193 – LA CANCIÓN CONDENADA

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LA CANCIÓN CONDENADA

Miedo. Era lo único que se sentía al adentrarse en los calabozos de Tilaria von Vondra: muchos entraban y pocos conseguían salir. Hasta al avezado Capitán Hernand Delohan Colby —capitán de los hombres de la reina— le recorría un escalofrío al cruzar el umbral del portón. Aunque esta vez era distinto. Normalmente solía arrestar a ladrones y asesinos, pero esta vez traía a dos viejos trovadores. ¿Qué delito habrían cometido?

—Aquí están los fugitivos, capitán —dijo Pierre Leblanc, uno de los más valientes y veteranos hombres del rey.

—¿Te ha visto alguien? —susurró Hernand mientras tomaba a los prisioneros bajo su custodia.

—No, capitán, pero ¿ a qué viene tanto secretismo? Algo me dice que no estamos obrando de forma honorable. Esta pobre gente no ha hecho nada malo. Además, hoy es el cumpleaños de los infantes, ¿no se les podría conceder un indulto? —preguntó Pierre.

—No nos pagan por pensar ni sugerir, solo por obedecer a los Reyes de Calamburia, la estirpe familiar de los Rodrigo —respondió Hernand.

—Ella no es una Rodrigo —murmuró Pierre con un tono de desdén.

—No seas insolente —le reprendió Hernand—. Haz tu trabajo y mantén la boca cerrada. Aquí tienes la recompensa acordada. Recuerda no compartir esto con nadie y estaré en deuda contigo en el futuro.

Pierre asintió, entregó a los presos y un bolsón que contenía los instrumentos de los músicos. Luego, tomando la bolsa de monedas, se marchó recordando sus tiempos felices cuando marchaba a combate con el antiguo escuadrón de los Hombres del Rey, junto a su amigo Valiant, demostrando su lealtad al desaparecido Rodrigo V.

Cargados de grilletes y guiados por Hernand, Artemis y Olazir recorrían con pavor los malolientes pasillos de la cárcel. Era un oscuro y frío sótano lleno de sangre, humedad y ratas. Los aullidos de los torturados competían con los chillidos de los roedores que buscaban comida. Siguieron caminando unos minutos más por el pasillo, giraron a la derecha y llegaron a una gran sala en la que solo se podía distinguir una figura femenina ataviada con un elegante vestido y una misteriosa capa.

—Muchas gracias, Hernand —dijo la misteriosa mujer—. Puedes retirarte, ya me encargo yo de ellos.

—Majestad —se despidió el capitán con una reverencia.

La mujer se quitó la capucha, dejando ver su delicada faz y su castaña melena. Era Melindres, la mismísima reina de Calamburia. Los dos presos se echaron al suelo temblando, pues todos sabían que la reina era tan bella como sanguinaria. Melindres estaba esa mañana especialmente embravecida, pues sus hermanas acababan de partir hacia el desierto de Al-Yavist no sin antes dejarle la preocupación por una profecía zíngara que no auguraba nada bueno a su familia.

—Veo que os habéis estado divirtiendo mucho en los últimos tiempos —señaló mientras ellos negaban con la cabeza—. No me mintáis. Sabéis que lo sé todo. No es ningún secreto que os divierte cantar sobre mí y mi difunto marido, lleváis haciéndolo desde que era niña. No me miréis así, me da igual lo que digan de mí, ya lo sabéis; pero ¡no permito que absolutamente nadie se ría de mis hijos! ¡Mis angelitos!

—Piedad, mi señora —suplicó Olazir mientras intentaba alcanzar el arpa que le habían requisado—. Sabía que, si la conseguía, gracias a la magia del instrumneto, podrían escaparse distrayendo a la reina.

—Dejadnos volver a palacio, hemos servido allí desde tiempos de Rodrigo VI, Comosu. La conocimos de niña cuando su madre intentó casarla con el rey —agregó Artemis desesperado.

—¡Encima hurgan en la herida! —exclamó Melindres con voz temblorosa de ira—. ¿Heridas? Vosotros no conocéis el verdadero dolor. El Titán tenía otros planes pensados para mí. Sólo tuve que esperar unos años a que ese desgraciado y cruel rey tuviera un hijo con el que pudiera desposarme.

—Mi reina, os lo suplico, mostrad misericordia —intervino Artemis tratando de captar la atención de Melindres. No pretendíamos ofenderos, nuestras canciones son solo historias, no representan la realidad. Vos sabéis bien que la música es nuestro sustento, nuestra forma de vida. No somos más que humildes trovadores.

—Silencio —interrumpió Melindres alzando una mano para imponer orden—. ¿Pensabais que os podríais escapar de mí? Aunque no estemos en palacio, os daré vuestro justo castigo. A mi difunto esposo le teníais camelado con vuestra magia musical, pero yo no soy tan fácil seducir.

