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EL RAPTO DEL UNICORNIO
El viento salado soplaba con suavidad sobre la playa de Kalzaria mientras las gaviotas y los cuervos se disputaban los restos de pescado esparcidos por la arena. Las aves chocaban sus picos en una lucha silenciosa, tratando de hacerse con lo poco que quedaba. Railey estaba sentado en la arena, observando la escena con ojos apagados junto a las ascuas aún humeantes que había cocinado el pescado que se acababa de comer. Se apartó un poco, murmurando para sí mismo, como si las aves pudieran entender su dolor.
—No debí dejarla ir sola al Palacio de Ámbar —su voz apenas se oía sobre el ruido del mar—. Mi misión era cuidar de Elora aquí, en la isla… pero ¿en qué demonios estaba pensando? Deberíamos haber ido los dos, o al menos quedarse uno…
Las gaviotas, intrépidas, se acercaron a lo que quedaba de su comida, pero él las espantó con un rápido movimiento de la mano. Railey se inclinó hacia adelante, clavando su mirada en el mar infinito, buscando respuestas en las olas que rompían sobre las rocas.
—¿Soy mal padre? —reflexionó mientras se recostaba, sintiendo el aplastante peso del remordimiento—. Le regalé a Elora un unicornio falso, un simple caballo con una concha pegada en la frente… ¡Qué ridículo! Y para colmo, ni siquiera fui capaz de pedirle matrimonio a Mairim.
Sacó de su bolsillo un pequeño anillo de rubí. Lo sostuvo en la mano con los dedos tensos, recordando el momento en que lo consiguió. Lo había intercambiado con una misteriosa dama, quien le había ofrecido la joya a cambio de un trozo de piedra que en Kalzaria usaban como simple decoración. Ella lo llamó «mágico», pero él nunca llegó a creer en esas historias.
—¿Qué hago ahora con esto?» —se preguntó con el rubí brillando débilmente bajo la luz del sol—. Ni siquiera sé si alguna vez tendré el valor de dárselo.
Railey se quedó un momento en silencio. El anillo aún estaba en su mano, pero su mente ya había viajado hacia otro pensamiento incómodo que lo atormentaba: John Nathaniel. No podía evitar compararse con él. Con un suspiro profundo, tomó una decisión y deslizó el anillo en su dedo, sintiendo el peso del rubí mientras recordaba todas sus inseguridades.
—Es más apuesto que yo —dijo con un deje de amargura en la voz—. Más listo también. Siempre con esa actitud elegante y encantadora… Railey suspiró sintiendo cómo cada una de sus palabras pesaba más que la anterior—. Nunca parece dudar de nada: siempre sabe qué hacer y qué decir. Y aquí estoy yo, incapaz de pedirle matrimonio a Mairim después de todo este tiempo.
De repente, lleno de frustración, dio un golpe seco en la arena. Las gaviotas se alzaron de inmediato volando en círculos sobre su cabeza, asustadas por el ruido. Los cuervos siguieron su pelea, ignorando el estallido de rabia del bucanero. Él se quedó un momento en silencio mirando el suelo con los dedos apretando el anillo que tenía en la mano.
—¿Cómo voy a competir con alguien como John Nathaniel? —se preguntó en voz baja—. ¿Y si ella… y si Mairim prefiere finalmente estar con él? ¿Y si ante la disputa decide dejar de estar con los dos?
El viento continuaba acariciando la orilla mientras Railey permanecía inmerso en sus pensamientos, con la mente anclada en sus dudas. Sin embargo, más allá del murmullo del mar y el batir de las alas de las gaviotas, un sonido diferente comenzó a oírse, apenas perceptible al principio. Entre el denso bosque de palmeras, una voz femenina resonaba a lo lejos interrumpiendo el silencio que lo rodeaba. El eco de esa voz cruzaba los árboles, cada vez más cercano, rompiendo la calma del lugar.
—¡Yardan! —vociferó Karianna emergiendo de un portal que se había abierto entre el reino faérico y el terrenal—. ¡Hijo, ¿dónde estás?!
Breena apareció a su lado a través del mismo portal, siguiendo a su señora con pasos apresurados. Karianna, la Dama Blanca, mantenía su porte habitual, imponente como siempre. Su larga cabellera dorada brillaba bajo la luz que, como de costumbre, parecía fundirse con su túnica etérea. Había algo en su presencia que, incluso en los momentos más tensos, conservaba la serenidad propia de alguien que ha gobernado el Reino Faérico durante los últimos años.
