Personajes que aparecen en este Relato
REESCRIBIENDO EL PASADO III
Iglesia mayor de Instántalor, Justas de la Reina Sancha.
—Y así —dijo Barastyr señalando orgulloso unos planos extendidos sobre la mesa— quedará la gran cúpula de la nueva basílica del Todopoderoso Titán, donde se celebrarán las futuras Misas del Descenso. Este monumental templo será el mayor de todos y cada misa rendirá homenaje al Titán en su forma más grandiosa.
—Las arcas de la corona han hecho grandes esfuerzos para llevar a cabo este proyecto. Las justas han sido caras y un poco accidentadas —apostilló Érebos con tono serio—. Ha sido una excelente decisión dejar la obra en manos del Gremio de Artesanos y Hábiles Constructores: su reputación en el reino es impecable. Decidnos, eminencia, ¿estará satisfecha la Iglesia del Titán?
—Lo estará —sentenció Inocencio—. Siendo sincero, no daba un calamburo por el buen hacer de los políticos en estos tiempos que corren, pero tengo que decir que sois tan… eficaces, tan formales, tan rectos… Tenéis mi total agradecimiento y el de todos los fieles, claro. Veréis cuando la hermana Mitt Clementis se entere de esto.
—Es nuestro deber servir al orden establecido —afirmó Érebos inclinando la cabeza.
—Y el bienestar del reino, nuestra única razón de ser —añadió Barastyr.
En la penumbra de la capilla, las luces de las antorchas proyectaban sombras danzantes sobre los tensos rostros de los consejeros. El eco de las últimas palabras aún resonaba entre las columnas de mármol mientras Inocencio admiraba los detalles de los planos desplegados. La nueva basílica sería el mayor templo jamás visto, una obra monumental destinada a perdurar por generaciones y el símbolo del poder divino y terrenal. El Supremo Benevolente observaba el progreso con satisfacción.
Un lejano eco de instrumentos festivos se deslizaba por los ventanales del templo hasta el interior de la capilla. Las Justas de la Reina Sancha, una idea propuesta por los consejeros para distraer y calmar al pueblo ante las constantes batallas con los piratas, llenaban las calles de Instántalor de vida y color. Multitudes de toda Calamburia habían acudido atraídas por la promesa de un respiro, aunque la amenaza de lluvia y el cielo encapotado insinuaban que no todo estaba en equilibrio. Pese a la música y las risas lejanas, se advertía una sensación de latente oscuridad, como si la festividad no pudiera evitar que algo siniestro estuviera por irrumpir en cualquier momento.
—¡Deteneos! —irrumpió Trai en la capilla flanqueada por Grahim y un confuso Félix, que apenas podía ocultar su incomodidad ante la situación.
Ambos impromagos sostenían sus varitas en alto, listos para atacar a los consejeros, mientras que el erudito, inseguro, se mantenía en una posición más cauta. Félix no estaba convencido de si debían enfrentarse a los poderosos consejeros y al Sumo Pontífice. Sin embargo, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás: cualquier duda debía dejarse a un lado.
—¿Pero qué ultraje es este? —se indignó Érebos.
—¿Dos impromagos recién graduados atacando a dos humildes servidores de la corona a traición? —preguntó el otro consejero.
—¡Esto es intolerable! —exclamó el Sumo Pontífice—. Estos buenos hombres son gente honrada y la Iglesia del Titán no permitirá que les pongáis una de vuestras profanas varitas encima.
Barastyr lanzó una mirada burlona a los recién llegados con una sonrisa de autosuficiencia.
—No habréis sido vosotros los que soltasteis un pelusón gigante por la ciudad, ¿verdad? —murmuró haciendo referencia a los rumores de caos que la criatura desbocada había sembrado al inicio de las justas.
Érebos, con un aire de falsa compasión, añadió:
—Y para colmo, vais acompañados de un profesor de la torre… mal, muy mal.
Barastyr no pudo evitar disfrutar del desconcierto que se apoderaba del erudito.