—Por favor, majestad, perdonad nuestra insensatez —insistió Artemis con lágrimas en los ojos—. No queríamos burlarnos de vos ni de vuestra familia. Solo queremos seguir cantando, seguir viviendo.

—¿Seguir viviendo? —Melindres se rió fríamente—. Comprobemos si merecéis esa oportunidad. Veamos dónde está el arte.

“Ella es la niña caprichosa,
niña de mamá,
hija de la reina.
La que engaña a sus mellizos
para que ellos hagan
y ella quede ilesa.
De hermanos un salvaje iracundo,
y cabeza confusa
rey en ciernes.
El que por falta de su mente
no tiene ni un nombre corriente.

Artemis, en un desesperado intento, consiguió estirar un pie y abrir la bolsa donde estaban los instrumentos. Con un movimiento sutil, empujó la bolsa hacia Olazir, quien intentaba desesperadamente hacerse con el arpa.

Ay mi reina qué desgracia
que mala aristocracia;
Vaya futuro le espera
a un reino que está en guerra.
Vamos a Isla Kalzaria
con la que sabe reinar.
Rey Doddy, el heredero
¡que te arregle el relojero!

Conseguir la corona fue duro
difícil será
conseguir no perderla.
Con tanto heredero acechando,
afilando cuchillos,
queriendo poseerla.
Traiciones, reclamos y dudas
destierros y guerras
¡Qué vida esta!
¡Que el Titán nos escuche y asista
que acabe por fin con toda esta gesta!”

Olazir, con el corazón en la garganta, consiguió finalmente alcanzar el arpa justo cuando Melindres terminaba el poema. Sin embargo, la reina fue más rápida. Con una barra metálica en mano, golpeó la mano de Olazir, rompiéndole los dedos en un crujido seco que resonó en la sala. El arpa cayó al suelo, las cuerdas rotas produjeron una siniestra melodía en el aire enrarecido de la mazmorra.

Melindres dejó el pergamino en una mesa y, con una mirada de desprecio, se lamentó:

—Mis angelitos, mis pobres angelitos…

Muy lejos de los gritos y la podredumbre, los trillizos jugaban en el jardín del palacio de Lady Tilaria bajo la atenta mirada de su abuela y su tía abuela. El jardín, con sus altos cipreses y rosales en flor, era un oasis de paz para la familia real. Eran tres niños preciosos: esbeltos, algo pálidos, con ojos y cabello castaño. Se querían con un amor incondicional, pero su energía desbordante los llevaba a meterse en problemas constantemente. La reina, consciente de las múltiples amenazas que rodeaban a la corona, no permitía que estuviesen solos: demasiados enemigos deseaban usurpar el trono. No podía permitirse que sus hijos se escapasen y cayeran en manos equivocadas.

—¡Que no, que no quiero! —exclamó Zoraida, la menor de los tres—. ¡Siempre decides tú qué hacer!

—¡No es verdad! —respondió Sancho, el mediano, con una mezcla de frustración y desafío en su voz.

—Yo solo digo que no quiero nadar en el lago, que me mancho —declaró la niña con una astuta mirada que no auguraba nada bueno.

—Estoy de acueddo —apostilló el primogénito, al que llamaban Doddy por no poder pronunciar la erre.

—¡Encima nadáis muy lento! —añadió Zoraida engañando a sus hermanos con su tono inocente. De los tres, ella era la más astuta; siempre metía a sus hermanos en líos por los que solo ellos eran regañados, saliendo ella indemne.

—¡Soy mucho más rápido que tú! ¡Ya lo verás! —gritó Sancho cada vez más enfadado.

Los tres niños corrieron hacia el lago y se zambulleron en el agua cristalina. Empezaron a nadar, salpicarse y hacerse aguadillas los unos a los otros. Sancho y Zoraida salpicaban a Doddy, y él respondía haciéndole una aguadilla a su hermana, mientras que el mediano se distanciaba preparando su siguiente movimiento. Estuvieron así un buen rato, riendo y jugando, hasta que el mayor y la pequeña se aliaron contra el mediano. Le hicieron una aguadilla y Sancho, enfadado, comenzó a increparles.

Fue entonces cuando aparecieron Zora —la Reina Madre—, Lady Tilaria —su hermana— e Hilario —uno de los gemelos Colby, secretario de Tilaria y a la vez su cuñado— alertados por los aullidos del infante.

—Pero, ¿¡qué creéis que estáis haciendo?! —exclamó Zora enfadada intentando mostrarse con autoridad mientras los dos chicos se peleaban—. ¿A quién se le ha ocurrido la idea de meterse en el agua? ¡Salid de ahí ahora mismo, vais a enfermar! —los trillizos salieron del lago embarrados de pies a cabeza, sus risas apagadas por el regaño.

