– ¡Que fluya la bebida! Quitaos esas aparatosas prendas, ¡liberaos del yugo del decoro! ¡Sentíos libres y desatad vuestras pasiones más osadas!
Anabella la Puritana navegaba como un elegante navío por entre un mar de cuerpos ebrios de lujuria y vino. Al pasar, acariciaba carnes desnudas y tocaba melenas con la punta de sus dedos, dejando, a su vez, que otras manos recorriesen su cuerpo con deseo y reverencia. Por el rabillo del ojo, vio cómo su hermana Beatrice se aseguraba que las famosas Fiestas de las Cortesanas fuesen un evento memorable para los participantes, con un entusiasmo que excedía la simple profesionalidad.
Digamos una cosa de las Cortesanas: sentían pasión por su trabajo.
Anabella terminó de cruzar la habitación y atravesó un suave cortinaje que daba paso a un coqueto reservado. Allí, en una especie de pequeño altar, rodeado de gasas y sedas rojas, descansaba el pequeño medallón que la Cortesana solía llevar en el escote. Zarcillos de humo casi invisibles, provenientes de la ajetreada habitación contigua, eran atraídos hacia el pequeño espejo, atravesando su superficie y girando arremolinados al otro lado.
Como tantas otras veces, Anabella dudó antes de tocar el espejo. Sabía que era muy posible que volviese a tener una visión de una de las almas de su interior. Y como tantas otras veces, inspirando hondo, lo agarró con fuerza.
Un intenso olor a humo llenaba la habitación. Se trataba de una tienda de campaña con una hoguera en el medio, que proyectaba danzantes sombras por todas las esquinas. En una de ellas, una mujer se encontraba tendida entre pesadas pieles, mientras otras mujeres se afanaban a su alrededor con paños calientes y cubos de agua.
– ¡Maldito sea el Titán! ¡Que cese este dolor! – chillaba la mujer, retorciéndose- ¡Matadme si queréis, pero acabad con este sufrimiento!
El pequeño grupo de mujeres liderado por Kálaba, prosiguió con su rutina de reemplazar paños calientes, como si nada extraño estuviese ocurriendo. Una oscura figura entró en la tienda.
– ¡Basta ya, mujer! Estás despertando a todo el campamento. ¡Sólo es un parto!
– ¿Solo un parto? Que el Inframundo te lleve, Arnaldo. Si un hombre tuviese que sufrir una décima parte de lo que pasa una mujer cada día, ¡estaría lloriqueando en el suelo sin moverse!
– Pero al menos lo haría sin chillar como un cerdo en el matadero. ¡Eres una zíngara! Actúa como tal, y supera el dolor – sentenció el Patriarca, mientras se sentaba en un taburete frente a ella.
– Di todo lo que quieras, pero esto es culpa tuya, Arnaldo. ¡Tuya! No tengo que parir solo a una, no. ¡Son mellizas!
Arnaldo sacó con parsimonia una larga pipa de sus oscuros ropajes y la encendió chasqueando los dedos. Después de una serie de cortas caladas, inspiró fuertemente y exhaló todo el humo sobre la mujer.
– Me perteneces. A cambio de juventud, de magia, de poder, sacrificaste muchas cosas. Ha llegado el momento de pagar, así que no oses recriminarme nada.
– Yo seduje al “pasivo” Rey Rodrigo por ti. Me volví su amante sólo por ti. ¡Mírame ahora! Mi cuerpo está al límite de sus fuerzas, probablemente ni sobreviva al parto. ¡Yo te maldigo, Arnaldo!
