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LAURENCIA, LA PÍCARA DE SIEMPRE
El sol comenzaba a descender sobre el horizone tiñendo el cielo de tonos cálidos mientras Laurencia y Drawets caminaban por el estrecho sendero. El aire fresco del atardecer traía consigo el aroma de la hierba húmeda, pero el ambiente entre los dos hermanos no podía ser más tenso.
—No puedo creer que hayamos conseguido escabullirnos —resopló Drawets con un tono que mezclaba alivio y frustración—. ¿Todo esto solo para que fueras a comprobar si la taberna estaba cerrada de verdad?
Laurencia se encogió de hombros, con una sonrisa descarada.
—¿Y si no lo hubiese estado? ¿Y si hubiera estado abierta? —respondió agitando las manos—. No iba a quedarme con la duda. Necesitaba asegurarme.
—¡Casi no lo contamos, Laurencia! —exclamó el pícaro gesticulando exageradamente—. Nos hemos topado con el mismísimo comendador, ¡Don Beltrán en persona! y su fiel secretario, Don Lope. ¿Recuerdas lo que dijo el comendador? No se detendría hasta ajusticiarme de una forma en la que ni siquiera mi inmortalidad podría salvarme.
Laurencia hizo una mueca, pero su tono seguía despreocupado.
—Ah, sí. Ese «encuentro fortuito». Lo pasamos bastante mal, lo admito. Pero hay que ver lo serio que es Don Beltrán con sus antiguos edictos. Me recordó a esos nobles de las viejas historias que no saben cuándo parar.
—Lo que no sabes es que si no fuera por Don Lope, quien modificó uno de esos edictos, ¡ya estaríamos en prisión o algo peor! —replicó Drawets visiblemente molesto—. Don Lope es lo único sensato en ese lugar. Aun así, casi no salimos de Instántalor con vida.
Laurencia lo miró con una sonrisa maliciosa, claramente disfrutando de la situación más de lo que debería.
—Sí, sí, casi no lo contamos. Pero, oye, estamos vivos, ¿no? Además, te encanta cuando las cosas se ponen tensas.
Drawets soltó un suspiro profundo, frotándose las sienes.
—Laurencia, te lo digo en serio, algún día no tendremos tanta suerte.
—Bah, no te preocupes tanto. Ya conseguimos escapar de los comendadores una vez hace muchos años, podemos hacerlo todas las veces que sean necesarias.
El silencio cayó entre ellos por unos momentos. Mientras caminaban, Drawets no podía evitar pensar en todos los problemas recientes que habían tenido, en especial por las decisiones de su hermana.
—Hablando de sobrevivir… —murmuró él—. ¿Cómo es que siempre acabamos en situaciones como esta? No es la primera vez que debemos escapar de líos por tu culpa. Y esto me recuerda… lo de Banjuló… —agregó entrecerrando los ojos.
La pícara frunció el ceño, visiblemente irritada, y se detuvo bruscamente.
—¡Ya basta, Drawets! ¡Te lo he dicho mil veces! —exclamó parando en seco y cruzando los brazos.
—¿Otra vez con lo mismo? —resopló él frotándose la frente—. ¡Lo de Banjuló es un lío tuyo, Laurencia, no mío!
La aludida lanzó una carcajada sarcástica.
—Pues claro que es mi problema. Por eso lo he dejado.
Drawets se detuvo en seco, su ceja se levantó lentamente mientras la miraba con una mezcla de incredulidad y diversión.
—Espera, espera, espera… ¿Lo has dejado? ¿Has abandonado a Banjuló y a tu hija? —preguntó él arrastrando las palabras con tono burlón—. Vaya, no esperaba menos de ti.
Laurencia lo fulminó con la mirada.
—¡No me mires así! —protestó—. ¡Ya no soportaba su manía de oler queso antes de acostarse! ¡Y su hija es insoportable! —hizo una pausa pensando—. Bueno, técnicamente también es mi hija, pero ya sabes… cosas que pasan.
Drawets se echó a reír.
—¡Cosas que pasan! ¡Cosas que pasan! Laurencia, lo que a ti te pasa no le pasa a nadie. Deja a su pareja, abandona a la hija, y ahora… ¿qué sigue? ¿Te vas a casar con un unicornio esta vez?
Laurencia respiró hondo con las mejillas enrojecidas, pero intentando mantener la compostura.
