La Reina Dorna miraba a su alrededor con ceño fruncido, como si pudiese taladrar los árboles de bosque con su mirada. A su alrededor, una partida de guardias del Palacio de Ámbar descansaban ociosos, tratando de pasar el tiempo como podían.
–¡Guardias! ¿A qué se debe esta impuntualidad? ¿Dónde está Drawest? ¿Y ese mequetrefe de Finnegan? Una Reina no puede perder el tiempo de esta manera –gruñó peligrosamente la Salvaje
–No lo sé mi señora. Ha dicho que era la tarea de un héroe explorar los alrededores y no ha vuelto desde entonces –contestó un nervioso guardia.
Dorna suspiró con desagrado. Su plan para reunirse con aquel pícaro estaba resultando ser mucho menos provechoso de lo que pensaba en un principio. Sus opciones empezaban a agotarse y ya solo le quedaba las medidas desesperadas. Alguien tenía que hacer algo contra las Bruja, algo contundente.
–Como tenga que esperar un minuto más, empezaré a cortar cabezas, como hacía en sus tiempos de cordura mi querido marido, el Rey Comosu –sentenció la Reina.
De pronto, un grito surgió de entre los árboles. Una figura se acercó trastabillando hacia el pequeño grupo: se trataba de Sir Finnegan, cuya frente sudorosa y respiración agitada denotaba una extraña urgencia en un personaje tan tranquilo.
–¡Mi reina! –chilló con un timbre ridículamente agudo– ¡Las brujas! ¡Ellas….!
En el mismo instante, unas macabras risotadas sonaron por todo el claro, disipando el último rayo de luz que se retiró junto al sol detrás de las Montañas Rocosas. Una espesa neblina empezó a surgir de la nada y envolvió la arboleda como una pesada mortaja. Las sombras de los árboles parecieron convertirse en gigantes despiadados, provocando que todos los guardias se girasen desesperadamente hacia la reina en busca de apoyo y seguridad.
Más la reina tenía otras preocupaciones en mente que la seguridad de su pueblo, ya que enfrente suya, entre las raíces nudosas de los arboles, la niebla empezó a tomar la forma cruel y despiadada de Aurobinda y Defendra, escoltadas por Kálaba, que ostentaba una pequeña sonrisa de suficiencia.
– Vaya, qué inocente e inusitado encuentro. Somos muy afortunadas, hermana – dijo sonriendo Aurobinda.
– Ah…esto es mejor que en mis sueños, hermana. Y eso que mis sueños ya son fantásticos – le respondió relamiéndose Defendra.
– ¿A quién pensáis que vais a amedrentar con esa entrada triunfal? Hace falta mucho más para impresionar a una auténtica Hija de la Tierra – dijo Dorna, tensando la mandíbula. A su alrededor, los guardias empuñaron temblorosamente sus armas, apuntando a las Brujas sin mucha convicción.
– Querida, nos conocemos desde hace tanto tiempo ya… – dijo maliciosamente Kálaba-. Hemos oído que últimamente estás hablando con mucha gente problemática. Pero eso no es lo que nos atañe ahora mismo; sólo hemos venido a felicitarte por tu hijo aún no nacido. Yo he traído a muchos a este mundo, y créeme, es toda una experiencia.
– ¡Y queríamos dar un regalo! Por el bien de la monarquía de Calamburia. Tengo entendido que es una nueva pieza clave en la estabilidad del Reino. Sería una pena que le ocurriese algo – dijo con voz peligrosa Aurobinda.
– ¿A qué sabrán los sueños de esa criatura? Quiero devorarlos – aportó Defendra con voz distraída.
– ¡Mi señora, no se deje engañar! Han dispersado a todos los campeones que se iban a reunir hoy en nuestra reunión secreta. ¡Sólo quedo yo! Iban a desterrarme al Titán sabe dónde, pero Drawest se interpuso y me salvó. ¡Pero ahora está muerto! ¡Por mi culpa! ¡Soy una vergüenza de caballero, mis gestas nunca serán recordadas! – lloró Finnegan mientras se agarraba al dobladillo de la capa de Dorna.