—Profesor Félix, qué vergüenza… si la directora Aurobinda se enterara de que estáis atacando a estos humildes servidores de la corona… —continuó Barastyr con tono mordaz.
—El castigo sería servero —completó Érebos con gesto grave—. Nadie en su sano juicio querría enfrentarse a la ira de una antigua bruja.
El preclaro despejó su mente, desenvainó su elegante espada y se puso en posición de ataque. A su vez, los consejeros sacaron sus dagas y se prepararon para la ofensiva. Durante la batalla, Barastyr y Érebos luchaban con destreza, pero ocultaban un oscuro secreto: ambos estaban imbuidos de la magia del espejo descubierto en las profundidades de las catacumbas de Skuchaín, una poderosa reliquia conectada a las energías oscuras que en su momento intentaron controlar. Aunque la oscuridad les daba fuerza, no podían revelarla frente a Félix e Inocencio, pues arruinarían sus malévolos planes futuros. Cualquier muestra de poder oscuro alertaría a sus enemigos de lo que estaba realmente en juego.
Armados con sus hechizos, los impromagos mantenían la ventaja. Trai y Grahim lanzaban conjuros con entusiasmo:
—¡Terra Tremor! —gritó Grahim provocando un violento terremoto bajo los pies de sus enemigos.
—¡Venenum Exarmamentum! —continuó Trai desarmando a Barastyr, quien perdió su daga mientras caía al suelo.
—¡Gelum Solidum! —añadió su compañero conjurando una placa de hielo que atrapó las piernas de Érebos.
Mientras tanto, Inocencio intentaba desesperadamente convocar el poder del Titán, pero algo iba mal. El flujo de energía sagrada que tanto controlaba parecía bloqueado, debilitado por una fuerza oscura que emergía lentamente del zurrón de Grahim, donde guardaba el Códice Oscuro. Por más que se esforzase, el pontífice no conseguía que el poder del Titán respondiera.
Félix, por su parte, sujetó a Inocencio y lo paralizó mientras los impromagos tomaban ventaja sobre los consejeros. La batalla parecía llegar a su clímax cuando Grahim y Trai lograron atrapar a Érebos y Barastyr inmovilizándolos con sus poderosos hechizos. Con sus varitas en alto, los jóvenes magos estaban a punto de dar el golpe final cuando Félix, superado por la tensión, intervino desesperadamente.
—¡No podéis matarlos! —gritó con un evidente temblor en su voz—. Esto no es lo correcto.
—No lo entiende, profesor… —respondió Grahim con su voz cargada de desesperación—. Es necesario.
—No tenemos otra opción si queremos cambiar todo lo que está por venir —añadió su compañera con la misma intensidad—. Si no actuamos ahora, condenaremos a Calamburia a una era de oscuridad que no puede siquiera imaginar.
De repente, un halo de luz deslumbrante envolvió el sagrado edificio paralizando a todos los presentes. El tiempo mismo parecía haberse detenido. Tres figuras femeninas, cubiertas por largas y resplandecientes capas, emergieron con una presencia que desafiaba lo natural. Las nornas, tejedoras del destino, habían llegado.
Urd, la voz del pasado, habló primero con un tono que resonaba con un eco ancestral.
—Tenéis buen corazón, impromagos; pero nadie puede atravesar los sagrados muros del tiempo sin causar su derrumbe.
Su declaración fue como un juicio inapelable. Verdandi, símbolo del presente, continuó con una sabiduría desconcertante:
—No se puede sembrar el caos, cosechar poder y esperar que no haya consecuencias. Nadie puede beber la fruta, sembrar el jugo, ni descabezar a la sierpe cortando su cola —sentenció enigmática.
Trai y Grahim, todavía con las varitas en alto, se miraron sintiendo la abrumadora presencia de lo inevitable.
Skald, la visión del futuro, los observó con gravedad. Sus ojos eran abismos de posibilidades no exploradas y su voz la sentencia final:
—Tratar de borrar la oscuridad solo la hace más profunda.
