152 – LA SAVIA DE LA MISMA TIERRA

El origen de la patata común sigue siendo una gran incógnita. Desde su aparición, episodio que se pierde en la noche de los tiempos, la patata ha constituido —para sabios y legos— un enigma tan despreciado como insondable. Ningún erudito ha escrito nunca un tratado sobre ella en sus pergaminos, y ningún alquimista la ha barajado entre los posibles elementos que podrían terminar por componer la legendaria Piedra Filosofal. Pero la antigua y misteriosa patata, ha resistido impávida, esparciendo la vida por los campos de Calamburia con su siempre resignada, meridiana e insistente funcionalidad.

Miles de patatas crecen cada año en las fértiles vegas calamburianas. Estos tubérculos ricos en almidón han servido de alimento a grandes y pequeños, a pobres y a ricos, a reyes y a vagabundos, desde que el mundo es mundo. Algunos afirman jactanciosos que la patata es de natural cobarde, pues se pasa casi toda su vida con la cabeza debajo de la tierra; otros opinan que, por su natural inmundo, el tubérculo sencillamente disfruta revolcándose en la suciedad y que eso es lo que ata a patata y hortelano tan estrechamente al suelo de por vida. Sin embargo, los que conocen la verdadera naturaleza del Solanum tuberosum, saben que semejantes infundios no se acercan ni por asomo a la implacable realidad. La humilde patata es tímida, es prudente y, ante todo, la patata es fiel. Aunque se nieguen a admitirlo, de todos es conocido que, haga frío o calor, llueva, nieve o nos azote la más pertinaz de las sequías, su blanca carne almidonada surgirá y crecerá en las entrañas de la tierra para permitir, con su generosa inmolación diaria, que la vida siga su curso.

De todos es sabido que, tal y como rezan las sagradas escrituras, el mundo surgió a raíz de la Gran Caída del Titán. Los pobres hortelanos no lo afirman ni lo desmienten, pero corre entre algunos de ellos una leyenda tan ridícula como digna de la más tierna compasión. Parecen desafiar las cosmogonías oficiales afirmando que el universo surgió de un supuesto Tubérculo Primigenio. Debido a su exiguo léxico y su escasa formación en lógica y filosofía, esa supuesta patata que dio origen al mundo es conocida por ellos, simplemente, como la Gran Papa. Según estos pobres iluminados —lo cual resultaría divertido si no fuera tan ridículamente inconcebible— todos los seres vivos de la tierra provienen de esa misma patata originaria. Todo ello nos demuestra que esta raza, obviamente inferior al resto de las razas que —bajo el amparo del Todopoderoso Titán— pueblan Calamburia, nunca hubiera alcanzado, por sí misma, el estatus de civilización.

Sin embargo, incluso el más simple de los campesinos sabe que, uno entre cada millón de veces, las cosas no suceden tal y como dictan los astros o las profecías; que, en ocasiones, incluso el más humilde y pequeño de los vegetales puede estar llamado a hacer grandes proezas, incluso a despecho de su propia naturaleza.

Tras una larga mañana de recolección, por fin había acabado la vendimia. Fecu, ignorando las agujetas, se preparó una infusión de hierbabuena y se dispuso a realizar una de sus sesiones de lectura de los clásicos del pensamiento. Hoy tocaba releer la “Conquista de la Tierra” de Narciso Ambarino. Se trataba de una obra donde el célebre filósofo narraba las luchas que habían marcado la historia de Calamburia. Empezaba remontándose a aquella que se saldó con la práctica desaparición de los Hijos de Dragón y terminaba con la llamada Guerra de la Unión que terminó de aunar todo el territorio bajo el trono de Ámbar. Se sentó, puso el libro sobre sus rodillas y acarició su tapa de cuero curtido: era una obra a la que Fecu tenía un cariño especial.

Y es que Fecu Breen no era una hortelana cualquiera. Disfrutaba y se atormentaba a partes iguales devorando los libros de los que hizo acopio cuando vivía en la corte. Gran conocedora de la historia, si algo había aprendido de todos esos textos era que el devenir de las civilizaciones se podía resumir en un mero conflicto por el control de la tierra. Tenía gracia. Como hortelana sabía que había nacido de la tierra, que la labraría para otros hasta el anochecer de sus días y que, finalmente, acabaría por volver a ella. Bien pensado, en eso último no se diferenciaba mucho del resto de calamburianos, fueran simples plebeyos o incluso reyes. Eso le hizo pensar en su relación con Rodrigo IV.

El rey Rodrigo había sido justo con ella. Más justo que bueno, pues se limitó a agradecerle que ella le hubiera salvado la vida. Lo cierto es que el acto en sí no había sido una decisión heroica y mentiría si agregara a su narración tan impostada gallardía. Lo había hecho casi instintivamente, como lo hubiera hecho por cualquiera. Fue muchos años atrás, pero ese día estaba aún fresco en su memoria, porque fue el día que lo cambió todo en la vida de Fecu Breen.

Ella estaba arando la huerta, como de costumbre y, de repente, vio aparecer de entre los arbustos a un inmenso jabalí que corría como alma que lleva el diablo. No era la primera vez que esas bestias aparecían por la zona. Ni siquiera se molestó en huir. Sabía que eran animales apacibles cuando les dejabas en paz, aunque bastante peligrosos si se uno les buscaba las cosquillas. Además, ella tenía su azadón. Ninguna bestia salvaje se atrevería a acercarse mientras lo tuviera en sus callosas manos. Fecu sabía eso. Lo sabía incluso entonces cuando, en realidad, no sabía muchas cosas. Ese era el tiempo en que era una joven hortelana dócil y sin conciencia: una simple patata con brazos y piernas. Pero quizás en esa época de su vida, pensaba ahora con la perspectiva que solo da el tiempo, era feliz.

