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EL RESURGIR DEL INFRAMUNDO
De repente, el gran portón de nogal se abrió y apareció la comitiva de Kalzaria, encabezada por Cristóforo, uno de los piratas más valorados de la isla. Tras él caminaban Mairim, la Reina Pirata, su tío Efraín y Pierre Leblanc, miembro de la antigua orden de los Hombres del Rey Rodrigo.
Mientras Pierre avanzaba, una figura conocida lo detuvo en seco. Era Hernand de Lohan, el capitán de los Hombres de la Reina. Hernand, astuto y consciente de las dificultades económicas de su antiguo compañero Pierre, se había aprovechado de su situación en más de una ocasión. Sabía que, tras la caída de la orden de los Hombres del Rey, Leblanc y los pocos leales que quedaban a Rodrigo V, Petequia y su hijo Comosu, se encontraban en una posición precaria, obligados a aceptar trabajos al margen de su antigua gloria.
El episodio más reciente había tenido lugar en los calabozos de Tilaria von Vondra, donde de Lohan había manipulado a Pierre para llevar a cabo un oscuro encargo. Sin embargo, aquella vez fue diferente. Hernand, en su urgencia por cumplir la misión, le dejó a deber un favor importante, uno que Pierre no había olvidado. Ahora, aunque ambos seguían caminos opuestos, esa deuda seguía pesando en el aire y en el recuerdo de los soldados. Sin decir una palabra, el capitán agachó levemente la cabeza, reconociendo que la obligación seguía vigente.
—Majestad —saludó Mairim inclinándose profundamente en señal de respeto, seguida por el resto de su comitiva. Su tono grave reflejaba el respeto que sentía—. Lamento profundamente vuestra pérdida. No puedo imaginar el dolor que debéis estar sintiendo. Si alguna vez necesitáis una confidente, contad conmigo.Mientras asentía con un gesto leve, los ojos de Melindres se detuvieron en el pecho de la reina pirata. Al inclinarse, Mairim dejó al descubierto una marca que llamó la atención de Melindres. Era la señal del Titán, el mismo emblema que una vez había brillado en el torso de su difunto esposo y que, tal vez algún día, aparecería en sus propios hijos. Verla ahí despertó en Melindres una mezcla de sentimientos. Aquella marca simbolizaba el poder y la promesa de algo mucho más grande, algo que vinculaba a Mairim con un destino ancestral.
—Sabéis tan bien como yo que los tiempos que se avecinan no serán sencillos —dijo Melindres eligiendo cuidadosamente sus palabras. Apreciaba el gesto de Mairim, pero su dolor la mantenía distante. Este encuentro, lo sabía, trascendía el simple pésame—. Por eso os propongo una alianza defensiva —declaró Mairim con firmeza, consciente del peso que la reina Melindres cargaba y de lo que estaba por venir—. Los mares ya no son seguros y lo que amenaza a Calamburia pronto llegará a nuestras costas. Si unimos fuerzas, podremos proteger nuestros reinos y enfrentar lo que está por venir. No podemos permitir que la guerra nos divida: debe fortalecernos.
Melindres la observó en silencio, sopesando las implicaciones de la propuesta. Sabía que Mairim tenía razón y que el futuro requeriría más que simples alianzas políticas; se necesitarían guerreros dispuestos a sacrificarlo todo. Antes de que pudiera responder, Pierre Leblanc dio un paso adelante.
—Mi reina —intervino Pierre con un tono solemne—, en nombre de la antigua orden de los Hombres del Rey, juro lealtad hacia vos y vuestra familia. Aquellos de nosotros que permanecemos leales ahora nos comprometemos a unirnos a los Hombres de la Reina. Protegeremos este reino hasta nuestro último aliento.
Melindres asintió con mayor firmeza, reconociendo la importancia de sus palabras. Sin embargo, antes de que las reinas pudieran concluir su conversación, el gran portón se abrió de nuevo, revelando a los oscuros invitados del Inframundo. Amunet, con paso firme y una mirada que desafiaba a la corte, avanzaba bajo las miradas recelosas de los presentes. A su lado caminaba su esposo, Xezbet, seguido por los consejeros Barastyr y Érebos, cuyas sombras parecían alargarse a cada paso.
