150 – PAREJA DE ASES

Dos hombres, frente a frente, disputaban una partida de cartas. A un ladodel verde tapete, había un joven de baja ralea y sombrero emplumado; al otro, un rechoncho burgués del barrio alto. Gran parte de los parroquianos de la taberna Dos Jarras se congregaban expectantes en torno a la mesa de juego. No lo hacían porque fuera aquella una partida especialmente trepidante, sino porque uno de los dos jugadores era un hombre aparentemente importante y visiblemente adinerado. Era un hecho inusual, pues la gente acomodada no solía frecuentar la bulliciosa taberna de Edmundo. Quizás por ello, los borrachines habituales disfrutaban al ver cómo, alguna vez, los rufianes del barrio lograban desplumar en el juego a la gente acaudalada.

Fuera como fuere, en aquellas raras ocasiones en que un hombre rico se dejaba caer por la taberna en noche de partida, el espectáculo estaba garantizado. Era por eso por lo que Edmundo —aún a regañadientes— seguía dejando celebrar, de vez en cuando, alguna que otra timba en su establecimiento. En ese mismo instante, se encontraba sirviendo una buena cantidad de cervezas solicitadas por los mirones. Sin dejar de despachar, escudriñó con la mirada al orondo burgués. El tabernero no le había visto nunca, y seguramente no volvería a verle. Así eran los ricos. Alguno visitaba la taberna de vez en cuando: se tomaba una cerveza, echaba una partidita y se acababa yendo con gesto de sobreactuada indignación. Edmundo se preguntaba a menudo si la culpa la tendría su cerveza, la ruidosa e irreverente concurrencia o la consabida falta de habilidad de la gente adinerada para jugar a las cartas. En cualquier caso, le traía sin cuidado. El negocio iba bien; mejor que nunca. Y jamás habría podido imaginar que él, que comenzó sus andanzas como un pobre escudero de tres al cuarto, iba a acabar convirtiéndose en todo un exitoso hombre de negocios.

Sirvió las jarras de cervezas hasta dejar vacía la bandeja. Luego se puso a limpiar una de las mesas. Mientras pasaba el trapo, aprovechó para echar un ojo al joven jugador que el burgués tenía en frente, era un habitual de las timbas de los sábados, un muchachito al que llamaban “Dedoshábiles”, “Dedosgráciles” o algo parecido. Un zagal tramposo y descarado que, según le habían dicho, estaba incluso buscado por las autoridades. Pero eso, a Edmundo, también le traía sin cuidado. «Mientras paguen…», murmuró para sus adentros con ademán filosófico mientras cobraba las cervezas que acababa de servir. Tras llenar su bolsillo, volvió a sus asuntos tras de la barra.

Sin embargo, había algo de lo que el tabernero no se había percatado: aquella vez, en el rostro del joven al que algunos tenían por uno de los más hábiles tahúres de toda Instántalor, no relucía su habitual media sonrisa de suficiencia. Todo parecía apuntar a que el jugador, a pesar de llevar cierta ventaja en la partida, no estaba pasando un rato demasiado agradable.

Los dedos de Duncan martilleaban repetidamente sobre el tapete. Aparentemente, el gesto evidenciaba su impaciencia pero, a ojos de cualquier jugador experimentado, trasmitía mucho más. No eran aquellas unas manos comunes. Parecían poseer la rapidez del viento y la sinuosidad de los movimientos del agua. ¿Ansiedad? Seguro, pero también concisión y sutileza. Y es que Duncan Culmore, antiguo soldado curtido en mil batallas y experimentado tahúr forjado en el fragor de mil timbas, estaba a punto de perder los nervios.

Lo cierto es que suponía para él ningún reto enfrentarse —y de hecho se había enfrentado— a todo tipo de jugadores: marisabidillos desconfiados, borrachos soñolientos e incluso los más irascibles, aquellos que no dudaban en amenazarte con partirte los dientes a la mínima de cambio. Podía con todos: eran gallinas fáciles de desplumar. Pero si había algo que realmente le exasperaba, eran los jugadores lentos. Y eso era exactamente aquel burgués tan semejante a un inmenso y gordo galápago. Pensaba largamente cada jugada, pero, justo cuando parecía haberse decidido, rectificaba con un chasquido de lengua, volvía a reposar sus cartas sobre la panza y empezaba de nuevo. ¿Por qué maldito designio del Titán le habría tocado a él, Duncan Dedoságiles Culmore, ir a topar con el jugador más lento de todo Instántalor?