A los pocos instantes, como si fuera a la zaga de la bestia, el mismo arbusto fue atravesado por un jinete. No era un cazador cualquiera, eso saltaba a la vista. Sin duda se trataba de un hombre rico que montaba un imponente caballo de caza. Parecía perseguir al inmenso jabalí con la intención de darle muerte. A Fecu no le llamó la atención, por aquel entonces lo único capaz de llamarle la atención eran las nubes de lluvia tras una larga sequía. Aun así, levantó su mano en gesto de aviso cuando vio que el jinete se acercaba peligrosamente a la tierra recién arada. Era peligroso, eso también lo sabía. Los cascos de un caballo de caza no pueden caminar bien por la tierra batida. Puede incluso ocasionar que trastabille y se caiga. Aquel noble señor debió de entender otra cosa. Quizás pensó que la hortelana quería impedir que se malograra su siembra y decidió, desafiante, azuzar al equino para seguir persiguiendo a su presa. Fecu no había sembrado nada. Aún no era el momento. Solo quería evitar lo inevitable, pero no pudo. El caballo se quedó varado en la tierra de repente y el orgulloso jinete cayó rodando. No pareció hacerse demasiado daño, pues iba bien ataviado y, además, dio con sus nobles posaderas en la tierra blanda que, por suerte, amortiguó el golpe. Pero en la aparatosa caída, la jabalina se resbaló de su mano enguantada y fue a parar lejos de él. El enorme jabalí pareció verlo claro: había pasado en un instante de ser presa a ser cazador. La sed de venganza le inyectó los ojos en sangre y cargó contra el descabalgado jinete a toda velocidad. Fecu solo era una hortelana, pero había visto a algún que otro cazador ensartado por los afilados colmillos de un jabalí. Estaba cerca y sabía cómo iba a acabar esa historia. Sin embargo, en aquel momento decidió cambiar el curso de los acontecimientos. El azadón silbó cortando el aire, se clavó en la carne, y la sangre salpicó el rostro de su majestad. Así fue como el rey Rodrigo IV la acogió como pupila del palacio y declaró que, en adelante, gozaría de Inmunidad Real.

Vivió durante años en la corte, recibió educación de varios eruditos, con los que aprendió a leer y escribir. Le regalaron libros de historia y filosofía, y le enseñaron modales. Pero Fecu Breen no tardó mucho en darse cuenta de que ese no era su lugar. Un día, en la biblioteca del palacio, mientras leía por tercera vez “la Conquista de la Tierra” se decidió a volver a actuar; a volver a cambiar el curso de los acontecimientos. Agradeció al rey su deferencia y a los eruditos su instrucción y pidió la gracia de ser restaurada en sus anteriores funciones. Todos se extrañaron, pero, en el fondo, parecían respirar aliviados de perder de vista a aquella hortelana que, con su mera presencia, parecía desafiar el orden de las cosas. Abandonó esa vida de comodidades y regresó con los suyos con el secreto afán de abrirles los ojos. En su larga estancia en el palacio de Ámbar había llegado a entender la verdad. Ellos, los hortelanos, eran el sostén de Calamburia. Ellos eran la sangre que fluía por las venas del reino; los que se desvivía para dar, día a día, de comer al hambriento; ellos, los hortelanos y hortelanas, eran la savia misma de la tierra. Tras años de injusta esclavitud, había llegado el momento de liberarse.

Por supuesto no la escucharon. Hubo algunos de los suyos que insinuaron que se había comido una acelga en mal estado y que eso la había hecho diferente. La llamaban “rara”, pero lo hacían con tal desprecio que llegó a dolerle más que el peor de los insultos palaciegos. Eso era ahora: una vagabunda en tierra de nadie, un barco a la deriva entre dos aguas.

Salió a pasear su tristeza como cada tarde por la Vega del Grillo. Miró al cielo y vio volar a la cigüeña que venía de sur. Incomprensiblemente, su vuelo también parecía triste, lánguido… como si ni siquiera ese ser alado que era libre de cabalgar el viento a placer hubiera logrado la tan ansiada felicidad. Pensó que quizás hubiera volado demasiado alto, que quizás fuera el momento de labrar la libertad más cerca del suelo. Quizás fuera el momento de dejar de pensar en conquistar los cielos y comenzar conquistando la tierra que pisaban sus pies. Fue entonces cuando vio a aquel mocoso correr. Era un niño hortelano que corría descalzo y apresurado como si tuviera muy claro a dónde se dirigía. Por pura curiosidad, decidió seguirle, y el pequeño le guio sin saberlo hasta un claro. En su centro había una gran roca, un joven y corpulento hortelano, parecía hablar y gesticular en torno a una atónita concurrencia formada por niños llenos de polvo y suciedad. Era algo normal en los pequeños mocosos hortelanos. Quizás por su corta edad y su aún reciente salida del subsuelo, o quizás sencillamente por su baja ralea y escasa higiene. Pero lo importante era cómo esos pequeños retoños de la madre tierra admiraban al grandullón que hacía sorprendentes juegos de magia. Sacó un inmenso puerro de entre sus ropajes y lo mostró a su audiencia:

—Y ahora, ante vuestroz tiernoz ojitoz —anunció con convicción—, ezta tierna verdura ze convertirá en un temible dragón ezcupefuego. ¡Dracónicuz puerríficuz!

Lo lanzó y cayó al suelo. Se hizo el silencio. El hortelano chasqueó la lengua decepcionado, pero los niños siguieron mirando el puerro con atención, sin decir palabra. Fecu, en la distancia, hizo lo propio. Algo, al igual que a ellos, le impelía a creer tras años de desesperanza. Un segundo más tarde, el vegetal comenzó a moverse como por encantamiento. Empezó a agitarse espasmódicamente y, luego, comenzó a saltar al son de las palmas de los rapaces que reían y chillaban de júbilo.