Breena, por su parte, no ocultaba su preocupación. La fiel espíritu protectora, que tantas veces había estado a cargo de misiones importantes, caminaba con rapidez. Vestía el mismo traje elegante y ligero que solía usar cuando adoptaba su forma humana y, aunque reflejaba el brillo del sol, su mirada estaba claramente oscurecida por la angustia que sentía en ese momento. Ambas sabían que no había tiempo que perder.
—Las pisadas están recientes, no puede haberse ido muy lejos —comentó Breena con su mirada fija en el suelo.
Karianna suspiró visiblemente irritada.
—¿Pero cómo has podido perderle? —preguntó la hastiada madre—. ¡Para un minuto que lo dejo a tu cargo! Se supone que eres un espíritu protector… algún día nos va a dar un disgusto.
—Lo lamento, señora —contestó el espíritu agachando la cabeza—. Pero en cuanto me giro, se mete en cualquier portal. Es un diablillo desde el cuerno hasta las pezuñas. Le juro que en mis cientos de años de existencia nunca me había pasado algo así… Ese pequeño unicornio es demasiado escurridizo incluso para mis poderes.
Karianna suspiró de nuevo, pero esta vez su tono se suavizó.
—Bueno, bueno, no te preocupes, lo encontraremos. Es solo un niño, no ha podido ir muy lejos.
Ambas mujeres seguían avanzando visiblemente preocupadas. La historia que envolvía al pequeño Yardan era compleja. Titania, la dama de las hadas, al descubrir que su hijo había engendrado un potrillo con una unicornio, lo consideró una deshonrosa traición. Juró vengarse y perseguir al pequeño, bromeando amargamente con la idea de colgar su cuerno en el salón. Desde aquel día, Yardan no podía salir de casa sin escolta y Breena tenía la tarea de protegerlo constantemente. Pero el pequeño siempre encontraba la manera de escapar.
Mientras caminaban, la mirada de Breena se desvió hacia los portales. Algo no estaba bien.
—Los portales están cambiando —murmuró con preocupación—. Antes, su color era aguamarina, un reflejo del espíritu arcano que siempre acompañaba a la reina faérica. Pero ahora… —su rostro se endureció mientras observaba el portal por el que habían cruzado, que ahora mostraba un siniestro tono violáceo—. Algo oscuro está pasando.
De repente, entre las palmeras, la princesa Elora apareció corriendo con una sonrisa traviesa en el rostro.
—¡Me he ezcapado de mi padre porque ez muy aburrido! —exclamó la niña pronunciando la zeta de manera adorable.
—Bueno, al menos conmigo no te aburres, ¿verdad? —respondió Railey con un gesto cómplice, satisfecho de que su hija prefiriera estar con él.
Elora asintió con entusiasmo, pero su expresión cambió al recordar algo importante.
—He ezcuzado una zeñora gritando entre la maleza. Padeze preocupada.
Railey frunció el ceño. Las voces debían venir de las cercanías del portal. Pensó que sería una buena idea investigar, así que decidió ir con la pequeña Elora por si podían ser de ayuda.
—Vamos a ver qué pasa, pero tú mantente cerca —dijo tomándola de la mano mientras se adentraban en la espesura.
Después de caminar unos metros, Railey divisó algo que lo llenó de alivio: la elegante cola de un potro dorado. Su mente empezó a trabajar rápidamente. ¿Podría ser un nuevo regalo para su hija? ¿Tal vez uno que enmendara su anterior fracaso? Seguro que eso le granjearía muchos puntos, tal vez incluso conseguiría que lo viera como el mejor padre del mundo.
—¡Hoy es mi día de suerte! —susurró para sí mismo disimulando su entusiasmo. Con un gesto rápido, hizo que Elora esperara detrás de unos arbustos—. Quédate aquí, pequeña. Esto será rápido.
Se acercó al potro dorado y, con destreza, lo atrapó con la cuerda que llevaba como cinturón, aunque el animal se revolvió intentando escapar. Finalmente, Railey lo inmovilizó y regresó triunfante con su captura.
Al volver, se encontró con una escena inesperada: Elora estaba radiante de felicidad. No solo porque él había atrapado al potro, sino porque también se había hecho amiga de un unicornio muy grande y un ciervo que estaban a su lado. Parecían estar en perfecta armonía con la niña, como si fueran viejos conocidos.
—Mira, hija, ¡un pony salvaje para que lo domes y le des de comer! —dijo con entusiasmo.
Elora abrió los ojos de par en par y exclamó emocionada:
—¡Oh, un unicorrnio bebé, ez lo que yo quería! —dijo sin poder contener la emoción—. ¡Ya veraz, zeremoz grandez amigoz y te peinaré y te daré de comer!
