faérico, sino que también poseía el potencial de desestabilizar la armonía mágica de Calamburia.

Consciente de que el tejido de la magia que unía sus reinos era tan frágil como poderoso, Zora entendió que cualquier perturbación en el equilibrio mágico del mundo podría tener consecuencias catastróficas para su pueblo. No era solo una cuestión de defender el trono contra usurpadores o de salvaguardar las fronteras físicas de Calamburia; se trataba de proteger la esencia misma que hacía florecer la vida en su reino, de mantener a raya las sombras que el cataclismo faérico podría desatar.

Como Othÿn, el último gran Druida Supremo, había fallecido años atrás, todas las esperanzas estaban puestas en Drëgo, su aprendiz, el único  poseedor de conocimientos y habilidades cruciales en la estabilidad mágica del reino y del mundo faérico. El druida, siguiendo el plan secreto de Aurobinda, había dedicado los últimos años a realizar un sinfín de intentos de controlar el flujo de magia, pero todos habían sido en vano. Sólo le quedaba una opción: acudir en secreto a las profundidades de la torre de magia Skuchaín. Era esencial llegar lo antes posible y a salvo. Había concertado una  reunión con el Archimago con el fin de adentrarse en los muros de la Torre Mágica para poder, después y en secreto, moverse con libertad sin ser visto. Su éxito podría significar la diferencia entre la supervivencia y el final de Calamburia.

Arishai, con su experiencia en batalla y su lealtad inquebrantable, era el único en quien Zora confiaba plenamente para esta doble tarea. Tras escoltar a Drëgo a Skuchaín, Arishai tenía una segunda misión de igual importancia: dirigirse a las Montañas Cobrizas con su ejército de nómadas. Su objetivo allí era fortalecer las defensas del reino y estar prevenidos en caso de un asalto por parte de Dorna. 

La decisión de separarse nuevamente de su amado no fue fácil para la Reina Madre, pero se trataba de un sacrificio necesario. La seguridad de Calamburia y la protección de la corona estaban en juego, y ambos sabían que su amor debía, una vez más, ceder ante el deber.

La Reina Madre preparó un gran festín para despedir al Escorpión de Basalto  y su ejército de nómadas. Los tés de las más preciadas flores y los licores del cactus del desierto  corrían por el gran salón con la fuerza de la cascada del Ojo de la Sierpe y los elegantes tajines iluminaban la sala con altos montes de dorados manjares preparados con los ingredientes más selectos. Al fondo unas exóticas bailarinas danzaban al dulce son de un ney y un darbuka mientras los fieros guerreros disfrutaban del festín. Zora y Arishai miraban satisfechos la escena; por fin habían cumplido lo que tanto habían anhelado: Calamburia era suya. Mientras los soldados festejaban su partida, los amantes se retiraron a sus aposentos y ahí, en la soledad de la noche, se rindieron a la pasión.

Las luces del alba despuntaron en el horizonte alumbrando a Zora. Arishai miró a su amada con gran devoción. Su sugerente forma se le insinuaba bajo las suaves sábanas de raso; sus curvas lo enloquecían, su sedosa y morena piel brillaba más que el más puro oro de las Montañas Cobrizas y su preciosa cabellera ardía como lo hace hojarasca otoñal al caer un rayo. Ella era su suerte y su perdición; su djinn y su iblis; su vida y su muerte. El emir se quedó tendido en la cama, inmóvil; memorizando cada curva, peca y arruga de la preciosa mujer que yacía a su lado. En ese instante el mundo se paralizó regalándole unos últimos instantes con su precioso Ámbar del desierto. ¡Cuán eternos y rápidos pueden ser cinco minutos cuando uno está enamorado! Arishai bajó las majestuosas escaleras de mármol y salió a las caballerizas; no sin antes aspirar por última vez aquel penetrante aroma a jazmín y lirios del valle, la fragancia de su Zora. 

—¡Padre! —irrumpió Melindres en el patio exhausta por el esfuerzo— ¿A dónde vais? ¡No me dejéis por favor! ¡No me…!

Un ensordecedor aullido de dolor inundó el gran patio y la reina cayó al suelo en un charco de sangre. El nómada se giró hacia su hija al tiempo que Zora acudía alarmada: Melindres estaba de parto. Arishai cogió a su hija en brazos y la llevó hacia sus aposentos mientras Zora avisaba al galeno y a su hermana Tilaria.