Fecu contuvo la respiración cuando se percató de que, aunque se tratara de un hechizo muy básico, ese joven hortelano de pelo alborotado era capaz de usar la magia. Aquello desafiaba todas las crónicas oficiales e, incluso las propias leyes de la naturaleza que le habían sido enseñadas por sus eruditos maestros. ¡Un hortelano había sido agraciado con el poder de la magia arcana! Entonces no pudo sino sonreír y ser partícipe del regocijo que percibía en los ojos de los niños. Aquel corpulento hortelano de lengua de trapo era justamente lo que su causa necesitaba. Era una señal; había llegado la hora de volver a actuar. Esta vez, sin embargo, no lo haría sola. Y, ¿por qué no? Puede que esta vez fuera posible cambiar el orden de las cosas.

Y así fue como Fecu Breen conoció a Granfel, al que todos los niños de la aldea conocían como Puerroloco. Y así fue como Fecu, que siempre se había sentido una patata diferente, sintió, por vez primera, que no estaba sola en el mundo.

151 – LA DILIGENTE DISCRECIÓN

Kesia tomó el cubo lleno de agua y lo levantó del suelo. Lo hizo con esfuerzo y soltó un leve quejido al alzar el peso y colocárselo en la cabeza. Las mismas tareas cotidianas que durante años había hecho con facilidad, comenzaban ahora a suponerle un notable esfuerzo físico. Hacía un tiempo que cada uno de los quehaceres que llevaba a cabo en el templo parecían empeñados en recordarle a gritos que ya no era ninguna niña. Dentro de no muchos años, debería ceder el testigo. Así lo marcaba la tradición. No le gustaba pensar en ello, pero, en el fondo, sabía que era inevitable que, algún día, una nueva custodia —más joven y llena de energía— la sustituyera en su labor de asistir y servir a la Sacerdotisa. Tal era el destino de los Custodios del Templo: servir con diligente discreción y, más tarde o más temprano, marchitarse haciendo gala de esa misma discreción.

Pero ella se resistiría. Kesia sabía que no se podía luchar contra el paso del tiempo, pero llevaría sus labores hasta el mismo límite que marcaran sus fuerzas. Era la única manera de permanecer cerca de ella; de garantizarse que la seguiría viendo dormir, comer y sonreír. Y es que Naisha Denali, la todopoderosa Sacerdotisa del Templo, la gran Guardiana del Equilibro Elemental, era lo más parecido que Kesia Mishra había tenido jamás a una hija.

Vertió el agua en el caldero para calentarla y luego añadió dos leños más al fuego. Y, justo cuando empezó a rumiar sobre la necesidad de traer más leña, apareció él. Con su gesto sereno y su andar pausado, Kaju depositó el hatillo en el suelo. Hasta el momento en el que había oído el leve sonido de la madera contra el suelo, Kesia no se apercibió de la presencia del joven.

Al verlo colocar la nueva remesa de leña, pensó en el paso del tiempo y en cómo la cercanía respecto a las personas, a veces nos hace difícil percibir el cambio en las mismas. Observó a Kaju y se admiró —por primera vez en años— de cómo había crecido y hasta qué punto se había convertido en todo un hombre. Diligente y responsable; a la par que callado y taciturno. A todo el mundo le parecían cualidades encomiables para un buen Custodio del Templo, pero a Kesia le recordaban que, a diferencia de Naisha, el joven Kaju Dabán tendría una existencia inmerecidamente gris. Su actitud melancólica no hacía más que recordarle constantemente esa triste realidad. Suspiró y echó otro leño a la hoguera. El agua debía calentarse cuanto antes. Kesia Mishra escuchó la madera crepitar y su mirada se sintió atraída por el efecto hipnótico del fuego. La luz de la llama del hogar hizo que, a su mente, acudieran otras llamas. Llamas del pasado; llamas ya extintas.

Entre la luz anaranjada que se imprimía en sus pupilas, asaltó su mente de forma vívida su llegada a la aldea incendiada. El aire le traía el insoportable hedor de la carne calcinada y el humo se metía poco a poco en sus pulmones haciéndola toser. Penetró en el interior de la choza de la que parecía provenir la señal y, al retirar la cortina de pieles sintió cómo una ola de calor le abofeteaba el rostro. El techo de paja y las paredes ardían, y una viga de madera crujió viniéndose abajo. Nada de eso la detuvo. Seguía oyendo aquellas risas, las mismas risas que habían aparecido en sus sueños durante las últimas noches; las risas sinceras y abiertas de un bebé. Por eso estaba allí y por eso no podía marcharse, al menos no hasta cumplir su cometido. Solo era una novicia, pero los Elementos la habían elegido para cumplir una importante misión.

Al penetrar en la cabaña, se encontró con una imagen que nunca podría borrar de su mente: una recién nacida Naisha levitando sobre los restos de una cuna que el fuego casi había devorado. Al instante, supo que se encontraba ante aquella que lograría de nuevo el equilibrio elemental. Un inmenso poder emanaba de su cuerpecito de bebé y parecía protegerlo del calor de las llamas.

Sin embargo, Naisha no sonreía. Había en su rostro una expresión triste que, aunque contenida, escondía una profunda resignación. No había en ella felicidad alguna. La risa, sin embargo, seguía inundando la estancia; continuaba alzándose por encima del fuego. Miró a su alrededor entre las llamas que se extendían y vio una segunda cuna, milagrosamente intacta. Se acercó hasta ella y encontró un segundo bebé. Un bebé que, a pesar del incendio reía a pierna suelta poniendo el alma en cada carcajada. Kesia tomó al pequeño entre sus brazos. Esa risa la había guiado hasta allí, esa risa plena y sincera: abierta y sobrenatural.