—Hombre, a un buen plato caliente no me negaría, la verdad —respondió el unicornio resignado.
Railey soltó una carcajada y añadió:
—Ya decía yo que tenías algo raro en la frente. Pero si realmente vienes del mundo faérico, ¿por qué no te muestras con tu forma humana?
—Porque aún no controlo mi transformación —admitió el unicornio con un toque de vergüenza.
—Pero nosotras sí —dijo la Dama Blanca, justo cuando un estruendo profundo resonó en el aire.
El sonido no fue más que el eco de su transformación. Tanto Karianna como Breena, que hasta entonces habían estado junto a Elora en sus formas mágicas, cambiaron de inmediato. La energía liberada por el cambio llenó el espacio y, en cuestión de segundos, las dos figuras que habían sido un unicornio y un ciervo ahora se erguían en sus majestuosas y poderosas formas humanas, alarmadas al ver lo que sucedía. ¡Yardan había sido capturado por unos insolentes humanos! Sin perder más tiempo, Breena lanzó un poderoso escudo mágico mientras la Dama Blanca se adelantó y, con la gracia y precisión de su cuerno, cortó las ataduras que sujetaban a su hijo. Tras liberarlo, regresó rápidamente junto a su compañera y comenzó a examinar que su pequeño estuviera bien. Inspeccionó sus cascos, patas, grupa, lomo, crines y cuerno. Estaba perfecto, salvo por un poco de barro en sus cuartos traseros, seguramente por revolcarse, como solía hacer.
Una vez que aseguró que Yardan estaba sano y salvo, lo puso detrás de ella y se giró con furia hacia los humanos.
—¡¿Cómo habéis osado, insignificantes humanos, secuestrar a mi hijo?! —vociferó con voz imponente.
—No, madre, no me han secuestrado —intentó explicar el cansado Yardan—. Estos amables señores se han confundido, pero ya me iban a…
—Deja hablar a los mayores, que bastantes diabluras has hecho hoy —intervino Breena con firmeza.
En ese momento, Elora gritó emocionada:
—¡Ay papá! ¡Papá! ¡Un unicornio mamá! ¡Quiero el grande para que cuide del bebé! ¡Y azí podré montarlo cuando zea reina! Pero quiero que se conviertan en unicornios otra vez, no quieron que tengan su forma humana. ¡No me gusta!
Karianna lanzó una severa mirada hacia la niña. ¿Cómo osaba dirigirse a ella de esa forma? ¿Acaso no sabía que estaba hablando con la mismísima Dama Blanca del Mundo Faérico?
—No sé si podremos quedarnos con tantos animales, hija. Luego comen mucho y hay que sacarlos de paseo —comentó Railey con cara de circunstancias.
Breena comenzó a mover lentamente sus manos mientras murmuraba algo en voz baja y el cuerno de su señora empezaba a brillar intensamente. Con una velocidad asombrosa, la Dama Blanca se lanzó hacia el captor de su hijo dispuesta a atacar. Su cuerno brillaba con un poder cegador y, en un solo movimiento, cortó el aire con una fuerza destructiva dirigida a liberar a Yardan.
En ese mismo instante, Railey se adelantó para proteger a su hija de lo que pudiera ocurrir. El anillo de rubí que llevaba en su mano comenzó a brillar con una intensidad inesperada. Lo levantó con determinación y, para sorpresa de todos los presentes, de él emergió un halo de fuego que se expandió rápidamente, envolviendo a todos los presentes y formando una barrera de llamas que envolvió a los piratas.
La dama blanca intentó embestir la barrera, pero el fuego que la envolvía la quemaba cada vez que lo hacía. No se rindió. Volvió a cargar por segunda vez. Tercera. Cuarta. El escudo seguía intacto, pero tras un quinto y violento golpe, su poderoso cuerno logró abrir una pequeña grieta. La barrera comenzaba a debilitarse.
Breena se dio cuenta de que esa magia no era de ese mundo. Era una magia que le resultaba familiar, como si la hubiera visto anteriormente. ¿Sería magia faérica? Cuando comprendió lo que estaba ocurriendo, se quedó paralizada por un instante, helada ante la revelación. Tan pronto pudo reaccionar, gritó desesperadamente para detener el ataque insistente de su señora.
—¡Deteneos, mi señora! ¡Esa magia es… diferente! ¡Pertenece a…! —Breena intentó advertir, pero no logró terminar la frase.
