Epílogo: una alianza inesperada
En las profundidades de ese mundo olvidado que se encuentra bajo el nuestro, más allá de la comprensión de los mortales, se extendía el palacio del Inframundo. Las paredes, talladas en piedra oscura, relucían con un brillo siniestro, como si guardaran los secretos y lamentos de milenios de antigüedad. Las antorchas, que ardían con llamas espectrales, proyectaban sombras danzantes que parecían susurrar historias de reinos caídos. En el centro de este mundo, en el corazón del subsuelo que está más allá de los dominios de los mineros y los enanos, se encontraba la sala del trono de Évolet, Emperatriz del Inframundo. Era una estancia vasta, cuyos altos techos se perdían en una oscuridad impenetrable. Las columnas, esculpidas con escenas de conquistas y caídas, se alzaban como testigos silenciosos de la majestuosidad y el poder que allí residían. En ese lugar, donde la eternidad y el olvido danzaban en un abrazo perpetuo mezclándose con los aullidos de las almas de los condenados, todo se hallaba en una calma aparente; una calma que, en realidad, no lograba ocultar la palpable tensión .
En el centro de la estancia, el trono de Évolet, tallado en un material que parecía absorber la luz a su alrededor, se erguía imponente. La emperatriz, una figura de belleza inquietante, se hallaba sentada en él, su mirada perdida en pensamientos que ningún mortal podría comprender. Sus dedos repicaban contra el brazo del trono, un sonido que resonaba en la sala como un presagio de tormenta.
Flanqueando a su señora, se encontraban los Consejeros Umbríos, Érebos y Barastyr. Sus figuras, envueltas en túnicas de negro y grana parecían hechas de hilos de la noche misma, e imponían un respeto temeroso. Érebos, con sus ojos que parecían tragarse la luz, y Barastyr, cuya presencia era tan fría como la tumba, se mantenían inmóviles, sus rostros esculpidos en una expresión de preocupación. A pesar de su aspecto tétrico, en esta ocasión, una inquietud palpable emanaba de ellos, temiendo en silencio la cólera de su Emperatriz.
Justo detrás de Évolet, se encontraba Abraxas, el Alto Demonio, que había abandonado momentáneamente el báculo de la Emperatriz. Se hallaba en silencio tras el trono con sus imponentes ojos cerrados y la capucha ocultándole casi todo el rostro. Si no fuera porque los consejeros podían verle relamerse de vez en cuando, bien podrían pensar que estaba durmiendo. Él solía decir que, cuando se encontraba en ese estado, se estaba alimentando, pero todos en el inframundo sabían que los demonios no comían, pues tan solo se nutrían de la esencia del sufrimiento de las almas atormentadas. El resto de altos demonios del báculo de Evolet, también lo habían abandonado y ahora campaban a sus anchas por el Palacio y los alrededores atormentando a las ánimas de los condenados, cuando tenían ocasión.
—¡He sido humillada! —lanzó Évolet con toda su inquina—. Ese maldito Archimago me ha engatusado para que colaborara con él a fin de evitar el fin del mundo. ¿Y ahora qué? Tras todo nuestro esfuerzo volvemos al punto de inicio. Ellos viven sus felices vidas en la superficie y yo lamo mis heridas aquí por el resto de la eternidad.
—Mi señora tenebrosa —apuntó Érebos—, era un caso de fuerza mayor. Los canales mágicos no soportaron tanto vaivén.
—Érebos tiene razón —apostilló Barastyr—. Si no hubierais elegido colaborar, hubiéramos muerto todos. Y tampoco parece una alternativa muy halagüeña, ¿no es así?
—Pues eso es lo que quiero precisamente. ¡Alternativas! —espetó ella—. Necesito un plan para volver a atormentar a los de ahí arriba. Siento un vacío dentro que solo se llena si les veo sufrir.
En ese momento Abraxas abrió los ojos, alzó el rostro y habló con su voz profunda y cavernosa.
—Siento una presencia. El Traficante de Almas está aquí —dicho esto volvió a su estado de letargo anterior.
—¿Van Bakari aquí en el inframundo, tan lejos de su apestosa ciénaga? —preguntó incrédulo Barastyr.
—¿Y a estas horas de la noche? —añadió Érebos con suspicacia.
El zalamero Traficante de Almas entró el el salón del trono portando un oscuro orbe con él.
—¡Van Bakari! No recuerdo que se te haya concedido audiencia —espetó Évolet directa y contundente como el restallido de un látigo—. Como puedes ver, estoy ocupada. Además, no se me ha olvidado lo inútiles que fueron en la batalla los Elegidos de la Oscuridad que tú aportaste —añadió con una mezcla de sorna y reproche—. Lord William no resistió ni un asalto antes de perder literalmente la cabeza. Y ese Rodrigo el Resurrecto que te sacaste de la manga, fue todavía más inservible. Dime, ¿por qué esa obsesión tuya con seguir valiéndote de los muertos? Si los muertos están muertos, es por algo.