Y así fue como Kaju Dabán entró en su vida. Y, paradójicamente, esa fue la última vez que le oyó reír. Llevó a los dos bebés al Templo de los Elementos. La niña fue proclamada Protectora de los Elemental, la reencarnación de la anterior sacerdotisa. Respecto al niño, pensó en entregarlo a cualquier hospicio, pero finalmente decidió llevarlo también con ella, pues tenía una fuerte corazonada sobre su destino. Para que fuera aceptado en el Templo, dijo a todos que se trataba del bebé de su difunta hermana. Nadie hijo demasiadas preguntas. Todos sabían que los bebés sin madre se convertirían, a medio plazo, en brazos que podrían servir en las tareas del Templo, algo que era cada vez más necesario ante la creciente falta de vocaciones.

Kaisa lo crio como si fuera su propio hijo y trató de procurarle tanto amor como el que le dio a la propia Naisha. Lo educó como Custodio enseñándole el valor de la abnegación y el servicio que ella misma había aprendido de sus superiores cuando era novicia. Para protegerle le dio un nombre falso: Kaju Dabán y le mantuvo en secreto su origen. Nunca le contó que, en realidad, era el hermano de la poderosa Sacerdotisa, ni tampoco las sorprendentes circunstancias en que los encontró. Le trató con cariño y llegó a amarlo como si de su propio vientre hubiera nacido. Y, sin embargo, nunca había llegado a verle realmente feliz. Nunca… excepto aquella vez. Fue durante una de las mayores amenazas que habían tenido que habría sufrido el equilibro elemental, cuando el taimado traficante de almas que se hacía llamar Van Bakari estuvo a punto de destruir el templo. Cuando Kaju y ella llegaron al Gran Salón de los Elementos, los redivivos habían sido rechazados y habían escapado de nuevo a refugiarse en la ciénaga a la que pertenecían, aunque no sin antes causar ciertos estragos en el propio templo. A Kesia se le heló la sangre cuando vio a su dulce niña, la Sacerdotisa de los Elementos yacía inconsciente en el suelo, con las piernas aprisionadas por una columna que se había desplomado. El guardián Nimai, llamado la Espada Insomne, y dos hermosas doncellas que, por su atuendo, parecían salidas de la mismísima Corte de Ámbar, trataban infructuosamente de retirar la inmensa mole de piedra que aprisionaba el cuerpo de la Sacerdotisa. Kesia se sumó a los esfuerzos poniendo todo su ahínco en ayudar a liberar a su pequeña Naisha antes de que fuera demasiado tarde. Kaju, sin embargo, se había quedado quieto, mirando la escena con todos los músculos de su cuerpo en máxima tensión. ¿Qué le ocurría? ¿Por qué no acudía en ayuda de aquellos que trataban de liberar a la Sacerdotisa?

En aquel mismo instante, se desató el milagro. Los ojos de Kaju Dabán se pusieron en blanco y un aura brillante le envolvió. A Kesia le pareció oír entonces, de nuevo, la risa abierta y sanadora del bebé que, años antes la había guiado hasta Naisha. De repente, una gran fuerza emanó del cuerpo de Kaju que se tensó aún más como sacudido por una corriente de energía de inconmensurable poder. El trozo de columna de desintegró ante los ojos atónitos de los presentes que, aún acostumbrados a los prodigios, no esperaban ni ese último fenómeno ni mucho menos su origen.

Una vez liberado el cuerpo de Naisha, Nimai se abalanzó sobre ella y la tomó en sus brazos. No respiraba y sus heridas en las piernas y el torso eran graves. Sin embargo, antes de que nadie el resto pudiera reaccionar, el cuerpo de Kaju se sacudió por segunda vez emitiendo una luz blanca y cegadora. Tras ese último espasmo, cayó al suelo desvaneciéndose víctima del sobresfuerzo. Kesia gritó su nombre y acudió en su ayuda. Las cortesanas que observaban atónitas la prodigiosa escena se miraron entre ellas constatando su mutuo estupor.

Al volver la vista sobre el cuerpo de Naisha, Nimai pudo ver con asombro que, como por encanto, la Sacerdotisa había recuperado el color de sus mejillas y sus heridas parecían haber sanado. Abrió los ojos y preguntó algo confusa: «¿Nimai, dónde estoy?».

Kesia logró reanimar a Kaju que tenía el cuerpo dolorido y parecía no recordar nada de lo sucedido. Luego hizo prometer a Nimai Kalu “La espada Insomne”, a Beatrice y Anabella que no hablarían con nadie de lo allí sucedido. Y así fue pues, por la naturaleza de sus profesiones, los protectores y las cortesanas, saben mejor que nadie mantener un secreto.

—Kesia —la llamó Kaju con su suave y discreta voz—, el agua ya hierbe.

Ella volvió en sí. ¿Cuánto tiempo había estado ausente?

—Cierto, gracias Kaju. Lo cierto es que hoy no se dónde tengo la cabeza. ¿Puedes acercarme las verduras?

—Oigo y obedezco —respondió Kaju Dabán utilizando el lema de los Custodios con su habitual y diligente discreción.

 

150 – PAREJA DE ASES

Dos hombres, frente a frente, disputaban una partida de cartas. A un ladodel verde tapete, había un joven de baja ralea y sombrero emplumado; al otro, un rechoncho burgués del barrio alto. Gran parte de los parroquianos de la taberna Dos Jarras se congregaban expectantes en torno a la mesa de juego. No lo hacían porque fuera aquella una partida especialmente trepidante, sino porque uno de los dos jugadores era un hombre aparentemente importante y visiblemente adinerado. Era un hecho inusual, pues la gente acomodada no solía frecuentar la bulliciosa taberna de Edmundo. Quizás por ello, los borrachines habituales disfrutaban al ver cómo, alguna vez, los rufianes del barrio lograban desplumar en el juego a la gente acaudalada.

