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LOS DONES DE LA FORJA ARCANA
La magia que fluye en Calamburia no es autóctona, si no que proviene del Reino Faérico; pero, en su travesía desde la Aguja de Nácar hasta la Torre arcana de Skuchaín, cruza un vasto territorio de piedra y oscuras cuevas subterráneas. Estas cavernas son dominio de los enanos, gobernados por la mano firme de Elga, su Dama de Acero. Los enanos, maestros herreros, son célebres por haber forjado las armas más poderosas del reino, incluida la legendaria varita del mismísimo archimago Theodus; un regalo personal de Elga, fruto de una alianza que perduró en el tiempo.
Es por ello que la reina Melindres, devastada por la pérdida de su hijo Sancho, decidió acudir a la Forja Arcana en busca de ayuda. Aunque Kórux, el archimago, se ofreció a encargarse de la misión, ella no podía permitir que otro lo hiciera en su lugar; no después de todo lo que había sufrido. El reciente enfrentamiento con Amunet había sido un desastre: había desembocado en una guerra que amenazaba con consumir todo el reino. La necesidad de controlar cada detalle de la defensa de Calamburia pesaba demasiado sobre sus hombros.
—Majestad, si me permitís insistir, Kórux podría encargarse de esta misión. Os quitaría parte de la carga —sugirió Cristóforo con respeto.
Melindres se volvió hacia él, su mirada más severa de lo habitual.
—Tú no lo entiendes, Cristóforo —respondió con firmeza—. Esto no es solo una cuestión de armas. Nos preparamos para algo mucho mayor. Ya he perdido a Sancho y esta guerra podría costarme también a Rodrigo o Zoraida. Me reuniré personalmente con esos enanos y, si es necesario, plantaré cara a la mismísima Dama de Acero.
Cristóforo y Periandro habían sido elegidos para acompañar a la reina en la travesía hacia la Forja Arcana, situada en el corazón del reino de los enanos. Ambos sabían que este viaje no era una simple preparación para la guerra, sino una jugada estratégica y decisiva con la que podrían avanzar el siguiente movimiento de Amunet. La reina los miró, consciente de que Zoraida y Rodrigo eran lo único que le quedaba. Esa era la razón por la que ella misma debía comandar la misión.
—¿Estáis listos? —preguntó Melindres con la voz cargada de determinación.
—Siempre a vuestro servicio, Majestad —respondió Cristóforo mientras Periandro asentía en silencio y sacaba su varita.
—Adelante, Periandro; no hay tiempo que perder —ordenó ella.
El mago-erudito levantó su varita, la punta brillando con una luz tenue pero poderosa. Murmuró en un lenguaje antiguo:
—Aperiatur via, lumen ducat!
El hechizo trazó un círculo brillante en el suelo y, en un parpadeo, los tres se desvanecieron, reapareciendo en una vasta y oscura cueva. Antorchas alineadas en las paredes iluminaban el camino mientras los símbolos arcanos grabados en las piedras resplandecían con energía propia. Mientras avanzaban, Cristóforo desenvainó su espada al notar una colosal sombra iluminada intermitentemente por una luz roja moviéndose entre las piedras. La tensión llenó el aire hasta que Periandro reaccionó tranquilizando a los presentes.
—¡Alto! ¡Es Serörkh! Está previsto que nos reciba. Es el guardián de la forja.
Cristóforo, con la respiración agitada, bajó lentamente la espada aún mirando con desconfianza al inmenso e intimidante gólem de acero.
—Serörkh indica el camino —dijo el guardián con su voz grave y resonante—. Dama Elga envía saludos a Melindres, reina de Calamburia. Debéis bajar a la forja. Aconsejo cuidado en el descenso.
Periandro, siempre sereno, le dijo a su compañero:
—Si Serörkh hubiera querido atacarnos, ya habríamos sido aplastados bajo su maza. Sus runas le protegen de mi magia y poco tendría que hacer tu espada contra su piel de acero —explicó con cierta fascinación en los ojos—. Dicen que es la creación más avanzada de magia rúnica que jamás ha existido.
El imperturbable gólem se paró y señaló la escalera que descendía hacia las profundidades.
Con cautela, los exploradores comenzaron su descenso por las resbaladizas grutas iluminando su camino con las Lágrimas de Luna que llevaban en las manos. Estos cristales fosforescentes, auténtica magia fosilizada, eran exclusivamente extraídos por los enanos y ocasionalmente adornaban las paredes de las cuevas. Rara vez salían de la Forja Arcana y cuando lo hacían, era como regalos de la Dama de Acero, matriarca y protectora de los enanos. Los ejemplares que portaban fueron entregados al primer archimago, Theodus, como un valorado presente que ,desde entonces, había permanecido en la torre arcana, convirtiéndose en el mejor salvoconducto para acceder a la forja.