—No puedo irme —sollozó el nómada—. No puedo dejarla sola y así. ¿Y si no sobrevive?

—Tu marcha es más necesaria que nunca, querido —explicó la Reina Madre—. Si nuestros enemigos se enteran de su febril estado, ¿qué les impedirá atacarnos? Ahora más que nunca necesitamos que vigiles y protejas las fronteras. Debes irte —sentenció despidiéndose de nuevo de su amado.

Arishai se volvió hacia su hija, le dio un cariñoso beso en la frente y se marchó sin mirar atrás.

Dos parteras y la sanadora Níobe acudieron corriendo seguidas por Tilaria, la madrina y tía predilecta de la reina, y las tres ancianas faéricas. La sanadora acercó un pequeño saco de lavanda a la nariz de la convaleciente para que recobrase el conocimiento. Estaba aturdida; desvariaba, sudaba y gritaba de dolor. Las parteras se colocaron a sendos lados de la cama real con toallas y tinajas de agua caliente mientras la comadrona preparaba una pequeña mesa con sus utensilios. Aprovechando el bullicio, Kyara se acercó a la parturienta y se inclinó posando con delicadeza su mágico cuerno en la frente. Melindres se calmó y empezó a respirar de forma pausada.

Durante varias horas sólo se oyeron los ensordecedores gritos de la reina. Empujaba con tesón, pero Níobe dudaba de sus fuerzas. Ella recordaba bien el carácter  indomable del padre de las criaturas, puesto que lo había educado desde pequeño. Si los niños habían heredado la misma fuerza y energía de su padre Sancho, no iba a resultar tarea fácil para Melindres traerlos al mundo. Las elegantes sábanas de hilo se tiñeron de un intenso rojo que clamaba la muerte. Preocupado, el médico cogió unas grandes pinzas metálicas para ayudar a la parturienta, pero ésta empezó a convulsionar violentamente. La más mayor de las parteras alzó sus brazos al cielo suplicando ayuda al Titán, pues conocía el trastorno que sufría y pocas eran las mujeres que lograban sobreponerse. 

Las tres ancianas habían asistido impotentes a la triste escena, pero no pensaban dejar que muriese. Melusina apartó al sanador y tomó el control de la situación. Tomó uno de los llamadores de sueños que colgaban de su collar, lo abrió y sopló. Un sinfín de polvos de diferentes colores volaron de la pequeña esfera tiñendo la sombría estancia de colores vivos y alegres. Tyria juntó sus manos y de ellas brotó una pequeña rama verde adornada con preciosas flores de jazmín. Finalmente, Kyara agarró con fuerza a la joven hasta que las convulsiones cesaron.

Las mágicas criaturas se desplazaron a los pies de la cama ante las miradas expectantes del resto de los asistentes. Tyria, la Anciana Esmeralda, se inclinó sobre la reina y cogió con suavidad a un pequeño bebé en brazos. Melusina, la Anciana Irisada, se acercó a su vez y tomó a otro pequeño infante. Finalmente, Kyara, la Anciana Añil, se adentró en las entrañas de la soberana y tomó a una pequeña y preciosa infanta. Tras examinar a los recién nacidos los acercaron a Melindres. Por primera vez en la vida, la reina lloró de felicidad, pues su oscuro corazón había sido invadido por el más puro de los amores: el amor por sus hijos.

Las semanas pasaban y los infantes crecían fuertes y alegres. Sus risas henchían el corazón de su madre y de todos los que les rodeaban. La Corte, que había sido la cuna de la más lúgubre tristeza, se había tornado en una fuente de alegría. Con la luna nueva llegaron noticias que colmaron aún más el corazón de la reina: su padre volvía con Inocencio, El Sumo Pontífice de la Iglesia del Titán. Melindres ordenó decorar el palacio con enredaderas de campanillas y jarrones de margaritas y girasoles. La intensa luz del sol que se filtraba por los ventanales alumbraba las doradas flores. Ese día, más de un sol iluminaba las estancias del palacio.

Grandes festejos se sucedieron a la llegada del señor del desierto de Al-Yavist y su comitiva. Zora dispuso que las festividades se prolongasen durante dos semanas. Dos semanas en las que sólo se comería el mejor asado marinado con los vinos más exquisitos y los pasteles más dulces. Dos semanas que culminarían con el bautizo de los infantes. 