Su adversario robó tres cartas con sus dedos rechonchos e inmediatamente, de forma inconsciente, una sonrisita de satisfacción asomó por debajo de su fino bigotito. Duncan, que era un ave rapaz en el juego, vio antes que nadie lo que que cualquier jugador hubiera visto tarde o temprano: el ricachón tenía una buena mano. Era el momento de empezar a tejer la trampa.

Contrariamente a lo que muchos piensan, todo tahúr sabe que, en realidad, las cartas no son un juego de azar. Tampoco son exactamente, como aseguran los viejos jugadores de taberna, un juego de habilidad física. Tener unas manos hábiles puede ayudarte a salir del trance en más de una ocasión, aunque por sí sola, la mera prestidigitación no puede hacerte rico. Por el contrario, si algo le había enseñado la experiencia en despellejar a hombres adinerados es que de nada sirve enseñar tus cartas antes de tiempo. Al igual que el ave rapaz deja correr a la liebre hasta cansarla y salta sobre ella cuando esta ya cree haberse zafado, Duncan sabía que lo que diferenciaba una buena partida de la partida que habría de hacerle rico era saber esperar su momento. La paciencia era el verdadero secreto de un buen tahúr.

Al principio, con una apuesta aún baja, no valía de nada lanzarse sobre la presa. Si se asustaba, podía escapar asustada. Era importante, y Ducan Dedoságiles lo había aprendido sobre el tapete de la vida, ir creando la ilusión de que hoy es el día de suerte de nuestro adversario. Para ello hay que perder varias manos y mostrarse contenidamente afectado.

Andaba exasperado con la lentitud de su oponente que estaba retrasando la aplicación de su estrategia de frío depredador cuando, de repente, este sacó un reloj de oro del bolsillo y miró la hora. Al tahúr se le abrieron los ojos como platos cuando pudo ver el inmenso zafiro que engalanaba la tapa del reloj. Era una inmensa piedra preciosa de un azul intenso e, indudablemente, un valor incalculable.

El burgués volvió a guardar su reloj en el bolsillo tras haberlo tenido en la mano un tiempo suficiente para que todos los presentes lo admiraran. Luego lanzó su jugada: trío de reinas. Se llevó las monedas apostadas e hizo ademán de retirarse. Duncan tragó saliva, ¿habría estado perdiendo todo aquel tiempo después de todo?

—¡Vamos hombre, no te marches ahora! —gritó uno de los parroquianos que no estaba dispuesto a que cancelaran el espectáculo que había venido a ver.

—¡Si estás en racha! ¡Desplúmale del todo! —añadió una prostituta empolvada mientras se colocaba el corpiño y le hacía ojitos al burgués.

La expresión de hastío de Duncan debió de ser evidente y fue percibida por su contrincante que se volvió a sentar. Miró a la concurrencia que le vitoreaba para animarle a continuar y la sonrisita de superioridad volvió a asomar bajo el bigote del ricachón. Tomó asiento de nuevo.

—Un último juego —sentención el burgués con condescendencia—. Para no defraudar a mi público.

La gente aplaudió y el hombre saludó llevándose una mano a la panza.

—¡Un momento! —espetó una voz regia entre el público. Y se hizo el silencio.

Lo parroquianos se apartaron para dejar pasar a un mozo corpulento y que lucía también un gorro con plumas, aún más grandes y coloridas que las de Duncan.

El apuesto recién llegado no era otro que Axel Culpeper, un habitual de las timbas de las tabernas de Instántalor. Se trataba del cuarto hijo de un hidalgo venido a menos. Un joven tan capaz con la espada como con la lengua. De verbo fácil y hábil seductor de jovencitas, no pocos lo conocían allí como “El Charlatán”. Pero a pesar de su mala fama, su irrupción no era ninguna baladronada. Al menos en el juego, Axel nunca iba de farol. Todos allí sabían que su proverbial destreza con las cartas le convertía, posiblemente, en el único de los feligreses de todo el local capaz de hacer sombra a los ardides de Dedoságiles Cuilnmore.

—Aquí se va a liar… —murmuró Edmundo entre dientes empezando a guarecer tras la barra su mejor cristalería. No era la primera vez que los sábados de partida acababan en pelea y luego era él quien tenía que pagar los platos rotos.

