152 – LA SAVIA DE LA MISMA TIERRA

El origen de la patata común sigue siendo una gran incógnita. Desde su aparición, episodio que se pierde en la noche de los tiempos, la patata ha constituido —para sabios y legos— un enigma tan despreciado como insondable. Ningún erudito ha escrito nunca un tratado sobre ella en sus pergaminos, y ningún alquimista la ha barajado entre los posibles elementos que podrían terminar por componer la legendaria Piedra Filosofal. Pero la antigua y misteriosa patata, ha resistido impávida, esparciendo la vida por los campos de Calamburia con su siempre resignada, meridiana e insistente funcionalidad.

Miles de patatas crecen cada año en las fértiles vegas calamburianas. Estos tubérculos ricos en almidón han servido de alimento a grandes y pequeños, a pobres y a ricos, a reyes y a vagabundos, desde que el mundo es mundo. Algunos afirman jactanciosos que la patata es de natural cobarde, pues se pasa casi toda su vida con la cabeza debajo de la tierra; otros opinan que, por su natural inmundo, el tubérculo sencillamente disfruta revolcándose en la suciedad y que eso es lo que ata a patata y hortelano tan estrechamente al suelo de por vida. Sin embargo, los que conocen la verdadera naturaleza del Solanum tuberosum, saben que semejantes infundios no se acercan ni por asomo a la implacable realidad. La humilde patata es tímida, es prudente y, ante todo, la patata es fiel. Aunque se nieguen a admitirlo, de todos es conocido que, haga frío o calor, llueva, nieve o nos azote la más pertinaz de las sequías, su blanca carne almidonada surgirá y crecerá en las entrañas de la tierra para permitir, con su generosa inmolación diaria, que la vida siga su curso.

De todos es sabido que, tal y como rezan las sagradas escrituras, el mundo surgió a raíz de la Gran Caída del Titán. Los pobres hortelanos no lo afirman ni lo desmienten, pero corre entre algunos de ellos una leyenda tan ridícula como digna de la más tierna compasión. Parecen desafiar las cosmogonías oficiales afirmando que el universo surgió de un supuesto Tubérculo Primigenio. Debido a su exiguo léxico y su escasa formación en lógica y filosofía, esa supuesta patata que dio origen al mundo es conocida por ellos, simplemente, como la Gran Papa. Según estos pobres iluminados —lo cual resultaría divertido si no fuera tan ridículamente inconcebible— todos los seres vivos de la tierra provienen de esa misma patata originaria. Todo ello nos demuestra que esta raza, obviamente inferior al resto de las razas que —bajo el amparo del Todopoderoso Titán— pueblan Calamburia, nunca hubiera alcanzado, por sí misma, el estatus de civilización.

Sin embargo, incluso el más simple de los campesinos sabe que, uno entre cada millón de veces, las cosas no suceden tal y como dictan los astros o las profecías; que, en ocasiones, incluso el más humilde y pequeño de los vegetales puede estar llamado a hacer grandes proezas, incluso a despecho de su propia naturaleza.

Tras una larga mañana de recolección, por fin había acabado la vendimia. Fecu, ignorando las agujetas, se preparó una infusión de hierbabuena y se dispuso a realizar una de sus sesiones de lectura de los clásicos del pensamiento. Hoy tocaba releer la “Conquista de la Tierra” de Narciso Ambarino. Se trataba de una obra donde el célebre filósofo narraba las luchas que habían marcado la historia de Calamburia. Empezaba remontándose a aquella que se saldó con la práctica desaparición de los Hijos de Dragón y terminaba con la llamada Guerra de la Unión que terminó de aunar todo el territorio bajo el trono de Ámbar. Se sentó, puso el libro sobre sus rodillas y acarició su tapa de cuero curtido: era una obra a la que Fecu tenía un cariño especial.

Y es que Fecu Breen no era una hortelana cualquiera. Disfrutaba y se atormentaba a partes iguales devorando los libros de los que hizo acopio cuando vivía en la corte. Gran conocedora de la historia, si algo había aprendido de todos esos textos era que el devenir de las civilizaciones se podía resumir en un mero conflicto por el control de la tierra. Tenía gracia. Como hortelana sabía que había nacido de la tierra, que la labraría para otros hasta el anochecer de sus días y que, finalmente, acabaría por volver a ella. Bien pensado, en eso último no se diferenciaba mucho del resto de calamburianos, fueran simples plebeyos o incluso reyes. Eso le hizo pensar en su relación con Rodrigo IV.