Inocencio ofició el sacramento engalanado con sus mejores ropajes. La capilla real había sido decorada con elegantes cirios, esplendorosos candelabros y vivaces flores silvestres. Al evento acudieron los más importantes mandatarios de Calamburia: los Von Vondra, los Colby, los Sibyla… e incluso cinco extraños seres encapuchados a los que el Sumo Pontífice miraba con recelo: Karianna, Yardan y las tres ancianas.

—Rodrigo, hijo de reyes, heredero al Trono de Ámbar y séptimo en tu linaje yo te bautizo en el nombre del Titán —proclamó alzando al primogénito—. Sancho, descendiente del unificador de nuestro reino, tú que llevas el nombre de tu padre y eres el segundo en portarlo, yo te bautizo en el nombre del Titán —anunció levantando al hermano mediano—. Y a ti, Zoraida, astuta como tu abuela, la Reina Madre, y heredera de su nombre, yo te bautizo en el nombre del Titán.

La capilla estalló en gritos de júbilo mientras los trovadores entonaban alegres cánticos. Los festejos continuaron en los jardines del palacio, donde el mayordomo dispuso un sabroso ágape para los invitados.

Drëgo, que había regresado con Arishai y su ejército, y Karianna se acercaron a las antiguas damas faéricas.

—Drëgo ha viajado a Skuchaín y ha encontrado la solución a nuestros problemas —anunció el druida. 

—¡Qué gran noticia! —exclamó Tyria.

—Pero Drëgo no puede hacerlo solo, necesita la ayuda de la poderosa magia de las ancianas —explicó el mago.

Las damas escucharon con atención el plan. Habían vivido un fugaz sueño en la tierra de Calamburia, pero debían volver a la realidad: su mágico mundo se desmoronaba y debían estabilizarlo.

Al finalizar la ceremonia, las mágicas criaturas se dirigieron, como cada noche, a los aposentos de los infantes. Ahí les esperaba Melindres mirando embelesada a sus pequeños.

—Su Majestad —saludó Melusina—. Es conmovedor el amor que proferís por vuestros vástagos.

—Son la luz de mi vida —explicó—. Jamás pensé que pudiese sentir algo así y os agradezco de corazón vuestra ayuda.

—Somos nosotras las que agradecemos vuestra hospitalidad y que nos hayáis dejado estar con los infantes —afirmó Kyara—. Sin embargo, debemos marchar. Nuestro druida ha vuelto de la torre arcana con un hechizo que podría equilibrar los flujos de magia y necesita nuestra ayuda. Nos parte el corazón tener que irnos, pero nuestro mundo agoniza.

—Por supuesto —contestó la reina—. Lo entiendo perfectamente.

—Antes de marchar queríamos pediros un último favor —suplicó Tyria—. Sabemos que los infantes han recibido el bautismo de la Iglesia del Titán, pero en nuestra tierra es costumbre obsequiar a los recién nacidos con un pequeño don. ¿Nos permitiríais hacerles tales regalos?

—Por supuesto —respondió con una sonrisa que hablaba de confianza y de unión entre sus mundos—. Conozco la pureza de vuestros corazones y la nobleza de vuestras intenciones. No tengo duda de que lo que traigáis será recibido no solo como un regalo, sino como una bendición. Adelante, por favor, compartid vuestros dones.

—Gran Rodrigo —dijo Tyria cogiendo al primogénito en brazos—, yo os entrego el don de mi raza y mi clan: el amor por la tierra y lo que crece de ella. Cuidaréis de la tierra que os rodea como si de una caprichosa orquídea se tratara.

—Impetuoso Sancho —anunció Melusina—, en vuestros ojos no veo si no el reflejo de los míos propios. No dejéis que nadie dome vuestro carácter u os haga sombra. Vuestra valía y sacrificio es inconmensurable.

—Astuta Zoraida —anunció Kyara—, sois luz, amor y travesura, como mi pequeña Karianna. Disfrutad de las aventuras que os depara la vida, aunque no olvidéis lo que más importa, velad siempre por la fortaleza y la unión de vuestra familia.

Las ancianas colocaron de nuevo a los niños en sus tronas, despidiéndose de ellos con un brillo de lágrimas en los ojos. Esas lágrimas no eran solo por la despedida, sino por un profundo pesar ante un futuro que, según susurros de las estrellas, se antojaba sombrío para los tres. Sabían de los desafíos y penurias que esperaban a los infantes, un camino marcado por pruebas arduas, cuya mención no hicieron, pero que sus corazones afligidos claramente intuían.

