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LOS TRES DONES
Los meses pasaban y la familia real se había acostumbrado a la presencia de sus inesperados y extraños invitados. Las hadas danzaban alegremente entre las copas de los árboles, mientras los faunos saltaban con los cabritillos entre los matorrales del jardín y los unicornios galopaban desbocados por las dehesas. Tras conocer los horrores del cataclismo, las mágicas criaturas se sentían seguras, liberadas y felices; aunque añoraban su hogar.
Mientras los jóvenes disfrutaban del aire libre, las ancianas faéricas trabaron una estrecha amistad con la reina Melindres de Calamburia y su querida tía la vizcondesa Tilaria von Vondra. Los excesos de los ritos funerarios hicieron mella en la salud de la regente, a quien el galeno le obligó a guardar cama. Sin embargo, la quietud nunca había sido amiga de Melindres y lo único que le consolaba eran las anécdotas de sus inesperadas invitadas. Admiraba la fortaleza de Melusina, su astucia y su ladino carácter. Por su parte, Tilaria disfrutaba de las historias de guerra de la valerosa Tyria. Ella, que siempre había ansiado comandar su propio ejército, se empapaba de las historias de caballería, especialmente las protagonizadas por valerosas mujeres. Las cinco se hacían mutua compañía mientras Zora gozaba de los lujos de gobernar Calamburia junto con su fiel amante, Arishai, el señor de los nómadas. Sin embargo, conocedora de las envidias e intrigas de la corte, debía asegurar la protección de la corona; pues ¿qué le impediría a Dorna marchar sobre Instántalor con sus hordas de salvajes? Largo y peligroso había sido el camino hacia el trono y ahora no podía echarlo todo a perder.
Esta incertidumbre, unida a la amenaza de una conquista y de un cataclismo en el reino faérico impulsó a Zora a tomar medidas decisivas para asegurar la estabilidad de su reinado. Las ancianas, en sus visiones otorgadas por las estrellas, le habían informado de este cataclismo, un evento de magnitudes insondables que no solo amenazaba la existencia del delicado equilibrio faérico, sino que también poseía el potencial de desestabilizar la armonía mágica de Calamburia.
Consciente de que el tejido de la magia que unía sus reinos era tan frágil como poderoso, Zora entendió que cualquier perturbación en el equilibrio mágico del mundo podría tener consecuencias catastróficas para su pueblo. No era solo una cuestión de defender el trono contra usurpadores o de salvaguardar las fronteras físicas de Calamburia; se trataba de proteger la esencia misma que hacía florecer la vida en su reino, de mantener a raya las sombras que el cataclismo faérico podría desatar.
Como Othÿn, el último gran Druida Supremo, había fallecido años atrás, todas las esperanzas estaban puestas en Drëgo, su aprendiz, el único poseedor de conocimientos y habilidades cruciales en la estabilidad mágica del reino y del mundo faérico. El druida, siguiendo el plan secreto de Aurobinda, había dedicado los últimos años a realizar un sinfín de intentos de controlar el flujo de magia, pero todos habían sido en vano. Sólo le quedaba una opción: acudir en secreto a las profundidades de la torre de magia Skuchaín. Era esencial llegar lo antes posible y a salvo. Había concertado una reunión con el Archimago con el fin de adentrarse en los muros de la Torre Mágica para poder, después y en secreto, moverse con libertad sin ser visto. Su éxito podría significar la diferencia entre la supervivencia y el final de Calamburia.
Arishai, con su experiencia en batalla y su lealtad inquebrantable, era el único en quien Zora confiaba plenamente para esta doble tarea. Tras escoltar a Drëgo a Skuchaín, Arishai tenía una segunda misión de igual importancia: dirigirse a las Montañas Cobrizas con su ejército de nómadas. Su objetivo allí era fortalecer las defensas del reino y estar prevenidos en caso de un asalto por parte de Dorna.
La decisión de separarse nuevamente de su amado no fue fácil para la Reina Madre, pero se trataba de un sacrificio necesario. La seguridad de Calamburia y la protección de la corona estaban en juego, y ambos sabían que su amor debía, una vez más, ceder ante el deber.