—Mi pobre niña, ¿cómo te han arrastrado esta vez a meterte ahí? ¡Estás completamente sucia! —dijo Tilaria con una mezcla de preocupación y desaprobación en su voz—. ¿Cómo habéis permitido que se metiese en el lago?

—¡Yo no quedía! —protestó Doddy refunfuñando.

—¡Cállate de una vez! —respondió Sancho empujando a su hermano.

—¡Ya basta! ¡Los dos! —gritó Zora— ¡Id ahora mismo a asearos! ¡Más os vale estar presentables para cuando venga vuestra madre!

—¡Hilario! Acompaña a los infantes a que se den un baño y cámbiales de ropa —ordenó Tilaria mientras Zora asentía con aprobación.

—Sí, mi señora —contestó Hilario inclinando la cabeza con respeto, y añadió—: Vamos, niños, es importante asearse bien. Esta noche es la celebración de vuestro dulce décimo cumpleaños, habrá confeti y magia. No habrá noche como esta. Vais a brillar como las estrellas que sois.

Cabizbajos, los tres niños se encaminaron al palacio para bañarse y cambiarse de ropa, mientras Zora y Tilaria volvían a sus quehaceres. Siempre habían disfrutado de su mutua compañía; mientras Zora conspiraba para conseguir el trono, Tilaria le ayudaba de buen grado y cuidaba de Melindres, su amada sobrina. La reina madre no dudaba en acudir a su hermana en caso de problemas y ahora temía por sus nietos.

—Los niños me van a volver loca, se pasan el día corriendo y peleando y arrastran a la pequeña Zoraida con ellos. ¡Así no vamos a conseguirle un marido y necesitamos la alianza! —se quejó Zora, su voz cargada de preocupación.

—Esa niña es igual que tú. La verdad es que Melindres escogió bien el nombre —respondió Tilaria con una sonrisa melancólica—. Hay que separarla de sus hermanos, igual podríamos buscarle algún tutor para que la vigile y eduque para ser una dama, mientras formamos a los niños en asuntos de estado.

—La verdad es que Zoraida no me preocupa tanto como Sancho. Ha heredado el carácter de su abuela salvaje y de mi propia hija. Normalmente es un niño dócil, pero en cuanto se enfada saca un carácter demoníaco.

—No creo que sea para tanto —declaró Tilaria—. Como dices, se parece a nuestra Melindres y ella es una reina capaz y astuta. Es cuestión de madurez.

—No estoy tan segura —dijo Zora, su voz bajando a un susurro—. Anoche mi hija vino a mis aposentos y me contó una profecía inquietante. Una zíngara exiliada predijo que uno de mis nietos no llegaría a la adultez y que moriría a manos de alguien de sangre real. Temo que Sancho, en uno de sus ataques de ira, pueda agredir a su hermano y lo mate. O incluso que Rodrigo se defienda tras el ataque y acabe matando al otro.

—Hermana, pero los niños también fueron bendecidos por las ancianas farerícas al nacer —recordó Tilaria intentando tranquilizar a su hermana—. El gran Rodrigo recibió de la fauna Tyria el don del amor por la tierra y lo que crece de ella. Nuestro impetuoso Sancho fue bendecido por el hada Melusina con una fuerza indomable y un carácter que nadie podría domeñar. Y la astuta Zoraida recibió de la unicornia Kyara la luz, el amor y la travesura, con la misión de velar siempre por la fortaleza y la unión de la familia. Estos dones pueden ser la clave para superar cualquier adversidad.

Las dos hermanas intercambiaron una mirada de complicidad y volvieron a quedarse en silencio. A lo lejos, podían ver a Melindres que se acercaba poco a poco con cara de satisfacción y unas pequeñas manchas de sangre en el bajo de la falda. Zora, viendo a su hija y sospechando que acababa de volver de divertirse, se levantó y se acercó a ella, acompañándola dentro. Bajo su dulce apariencia, la reina siempre había disfrutado del dolor ajeno: de pequeña se entretenía torturando hortelanos. No obstante, eso cambió el día del nacimiento de “sus angelitos”. En ese momento aprendió lo que era el amor incondicional y se juró a sí misma proteger a sus hijos por encima de todo.

Mientras madre e hija entraban en el palacio, en el jardín, se quedaba Tilaria bajo la luz del atardecer. Observaba a su hermana con una mezcla de envidia y alivio. Ella nunca había sido madre, solo madrastra de una joven llamada Katrina, hija de su difunto esposo y de su primera mujer. La relación con la joven nunca despertó en Tilaria el instinto maternal; nunca la quiso realmente. Al final, decidió enviar a la niña al monasterio cóncavo de clausura bajo el mando de Inocencio I. A veces, Tilaria echaba de menos la idea de ser madre, pero rápidamente se le pasaba cuando veía los problemas que Zora enfrentaba con sus nietos. La pena le duraba poco, tan efímera como la burbuja de un vino espumoso en la copa de una vizcondesa.