– ¡¿Osas maldecirme?! – la figura de Arnaldo se agrandó hasta ocupar la tienda en su totalidad. Ante la luz de la hoguera, las sombras se movían descontroladas, haciendo que el aterrorizado grupo de mujeres se amontonasen en una esquina mientras Kálaba ponía los brazos en jarras-. ¿Estás maldiciéndome a mí, el dador de todos tus dones? ¡Tú no hiciste nada! Sólo seguiste mis órdenes, tal y como te exigí que hicieses. Quizás has malinterpretado mi amabilidad, pero nunca has sido más que un peón. Uno de tantos. Ahora las que me interesan son las hijas del Rey Rodrigo. Petequia, la mayor, me parece demasiado recta, pero la hija pequeña, la tal Urraca, es muy prometedora. Ha llegado el momento de ir colocando nuevos peones en el tablero y deshacerse de los que me resultan inservibles.
La mujer le devolvió la mirada con los ojos desorbitados, intentando articular palabra. Justo cuando parecía que iba a romper a hablar, un terrible dolor le hizo arquear su espalda. Arnaldo volvió a sentarse, con su sombra, ahora inofensiva, proyectada en la pared. El pequeño grupo de mujeres volvió a afanarse alrededor de su figura, aunque con semblante preocupado.
Las cortinas de la tienda se apartaron para dar paso a un joven de andares nerviosos, que miraba hacia aquel batiburrillo de actividad con gesto preocupado.
– Arnaldo…el parto… ¿Va bien? He oído muchos gritos fuera y debo decir que me dan un poco de miedo. El milagro de la vida es una magia que no alcanzo a comprender.
– No te preocupes, Alfrid. Se trata de una magia antigua que no necesita ser entendida – le dijo con voz súbitamente paternal, palmeando su hombro con afecto- ¿Lograste completar el hechizo? ¿Están los porta-espejos listos?
– Sí, por supuesto. Ha sido todo un reto realizar el encantamiento, pero hice unas ligeras modificaciones en tu hechizo y todo fue mucho más sencillo – dijo con orgullo, mientras sacaba los dos objetos de su túnica–. Aunque me sigue preocupando el hecho de que sirva para capturar almas, podríamos haber usado otro tipo de energías…
Los ojos de Arnaldo repasaron velozmente los pequeños artefactos. Eran perfectos. Él jamás podría haber llegado a semejante nivel de perfección. Mojándose los labios, dirigió la más falsa de sus sonrisas al que sería el futuro Archimago y -tras una serie de trágicos sucesos-, su verdugo.
– Has aprendido… sorprendentemente rápido. No sé si me quedará mucho que enseñarte -dijo sibilinamente – Quizás deberíamos replantearnos tu entrenamiento…
Fue interrumpido por un grito desgarrador que podría haber levantado a muertos de sus tumbas, el último que proferiría jamás. Y tras unos segundos de silencio, dos fuertes llantos, cantando al unísono. Sin darse la vuelta, el Patriarca observó cómo un largo zarcillo de humo gris translúcido era atraído por los espejos hasta introducirse dentro, haciendo brillar la gema roja engarzada en su cubierta.
– Sí…-susurró Arnaldo- Sirvientes con vida eterna. Alimentados por las almas de los débiles, y con sangre real para gobernar para toda la eternidad.
Se giró hacia Alfrid, el cuál, ajeno a los porta-espejos, se había precipitado en brindar ayuda a la mujer, sin saber que era inútil. Era demasiado blando. Nunca sería un buen zíngaro. Era hora de seguir deshaciéndose de peones…
Anabella asió con fuerza el espejo y lo colocó entre sus pechos. Su cuerpo ganó en tonicidad, sus mejillas recobraron el color y su pelo brilló con fuerza. Sus ojos se pusieron en blanco, estremeciéndose de placer, mientras pedazos de almas seguían dando vueltas sin control en su interior, gritando de angustia para toda la eternidad.
Descendiente del más noble de los linajes. Hija de zíngaros y brujos. Poseedora de una vida eterna y de un porvenir sangriento y brillante en lo alto del Trono de Ámbar. Una Diosa del Placer en la tierra.
Pero Anabella no tenía prisa: pensaba disfrutar del camino, oh si, de disfrutarlo como el Titán manda. Y dando un paso, con los andares de una reina, volvió a introducirse en la fiesta en la que sus súbditos daban rienda a todos sus placeres.