El sol del mediodía cubría de sombras las callejuelas de Instántalor. Los carteles de comercios y tabernas crujían levemente, mecidos por el viento, llenando el fantasmagórico silencio de las calles.
Pero a lo lejos, un potente murmullo de fondo rebotó por entre los adoquines de la ciudad, atrayendo a los pocos despistados hacia la Plaza del Titán.
Rodeada por imponentes edificios -los más ricos de la urbe-, la plaza formaba una extensión de cientos de metros. Allí se encontraban todos los habitantes de Instántalor. Celebraban el Festival de la Cosecha, una fecha señalada en el calendario Calamburiano, en la que los hortelanos del Reino acudían a la capital para mostrar orgullosos sus más espectaculares hortalizas. En tiempos normales de paz, se trataba de una fiesta que llenaba los corazones de alegría, dado que se brindaba con abundante cerveza de patata, el brebaje secreto de los hortelanos.
Mas no eran tiempos de paz para el Reino de Calamburia, sino oscuros y malditos. Mientras, la Reina Dorna -último baluarte de la monarquía Calamburiana- se abrochaba su capa de ceremonias con cara pensativa. Asomada al balcón del palacete real, empezó a acumular fuerzas para la prueba que le deparaba el destino. Un ambiente tenso rodeaba toda la plaza, y a pesar de músicos, saltimbanquis, juglares y puestos ambulantes, el pueblo no estaba de humor para disfrutar. La Maldición de las Brujas había arruinado todas las cosechas, y los hortelanos habían acudido en masa, no a enorgullecerse de sus creaciones, sino buscando una reparación ante los Reyes.
– ¡Pueblo de Calamburia! – gritó la Reina desde lo alto de las gradas reales nada más llegar a ellas, un espacio reservado a la corte del Palacio de Ámbar-Es en estos momentos de oscuras maldiciones en los que debemos permanecer unidos. No podemos permitir que las Brujas nos separen. ¡Disfrutad de las fiestas y transmitamos nuestra energía a la tierra de nuestro señor el Titán!
Murmullos iracundos recorrieron la plaza, mientras los hortelanos se miraban de reojo. Una de ellos tomó la delantera, y mirando hacia arriba, se encaró hacia su monarca. Se trataba de Rosi Sacapán, que la encaró con un ceño muy fruncido, al tiempo que mostraba una patata raquítica.
– ¡Mire usté, mi reina! ¡Mire cómo están nuestras patatas! ¡No nos queda nada! Las Brujas han arruinado todas las cosechas, ¿y que nos ofrece a cambio? ¡Palabras complicadas, pero sin sustancia! Y además, ¡no encuentro a mi Griffo!
– Debemos seguir luchando para acumular más energía y despertar a nuestro Dios. Es la única manera de conseguirlo – contestó solemne Dorna.
– ¡Bah! Eso no está sirviendo de nada. Me niego a participar en vuestras peleillas de mequetrefes. Nos estáis timando, ricachones. ¡Queréis que sigamos peleando en la Arboleda para que no pensemos en lo que está pasando! Yo lo sé, que soy mu listo. ¿Dónde está el Rey Comosu, eh?
Los murmullos enfurecidos se convirtieron en gritos y exigencias. La palabra “Comosu” se extendió como la pólvora, recordando a todos los Calamburianos que llevaban meses sin ver a su Rey.
– ¡El Rey está desaparecido!- trató de gritar Dorna por encima del bullicio -¡Tengo a mis mejores rastreadores buscándolo!
– ¡Todo ha ido mal desde que llegaron los Salvajes! – gritó una voz.
– ¡Sí! ¿Qué habéis hecho con nuestro rey? – se unió otra
– ¡Seguro que todo es obra de su compañero, el chamán! ¡Es un golpe de estado! – apuntilló una tercera.
– ¡No nos podemos fiar de ellos! ¡No son de aquí! ¿Dónde está el Rey Rodrigo?
Los gritos se volvieron tumulto. “¡Fuera Salvajes!”, se escuchaba y, al poco, un torrente de hortalizas raquíticas fue arrojado sobre la corte de Calamburia. La guardia del Rey avanzó hasta tomar posiciones defensivas. Por entre los callejones apareció un contingente de Salvajes dispuestos a disolver la multitud por la fuerza.