Con cada gesto de cariño y cada obsequio entregado, las ancianas buscaban ofrecer un destello de esperanza, que suavizara de alguna forma el camino que, inexorablemente, los pequeños tendrían que transitar. Sin embargo, a pesar de sus deseos y las protecciones que sus regalos simbolizaban, eran dolorosamente conscientes de que el tejido del destino era algo que escapaba a sus manos. No podían alterar el curso de lo que estaba escrito en los cielos; sólo podían ofrecer su amor y sus bendiciones, esperando que sirvieran de algún consuelo en los tiempos venideros.

Tras un último adiós lleno de amor y una preocupación que sus miradas no podían ocultar, se alejaron. Dejaban atrás la promesa silenciosa de que, aunque el futuro de los niños estaba más allá de su capacidad para cambiarlo, el amor y la esperanza que depositaron en ellos nunca faltaría.

180 – EL APRENDIZ, LA BRUJA Y EL ARDID

Personajes que aparecen en este Relato

EL APRENDIZ, LA BRUJA Y EL ARDID

Drëgo aprovechó para escabullirse del solemne acto ante el barullo creado por el episodio del águila gigante. Llegó a la armería y comprobó que estaba vacía. El maestro armero habría acudido, sin duda, al sepelio de su rey. Era, sin duda el punto y la hora acordados, pero allí no había más que un grupo de cuervos que lo miraban con suspicacia.

—¡Malditos bichos! —refunfuñó el aprendiz de druida, pues su plumaje negro no hacía más que recordarle al collar de plumas que su maestro, el difunto Öthyn, gustaba tanto lucir como distintivo de su dignidad de Druida Supremo—. ¿Y dónde se habrá metido esta vieja bruja? Llega tarde a la cita.

Drëgo trató de asustar a los oscuros pájaros agitando su varita. Alzaron el vuelo y revolotearon formando una suerte de nube de plumas y garras en el aire que, poco a poco fue tomando más consistencia como atraídos por un único punto de gravedad. De ella surgió Aurobinda, Señora de los Cuervos, con su melena rojiza y una amplia sonrisa.

—La impaciencia siempre fue tu peor defecto, Drëgo —sentenció.

—Maestra —dijo el druida arrodillándose.

—No hace falta que te humilles tanto. Ya no soy tu profesora —dijo la bruja tratando de quitarle solemnidad a aquel encuentro—. ¿Por qué me has hecho venir? ¿Qué pasa? ¿Ese vejestorio avaricioso de Öthyn ha descubierto por fin la rata que en realidad eres y te ha expulsado de la Orden Druídica?

—No, mi señora —explicó Drëgo compungido—. Mi maestro ha fallecido en extrañas circunstancias.

El gesto de Aurobinda cambió de repente volviéndose mucho más circunspecto.

—¿Muerto? ¿El Druida Supremo ha muerto?  —preguntó como si no diera crédito a las palabras de su interlocutor— ¿Y quién controla ahora el flujo de la magia entre los dos mundos?

—Ese es el problema, mi señora… —apuntó el druida—. La magia faérica está descontrolada. Drëgo y algunos seres fáericos hemos logrado huir por los pelos. ¿Será la venida de un Nuevo Cataclismo?

—No seas estúpido, los cataclismos del mundo faérico son un ardid.

—¿Un ardid? —ahora era Drëgo el que parecía confuso.

—Sí, mi hermano Theodus y Öthyn eran muy imaginativos. Y no me refiero solo a la hora de inventar cargos contra nosotras —apostilló la bruja con cierto resquemor—. Idearon todo un sistema de canalización con un solo objetivo: hacer que la magia del mundo faérico llegara de forma controlada y constante a Calamburia. ¡Han estado vampirizando a esas pobres bestias mágicas desde el principio! ¿Y las malas éramos Defendra y yo? —dijo con ironía— Para poder exprimir su magia idearon la Torre de Nácar y construyeron en el extremo opuesto la Torre de Skuchaín. A estas alturas ya te habrás dado cuenta de que son dos puntos de canalización. Con la ayuda de los enanos, crearon un sistema de túneles que los conectara bajo tierra. 

—¿Y el cataclismo? —dijo Drëgo tratando de asimilar la información— Yo mismo he estado a punto de morir por…

—Llaman cataclismo a una desregulación, una interrupción de los canales que hacen que la magia pura se acumule hasta saturar el sistema que ellos mismos han creado —explicó Aurobinda tan didáctica como en sus años de profesora de la Torre—. Creas un problema, luego una solución y, a cambio de ello, obtienes el poder. Es una vieja historia que se repite. Si lo piensas bien, es gracioso, ¿no? ¡Hasta poético, diría yo!