Con un gesto fluido, las tres nornas alzaron los brazos moviendo los invisibles hilos del destino. En ese instante, el poder de su magia fue innegable: devolvieron a los jóvenes impromagos a su tiempo. El aire crepitaba mientras la realidad se reajustaba a su flujo natural trayendo la calma consigo.
Félix, los consejeros y el Sumo Pontífice se mantuvieron en su sitio aturdidos por el hechizo de las nornas. El erudito dio un paso al frente con la mirada fija en los consejeros.
—Os vi —señaló a los consejeros con un dedo acusador—. Algo oscuro os envuelve. Creí que defendíais a la corona, pero ahora veo que hay una sombra detrás de vuestras acciones. Lo sentí durante la batalla… esa energía oscura, esa corrupción. No podéis engañarme.
Los consejeros intentaron mantener la compostura, pero la tensión en el aire era palpable. Sabían que Félix había percibido algo que no podían negar y su acusación pesaba sobre ellos como una condena inminente.
Confuso, Inocencio recogía los planos dispersos del santuario. De pronto, vio algo que destacaba entre los papeles por su intenso color negro. Era el Códice Oscuro que, en la refriega de la batalla, se había caído del zurrón de Grahim sin que nadie se diera cuenta. La presencia del libro llenaba el ambiente de una sensación densa y ominosa. Cuando Inocencio lo abrió, una sombra se extendió por toda la capilla. Sus ojos se agrandaron mientras leía antiguas palabras llenaban su mente. Finalmente, con voz temblorosa, murmuró:
—Solo hay un Titán… y es el Titán Oscuro.
El tiempo mismo pareció detenerse. Cada figura de la capilla, atrapada en su propio movimiento, se volvía transparente, como si se fundieran con el aire. Una oscuridad inquietante llenó el espacio y de ella surgieron dos seres altos y solemnes con ropajes rojos y negros. Sus prendas ornamentadas con engranajes y relojes brillaban con un fulgor antiguo, como si cada hebra estuviera tejida con los secretos del tiempo.
Sus rostros, marcados por runas y profundas líneas rojas, los hacían parecer guardianes de una era lejana. Sus ojos, vacíos de emoción y llenos de sabiduría, recorrían la sala. Había en ellos una majestuosidad innegable. Sus pasos resonaban como ecos en un pasillo eterno y su mera presencia parecía desvanecer el sentido del ahora.
El primero de ellos levantó una mano y el aire mismo respondió temblando bajo su poder.
—¡Deteneos, Supremo Benevolente! —exclamó—. Ese libro no pertenece a vuestro tiempo y, como tal, no debe ser utilizado.
Inocencio, aún sorprendido por la escena que se desplegaba ante él, respondió con voz temblorosa:
—¿Cómo osáis dar órdenes a la máxima autoridad de la Iglesia del Titán? —replicó sorprendido—. ¿Y qué habéis hecho con el profesor y los consejeros?
—Ellos han sido paralizados en el tiempo —dijo uno de los guardianes con tono gélido—. Hemos entrado en sus mentes y les hemos hecho olvidar lo que ha pasado. Cada uno regresará a su tiempo y forma tal y como era antes de estos eventos. Todo lo demás será inalterable.
Inocencio observó con una creciente frustración mientras los guardianes continuaban su advertencia:
—Somos los Guardianes del Tiempo y vigilamos que los viajeros no cambien el destino de Calamburia antes de su debido momento, tal como lo hicieron los inventores al crear una realidad alternativa. El poder que habéis encontrado no pertenece a este momento y, aunque podéis usarlo, nadie debe conocer jamás la existencia de este poderoso libro. Si alguien lo descubriese las consecuencias serían catastróficas para el multiverso.