Fuera como fuere, en aquellas raras ocasiones en que un hombre rico se dejaba caer por la taberna en noche de partida, el espectáculo estaba garantizado. Era por eso por lo que Edmundo —aún a regañadientes— seguía dejando celebrar, de vez en cuando, alguna que otra timba en su establecimiento. En ese mismo instante, se encontraba sirviendo una buena cantidad de cervezas solicitadas por los mirones. Sin dejar de despachar, escudriñó con la mirada al orondo burgués. El tabernero no le había visto nunca, y seguramente no volvería a verle. Así eran los ricos. Alguno visitaba la taberna de vez en cuando: se tomaba una cerveza, echaba una partidita y se acababa yendo con gesto de sobreactuada indignación. Edmundo se preguntaba a menudo si la culpa la tendría su cerveza, la ruidosa e irreverente concurrencia o la consabida falta de habilidad de la gente adinerada para jugar a las cartas. En cualquier caso, le traía sin cuidado. El negocio iba bien; mejor que nunca. Y jamás habría podido imaginar que él, que comenzó sus andanzas como un pobre escudero de tres al cuarto, iba a acabar convirtiéndose en todo un exitoso hombre de negocios.

Sirvió las jarras de cervezas hasta dejar vacía la bandeja. Luego se puso a limpiar una de las mesas. Mientras pasaba el trapo, aprovechó para echar un ojo al joven jugador que el burgués tenía en frente, era un habitual de las timbas de los sábados, un muchachito al que llamaban “Dedoshábiles”, “Dedosgráciles” o algo parecido. Un zagal tramposo y descarado que, según le habían dicho, estaba incluso buscado por las autoridades. Pero eso, a Edmundo, también le traía sin cuidado. «Mientras paguen…», murmuró para sus adentros con ademán filosófico mientras cobraba las cervezas que acababa de servir. Tras llenar su bolsillo, volvió a sus asuntos tras de la barra.

Sin embargo, había algo de lo que el tabernero no se había percatado: aquella vez, en el rostro del joven al que algunos tenían por uno de los más hábiles tahúres de toda Instántalor, no relucía su habitual media sonrisa de suficiencia. Todo parecía apuntar a que el jugador, a pesar de llevar cierta ventaja en la partida, no estaba pasando un rato demasiado agradable.

Los dedos de Duncan martilleaban repetidamente sobre el tapete. Aparentemente, el gesto evidenciaba su impaciencia pero, a ojos de cualquier jugador experimentado, trasmitía mucho más. No eran aquellas unas manos comunes. Parecían poseer la rapidez del viento y la sinuosidad de los movimientos del agua. ¿Ansiedad? Seguro, pero también concisión y sutileza. Y es que Duncan Culmore, antiguo soldado curtido en mil batallas y experimentado tahúr forjado en el fragor de mil timbas, estaba a punto de perder los nervios.

Lo cierto es que suponía para él ningún reto enfrentarse —y de hecho se había enfrentado— a todo tipo de jugadores: marisabidillos desconfiados, borrachos soñolientos e incluso los más irascibles, aquellos que no dudaban en amenazarte con partirte los dientes a la mínima de cambio. Podía con todos: eran gallinas fáciles de desplumar. Pero si había algo que realmente le exasperaba, eran los jugadores lentos. Y eso era exactamente aquel burgués tan semejante a un inmenso y gordo galápago. Pensaba largamente cada jugada, pero, justo cuando parecía haberse decidido, rectificaba con un chasquido de lengua, volvía a reposar sus cartas sobre la panza y empezaba de nuevo. ¿Por qué maldito designio del Titán le habría tocado a él, Duncan Dedoságiles Culmore, ir a topar con el jugador más lento de todo Instántalor?

Su adversario robó tres cartas con sus dedos rechonchos e inmediatamente, de forma inconsciente, una sonrisita de satisfacción asomó por debajo de su fino bigotito. Duncan, que era un ave rapaz en el juego, vio antes que nadie lo que que cualquier jugador hubiera visto tarde o temprano: el ricachón tenía una buena mano. Era el momento de empezar a tejer la trampa.

Contrariamente a lo que muchos piensan, todo tahúr sabe que, en realidad, las cartas no son un juego de azar. Tampoco son exactamente, como aseguran los viejos jugadores de taberna, un juego de habilidad física. Tener unas manos hábiles puede ayudarte a salir del trance en más de una ocasión, aunque por sí sola, la mera prestidigitación no puede hacerte rico. Por el contrario, si algo le había enseñado la experiencia en despellejar a hombres adinerados es que de nada sirve enseñar tus cartas antes de tiempo. Al igual que el ave rapaz deja correr a la liebre hasta cansarla y salta sobre ella cuando esta ya cree haberse zafado, Duncan sabía que lo que diferenciaba una buena partida de la partida que habría de hacerle rico era saber esperar su momento. La paciencia era el verdadero secreto de un buen tahúr.

Al principio, con una apuesta aún baja, no valía de nada lanzarse sobre la presa. Si se asustaba, podía escapar asustada. Era importante, y Ducan Dedoságiles lo había aprendido sobre el tapete de la vida, ir creando la ilusión de que hoy es el día de suerte de nuestro adversario. Para ello hay que perder varias manos y mostrarse contenidamente afectado.

Andaba exasperado con la lentitud de su oponente que estaba retrasando la aplicación de su estrategia de frío depredador cuando, de repente, este sacó un reloj de oro del bolsillo y miró la hora. Al tahúr se le abrieron los ojos como platos cuando pudo ver el inmenso zafiro que engalanaba la tapa del reloj. Era una inmensa piedra preciosa de un azul intenso e, indudablemente, un valor incalculable.

El burgués volvió a guardar su reloj en el bolsillo tras haberlo tenido en la mano un tiempo suficiente para que todos los presentes lo admiraran. Luego lanzó su jugada: trío de reinas. Se llevó las monedas apostadas e hizo ademán de retirarse. Duncan tragó saliva, ¿habría estado perdiendo todo aquel tiempo después de todo?