El destino de Calamburia estaba a punto de romperse; la Maldición de las Brujas iba a lograr su objetivo: dividir a todo el Reino y hundirlo en el Caos y la anarquía.
Entonces una fanfarria resonó por todo el lugar, acallando gritos e insultos, obligando a cada una de las cabezas a girarse y mirar hacia la calle principal. Se trataba de una pequeña comitiva, en la que numerosas trompetas precedían un recargado carruaje. Por instinto, la muchedumbre se fue abriendo, presa de una súbita curiosidad al reconocer los símbolos del blasón, hasta que el carruaje se detuvo a los pies de la Grada Real.
Un silencio tenso e incómodo recorrió la plaza. En cualquier momento, la violencia podía volver a estallar, como un peligroso volcán latente. Con suma parsimonia, el conductor del carruaje se bajó y abrió la puerta del vehículo. Con cuidado e infinita elegancia, una figura bajó con gracilidad, apoyándose en el conductor, el cual se había agachado hasta tal punto que su frente casi rozaba el suelo.
La figura, una amable anciana vestida con lujosos ropajes, miró a su alrededor con una afable sonrisa. Tras unos segundos empezó a hablar con una voz que, a pesar de su edad, resonó por toda la plaza con la confianza de alguien cuyas órdenes siempre son obedecidas.
– Vaya, vaya. Me ausento un tiempo y mira el lío que casi se monta. Eso no está bien, no, no no.
La figura empezó a ascender por las escaleras lenta y delicadamente. A su paso, saludaba a alguno de los nobles con la cabeza, e incluso les dedicaba otra de sus maternales sonrisas. El desconcierto se extendió por entre los asistentes frente tan curioso espectáculo: aunque no pudiesen creerlo, se trataba de la Reina Madre, quien todos creían recluida, alejada para siempre de los asuntos mundanos.
En medio del silencio, Sancha III, madre de Urraca y Petequia, se colocó junto a Dorna, agarrándose con naturalidad a su brazo. Tras mostrar otra sonrisa que rezumaba amabilidad, se dirigió hacia el pueblo de Calamburia.
– ¡Calamburianos! Son tiempos aciagos para nuestra tierra, sí. Pero no temáis por vuestro destino: ante los tiempos de crisis, el noble linaje de los Sancha siempre ha acudido para defender a los suyos. Y mientras yo respire, no voy a dejar que esas Brujas se salgan con la suya. Además, no hay que perder la esperanza, ya que la Reina Dorna lleva en su interior al heredero del Rey Comosu, y con él, el favor del Titán. ¿No es cierto, querida?
Toda la plaza contuvo la respiración de pura sorpresa. ¿Un heredero? ¿Acaso había una ligera esperanza de que todo continuase como siempre?
Dorna respondió con gesto torvo a su abuela política. La amable ancianita le devolvió una mirada de acero que brillaba como un fuego encendido, junto a una medio sonrisa que bien podría haber sido de desprecio.
– Sí. Podría ser cierto lo que dices. Ya llevo dos lunas sangrientas de retraso. Lo que no sé es cómo te has podido enterar- dijo entrecerrando los ojos.
-¡Ah, querida! Una abuela cariñosa lo sabe todo sobre sus pequeños. Y de ahora en adelante, voy a encargarme de esta familia… personalmente- sentenció bajando la voz hasta un sibilino susurro.
Acto seguido la obligó a dar un paso hacia delante, asiéndola firmemente por el brazo, y se dirigió al aturdido pueblo de Calamburia:
-¡Es hora de apartar nuestras rencillas y apoyarnos los unos a los otros! Aguantad, nobles calamburianos, y no os preocupéis: los monarcas de este pueblo siguen siendo fuertes, y os guiaremos hacia un dorado amanecer que nos sacará de esta Maldición.
Tras un breve silencio, poco a poco, empezaron a sonar vítores aquí y allá, hasta que fueron contagiándose a toda la turba. La Reina Madre era un símbolo de estabilidad, un recuerdo de gloriosos tiempos llenos de paz, al que se agarraron con desesperación los testigos de la plaza.
Sólo Dorna sabía el precio que iban a pagar por esta mano salvadora, lo notaba en su brazo: la presa fría y brutal de una garra que sólo buscaba la ambición y el poder.