Las brujas se echaron a reír mientras los guardias cargaban contra ellas, pero los iban apartando con simples movimientos de las palmas de las manos. Los pobres mortales volaban por los aires como muñecos, estampándose contra los árboles.
– Ya no existen los modales. ¡Si sólo queremos dar un regalo! – gritó Kálaba mientras iba acortando distancias con Dorna.
– Oh oh…esto no es nada bueno – gimió Finnegan.
Dorna miró a su alrededor pero entendió que no iba a recibir ayuda de aquel joven petimetre. Apretando fuerte los dientes, tiró de su collar de piedras y amuletos y se lo arrancó del cuello. Acto seguido, se rajó la palma de la mano con una de esas piedras y froto vigorosamente el collar entre ambas palmas, empapándolo todo con sangre.
– Una Salvaje jamás está indefensa. La tierra, el cuerpo del Titán, siempre me protege. Corugan me entregó este amuleto para casos de emergencia. ¡Sufrid la ira de los salvajes!
De un fluido movimiento, Dorna aplastó el collar contra el suelo con la palma de su mano. Al impactar, el suelo empezó a temblar y las piedras del claro fueron arrancadas del suelo con una fuerza invisible e implacable. Emergían de la tierra con pequeñas explosiones de polvo y musgo, girando las unas sobre otras hasta formar una figura vagamente humanoide de varios metros de alto. La criatura no tenía cara, pero de alguna manera se giró encarando a sus enemigas.
Unos tímidos vítores emergieron entre los guardias supervivientes ante la aparición de un guardián de piedra. Kálaba retrocedió unos pasos, inclinando la cabeza hacia arriba y calculando fríamente sus posibilidades.
– Ah, pelea de mascotas. Siempre he preferido ver a otros pelear por mí. ¡Me recuerda a los campeonatos de nuestros tiempos mozos, en la torre de Scuchaín! Acércate, hermana – dijo Aurobinda dando una palmada de entusiasmo.
– ¿Pero no usaremos las mismas mascotas que en esa época verdad? – dijo Defendra con un brillo ávido en los ojos -. Quiero llamar al amiguito que nos hicimos en aquella dimensión cuando estuvimos atrapadas.
Aurobinda asintió con la cabeza y ambas se agarraron de las manos y comenzaron a salmodiar en una lengua maldita. El aire a su alrededor osciló como si la temperatura hubiese aumentado drásticamente. Una especie de nube oscura empezó a surgir de las bocas de ambas brujas, dando vueltas sobre sí, expandiéndose y ensanchándose hacia el firmamento como un horrible humo corrosivo. Se fue definiendo hasta tomar la forma de un repulsivo lagarto con correosas alas descomunales. La criatura cayó pesadamente, hundiendo sus garras en la tierra y saboreando el aire con rápidos movimientos de su bífida lengua. Sus malignos ojos negros se fijaron en su pétreo contrincante y ambos cargaron el uno contra el otro mientras Defendra aplaudía alegremente.
El choque fue brutal y dejó a ambas criaturas enzarzadas en un dantesco abrazo. La criatura alada trataba de empujar con todas sus fuerzas, batiendo sus alas correosas para derribar a su oponente, pero era como tratar de empujar una montaña. El guardián levantó un brazo y encajó un descomunal puñetazo contra la cabeza de la criatura, lanzándola contra el suelo. El lagarto escamoso cayó pesadamente pero se revolvió con una rapidez espeluznante y escupió un chorro de ácido que destrozó uno de los hombros del guardián. Acto seguido, ambas criaturas volvieron a atacar, ajenas ya a sus dueños, a la Arboleda o cualquiera que se interpusiese en su camino.
Dorna sacó los dientes y miró amenazadora a Kálaba, empuñando su cayado. La Zíngara entrecerró los ojos, viendo que no iba a contar con la ayuda de las brujas para esto.
Sir Fineggan miraba nerviosamente a su alrededor, pensando en qué es lo que haría un verdadero caballero en una situación como esta y dijo susurrando:
–Que alguien me ayude…