El otro Guardián se adelantó y explicó con voz grave antes de desaparecer:
—Sólo cuando se apaguen las estrellas de la constelación de Kharadûm, en la víspera del Día del Descenso, sabréis que ha llegado el momento. Al amanecer siguiente, cuando ya no sean visibles en el cielo, podréis usar el poder del libro. Ese será el instante clave en que el destino de Calamburia estará listo para cambiar.
Ambos guardianes se miraron con algo que, en rostros más expresivos, hubiera sido una mirada de respetuoso temor. Finalmente concluyeron al unísono.
—…la paradoja temporal.
Aunque a regañadientes, el sumo pontífice supo que no tenía elección. El poder del libro lo embriagaba, pero sabía que debía esperar.
—Sea —afirmó finalmente dando la reunión por zanjada.
Mientras las figuras de los guardianes se desvanecían, las nornas, observando desde su reino etéreo, sintieron el peso del cambio. Urd, la tejedora del pasado, vio cómo sus hilos se tensaban y rompían desgarrando de golpe siglos de historia. Verdandi, atrapada en el dolor del presente, sintió la tensión reverberar a través del tiempo. Skald, la del futuro, cayó de rodillas con lágrimas oscuras en sus ojos, al ver cómo su obra se desmoronaba.
El grito que emanó de las tres fue desgarrador; un alarido que retumbó en los confines del tiempo. Los hilos que una vez controlaban, se torcían y quebraban con violencia, reescribiendo el destino sin su control. Retorciéndose de dolor, Skald intentó reanudar el tejido del futuro, pero sus manos temblaban incapaces de reparar lo que había sido alterado. Cada puntada del tapiz del destino traía consigo un eco de sufrimiento, un desgarro que resonaba con los errores del pasado y los peligros del futuro. «Otra vez… se ha roto» musitó Urd con los ojos apagados. Verdandi, incapaz de soportar el peso del presente, cayó a su lado. Debían aceptar el nuevo y oscuro hilo del telar de Calamburia: el Titán Oscuro comenzaba a escribir su historia.
Mientras tanto en la Iglesía del Titán, Inocencio permaneció unos segundos más observando cómo Félix se desvanecía lentamente mientras los consejeros retomaban su conversación sobre los planos de la cúpula, completamente ajenos a lo que acababa de suceder. Algo poderoso fluía ahora por sus venas: el oscuro poder del Titán. Lo sentía de manera palpable, como nunca antes. Nunca más flaquearía en la batalla; la energía oscura lo rodeaba dándole una seguridad inquebrantable y la convicción absoluta de que el nuevo orden estaba a punto de nacer bajo su guía.
«Yo, vuestro humilde siervo, juro por siempre ser el instrumento de vuestra voluntad. Vuestra Iglesia preparará vuestra venida, oh señor de las tinieblas. ¡Y vuestros santos inquisidores sembrarán vuestras palabras allá donde antes reinaba el caos! ¡Crearé para vos un nuevo orden: la Santa Hermandad!»
En la actualidad en Skuchaín
Los impromagos regresaron a la torre con sentimientos encontrados: habían logrado detener a los consejeros oscuros, pero no sirvió de nada. Mientras procesaban su fracaso, el profesor Gónagan irrumpió:
—¿Qué hacéis aún aquí? ¡Os habéis perdido la Misa del Descenso y las alabanzas al Titán Oscuro! —añadió con un gesto fervoroso—. ¡Se ha nombrado a Clemente Primer Hermano de la nueva orden: la Santa Hermandad!
—¿Titán… Oscuro? —preguntó Trai desconcertada.
Un tenebroso susurro envolvió a la impromaga. Sus ojos se tornaron negros un segundo antes de volver a la normalidad y la sombra que había caído sobre Calamburia comenzó a afectarles.
—Nos castigaremos por haber faltado, profesor. No hemos sido dignos —dijo con una voz que no parecía propia.
—Me temo que nuestra aventura en el pasado ha traído graves consecuencias al presente —sentenció Grahim justo antes de que sus ojos también se oscurecieran—. Tienes razón, Trai… nuestro castigo debe ser acorde a nuestros actos.