Antes de su expedición a las profundidades, Kórux se encargó personalmente de que Melindres y sus compañeros recibieran estas gemas. Las Lágrimas de Luna no eran meras fuentes de luz; también actuaban como un escudo protector contra los peligros que acechaban en lo más profundo de las cavernas, especialmente contra los topos gigantes que merodeaban en la oscuridad. Gracias a estas piedras encantadas, los exploradores podían confiar no solo en su luz, sino en una barrera mágica que los protegía de las criaturas ocultas en la penumbra. Melindres, Cristóforo y Periandro se sentían seguros, amparados por estas joyas que simbolizaban la sólida y antigua relación entre Calamburia y la forja.
Cristóforo, que antaño había formado parte de la tripulación de Efraín Jacobs, con quien había surcado todos los mares de Calamburia, ahora sevía como tutor de la infanta. A lo largo de sus viajes, creía haberlo visto todo. Pero si bien ni el mar ni la corte guardaban secretos para él, esos túneles oscuros y claustrofóbicos lo incomodaban.
—Majestad, Periandro, no estoy seguro de que meternos en estos túneles haya sido una buena idea… —murmuró Cristóforo.
No terminó la frase antes de recibir una mirada fulminante de Melindres.
—El miedo está fuera, en el palacio y en las hordas de demonios que invaden toda Calamburia —dijo la reina con un tono decidido—. De hecho, este lugar es, quizás, el sitio más seguro en el que has estado en los últimos tiempos. Son épocas oscuras, pero no podemos permitirnos tener miedo. No ahora.
—Es un cobarde, majestad, pero puedo garantizar que daría la vida por proteger a vuestra hija Zoraida —comentó Periandro con una media sonrisa intentando aliviar el ambiente.
—Eso espero; porque, como no sea así, le devuelvo a Mairim el «regalo» que nos hizo con Cristóforo y le pido algo más útil, como un trabuco o un barco pirata. Al menos cualquiera de esas cosas sería útil para la defensa.
Periandro, que hasta entonces se había mantenido en la retaguardia, decidió tomar la delantera, varita en mano, para reconducir la conversación hacia un tema menos tenso.
—Majestad, sabemos bien que la seguridad de vuestra hija es prioritaria —respondió con tono suave, pero firme—. Los enanos son maestros en la creación de defensas arcanas mediante magia rúnica y su lealtad ha sido probada durante siglos. Vuestros hijos estarán a salvo con su ayuda.
Melindres asintió, aunque en su interior aún luchaba con la idea de confiar en aquellos seres de las profundidades. A pesar de todo, las artes arcanas de los enanos eran lo que necesitaban para asegurar la protección de los infantes.
—Periandro, ¿estás seguro de que la Dama de Acero comprenderá la magnitud de lo que pedimos? —preguntó la reina—. No me fío fácilmente, pero sé que una madre entiende lo que significa proteger a los suyos.
—Majestad, Elga es conocida por su inflexibilidad, pero también por su elevado sentido del honor —explicó el erudito.
La ruta comenzó a cambiar a medida que avanzaban. Las Lágrimas de Luna ya no eran necesarias, pues una luz cálida emergía al fondo del túnel. El calor que irradiaba la forja reemplazaba la sensación de frío que los había acompañado. Cristóforo, quien había estado inquieto durante el descenso, tomó la delantera alejándose rápidamente de la oscuridad que dejaban atrás.
—Según comentan los eruditos más sabios, la Forja Arcana fue edificada sobre el alma de un volcán —murmuró Periandro mientras observaba las ardientes paredes que los rodeaban—. Es por eso que el calor se incrementa a medida que avanzamos.
Hizo una pausa antes de añadir:
—Mi tía Minerva y el archimago vienen aquí a menudo. Toman el té con la Dama de Acero o, en su ausencia, con su esposo. Parece que esta es una tradición que mantienen desde hace años.
Justo en ese momento, un enano coronado que portaba un gran báculo emergió de entre las rocas e interrumpió el flujo de su pensamiento.
—Soy Otalan y ellos son mis hijos: Dagaz e Isaz —anunció con una voz profunda que resonaba en la caverna—. Mi esposa, la Dama de Acero, está ocupada en asuntos que no pueden ser postergados.