El rey Rodrigo había sido justo con ella. Más justo que bueno, pues se limitó a agradecerle que ella le hubiera salvado la vida. Lo cierto es que el acto en sí no había sido una decisión heroica y mentiría si agregara a su narración tan impostada gallardía. Lo había hecho casi instintivamente, como lo hubiera hecho por cualquiera. Fue muchos años atrás, pero ese día estaba aún fresco en su memoria, porque fue el día que lo cambió todo en la vida de Fecu Breen.

Ella estaba arando la huerta, como de costumbre y, de repente, vio aparecer de entre los arbustos a un inmenso jabalí que corría como alma que lleva el diablo. No era la primera vez que esas bestias aparecían por la zona. Ni siquiera se molestó en huir. Sabía que eran animales apacibles cuando les dejabas en paz, aunque bastante peligrosos si se uno les buscaba las cosquillas. Además, ella tenía su azadón. Ninguna bestia salvaje se atrevería a acercarse mientras lo tuviera en sus callosas manos. Fecu sabía eso. Lo sabía incluso entonces cuando, en realidad, no sabía muchas cosas. Ese era el tiempo en que era una joven hortelana dócil y sin conciencia: una simple patata con brazos y piernas. Pero quizás en esa época de su vida, pensaba ahora con la perspectiva que solo da el tiempo, era feliz.

A los pocos instantes, como si fuera a la zaga de la bestia, el mismo arbusto fue atravesado por un jinete. No era un cazador cualquiera, eso saltaba a la vista. Sin duda se trataba de un hombre rico que montaba un imponente caballo de caza. Parecía perseguir al inmenso jabalí con la intención de darle muerte. A Fecu no le llamó la atención, por aquel entonces lo único capaz de llamarle la atención eran las nubes de lluvia tras una larga sequía. Aun así, levantó su mano en gesto de aviso cuando vio que el jinete se acercaba peligrosamente a la tierra recién arada. Era peligroso, eso también lo sabía. Los cascos de un caballo de caza no pueden caminar bien por la tierra batida. Puede incluso ocasionar que trastabille y se caiga. Aquel noble señor debió de entender otra cosa. Quizás pensó que la hortelana quería impedir que se malograra su siembra y decidió, desafiante, azuzar al equino para seguir persiguiendo a su presa. Fecu no había sembrado nada. Aún no era el momento. Solo quería evitar lo inevitable, pero no pudo. El caballo se quedó varado en la tierra de repente y el orgulloso jinete cayó rodando. No pareció hacerse demasiado daño, pues iba bien ataviado y, además, dio con sus nobles posaderas en la tierra blanda que, por suerte, amortiguó el golpe. Pero en la aparatosa caída, la jabalina se resbaló de su mano enguantada y fue a parar lejos de él. El enorme jabalí pareció verlo claro: había pasado en un instante de ser presa a ser cazador. La sed de venganza le inyectó los ojos en sangre y cargó contra el descabalgado jinete a toda velocidad. Fecu solo era una hortelana, pero había visto a algún que otro cazador ensartado por los afilados colmillos de un jabalí. Estaba cerca y sabía cómo iba a acabar esa historia. Sin embargo, en aquel momento decidió cambiar el curso de los acontecimientos. El azadón silbó cortando el aire, se clavó en la carne, y la sangre salpicó el rostro de su majestad. Así fue como el rey Rodrigo IV la acogió como pupila del palacio y declaró que, en adelante, gozaría de Inmunidad Real.