—¡Vamos hombre, no te marches ahora! —gritó uno de los parroquianos que no estaba dispuesto a que cancelaran el espectáculo que había venido a ver.

—¡Si estás en racha! ¡Desplúmale del todo! —añadió una prostituta empolvada mientras se colocaba el corpiño y le hacía ojitos al burgués.

La expresión de hastío de Duncan debió de ser evidente y fue percibida por su contrincante que se volvió a sentar. Miró a la concurrencia que le vitoreaba para animarle a continuar y la sonrisita de superioridad volvió a asomar bajo el bigote del ricachón. Tomó asiento de nuevo.

—Un último juego —sentención el burgués con condescendencia—. Para no defraudar a mi público.

La gente aplaudió y el hombre saludó llevándose una mano a la panza.

—¡Un momento! —espetó una voz regia entre el público. Y se hizo el silencio.

Lo parroquianos se apartaron para dejar pasar a un mozo corpulento y que lucía también un gorro con plumas, aún más grandes y coloridas que las de Duncan.

El apuesto recién llegado no era otro que Axel Culpeper, un habitual de las timbas de las tabernas de Instántalor. Se trataba del cuarto hijo de un hidalgo venido a menos. Un joven tan capaz con la espada como con la lengua. De verbo fácil y hábil seductor de jovencitas, no pocos lo conocían allí como “El Charlatán”. Pero a pesar de su mala fama, su irrupción no era ninguna baladronada. Al menos en el juego, Axel nunca iba de farol. Todos allí sabían que su proverbial destreza con las cartas le convertía, posiblemente, en el único de los feligreses de todo el local capaz de hacer sombra a los ardides de Dedoságiles Cuilnmore.

—Aquí se va a liar… —murmuró Edmundo entre dientes empezando a guarecer tras la barra su mejor cristalería. No era la primera vez que los sábados de partida acababan en pelea y luego era él quien tenía que pagar los platos rotos.

—Parece que mis amigos me han abandonado esta noche. ¿Hay espacio en vuestra mesa para un pobre jugador sin partida? —preguntó Axel con unos ademanes bastante refinados, aunque quizás algo sobreactuados para la categoría del lugar.

—¡Por supuesto que no! ¡Lárgate! —respondió Dedoságiles con fuego en la mirada. Parecía un niño al que alguien le pedía compartir el último trozo de tarta.

—Por favor, señor Duncan, no seamos maleducados —le regañó el burgués con cierto paternalismo—. Al fin y al cabo, el respeto es fundamental entre caballeros. ¿No podríamos permitir a este joven tan bien educado que se uniera a nuestra partida?

Dicho esto, sacó de nuevo del bolsillo su precioso reloj y miró la hora. Todos volvieron a admirar el inmenso pedrusco azul en el tiempo que tardó en volver a guardarlo. Él gordo pareció disfrutar cada segundo en que la audiencia contenía la respiración.

—Además —añadió comenzando a barajar las cartas con renovado entusiasmo—, creo que me da tiempo aún a echar un par de partiditas.

Duncan aceptó a regañadientes y no quitó ojo al recién llegado. Vigilaba con suspicacia cada movimiento de Axel, que le devolvía todas sus miradas con gestos de desprecio perfectamente calculados. Tan enzarzados estaban en escudriñarse el uno al otro, que el ricachón, no sin demostrar en ello una notable habilidad en sus rechonchos dedos deslizó desde el interior de su manga un par de ases en el momento justo. No parecieron percatarse de nada hasta que el comerciante arrambló con lo apostado, que ascendía ya a una buena suma y se despidió apresuradamente de la concurrencia inventando alguna excusa barata.

Ambos se quedaron mirándose mutuamente con gesto de no creerse lo que acababan de presenciar. Fueron el hazmerreir de los borrachines durante toda la noche, aunque algún que otro parroquiano se congració con ellos e incluso les acabó invitando a una cerveza.

Horas más tarde, todos los clientes habían abandonado el local, salvo Torcuato el borracho, al que Edmundo trataba de llevar a rastras hacia la puerta y los dos tahúres vencidos. Sentados en una mesa al fondo, y al percatarse de que el tabernero se hallaba ocupado en sus menesteres, se sonrieron por primera vez.

—Dime que lo tienes —murmuró solícito Axel masticando las palabras. Llevaba horas fingiéndose un perdedor y mientras se aguantaba las ganas de comprobar si su plan había tenido éxito.

—¿Acaso lo dudabas? —respondió Duncan Dedoságiles Culinmore sacando de su bolsillo algo brillante quien maneja una ligera moneda de cobre.

La puso sobre la mesa y el objeto lanzó un destello azul a la luz de las velas. Era un inmenso zafiro, seguramente de un valor incalculable.

—¡Por todos los faroles de Instántalor, es aún más bonita de lo parecía! —se congratuló Axel.

—Es porque ahora es nuestra.

Ambos admiraron la joya largamente soñando en lo que podrían hacer con toda aquella riqueza en cuanto la vendieran en el mercado negro. Cuando eran soldados siempre habían hablado de enrolarse para viajar a nuevos continentes allende los mares, conquistar tierras y riquezas. Pero ahora que habían dado su gran golpe, ¿quizás incluso podrían comprar su propio barco e ir en busca de nuevos mundos?

—¡Vamos, que sois los últimos! —espetó entonces Edmundo con visible mal humor y algo de cansancio— ¿O tengo que arrastraros también a vosotros hasta la puerta?

Ambos se despidieron del tabernero y salieron a la calle. Era media noche y la luna brillaba dando a todo un cierto toque azulado. Habían sido durante años compañeros de armas, pero, sobre todo, habían sido compañeros de juego.

—¿Y ese pobre ricachón engreído? —se preguntó Axel no sin reflejar en su rostro cierto desprecio hacia su reciente víctima.

—No era tan mal jugador, solo un poco lento para mi gusto —reconoció Duncan—. Consiguió sacarme de mis casillas.