—Pero Theodus era bueno… —espetó el druida resistiéndose a creer lo que oía—. Además, si todo era un ardid, ¿por qué la ausencia de Öthyn iba a desbaratarlo todo? ¡Todo esto no tiene sentido!

—No para ti, mi joven y simple amiguito —rió ella—. El efecto del sistema es parecido al de una presa, Öthyn era el guardián eterno de esa presa, el que mantenía el flujo circulante constante que aliviaba la presión, pero, ¿qué sucede si deja de haber guardián y la presa se obstruye?

 —¿…que acaba por estallar?

—Quizás no seas tan estúpido después de todo —apreció Aurobinda con cierto orgullo.

—Pero Öthyn llevaba años robando la magia de los canales… —apostilló Drëgo.

—Sí, el pobre anciano se mantenía fresco y lozano gracias a la magia faérica como yo me mantengo atractiva y joven gracias a la oscuridad —dijo coqueta mientras se atusaba la melena pelirroja—. Pero Öthyn, tras años de vicioso consumo del poder en estado puro, se hizo adicto a él. Theodus lo sabía, pero hizo la vista gorda, mi hermano era muy bueno haciendo la vista gorda cuando algo le beneficiaba —añadió con desprecio—. No le importaba que Öthyn maltratara a los seres faéricos o desviara parte del botín para su propio beneficio. Pero el anciano se fue consumiendo, a pesar de su aspecto jovial y, poco a poco se fue haciendo débil. Pero esa parte ya la conoces, ¿verdad Drëgo? Y dime, ¿así fue como pudiste matarle?

—¿Cómo sabéis que…? —el aprendiz se sintió desarmado por la inteligente mirada de la bruja.

—Siempre has sido transparente para mí, Drëgo. Recuerda que fui yo quien te enseñé a convocar tus primeros portales —dijo ella con cierto aire de nostalgia—. Eras un buen alumno. Si Öthyn no te hubiera reclamado como aprendiz, te hubiera llevado conmigo a Cuna de Oscuridad. ¡Tenías tanto potencial! Mentiroso, ladino, escurridizo… ¡un Ténebris hasta la médula!

—¿Pero ahora qué podemos hacer? Drëgo ha intentado controlar los canales pero e incapaz —reconoció Drëgo—, por eso recurre a vos.

—Y haces bien, soy la única maga de la Torre que queda viva de esa generación, la única que conocía el secreto de Öthyn para controlar el flujo de la magia —sentenció la bruja con suficiencia. 

—Y, ¿ayudaréis a Drëgo?

Aurobinda calló mientras se miraba las uñas siempre perfectas y brillantes.

—Te confiaré el secreto —dijo moviendo su varita generando en el aire un rollo de pergamino blanco que el druida aferró con la mano derecha—, e incluso permitiré que, al igual que tu maestro, te nutras de la magia faérica hasta el fin de tus días.

—¿Y qué queréis a cambio? —dijo él con un tono algo desconfiado.

—Eres suspicaz, me gusta —sonrió Aurobinda—.  A cambio solo te encomendaré una misión, pero es una misión importante. La magia del mundo faérico surge de los propios seres que lo habitan, ellos son el agua de la presa. Quiero que, al volver al mundo fáerico, inicies un proyecto muy especial —dijo moviendo su varita en el aire y generando de la nada un pergamino negro enrollado que Drëgo tomó con su mano izquierda—, uno que convierta nuestra fuente de agua clara en un agua más oscura y turbia, una que sirva mejor a nuestros propósitos. ¿Podrás hacerlo?

—Por supuesto, mi Señora de los Cuervos —respondió solícito el druida—. Tenemos un trato. ¡Palabra de druida!

—Y no se te ocurra romperlo, ¿eh, granuja? Ya sabes que no dudaría en destruirte —le advirtió la bruja con una sonrisa—. Y me dolería mucho, pues te cogí cariño en tus años de escuela. Eres de esa clase de tramposos que me caen simpáticos. Recuerda siempre que la Oscuridad sabe recompensar a sus sirvientes. Pero, si nos fallas —dijo levantando el índice a modo de advertencia— acabarás como tu maestro.


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