—Altezas —saludó Amunet con una reverencia elegante; su tono era suave, pero en sus palabras se deslizaba una sutil ironía—. Reina Mairim, es un honor conoceros. He escuchado historias sobre vuestras últimas gestas en los mares, y debo decir que vuestra reputación crece a pasos agigantados.
Dirigiendo entonces su atención a Melindres, su tono cambió levemente, cargado de una simpatía que no podía sino sentirse vacía:
—Reina Melindres, lamento profundamente la pérdida que habéis sufrido. Aunque me imagino que mi presencia aquí es, cuanto menos, incómoda para vos, os aseguro que no he venido para acrecentar vuestro sufrimiento. Más bien, mi intención es ofrecer un camino hacia el entendimiento… y, quizás, la paz.
Las palabras apenas habían salido de su boca cuando Zora, la reina madre, se levantó de golpe. Su rostro reflejaba una mezcla de ira contenida y dolor y su voz retumbó en la sala.
—¿¡Cómo osáis hablar de paz cuando habéis asesinado a mi nieto?! —exclamó Zora fulminando a Amunet con la mirada—. ¡Nos traéis promesas vacías, cuando vuestras manos están manchadas con la sangre de nuestra familia!
—¿Y estos son los modales de los famosos y nobles von Vondra? —rió Barastyr buscando la mirada cómplice de su compañero Érebos, quien respondió con una sonrisa siniestra, disfrutando del caos que se desataba.
—¡La reina madre tiene razón! —gritó Arishai poniéndose de pie al lado de Zora, su mano ya descansando sobre la empuñadura de su puñal—. ¡No hay tregua posible con quienes traen muerte y oscuridad!
Amunet permaneció imperturbable; su sonrisa apenas temblaba ante la reacción. Érebos, su consejero, soltó una risa sibilante.
—¿Qué os pasa, nobles guerreros? —dijo Érebos con sorna—. ¿Acaso os tiemblan las manos al recordar que ya habéis perdido a uno de los vuestros?
—¡Silencio, sabandijas! —gritó Kórux avanzando un paso con sus ojos brillando de furia—. ¡Cómo os atrevéis a insultar a la Corona! ¡Ya habéis causado demasiado dolor!
—Querido Kórux, siempre tan apasionado —respondió Barastyr con una voz suave pero gélida—. Hace mucho tiempo que ya no tienes autoridad sobre nosotros. Deberías aprender a aceptar tu derrota.
Minerva, que hasta ahora había permanecido en silencio, dio un paso adelante, decepcionada.
—Hace tiempo fuisteis mis alumnos —dijo con voz firme mirando a Érebos y Barastyr—. Nunca imaginé que llegaríais a esto. Aun con la oscuridad invadiendo vuestros corazones, podéis luchar por lo que un día fuisteis. El orgullo que sentí por vosotros es un recuerdo lejano, pero la redención aún es posible.
—¿Redención? —Érebos soltó una carcajada sarcástica mientras su voz resonaba en la sala.
—¡Qué ingenua sigues siendo, Minerva! —añadió Barastyr con tono mordaz—. No hay vuelta atrás para aquellos que han abrazado el poder verdadero.
En ese momento, Hernand de Lohan, capitán de los Hombres de la Reina, avanzó hasta quedar frente a Amunet y sus consejeros.
—Esta sala es un lugar de respeto y protocolo —dijo con severidad—. No permitiré que quienes traicionan la paz insulten a quienes la defienden. Si esto es una negociación, comportaos como es debido o ateneos a las consecuencias.
El silencio que siguió fue opresivo, pero no duró mucho. Amunet alzó su mano y habló con un tono que helaba la sangre.
—¡Basta! —la voz de Amunet cortó el aire, tan clara y fría como el hielo—. No he venido a luchar, ni tampoco mis consejeros. Estoy aquí para hablar de paz. Y si no podéis soportar escucharme, entonces esta reunión ha terminado antes de comenzar.
Un silencio tenso siguió a sus palabras. Los rostros de la corte reflejaban enojo y desconfianza, pero todos sabían que no era el momento de atacar. Melindres, con los ojos entrecerrados, se incorporó y ordenó cortante:
—Hablad entonces. Decidnos por qué habéis venido.