La Reina Madre preparó un gran festín para despedir al Escorpión de Basalto y su ejército de nómadas. Los tés de las más preciadas flores y los licores del cactus del desierto corrían por el gran salón con la fuerza de la cascada del Ojo de la Sierpe y los elegantes tajines iluminaban la sala con altos montes de dorados manjares preparados con los ingredientes más selectos. Al fondo unas exóticas bailarinas danzaban al dulce son de un ney y un darbuka mientras los fieros guerreros disfrutaban del festín. Zora y Arishai miraban satisfechos la escena; por fin habían cumplido lo que tanto habían anhelado: Calamburia era suya. Mientras los soldados festejaban su partida, los amantes se retiraron a sus aposentos y ahí, en la soledad de la noche, se rindieron a la pasión.
Las luces del alba despuntaron en el horizonte alumbrando a Zora. Arishai miró a su amada con gran devoción. Su sugerente forma se le insinuaba bajo las suaves sábanas de raso; sus curvas lo enloquecían, su sedosa y morena piel brillaba más que el más puro oro de las Montañas Cobrizas y su preciosa cabellera ardía como lo hace hojarasca otoñal al caer un rayo. Ella era su suerte y su perdición; su djinn y su iblis; su vida y su muerte. El emir se quedó tendido en la cama, inmóvil; memorizando cada curva, peca y arruga de la preciosa mujer que yacía a su lado. En ese instante el mundo se paralizó regalándole unos últimos instantes con su precioso Ámbar del desierto. ¡Cuán eternos y rápidos pueden ser cinco minutos cuando uno está enamorado! Arishai bajó las majestuosas escaleras de mármol y salió a las caballerizas; no sin antes aspirar por última vez aquel penetrante aroma a jazmín y lirios del valle, la fragancia de su Zora.
—¡Padre! —irrumpió Melindres en el patio exhausta por el esfuerzo— ¿A dónde vais? ¡No me dejéis por favor! ¡No me…!
Un ensordecedor aullido de dolor inundó el gran patio y la reina cayó al suelo en un charco de sangre. El nómada se giró hacia su hija al tiempo que Zora acudía alarmada: Melindres estaba de parto. Arishai cogió a su hija en brazos y la llevó hacia sus aposentos mientras Zora avisaba al galeno y a su hermana Tilaria.
—No puedo irme —sollozó el nómada—. No puedo dejarla sola y así. ¿Y si no sobrevive?
—Tu marcha es más necesaria que nunca, querido —explicó la Reina Madre—. Si nuestros enemigos se enteran de su febril estado, ¿qué les impedirá atacarnos? Ahora más que nunca necesitamos que vigiles y protejas las fronteras. Debes irte —sentenció despidiéndose de nuevo de su amado.
Arishai se volvió hacia su hija, le dio un cariñoso beso en la frente y se marchó sin mirar atrás.
Dos parteras y la sanadora Níobe acudieron corriendo seguidas por Tilaria, la madrina y tía predilecta de la reina, y las tres ancianas faéricas. La sanadora acercó un pequeño saco de lavanda a la nariz de la convaleciente para que recobrase el conocimiento. Estaba aturdida; desvariaba, sudaba y gritaba de dolor. Las parteras se colocaron a sendos lados de la cama real con toallas y tinajas de agua caliente mientras la comadrona preparaba una pequeña mesa con sus utensilios. Aprovechando el bullicio, Kyara se acercó a la parturienta y se inclinó posando con delicadeza su mágico cuerno en la frente. Melindres se calmó y empezó a respirar de forma pausada.