—¿Crees que ya se habrá percatado de su pérdida o estará demasiado ocupado contado a todos que se ha pasado la tarde desplumando a los rateros del Dos Jarras?

—No sé si se habrá dado cuenta —rio Duncan—, pero estoy seguro de que cuando lo haga se llevará un susto de muerte.

149 – LOS SECRETOS QUE DAN CUERDA…

LOS SECRETOS QUE DAN CUERDA AL MUNDO

El suelo y las mesas del taller estaban atestados de artilugios mecánicos a medio reparar. Sin embargo, Aión parecía haberse acostumbrado a ese aparente caos de relojes, herramientas y ruedas dentadas dentro del cual solo él y su hermano parecían encontrar un orden. El resto de los artesanos del gremio de relojeros no se quejaban demasiado. Consideraban a los dos discípulos del ya difunto maestro Bregg una especie de genios excéntricos. Eran gente extraña y poco afable pero, por otro lado, infalible en lo que concernía a la reparación de cualquier mecanismo; dos jóvenes tan capaces como obsesivos a los que, sencillamente, había que dejar hacer. El resto de los compañeros solía tratar de evitarles, y rara vez les avisaban cuando iban a tomar unas cervezas a la taberna Dos Jarras. Quizás lo hacían para no contagiarse de sus rarezas, o puede incluso que, secretamente, envidiaran el turbador talento de los hermanos Reid y preferían mantenerse alejados de él.

Aión puso sobre el tapete el reluciente reloj de bolsillo y lo miró largamente, con la calma que solo parecen tener aquellos acostumbrados a trabajar el tiempo con sus manos. La carcasa, bañada en oro, refulgió a la luz de las velas y los diamantes engarzados lanzaron algún que otro destello. Cada parte de aquel artilugio parecía reclamar a gritos la atención del mundo. Su ostentosa belleza no dejaba lugar a dudas: se trataba del preciado tesoro de alguien importante; la clase de persona que da más importancia a la carcasa que al interior de las cosas. Había hechos que un artesano experimentado como Aión Reid, podía averiguar a simple vista y para los que ni siquiera necesitaba recurrir al Don.

El relojero se acercó el reloj a la oreja y lo escuchó con el curioso mimo con que un galeno ausculta el pecho desnudo de un paciente. Nada, solo el silencio. El precioso reloj de bolsillo seguía siendo tan bello por fuera como el primer día, pero, en su interior, estaba muerto.

Aión sonrió. Lejos de producirle tristeza, veía en cada reloj estropeado la oportunidad de devolver una vida. Pero antes de ponerse manos a la obra, se dispuso a conocer un poco más acerca de la historia de su nuevo y mecánico amiguito. Abrió la tapa con cuidado. Observó el mecanismo con atención, luego cerró los ojos. Tomo aire y se concentró: era necesario para poder usar sus poderes. Entonces comenzó a sentir un leve latido en sus tímpanos, como el pulso de un tambor, casi inaudible, en la lejanía. El sonido se fue acercando y haciendo más intenso hasta que se convirtió en algo nítido. El relojero sintió, a través del tiempo, como el pulso del reloj había estado acompasado al latir de un corazón humano. Casi pudo ver con claridad en su mente, esbozada por una niebla, la silueta del orondo dueño de aquella alhaja, caminando por las calles del barrio alto de Instántalor. Pudo percibir al reloj saliendo y entrando del bolsillo de aquel hombre con frecuencia agarrado por una mano gruesa y llena de anillos. En aquellos tiempos, el reloj de bolsillo era feliz. Era feliz pero también tenía miedo, porque su pobre alma mecánica no alcanzaba a entender si su dueño lo sacaba de su bolsillo tan a menudo porque lo extrañaba o sencillamente lo usaba como medio de ostentación. El reloj dorado no sabía si había sido amado o solo utilizado. Y ahora, en el fuero interno de sus engranajes parados, parecía sentirse como un juguete roto, bañado en oro y engalanado de diamantes, pero roto.

Aquella pena conmovió al relojero que siguió indagando en la triste historia del reloj. Quizás, más tarde, se arrepintiera de haberlo hecho. El Don era un arma de doble filo, conocer los sentimientos ajenos, ya fuera de las personas o de los objetos, era un riesgo para cualquier persona sensible. Pero Aión siempre se había negado a reparar mecanismos sin conocer antes sus secretos. Volvió a cerrar los ojos y volvió a ver las imágenes en la neblina y el reloj brillando en el centro.

Fue entonces cuando la nebulosa silueta del hombre rico se estremeció y se llevó la mano al pecho. Su corazón se paró y el reloj se estrelló contra el pavimento de la calle. Mecanismo y corazón se pararon al mismo tiempo. Y entonces algo parecido a una ráfaga de viento se llevó la figura de su mente. Ahora entendía que se encontraba ante el reloj parado de un hombre muerto. Aión y su hermano poseían el Don, podían indagar las almas y dar una nueva la vida a los juguetes rotos, pero no podían resucitar a los muertos. Volvió a suspirar, abrió la tapa del reloj y contempló los mecanismos. En ese mismo instante, su hermano Kairos entró en el taller como una exhalación.

—¡Se ha parado! ¡Ha dejado de funcionar! —gritó con cierta desesperación.

Su rostro estaba visiblemente enrojecido y le faltaba el aliento; era obvio que había venido a toda prisa. Llevaba en la mano su instrumento favorito, una suerte de pequeño laúd que él mismo había construido con piezas del taller. A menudo Kairos se retiraba a su guarida secreta, en lo alto de la torre del reloj astronómico de la Plaza Ambarina. Aquel monumento, construido en los tiempos de Rodrigo IV, era capaz de medir el tiempo en todas sus dimensiones: segundos, minutos, días, años, estaciones e incluso ciclos planetarios. A Kairos Reid le gustaba refugiarse tras de aquel inmenso artilugio y, al rítmico son de sus mecanismos, improvisar sus melodías. Su pauta constante le daba solaz y le ayudaba, según decía, a concentrarse. Cada mediodía, sonaba el carrillón y él trataba de generar, sobre a sus brillantes arpegios, la música perfecta.