Amunet mantuvo su sonrisa, pero en su mirada se reflejaba una frialdad que igualaba la de Melindres.
—Es simple: tengo una propuesta —dijo con una voz suave, casi encantadora—. Sé que nuestras disputas pasadas han traído mucho dolor, pero el futuro podría ser diferente. Os propongo una tregua, un pacto que unirá nuestras familias y reinos de manera indisoluble —hizo una pausa deleitándose en el suspenso—. Propongo la unión de nuestra descendencia.
Un murmullo recorrió la sala. Mairim entrecerró los ojos y un destello de ira cruzó su rostro.
—¿Pretendéis que casemos a nuestros hijos con los vuestros? —escupió Mairim, incrédula.
—Exactamente —asintió la guardiana del Inframundo con tranquilidad—. De esta manera, nos aseguramos de que el Trono de Ámbar y el Inframundo estén siempre unidos. Vuestra sangre y la mía reinando juntas, garantizando la paz para Calamburia.
—¡Esto es una burla! —bramó Melindres furiosa, golpeando la mesa con el puño—. ¿Casar a mis hijos con los vuestros, Amunet? ¡Jamás! Jamás permitiré que la sangre de mi familia se mezcle con la de una asesina.
—¡Por encima de mi cadáver! —rugió la reina pirata, sus ojos brillando con una rabia contenida—. Mi pequeña Elora jamás se casará con esos… esos monstruos del Inframundo. Ni en esta vida ni en la próxima.
Mientras hablaba, la marca en forma de C que tenía grabada en su pecho comenzó a iluminarse, rodeándose de un aura dorada que irradiaba poder. El resplandor creció con intensidad, reflejando la furia y la determinación de la reina pirata. Junto a ella, Efraín entrecerraba los ojos, reconociendo al instante la señal. Sabía lo que aquello significaba: el poder del Titán estaba despertando en su sobrina.
Amunet, manteniendo su compostura, alzó una ceja en un gesto de ligera burla.
—Os pido que lo consideréis. Ninguna nacisteis para reinar, y ninguna quería hacerlo. Pero mirad dónde estáis ahora. Reináis porque alguien más lo quiso, porque otros os pusieron en ese lugar —hizo una pausa, observando el efecto de sus palabras—. Yo nací de la unión de todos los reinos: nací para gobernar. Si me dejáis hacerlo, seré la emperatriz de los dos mundos. Sólo así evitaremos más sangre y sufrimiento…
—Estáis realmente desquiciada —intervino Periandro visiblemente estupefacto.
Amunet giró su mirada hacia Periandro, sus ojos centelleando con un brillo peligroso.
—Desquiciada, dices —respondió con tono gélido—. No creo que quieras entender lo que verdaderamente está en juego. La paz que os ofrezco es el único futuro sin más derramamiento de sangre. Vuestra negativa solo traerá más muerte, más pérdidas para ambas partes. ¿Es eso lo que queréis?
—No tenéis derecho a hablar de paz —intervino Arishai con su voz resonando en la sala como un trueno—. Habéis traído oscuridad y destrucción a nuestras tierras. Vos y los vuestros —añadió mirando con desdén a los consejeros— no conocéis la lealtad ni la compasión. Solo venís por lo que podéis tomar por la fuerza o el engaño.
Barastyr, siempre listo para la confrontación, se inclinó hacia delante con una sonrisa burlona.
—La compasión es un lujo para los débiles. Y la lealtad… bueno, depende de a quién consideres digno de ella.
Mairim dio un paso hacia delante con los ojos clavándose en Amunet y sus consejeros.
—No se trata de fuerza o engaño. Se trata de defender lo que es nuestro. Y no os equivoquéis, Amunet, no vais a tomar lo que pertenece a mi familia, ni a la de Melindres, ni a Calamburia. No mientras yo siga respirando.
Xezbet, que hasta entonces había permanecido en silencio, alzó su voz con una calma perturbadora.