Durante varias horas sólo se oyeron los ensordecedores gritos de la reina. Empujaba con tesón, pero Níobe dudaba de sus fuerzas. Ella recordaba bien el carácter indomable del padre de las criaturas, puesto que lo había educado desde pequeño. Si los niños habían heredado la misma fuerza y energía de su padre Sancho, no iba a resultar tarea fácil para Melindres traerlos al mundo. Las elegantes sábanas de hilo se tiñeron de un intenso rojo que clamaba la muerte. Preocupado, el médico cogió unas grandes pinzas metálicas para ayudar a la parturienta, pero ésta empezó a convulsionar violentamente. La más mayor de las parteras alzó sus brazos al cielo suplicando ayuda al Titán, pues conocía el trastorno que sufría y pocas eran las mujeres que lograban sobreponerse.
Las tres ancianas habían asistido impotentes a la triste escena, pero no pensaban dejar que muriese. Melusina apartó al sanador y tomó el control de la situación. Tomó uno de los llamadores de sueños que colgaban de su collar, lo abrió y sopló. Un sinfín de polvos de diferentes colores volaron de la pequeña esfera tiñendo la sombría estancia de colores vivos y alegres. Tyria juntó sus manos y de ellas brotó una pequeña rama verde adornada con preciosas flores de jazmín. Finalmente, Kyara agarró con fuerza a la joven hasta que las convulsiones cesaron.
Las mágicas criaturas se desplazaron a los pies de la cama ante las miradas expectantes del resto de los asistentes. Tyria, la Anciana Esmeralda, se inclinó sobre la reina y cogió con suavidad a un pequeño bebé en brazos. Melusina, la Anciana Irisada, se acercó a su vez y tomó a otro pequeño infante. Finalmente, Kyara, la Anciana Añil, se adentró en las entrañas de la soberana y tomó a una pequeña y preciosa infanta. Tras examinar a los recién nacidos los acercaron a Melindres. Por primera vez en la vida, la reina lloró de felicidad, pues su oscuro corazón había sido invadido por el más puro de los amores: el amor por sus hijos.
Las semanas pasaban y los infantes crecían fuertes y alegres. Sus risas henchían el corazón de su madre y de todos los que les rodeaban. La Corte, que había sido la cuna de la más lúgubre tristeza, se había tornado en una fuente de alegría. Con la luna nueva llegaron noticias que colmaron aún más el corazón de la reina: su padre volvía con Inocencio, El Sumo Pontífice de la Iglesia del Titán. Melindres ordenó decorar el palacio con enredaderas de campanillas y jarrones de margaritas y girasoles. La intensa luz del sol que se filtraba por los ventanales alumbraba las doradas flores. Ese día, más de un sol iluminaba las estancias del palacio.
Grandes festejos se sucedieron a la llegada del señor del desierto de Al-Yavist y su comitiva. Zora dispuso que las festividades se prolongasen durante dos semanas. Dos semanas en las que sólo se comería el mejor asado marinado con los vinos más exquisitos y los pasteles más dulces. Dos semanas que culminarían con el bautizo de los infantes.
Inocencio ofició el sacramento engalanado con sus mejores ropajes. La capilla real había sido decorada con elegantes cirios, esplendorosos candelabros y vivaces flores silvestres. Al evento acudieron los más importantes mandatarios de Calamburia: los Von Vondra, los Colby, los Sibyla… e incluso cinco extraños seres encapuchados a los que el Sumo Pontífice miraba con recelo: Karianna, Yardan y las tres ancianas.
—Rodrigo, hijo de reyes, heredero al Trono de Ámbar y séptimo en tu linaje yo te bautizo en el nombre del Titán —proclamó alzando al primogénito—. Sancho, descendiente del unificador de nuestro reino, tú que llevas el nombre de tu padre y eres el segundo en portarlo, yo te bautizo en el nombre del Titán —anunció levantando al hermano mediano—. Y a ti, Zoraida, astuta como tu abuela, la Reina Madre, y heredera de su nombre, yo te bautizo en el nombre del Titán.
La capilla estalló en gritos de júbilo mientras los trovadores entonaban alegres cánticos. Los festejos continuaron en los jardines del palacio, donde el mayordomo dispuso un sabroso ágape para los invitados.
Drëgo, que había regresado con Arishai y su ejército, y Karianna se acercaron a las antiguas damas faéricas.
—Drëgo ha viajado a Skuchaín y ha encontrado la solución a nuestros problemas —anunció el druida.