Vivió durante años en la corte, recibió educación de varios eruditos, con los que aprendió a leer y escribir. Le regalaron libros de historia y filosofía, y le enseñaron modales. Pero Fecu Breen no tardó mucho en darse cuenta de que ese no era su lugar. Un día, en la biblioteca del palacio, mientras leía por tercera vez “la Conquista de la Tierra” se decidió a volver a actuar; a volver a cambiar el curso de los acontecimientos. Agradeció al rey su deferencia y a los eruditos su instrucción y pidió la gracia de ser restaurada en sus anteriores funciones. Todos se extrañaron, pero, en el fondo, parecían respirar aliviados de perder de vista a aquella hortelana que, con su mera presencia, parecía desafiar el orden de las cosas. Abandonó esa vida de comodidades y regresó con los suyos con el secreto afán de abrirles los ojos. En su larga estancia en el palacio de Ámbar había llegado a entender la verdad. Ellos, los hortelanos, eran el sostén de Calamburia. Ellos eran la sangre que fluía por las venas del reino; los que se desvivía para dar, día a día, de comer al hambriento; ellos, los hortelanos y hortelanas, eran la savia misma de la tierra. Tras años de injusta esclavitud, había llegado el momento de liberarse.

Por supuesto no la escucharon. Hubo algunos de los suyos que insinuaron que se había comido una acelga en mal estado y que eso la había hecho diferente. La llamaban “rara”, pero lo hacían con tal desprecio que llegó a dolerle más que el peor de los insultos palaciegos. Eso era ahora: una vagabunda en tierra de nadie, un barco a la deriva entre dos aguas.

Salió a pasear su tristeza como cada tarde por la Vega del Grillo. Miró al cielo y vio volar a la cigüeña que venía de sur. Incomprensiblemente, su vuelo también parecía triste, lánguido… como si ni siquiera ese ser alado que era libre de cabalgar el viento a placer hubiera logrado la tan ansiada felicidad. Pensó que quizás hubiera volado demasiado alto, que quizás fuera el momento de labrar la libertad más cerca del suelo. Quizás fuera el momento de dejar de pensar en conquistar los cielos y comenzar conquistando la tierra que pisaban sus pies. Fue entonces cuando vio a aquel mocoso correr. Era un niño hortelano que corría descalzo y apresurado como si tuviera muy claro a dónde se dirigía. Por pura curiosidad, decidió seguirle, y el pequeño le guio sin saberlo hasta un claro. En su centro había una gran roca, un joven y corpulento hortelano, parecía hablar y gesticular en torno a una atónita concurrencia formada por niños llenos de polvo y suciedad. Era algo normal en los pequeños mocosos hortelanos. Quizás por su corta edad y su aún reciente salida del subsuelo, o quizás sencillamente por su baja ralea y escasa higiene. Pero lo importante era cómo esos pequeños retoños de la madre tierra admiraban al grandullón que hacía sorprendentes juegos de magia. Sacó un inmenso puerro de entre sus ropajes y lo mostró a su audiencia:

—Y ahora, ante vuestroz tiernoz ojitoz —anunció con convicción—, ezta tierna verdura ze convertirá en un temible dragón ezcupefuego. ¡Dracónicuz puerríficuz!

Lo lanzó y cayó al suelo. Se hizo el silencio. El hortelano chasqueó la lengua decepcionado, pero los niños siguieron mirando el puerro con atención, sin decir palabra. Fecu, en la distancia, hizo lo propio. Algo, al igual que a ellos, le impelía a creer tras años de desesperanza. Un segundo más tarde, el vegetal comenzó a moverse como por encantamiento. Empezó a agitarse espasmódicamente y, luego, comenzó a saltar al son de las palmas de los rapaces que reían y chillaban de júbilo.

Fecu contuvo la respiración cuando se percató de que, aunque se tratara de un hechizo muy básico, ese joven hortelano de pelo alborotado era capaz de usar la magia. Aquello desafiaba todas las crónicas oficiales e, incluso las propias leyes de la naturaleza que le habían sido enseñadas por sus eruditos maestros. ¡Un hortelano había sido agraciado con el poder de la magia arcana! Entonces no pudo sino sonreír y ser partícipe del regocijo que percibía en los ojos de los niños. Aquel corpulento hortelano de lengua de trapo era justamente lo que su causa necesitaba. Era una señal; había llegado la hora de volver a actuar. Esta vez, sin embargo, no lo haría sola. Y, ¿por qué no? Puede que esta vez fuera posible cambiar el orden de las cosas.

Y así fue como Fecu Breen conoció a Granfel, al que todos los niños de la aldea conocían como Puerroloco. Y así fue como Fecu, que siempre se había sentido una patata diferente, sintió, por vez primera, que no estaba sola en el mundo.