—Lo que pertenece a una familia o un reino es algo que se puede discutir, reina pirata. El poder cambia de manos constantemente. Lo que hoy es vuestro, mañana puede no serlo. ¿Por qué aferrarse a algo que el tiempo acabará tomando de todas formas?
Melindres se inclinó hacia la mesa, mirando fijamente a Amunet.
—Lo que es nuestro no será tomado por la fuerza ni por vuestras manipulaciones, Amunet. No habrá alianza, ni tregua. No con la sangre de mi hijo todavía fresca. No con vuestros monstruos invadiendo nuestras tierras.
Amunet se mantuvo impasible, pero la tensión en la sala era palpable. Finalmente, rompió el silencio con una sonrisa apenas perceptible.
—Lo entiendo. —Hizo una pausa, permitiendo que el silencio recobrara su dominio antes de continuar—. Pero recordad mis palabras: habrá un momento en el que no tendréis otra opción que aceptar mi oferta… o perecer.
En ese instante, Inocencio I, que había observado la discusión con seriedad, intervino por primera vez.
—No más amenazas veladas, Amunet. Si habéis venido a ofrecer paz, hacedlo, pero no con condiciones que mancillen el honor de estas familias.
Amunet lo miró fijamente mientras su sonrisa se desvanecía con lentitud.
—Tenéis razón —asintió levemente. La decisión estaba tomada—. Esto no es una amenaza, sino una advertencia. Escoged si este será el final de vuestras dinastías o el comienzo de algo más grande. Solo espero que, cuando llegue el momento, no sea demasiado tarde para cambiar de opinión.
La tensión en la sala era insoportable. Todos los presentes estaban en guardia, listos para cualquier movimiento. Melindres, con el rostro endurecido por la ira, se levantó lentamente de su asiento.
—No voy a cambiar de opinión —sentenció—. Ni ahora, ni nunca. Podéis mantener vuestras promesas vacías y vuestras amenazas. No habrá alianza. No habrá tregua. Y si pretendéis seguir insistiendo, lo único que os espera es una guerra que no podréis ganar.
Amunet permaneció en silencio por un momento, evaluando las palabras de la reina. Luego, se levantó enfrentando a Melindres con una calma perturbadora.
—Una guerra que, creéis, no puedo ganar… —dijo Amunet dejando que sus palabras fluyeran con suavidad—. Pero el tiempo siempre juega a favor de aquellos que tienen paciencia.
—Basta ya de palabrería, Amunet —intervino Mairim dando un paso hacia delante—. Si estáis aquí para pelear, no nos hagáis esperar. Pero si aún creéis en vuestra oferta de paz, demostrad que sois capaz de algo más que amenazas veladas y manipulación.
Mientras hablaba, la luz de la marca del Titán se intensificaba cada vez más. Desde el otro lado de la sala, Inocencio I cambió su expresión al instante, reconociendo el poder que emanaba de ella. La energía que irradiaba ya no solo era palpable, sino que parecía alterar el aire a su alrededor, como si la misma esencia del Titán respondiera a su llamada.
Impresionado por la creciente intensidad del aura de su sobrina, Efraín retrocedió un paso. El resplandor, más fuerte y vibrante, llevaba consigo una advertencia inconfundible: el despertar del Titán era inminente y su poder se canalizaba a través de Mairim.
A pesar de todo, la reina pirata no retrocedió ni un ápice. Su mirada, fija en Amunet, reflejaba no solo ira, sino también una determinación implacable. La intensidad del aura dorada que la rodeaba era el eco de su promesa: proteger lo que le pertenecía a ella y a los suyos, sin importar el costo.
—Escuchadme bien, porque no lo volveré a repetir —Melindres se levantó con una furia incontrolable, dando por terminadas las negociaciones—. Jamás permitiré que volváis a pisar Calamburia. Regresad al infierno al que pertenecéis y no volváis a poner un pie en mis tierras.