Isaz, sin poder contenerse, interrumpió:
—Madre no está ocupada. ¡Está esperando al archimago!
Dagaz asintió añadiendo con impaciencia:
—Lo que quiere decir es que, de entre los habitantes de Calamburia, sólo se reúne con el archimago.
—¡Silencio! —gritó el señor del acero con un tono que, a oídos de los demás, parecía una simple reprimenda. Sin embargo, para sus hijos el sonido retumbó en sus tímpanos como un trueno, una especie de magia enana utilizada para disciplinarlos. Asustados, los dos hermanos intercambiaron una rápida mirada antes de esconderse detrás de su padre, sus tatuajes rúnicos brillando con mayor intensidad. A pesar de la reprimenda, sus ojos seguían fijos en la entrada esperando ansiosamente el regreso de su madre.
Percibiendo la tensión, Melindres dio un paso al frente sin vacilar:
—Soy Melindres, reina y soberana del Trono de Ámbar —proclamó con autoridad—. Postraos ante mí y no tomaremos represalias sobre lo que acabo de oír.
El ambiente en la caverna se tensó. Cristóforo apretó su mano alrededor del mango de su espada preparándose por si la situación se tornaba hostil. Sin embargo, Periandro, siempre diplomático, dio un paso hacia adelante con una inclinación de cabeza.
—Venimos en nombre de la torre arcana —dijo en tono conciliador—. Requerimos el favor de la poderosa Dama de Acero. Estamos aquí como aliados, no como enemigos.
—No necesitamos formalidades en los túneles —respondió Otalan con calma cruzando los brazos—. Sabemos por qué habéis venido, reina de Calamburia. Vuestra presencia tiene nuestra atención, pero será bajo las reglas de la Ley de Acero
—¿La Ley de Acero? —preguntó Melindres con cautela.
—Majestad —se adelantó Periandro para explicar—, la Ley de Acero es una antigua tradición en la Forja Arcana. Para obtener el favor de los enanos, los visitantes deben demostrar que su corazón es tan ardiente como el alma del volcán sobre el que se erige la fragua. Esta prueba no es solo de habilidad, sino de espíritu, resistencia y valor. En el pasado, el primer archimago, Theodus, luchó aquí mismo contra la Dama de Acero. Su combate duró tres días y tres noches. Al final, ambos se ganaron el respeto mutuo y sellaron la amistad entre la Forja Arcana y la torre con la varita que Elga forjó.
Melindres escuchaba con atención mientras Periandro continuaba:
—El desafío será una batalla y solo aquellos con un corazón digno podrán recibir el favor de la Dama de Acero. Es un duelo justo: tres contra tres. No se trata solo de fuerza, sino de unidad. Los enanos respetan tanto la destreza física como la capacidad mágica o el ingenio.
Dagaz, el primogénito de Otalan, interrumpió con una sonrisa desafiante.
—No te olvides, Periandro, de que los tres deben luchar como uno solo. Porque en esta prueba no solo probamos la fuerza individual, sino la capacidad de actuar en conjunto.
—¡Y si uno de vosotros cae, todo estará perdido! No hay lugar para la debilidad —agregó Isaz, el más joven y jovial.
—¿Estáis preparados? —preguntó el Señor de los Túneles.
Melindres miró a Cristóforo y Periandro viendo el desafío en sus rostros. Sabía que no tenían elección: si querían la ayuda de los enanos tendrían que demostrar que eran dignos.
—Aceptamos la Ley de Acero —dijo la reina con firmeza—. Demostraremos que el Trono de Ámbar sigue ardiendo como el fuego de la montaña.
La batalla comenzó con una explosión de energía. Otalan, con su imponente báculo de poder, lideró a sus hijos en el combate. Dagaz blandía dos hachas con una destreza abrumadora mientras Isaz empuñaba un gigantesco martillo. Frente a ellos, Cristóforo se lanzó al ataque con su espada y su trabuco, al tiempo que Melindres movía su daga encantada con agilidad y Periandro, conjuraba hechizos con su varita.
El combate fue feroz y las llamas del volcán reflejaban el esfuerzo de ambos bandos. Cristóforo esquivó por poco el golpe del martillo de Isaz, disparando su trabuco cuya bala rebotó en el hacha de Dagaz. Mientras tanto, Melindres demostraba ser más que una reina: lanzaba su daga cortando el aire como un relámpago mientras esquivaba las piedras que Otalan conjuraba con su báculo.