—Tenéis razón, poderosa Emperatriz del Inframundo. Mis redivivos fueron patéticos en batalla —dijo el traficante haciendo una forzada autoinculpación—. Soy más miserable que los zapatos de un vagabundo, aún diría más, soy más miserable que el felpudo con el que se limpia los zapatos el vagabundo. ¡Aún diría más! Soy más sucio y rastrero que el excremento de perro que pisaron los zapatos de…
—Está bien, maldito truhán, ya te has humillado lo suficiente —le cortó satisfecha—. Eso me congratula. Desembucha, qué nueva triquiñuela te has inventado. Si me convence, no te mataré —sentenció como si la decisión fuera algo tremendamente banal.
—Sois de un magnánimo… —dijo Van Bakari con cierta ironía.
—Vamos, tengo toda la eternidad, pero no pienso pasarla contigo —le apremió la Emperatriz.
—El caso es que he encontrado el modo de dar la vuelta a la tortilla. Es un plan que puede llevar tiempo, pero dudo que a alguien inmortal eso le importe demasiado.
—¡Al grano, traficante, me irritan los prolegómenos! —dijo volviendo a martillear el brazo del trono con los dedos.
—¡Majestad os propongo un matrimonio! —anunció con una sonrisa pletórica.
—¿Qué? ¿Cómo te atreves? —preguntó ella incrédula—. Maldito patán pretencioso, ¿qué te hace siquiera pensar que serías ni lo remotamente digno para…?
—No, no, su alteza de los infiernos, no me refería a mí —la detuvo antes de que fuera demasiado tarde—. Me refería a otra persona. Alguien de sangre real, con la sangre más noble posible. Alguien que os aporte la legitimidad que necesitáis.
—No necesito legitimidad. Soy la Emperatriz del Inframundo. ¡Lo conquistaré todo a sangre y fuego!
—No solo se trata de conquistar, majestad. Luego de conquistar, hay que gobernar —le susurró Érebos a modo de consejo.
—La legitimidad es uno de los mejores inventos de los mortales. Es lo que hace innecesario matar a todo el mundo, ¿entendéis? —añadió Barastyr en el mismo tono.
—Claro, si tengo la legitimidad, tendrán que obedecerme y temerme por derecho —reflexionó ella en voz alta—. Nadie me engatusará para que colabore con ellos y todos temblarán a mi paso. Además esos héroes, con su absurda fe en las coronas y los tronos, tendrán que rendirse ante mí —Évolet parecía estar paladeando ya su triunfo indiscutible.
—Eso es —convino Van Bakari solícito—. Y yo tengo la legitimidad que necesitáis en este sencillo pero elegante orbe.
Con un elegante movimiento, el traficante acarició el orbe y de él salió, como por arte de magia la regia efigie de Rodrigo IV, el Resurrecto.
—¿Por qué iba a interesarme este papanatas? —se quejó decepcionada la Emperatriz— No sabe luchar ni hacer magia.
—Pero soy rey. Por derecho. De toooda Calamburia —apuntó Rodrigo tratando de contener su ira— Mis herederos han obtenido la corona debido a mi ausencia, un asuntillo vinculado a mi muerte y demás.
—Pero el rey Rodrigo está vivo de nuevo —concluyó Van Bakari—, ¿sabéis lo que eso significa?
—Que vuelvo a ser el primero en la línea de sucesión —sentenció Rodrigo con una sonrisa seductora—. ¿Qué me decís Emperatriz?
Évolet meditó en silencio unos instantes tratando de digerir aquella información.
—¿Si me caso con este ser, podré conquistar el mundo? —preguntó aún algo reticente.
—Y no solo eso, Emperatriz —prosiguió Van Bakari haciendo su mejor papel de vendedor de elixires—. Si contrajerais nupcias con Rodrigo, vuestros vástagos dominarían el mundo entero para siempre y ¡por derecho!
—Hija, tendremos una hija, ya lo he decidido —dijo la emperatriz como si ya visualizara el futuro— Los niños no dan más que problemas.
—En tal caso, vuestra hija será la indiscutible Emperatriz de los Dos Mundos —resumió Van Bakari abriendo los brazos triunfante.
—El título me gusta y el plan es retorcido, rimbombante y requiere una enorme cadena de acontecimientos para llevarlo a cabo —observó sopesando el plan—. En definitiva, me gusta. Me entretendrá los próximos lustros. Pero déjame decirte algo, mi querido pelele real —añadió dirigiéndose a Rodrigo IV, su nuevo prometido.
—¿Sí, Emperatriz? —se aprestó él a preguntar solícito.
—Eres un pelele, serás un pelele y, si algún día pretendes dejar de serlo, morirás como un pelele. ¿Entiendes? —le advirtió Évolet en tono suave pero amenazante—. Solo vivirás aquí porque me sirves a mí, y tu forma de servirme será ser mi consorte, pero no olvides dónde está tu sitio.
—No lo olvidaré, poderosa emperatriz —convino Rodrigo haciendo una pomposa reverencia—. Me hacéis un gran honor y estoy satisfecho solo con saber que casándome con vos hago un servicio a vuestra causa.
—No solo a la suya —susurró Van Bakari para sus adentros mientras se frotaba las manos.