—Parece que mis amigos me han abandonado esta noche. ¿Hay espacio en vuestra mesa para un pobre jugador sin partida? —preguntó Axel con unos ademanes bastante refinados, aunque quizás algo sobreactuados para la categoría del lugar.

—¡Por supuesto que no! ¡Lárgate! —respondió Dedoságiles con fuego en la mirada. Parecía un niño al que alguien le pedía compartir el último trozo de tarta.

—Por favor, señor Duncan, no seamos maleducados —le regañó el burgués con cierto paternalismo—. Al fin y al cabo, el respeto es fundamental entre caballeros. ¿No podríamos permitir a este joven tan bien educado que se uniera a nuestra partida?

Dicho esto, sacó de nuevo del bolsillo su precioso reloj y miró la hora. Todos volvieron a admirar el inmenso pedrusco azul en el tiempo que tardó en volver a guardarlo. Él gordo pareció disfrutar cada segundo en que la audiencia contenía la respiración.

—Además —añadió comenzando a barajar las cartas con renovado entusiasmo—, creo que me da tiempo aún a echar un par de partiditas.

Duncan aceptó a regañadientes y no quitó ojo al recién llegado. Vigilaba con suspicacia cada movimiento de Axel, que le devolvía todas sus miradas con gestos de desprecio perfectamente calculados. Tan enzarzados estaban en escudriñarse el uno al otro, que el ricachón, no sin demostrar en ello una notable habilidad en sus rechonchos dedos deslizó desde el interior de su manga un par de ases en el momento justo. No parecieron percatarse de nada hasta que el comerciante arrambló con lo apostado, que ascendía ya a una buena suma y se despidió apresuradamente de la concurrencia inventando alguna excusa barata.

Ambos se quedaron mirándose mutuamente con gesto de no creerse lo que acababan de presenciar. Fueron el hazmerreir de los borrachines durante toda la noche, aunque algún que otro parroquiano se congració con ellos e incluso les acabó invitando a una cerveza.

Horas más tarde, todos los clientes habían abandonado el local, salvo Torcuato el borracho, al que Edmundo trataba de llevar a rastras hacia la puerta y los dos tahúres vencidos. Sentados en una mesa al fondo, y al percatarse de que el tabernero se hallaba ocupado en sus menesteres, se sonrieron por primera vez.

—Dime que lo tienes —murmuró solícito Axel masticando las palabras. Llevaba horas fingiéndose un perdedor y mientras se aguantaba las ganas de comprobar si su plan había tenido éxito.

—¿Acaso lo dudabas? —respondió Duncan Dedoságiles Culinmore sacando de su bolsillo algo brillante quien maneja una ligera moneda de cobre.

La puso sobre la mesa y el objeto lanzó un destello azul a la luz de las velas. Era un inmenso zafiro, seguramente de un valor incalculable.

—¡Por todos los faroles de Instántalor, es aún más bonita de lo parecía! —se congratuló Axel.

—Es porque ahora es nuestra.

Ambos admiraron la joya largamente soñando en lo que podrían hacer con toda aquella riqueza en cuanto la vendieran en el mercado negro. Cuando eran soldados siempre habían hablado de enrolarse para viajar a nuevos continentes allende los mares, conquistar tierras y riquezas. Pero ahora que habían dado su gran golpe, ¿quizás incluso podrían comprar su propio barco e ir en busca de nuevos mundos?

—¡Vamos, que sois los últimos! —espetó entonces Edmundo con visible mal humor y algo de cansancio— ¿O tengo que arrastraros también a vosotros hasta la puerta?

Ambos se despidieron del tabernero y salieron a la calle. Era media noche y la luna brillaba dando a todo un cierto toque azulado. Habían sido durante años compañeros de armas, pero, sobre todo, habían sido compañeros de juego.

—¿Y ese pobre ricachón engreído? —se preguntó Axel no sin reflejar en su rostro cierto desprecio hacia su reciente víctima.

—No era tan mal jugador, solo un poco lento para mi gusto —reconoció Duncan—. Consiguió sacarme de mis casillas.

—¿Crees que ya se habrá percatado de su pérdida o estará demasiado ocupado contado a todos que se ha pasado la tarde desplumando a los rateros del Dos Jarras?

—No sé si se habrá dado cuenta —rio Duncan—, pero estoy seguro de que cuando lo haga se llevará un susto de muerte.


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