Isaz lanzó un nuevo golpe demoledor de su gran martillo hacia Cristóforo, quien logró bloquearlo con su espada. Las chispas volaron mientras los metales chocaban. Dagaz se abalanzó sobre Periandro con sus hachas cortando el aire. El impromago usó su varita para detener los ataques, pero una de ellas logró herir su frente cortando levemente la piel sobre la que brotaba su marca arcana. Esta herida en su marca, la fuente de su poder, lo dejó vulnerable y el enano, notando su estado, alzó las hachas para rematarlo. Si caía, el combate se perdería.
Melindres, con una calma engañosa, percibió el inminente peligro. En un movimiento fluido y casi ceremonial, se quitó su corona, un objeto que nadie sospechaba que ocultaba un secreto letal. Bajo la discreta instrucción previa a Kórux, los rubíes de la diadema habían sido imbuidos con un hechizo de fuego, convirtiéndola en más que una simple joya. Al lanzarla al aire, unas poderosas llamas se desataron, envolviendo la corona en un torbellino de fuego que interceptó a Dagaz en pleno ataque hacia Periandro. Tras bloquear el golpe devastador, la corona se detuvo abruptamente y regresó a las manos de Melindres resplandeciendo como un búmeran incandescente.
—¡No te rindas, Periandro! —gritó la reina con su tiara aún envuelta en amenazantes llamas.
Él erudito-mago se levantó tan tembloroso como decidido. Aunque la herida en su frente le robaba parte de su magia, reunió las últimas energías que le quedaban para conjurar una barrera de fuego que mantuvo a los hermanos a raya.
Viendo a su equipo al borde de la extenuación, la reina alzó su daga.
—¡Filibustero! Lucha como si el alma de Calamburia dependiera de ello —animó a Cristóforo con un brillo de complicidad y camaradería en los ojos—. ¡No querrás que te devuelva a la Isla Kalzaria!
—¡Lo que ordenéis, Majestad! —le respondió el cansado pirata con afecto y lealtad.
Sonrió y disparó su trabuco hacia Otalan, distrayéndolo lo suficiente para que la reina pudiera retomar su ofensiva. El combate continuó. Ambos bandos luchaban con ferocidad hasta que, cuando las energías de los contrincantes llegaron a su límite, Otalan levantó su mano.
—Basta —dijo con tono solemne—. Habéis demostrado vuestro valor. Vuestras almas arden con la misma fuerza que el alma del volcán y la Forja os otorgará su favor.
Melindres, aún con la respiración entrecortada, hizo una leve inclinación de cabeza en agradecimiento hacia Otalan. El combate había sido feroz, pero no se había tratado solo de una demostración de poder, sino de respeto mutuo. Los enanos, como era su costumbre, no ofrecían su ayuda a cualquiera y habían sido testigos del compromiso inquebrantable de la reina y su escolta.
El Señor de los Túneles dio un paso adelante observando con respeto a Melindres y sus compañeros.
—Vuestras armas serán llevadas a la fragua —anunció el enano—. El fuego de nuestras forjas las templarán con el poder del volcán y grabaremos las runas de ataque y defensa arcanas como muestra de la alianza entre la Forca Arcana y el Trono de Ámbar.
Dagaz e Isaz se acercaron con solemnidad tomando las armas de Melindres, Cristóforo y Periandro. Mientras lo hacían, la reina observaba con una mezcla de cansancio y alivio: la parte más difícil había pasado, pero todavía quedaba mucho por hacer.
—Tardaremos unos días en completar el trabajo —continuó Otalan—. Mientras tanto, os invito a que descanséis aquí. Las profundidades de la montaña pueden ofrecer un refugio seguro para aquellos que lo necesitan.
—Agradezco vuestra generosidad —respondió Melindres, inclinándose con respeto—. Sin embargo, no podemos quedarnos demasiado tiempo, pues la guerra se acerca y mi pueblo me necesita. Confío en que vuestras manos hábiles y el conocimiento ancestral que poseéis nos darán el poder para enfrentar lo que está por venir.
Otalan con solemnidad comprendiendo la urgencia.
—¡Hijos míos, poned los hornos a toda potencia! —gritó con tal intensidad que la forja misma retumbó, aunque para los presentes el estruendo no fue tan fuerte. Así era el poder de los gritos de los enanos—. La Forja Arcana cumplirá su parte. Con las nuevas armas seréis invencibles —afirmó el enano orgulloso del poder de su propia forja así como de sus propias habilidades—. Pero antes de que partáis, sería un deshonor dejaros ir sin probar el té del corazón ardiente de la montaña y nuestras famosas galletas. Estas sanarán vuestras heridas incluyendo la marca arcana en vuestra frente, Periandro.