—¡Qué gran noticia! —exclamó Tyria.
—Pero Drëgo no puede hacerlo solo, necesita la ayuda de la poderosa magia de las ancianas —explicó el mago.
Las damas escucharon con atención el plan. Habían vivido un fugaz sueño en la tierra de Calamburia, pero debían volver a la realidad: su mágico mundo se desmoronaba y debían estabilizarlo.
Al finalizar la ceremonia, las mágicas criaturas se dirigieron, como cada noche, a los aposentos de los infantes. Ahí les esperaba Melindres mirando embelesada a sus pequeños.
—Su Majestad —saludó Melusina—. Es conmovedor el amor que proferís por vuestros vástagos.
—Son la luz de mi vida —explicó—. Jamás pensé que pudiese sentir algo así y os agradezco de corazón vuestra ayuda.
—Somos nosotras las que agradecemos vuestra hospitalidad y que nos hayáis dejado estar con los infantes —afirmó Kyara—. Sin embargo, debemos marchar. Nuestro druida ha vuelto de la torre arcana con un hechizo que podría equilibrar los flujos de magia y necesita nuestra ayuda. Nos parte el corazón tener que irnos, pero nuestro mundo agoniza.
—Por supuesto —contestó la reina—. Lo entiendo perfectamente.
—Antes de marchar queríamos pediros un último favor —suplicó Tyria—. Sabemos que los infantes han recibido el bautismo de la Iglesia del Titán, pero en nuestra tierra es costumbre obsequiar a los recién nacidos con un pequeño don. ¿Nos permitiríais hacerles tales regalos?
—Por supuesto —respondió con una sonrisa que hablaba de confianza y de unión entre sus mundos—. Conozco la pureza de vuestros corazones y la nobleza de vuestras intenciones. No tengo duda de que lo que traigáis será recibido no solo como un regalo, sino como una bendición. Adelante, por favor, compartid vuestros dones.
—Gran Rodrigo —dijo Tyria cogiendo al primogénito en brazos—, yo os entrego el don de mi raza y mi clan: el amor por la tierra y lo que crece de ella. Cuidaréis de la tierra que os rodea como si de una caprichosa orquídea se tratara.
—Impetuoso Sancho —anunció Melusina—, en vuestros ojos no veo si no el reflejo de los míos propios. No dejéis que nadie dome vuestro carácter u os haga sombra. Vuestra valía y sacrificio es inconmensurable.
—Astuta Zoraida —anunció Kyara—, sois luz, amor y travesura, como mi pequeña Karianna. Disfrutad de las aventuras que os depara la vida, aunque no olvidéis lo que más importa, velad siempre por la fortaleza y la unión de vuestra familia.
Las ancianas colocaron de nuevo a los niños en sus tronas, despidiéndose de ellos con un brillo de lágrimas en los ojos. Esas lágrimas no eran solo por la despedida, sino por un profundo pesar ante un futuro que, según susurros de las estrellas, se antojaba sombrío para los tres. Sabían de los desafíos y penurias que esperaban a los infantes, un camino marcado por pruebas arduas, cuya mención no hicieron, pero que sus corazones afligidos claramente intuían.
Con cada gesto de cariño y cada obsequio entregado, las ancianas buscaban ofrecer un destello de esperanza, que suavizara de alguna forma el camino que, inexorablemente, los pequeños tendrían que transitar. Sin embargo, a pesar de sus deseos y las protecciones que sus regalos simbolizaban, eran dolorosamente conscientes de que el tejido del destino era algo que escapaba a sus manos. No podían alterar el curso de lo que estaba escrito en los cielos; sólo podían ofrecer su amor y sus bendiciones, esperando que sirvieran de algún consuelo en los tiempos venideros.
Tras un último adiós lleno de amor y una preocupación que sus miradas no podían ocultar, se alejaron. Dejaban atrás la promesa silenciosa de que, aunque el futuro de los niños estaba más allá de su capacidad para cambiarlo, el amor y la esperanza que depositaron en ellos nunca faltaría.