—Pues resulta que…— farfulló entre dientes.
—Oh no, ¿qué más hay? —preguntó su hermano con una mezcla de anticipación y horror fingido.
—Estoy embarazada otra vez —soltó Laurencia cruzando los brazos y esperando la reacción de su hermano.
Drawets se quedó boquiabierto, con los ojos muy abiertos y las manos en alto como si le hubieran lanzado un hechizo paralizante.
—¡Pero si hace solo seis meses que…! ¡No puede ser! —exclamó señalándola como si hubiera cometido un crimen.
Laurencia asintió mirando hacia el cielo con fingida resignación.
—Pues sí, ¡mala suerte! Ya ves… aunque claro, en esta ocasión la cosa es… un poco más complicada.
—¡No me digas que el padre es…! —empezó Drawets, pero se detuvo al ver cómo Laurencia desviaba la mirada, mordiéndose el labio inferior.
—Es tuyo —dijo ella finalmente soltando las palabras como si fueran una flecha envenenada.
Hubo un momento de silencio absoluto. Los grillos que solían acompañarles en el camino parecieron callarse por primera vez en horas. Drawets la miraba boquiabierto, con una mezcla de confusión, asombro y… una pizca de orgullo mal colocado.
—¡Espera, espera! —gritó finalmente—. ¡¿Mi hijo?! Laurencia, ¡esto es un giro digno de las leyendas!
—Tampoco te vengas arriba, Drawets. — lo miró con los ojos entrecerrados—. No es algo sobre lo que vaya a escribir una epopeya. Es más bien… un pequeño inconveniente.
—¡Un pequeño inconveniente! —repitió el pícaro con una carcajada—. ¡Somos la peor familia de Calamburia! ¡Esto no lo arregla ni el Titán!
Laurencia no pudo evitar reírse a su pesar, y el ambiente entre los hermanos se alivió un poco mientras seguían caminando por el sendero. Claro, ahora tenían una nueva complicación: un embarazo en medio de una misión que apenas comenzaba. Los hermanos se mantuvieron pensativos hasta que, tras unos minutos de silencio, Laurencia, como siempre, no tardó en romper la calma.
—Bueno, ¿no te estás preguntando por qué te arrastro hasta el Templo de los Elementos? —dijo ella con un tono juguetón, sin mirar a su hermano.
Drawets, que hasta ese momento había estado perdido en sus propios pensamientos, la miró de reojo con un suspiro.
—Oh, sí. ¡No puedo dejar de pensar por qué estamos cruzando media Calamburia en medio de una invasión demoníaca! —respondió con sarcasmo—. ¡Estoy ansioso por saber cuál es tu brillante idea esta vez!
Laurencia sonrió de lado.
—Tengo un antojo —dijo, como si fuera lo más normal del mundo.
Drawets parpadeó incrédulo.
—¿Un antojo? —repitió mirando a su hermana como si hubiera perdido la cabeza—. ¿Me estás diciendo que en plena invasión del Inframundo te ha entrado un antojo?
La pícara asintió tranquilamente, como si estuviera hablando del clima.
—Exactamente, un antojo. Y no cualquier antojo. Necesito beber Sangre del Titán.
Su hermano la miró en silencio por unos segundos, y luego estalló en una carcajada.
—¡La Sangre del Titán! ¡Es solo un vino, Laurencia! ¡Un vino común y corriente que se vendía en la taberna Las Dos Jarras hasta que cerraron! ¿Eso es lo que nos tiene corriendo por toda Calamburia? ¿Un antojo de vino barato?
La mujer se cruzó de brazos, ofendida.
—No es un vino, Drawets. Es el vino. ¡El mejor que he probado! Y desde que cerraron la taberna no lo he vuelto a probar. Además, Sangre del Titán no es cualquier vino, tenía su toque mágico… aunque claro, no tanto como tu inmortalidad.
El pícaro bufó entornando los ojos.
—¿Vas a sacar el tema del pacto otra vez? —preguntó con ironía.
—¡Pues claro que sí! —exclamó Laurencia señalando a su hermano—. ¡Eres inmortal, Drawets! ¡Nada puede matarte! Y, sinceramente, después de lo que hemos pasado, me merezco una copa de vino decente.