Otalan ofreció a Melindres, Cristóforo y Periandro un té especial acompañado de las famosas galletas cocinadas en el corazón ardiente de la montaña. Esas galletas, elaboradas en la misma esencia del volcán, poseían propiedades curativas excepcionales. A medida que las saboreaban sentían cómo sus fuerzas volvían y sus heridas, incluso las más profundas, comenzaban a sanar. Periandro, sorprendido, notó cómo incluso el corte de su marca arcana, cicatrizaba gracias a su magia poderosa.
Con el tiempo justo para recuperar el aliento, los hermanos enanos regresaron con las armas mejoradas. Isaz y Dagaz, aún mostrando las marcas del esfuerzo, caminaban con una energía renovada, sus ojos brillando tras el trabajo bien hecho.
Dagaz, con una sonrisa satisfecha, comentó mientras ajustaba su martillo al cinturón:
—Nada mejor que un trago de Kromak para acelerar el trabajo. ¡Nos dio la fuerza que necesitábamos!
Dagaz, limpiándose el sudor de la frente, agregó:
—Y con el Rûnmar, hemos podido resistir hasta el final.
Primero, Periandro recibió su varita, que ahora ostentaba la runa mística de Okura; un símbolo ancestral que le permitiría conjurar llamas capaces de calcinar las entrañas de sus enemigos. La varita, reforzada con la esencia volcánica, parecía vibrar con un poder latente, como si el mismísimo corazón de la tierra la respaldara. Aunque todavía sentía el rastro del golpe en su frente, su confianza había crecido: ahora poseía un arma digna de un verdadero impromago.
A continuación, Cristóforo recibió con una reverencia su espada. El Acero Abisal con el que la habían forjado era oscuro y profundo como el propio océano. De su hoja emanaba un brillo sombrío, como si la noche residiera en su interior. Los enanos la llamaron Zarikala, una hoja que podía absorber la oscuridad y usarla como un arma. Cristóforo sonrió: ya no tendría motivos para temer a la oscuridad, pues ahora la controlaba.
Finalmente, llegó el turno de Melindres. Otalan extendió la daga hacia la reina y anunció con voz solemne:
—Esta es Ignirian, la Hoja de Fuego Eterno. Forjada con el rubí de los efreets y bañada en el calor del volcán, su poder está ligado a las llamas ancestrales. Ningún poder demoníaco ni magia oscura podrá tocaros mientras la portéis.
La daga brillaba intensamente y el rubí en su empuñadura irradiaba un calor que parecía provenir de las profundidades del propio infierno. Las runas talladas en su hoja danzaban con el fuego reflejando la implacable furia de los efreets. Melindres la empuñó con firmeza, consciente de que portaba un arma imbuida con un poder devastador; una reliquia digna de una reina.
Otalan, satisfecho con las mejoras hechas por sus hijos, observó a los tres con orgullo.
—Cuando llegue la guerra —dijo con voz grave—, las armas que os hemos entregado os harán invencibles.
Con un último intercambio de respeto, Melindres, Cristóforo y Periandro se despidieron. La reina dio media vuelta con su dignidad intacta y comenzó el ascenso por los túneles. Las Lágrimas de Luna que decoraban las paredes iluminaron su camino mientras el grupo se alejaba de las profundidades de la montaña, conscientes de que las armas que habían recibido serían pronto puestas a prueba en el campo de batalla.
Justo cuando los forasteros desaparecieron en la oscuridad del túnel, Serörkh, con voz grave y resonante, entró en la forja llevando un mensaje:
—Serörkh trae mensaje. Dama Blanca convoca a las razas. Reunión extrema urgencia.
Se detuvo un momento evaluando la situación.
—Serörkh informa que ama ocupada reparando los flujos mágicos… alterados por los portales abiertos por el inframundo —añadió con un tono de disgusto hacia las criaturas infernales—. Demonios solo traen problemas. ¡Serörkh aplasta!
Isaz levantó la cabeza al oír aquello
—¿Entonces no acudiremos a la llamada de la Dama Blanca?
Y entonces Serörkh, con algo que en otro rostro podría haber recordado vagamente a una sonrisa sentención:
—Ama dice que vaya Isaz.
El joven enano, aceptó cabizbajo su destino mientras lanzaba un suspiro que buscaba la conmiseración de su padre y su hermano. Sin embargo ellos, esquivaron su mirada aliviados por no haber sido agraciados con aquella misión.