—¡Por todos los engranajes del Gran Reloj! ¿De qué diablos estás hablando? —inquirió su hermano algo molesto. No le gustaba que le interrumpieran cuando estaba trabajando.

—Precisamente de eso. El reloj astronómico se ha estropeado. El carrillón de las doce no ha sonado y los muñecos mecánicos no han salido a saludar.

Aión cambió entonces la expresión de su rostro. El Gran Reloj no podía haberse roto.

—No puede ser, nuestro maestro lo diseñó hace décadas y nunca antes había fallado —apuntó con cierta incredulidad—. Nos encargamos personalmente de su mantenimiento. ¡Yo mismo revisé las piezas la semana pasada!

—Estaba tocando dentro de la torre, aguardaba a terminar en el momento justo, cuando el carrillón empezara a sonar. Pero en vez de una apoteosis de sonidos y color… —explicó Kairos visiblemente afectado— solo ha habido un silencio.

—Solo el silencio… —repitió su hermano acariciándose la barba con la mano.

—¡Ha sido horrible! —se lamentó Kairos con la voz temblorosa— Los niños de la plaza esperaban el carrillón y el desfile de los muñecos, como todos los días, y solo han recibido un decepcionante silencio. He sentido como los anhelos de sus almas se rompían en mil pedazos —su rostro compungido mostraba que el dolor que expresaba le había afectado profundamente—. ¿Tienes idea de cuánto puede llegar a sufrir un niño por estas cosas?

—Te tengo dicho que tengas cuidado —le regañó con cariño su hermano Aión mientras le daba un abrazo reconfortante—, hay que evitar usar el Don en lugares tan concurridos. Nuestro secreto es poderoso, pero también puede convertirse en nuestra condena. Uno no puede soportar el dolor de muchos sin quebrarse —se hizo un silencio y su expresión tierna cambió por una que reflejaba el más profundo sentido del deber—. ¡Vamos a ver qué ha sucedido! ¡Hay que arreglarlo lo antes posible!

Ambos salieron apresuradamente del taller y corrieron calle arriba esquivando a la gente. El Barrio de los Artesanos de Instántalor era una zona concurrida durante el día pero, al ver la decisión en sus ojos, las personas se apartaban dejándoles paso. Por ello, llegaron rápidamente a la Plaza Ambarina. Había en la plaza una cierta concentración de mirones que se habían congregado en torno a la torre del reloj astronómico; la señalaban y comentaban lo extraño que les resultaba que no estuviera funcionando. Desde que fue construido por el viejo Bregg, el maestro relojero que les recogió de las calles cuando eran solo unos huérfanos y les convirtió en sus discípulos predilectos, el reloj había marcado rigurosamente el pulso de la vida en la capital. Los monarcas venían y se iba, las guerras se sucedían, pero el reloj siempre estaba allí recordándoles cada día que siempre habría en sus vidas algo inmutable. Y así como sol sale todos los días por el este y ningún hortelano le da demasiada importancia a un hecho tan trivial hasta que sobreviene el eclipse, del mismo modo los ciudadanos de Instántalor, desde los sucios rateros hasta los más adinerados burgueses, sentían ahora en lo más hondo de su alma la ausencia del sonido del carrillón.

Los hemanos Reid subieron las escaleras de dos en dos y llegaron a lo más alto de la torre en menos de lo que canta un cuco. Una vez allí, ambos, cada uno por su lado, comenzaron a revisar el imponente mecanismo. Había miles de engranajes, piezas y rincones. ¿Qué podría haber fallado?

Tras unos breves instantes de ajetreada búsqueda Aión llamó a su hermano. Tenía una sonrisa en los labios que había venido a sustituir a su anterior gesto de preocupación. Se encontraba parado frente a un inmensao engranaje del diámetro de una persona adulta. Kairos se acercó y contempló también la pieza: Había una especie de amasijo de ramas y barro que parecía bloquear el lugar donde los dientes de dos de las ruedas conectaban el mecanismo.

—¿Quién habrá sido tan animal como para atorar el mecanismo con un hatillo de ramas secas? —se preguntó Kairos indignado.

—¿Quién ha sido tan animal? —repitió Aión con retintín mientras separaba con cuidado el ramaje.

Tras unos instantes, como si tuviera muy claro qué buscaba, dejó al descubierto un llamativo objeto de color blanco. ¡Un huevo! ¡Y bastante más grande que de una gallina!

Lo tomó con cuidado en sus manos y lo mostró a su hermano que aún parecía algo confuso.

—¿Era un nido? —preguntó Kairos tratando de atar cabos.

—De cigüeña —asintió su hermano—. Les gustan los lugares altos y la música.

Kairos sonrió tomando el huevo entre sus manos y durante unos instantes se hizo de nuevo el silencio. Pero este silencio ya no era triste sino el silencio alegre que precede a una nueva música.

—Así que hemos evitado que las ruedas del tiempo acaben con una vida —observó Aión.

—Parece que no solo eso —añadió su hermano que estaba sintiendo como el huevo se movía.

La cáscara se rompió, poco a poco, ante la atónita mirada de los relojeros. Entonces ambos pudieron contemplar cómo un pequeño pico luchaba por salir al exterior en busca de aire y comida.

—Hermanito, creo estamos asistiendo al nacimiento de un nuevo mecanismo —rio Kairos eufórico.

—Así es —sentenció Aión visiblemente complacido mientras veía al polluelo desprenderse de la cáscara restante—, uno más potente que los creados por cualquier relojero: el verdadero secreto que da cuerda al mundo.