Él se encogió de hombros, recordando el pacto que había sellado con el Titán hacía años. Su inmortalidad era una bendición en algunos casos, y una maldición en otros. Había sobrevivido a más ataques mortales de los que podía contar, especialmente los de la Guardiana del Inframundo, que lo había perseguido por toda Calamburia.
—Por si lo has olvidado —dijo Laurencia mientras seguían caminando—, gracias a mí saliste del mismo Infierno, ¿o no? Nadie más podría haber sobrevivido a lo que pasamos allí abajo, y todo lo que me pides es que no tenga antojos de vino. ¡Qué injusto!
Drawets sacudió la cabeza, frustrado.
—Laurencia, sobrevivimos al Inframundo porque teníamos la suerte de nuestro lado. Y sí, tal vez mi inmortalidad ayudó un poco. Pero, ¡¿en serio estamos arriesgando la vida por una copa de vino?! ¡Hay una guerra en marcha! ¡Los demonios están invadiendo Calamburia para tomar el Palacio de Ámbar!
Laurencia se encogió de hombros.
—¿Qué quieres que te diga? —respondió sin inmutarse—. El vino no espera, Drawets, y con todo este caos… es lo único que me calmará.
—¿Lo único? —miró a su hermana con incredulidad—. ¿El Palacio de Ámbar cayendo en manos de los demonios, y tú te preocupas por un vino?
La pícara asintió con una expresión perfectamente seria.
—Exactamente. Si voy a enfrentarme a hordas de demonios, lo mínimo que merezco es una copa de Sangre del Titán para animarme.
Drawets suspiró profundamente, claramente resignado.
—Lo que no entiendo es cómo hemos llegado hasta aquí. Somos unos pícaros, Laurencia. Esto de enfrentarnos a demonios y andar buscando templos no es lo nuestro. ¿De verdad crees que vale la pena todo esto por una copa de vino?
Laurencia se detuvo y lo miró directamente a los ojos.
—No es solo por el vino, Drawets. Si los demonios conquistan el palacio, nos quedamos sin Calamburia… y sin nuestras pequeñas aventuras. Y tú sabes bien que somos los mejores cuando se trata de aprovecharnos de las situaciones.
Drawets la miró de reojo y no pudo evitar una sonrisa. Su hermana tenía razón, como siempre. Entre tantas tramas y guerras, ellos eran expertos en sacar ventaja de cualquier caos que se presentara.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo finalmente, con una sonrisa resignada—. Vamos al templo. Pero cuando estemos rodeados de demonios, quiero que recuerdes que todo esto es por un antojo de vino barato.
La pícara le dio una palmadita en la espalda.
—No te preocupes, hermano. Si nos rodean demonios, te dejaré que seas tú quien negocie. Después de todo, eres mucho más convincente que yo cuando se trata de persuadir a los seres infernales.
El aludido resopló negando con la cabeza.
—Esto es ridículo —murmuró mientras seguían caminando—. Todo por un vino… Pero explícamelo, Laurencia… ¿Cómo demonios piensas sacar vino de un templo dedicado a los elementos?
Laurencia sonrió astutamente y lo miró de reojo. Entonces, de forma teatral, cambió su tono, engolando la voz como si estuviera impartiendo una lección:
—Es bastante simple, hermano. Los elementales responden a aquello que entra en contacto con su esencia. Si introduces una sustancia en el entorno adecuado, el elemental toma su naturaleza temporalmente. Agua, fuego, tierra o viento… cualquiera de ellos puede transformarse momentáneamente en aquello que lo toca, adaptándose a esa sustancia.
Drawets arqueó una ceja, incrédulo.
—¿Y cómo demonios sabes eso?
Laurencia se encogió de hombros, abandonando el tono dramático y recuperando su sonrisa traviesa.
—Me lo contó un alquimista muy simpático hace tiempo. Digamos que compartimos un par de copas… nos emborrachamos un poco, y bueno… cabalgamos en el caballo de las sábanas blancas, ¿entiendes? —lanzó una taviesa risita—. Al final, me acabó contando ciertos secretillos de sus artes, especialmente los relacionados con el vino. Era un buen alquimista… y un excelente amante.
Drawets soltó una risa incrédula.
—¡Claro! Siempre con tus contactos, Laurencia. Me pregunto qué más te habrás «ganado» en ese trato. Bueno, vamos, entonces, a por ese vino antes de que los demonios acaben con lo que queda de este reino.