Antes de que pudiera acabar, Karianna ya había decidido. Unió todas sus fuerzas y, con un gesto firme, hizo aparecer su báculo. Transformándose rápidamente en su forma humana, canalizó todo su poder y, con una energía arrolladora, golpeó la barrera una vez más. El escudo cedió, quebrándose con un estruendo ensordecedor. Todos cayeron al suelo arrastrados por la explosión de magia liberada.
Karianna abrió los ojos lentamente. Apenas tenía fuerzas y no recordaba con claridad lo que había ocurrido. A su lado dormían Yardan, Breena y los piratas. Se incorporó con esfuerzo, pues su cuerpo aún estaba débil por el esfuerzo. Lo primero que notó fue que el anillo en la mano de Railey, que seguía tendido en el suelo, volvía a relucir, aunque esta vez de manera más tenue. Un halo sutil emanaba de él.
El bucanero, sintiendo una quemazón en su piel, reaccionó rápidamente. Se incorporó levemente y, con gesto brusco, lanzó el anillo al suelo. El rubí brillaba débilmente mientras él observaba su mano con sorpresa.
—¿Qué está pasando? —murmuró Karianna mientras se acercaba despacio.
Esta vez, la llama que antes brotaba del anillo estaba fría. Algo extraño sucedía: poco a poco, una figura comenzó a formarse desde el anillo. Piernas, vientre, brazos, torso, cuello y, finalmente, una cabeza. La dama blanca se aproximó aún más, incrédula. Su corazón se encogió cuando finalmente reconoció lo que veía.
—No… —murmuró mientras un grito sordo escapaba de su garganta—. No puede ser….
Frente a ella yacía När, la anciana carmesí, que había emergido del propio anillo.
Breena, al tomar control de la situación, fijó su mirada en la sortija que aún permanecía en el suelo. Con un gesto rápido, invocó una poderosa magia. El aire de su alrededor pareció densificarse mientras canalizaba la energía necesaria. El cadáver de När, que yacía inmóvil ante ellos, comenzó a rodearse de un resplandor etéreo de color rojizo que parecia llamas y se desvaneció.
Karianna permaneció en silencio un instante como intentando apartar la pesadumbre que la embargaba. Finalmente, respiró hondo y habló con una voz más suave de lo habitual, pero aún cargada de autoridad.
—Hemos terminado. Seguir luchando no tiene sentido ahora… demasiadas vidas ya se han perdido hoy —dijo, sin mirar directamente a los piratas, con un leve temblor en su voz que enseguida reprimió—
Con un gesto casi imperceptible, como si la carga de lo sucedido aún pesara sobre ella, Karianna desvió la mirada.
—Hijo, Breena… vámonos —concluyó, su voz firme de nuevo, aunque sus ojos mostraban rastros de lo que intentaba ocultar.
Con esas palabras, los tres seres faéricos desaparecieron regresando a su mundo en un susurro de magia.
—¡Qué aventura, papá! ¡He vizto un unicornio y ezta vez de verdad! ¡Y hemoz hecho trez nuevoz amiguitoz y hemoz tenido un inolvidable y apazionante combate! —exclamó Elora con entusiasmo—. ¡Volvamoz al barco a contárzelo a papá!
Antes de que pudieran hacer el más mínimo movimiento, un grupo de piratas bucaneros irrumpió corriendo, sus rostros desfigurados por la preocupación.
—¡El capitán John Nathaniel ha desaparecido! —gritó uno de los piratas jadeando tras la carrera—. No está en los barcos ni en las tabernas… ¡ni en ningún sitio!
El corazón de Railey dio un vuelco. La desaparición de Nathaniel era lo último que esperaba oír después de todo lo que había sucedido. Sin perder un segundo, él y su hija Elora se lanzaron a correr junto a los filibusteros, dirigiéndose al barco con la esperanza de encontrar alguna pista que revelara el paradero de su capitán.
La playa, que antes estaba llena de estruendo y caos, quedó envuelta en un silencio inquietante. Las gaviotas y los cuervos, siempre oportunistas, empezaron a regresar poco a poco, reanudando su habitual lucha por los restos de comida esparcidos en la arena. El eco de sus alas y sus graznidos rompían la calma momentánea.
Sin embargo, uno de los cuervos no se unió a la habitual pelea por los despojos. Con un vuelo elegante, se posó suavemente junto al anillo que yacía en la arena olvidado tras la intensa batalla. Sus ojos, inusualmente brillantes, emitieron un destello rojizo, casi como si algo oscuro lo impulsara. Con un movimiento preciso, el cuervo recogió el anillo con su pico y, sin titubear, extendió sus alas en un poderoso batir.
El ave alzó el vuelo, alejándose velozmente en dirección a Calamburia donde, en la distancia, su señora le aguardaba.