El silencio que siguió a sus palabras era como el instante antes de la tormenta y, en un solo segundo, la sala se convirtió en un campo de batalla. De pronto, fue Xezbet quien hizo el primer movimiento, sin necesidad de alzar la voz ni el báculo. Se acercó a Periandro susurrando suavemente con su voz seductora y peligrosa:
—No tienes por qué seguir luchando por ellos. No lo merecen. Acaba con esto ahora mismo…
Periandro, con su mente nublada por el hechizo, levantó su varita. Sus ojos, vacíos, se dirigieron a la reina Melindres y un destello de magia oscura brilló en la punta de su varita antes de que un rayo de energía saliera disparado directamente hacia ella.
—¡No! —gritó Minerva desde el fondo de la sala, intentando reaccionar.
Antes de que el rayo alcanzara a Melindres, Hernand de Lohan se lanzó hacia ella, interponiendo su cuerpo en el camino del ataque. La centella lo golpeó en su pierna, haciéndolo caer de rodillas. En ese momento, un recuerdo cruzó la mente de Melindres. No había estado presente, pero las palabras de Periandro, aquel que ahora lanzaba el ataque, resonaban en su mente. Él había sido quien le contó la desgarradora historia de su hijo Sancho, meses atrás. Le habló de cómo el pequeño se había arrojado con valentía delante de Rodrigo, su hermano mayor, protegiéndolo de un destino fatal y perdiendo su propia vida en el proceso de salvar la del primogénito. Aquella historia volvió a atormentarla. Hernand, ahora caído frente a ella, recreaba de manera cruel ese mismo sacrificio. La impotencia la paralizaba, atrapada entre el pasado y el presente. Sancho ya no estaba, y ahora Hernand seguía el mismo destino.
—¡De Lohan! —exclamó Melindres sobresaltada, mientras el capitán de los Hombres de la Reina luchaba por mantenerse en pie.
A pesar de la herida, Hernand no dejó caer su mosquete. Con una determinación feroz, levantó el arma, apuntó directamente hacia Xezbet y disparó. La bala voló hacia su objetivo pero, justo antes de impactar, desapareció en una nube de magia demoníaca, esfumándose con un retorcido susurro que resonó por la sala.
—¡Maldito seas, engendro! —rugió Hernand tambaleándose, pero aún en pie, mientras las sombras se desvanecían donde el demonio había estado. Sin embargo, el demonio no había desaparecido del todo. Otro susurro oscuro volvió a invadir la sala cuando Xezbet reapareció en otro rincón, observando desde las penumbras con una sonrisa torcida, preparándose para su siguiente movimiento.Mairim sentía cómo la energía del Titán seguía fluyendo a través de ella, envolviéndola en su aura dorada. Con esa fuerza sagrada canalizada, la elegida del Titán dirigió todo su poder hacia Xezbet en un devastador ataque luminoso. El demonio, consciente del peligro, reaccionó al instante conjurando un escudo mágico que lo rodeó, manteniéndolo a salvo mientras su energía se regeneraba.
El impacto del ataque resonó en la sala, liberando una oleada de poder que sacudió el aire a su alrededor. Aprovechando ese momento, Inocencio I alzó su brazo al cielo y comenzó a entonar palabras sagradas al Titán. Su invocación llenó el aire de una vibración poderosa, sincronizándose con la energía que Mairim había liberado. El sumo pontífice canalizó esa energía sagrada para proteger a Melindres con una luz cálida que descendió sobre ella, formando una barrera luminosa que defendía a la reina de las oscuras influencias que la rodeaban.
Tras el éxito de su ataque, la reina pirata dio un pequeño salto de alegría que recordaba a la Mairim despreocupada de su juventud. La felicidad de saber que era la elegida del Titán la envolvía. Estaba lista para seguir luchando al lado de su tito Efraín con todo el poder que la energía del Titán le otorgaba.
En medio del caos, Cristóforo, siempre ágil y con la rapidez de los piratas, se lanzó a la acción. Con un salto veloz, desenfundó su sable y se dirigió hacia Érebos, que estaba sumido en la oscuridad. El filo de su arma cortó el aire, buscando hacer retroceder al consejero del Inframundo.
—¡Atrás, sombra vil! —gritó Cristóforo con unos movimientos precisos que intentaban abrir una brecha en las defensas del enemigo.
Sin embargo, antes de que pudiera asestar un golpe decisivo, Barastyr y Érebos intercambiaron una mirada rápida y, en un instante, Érebos lanzó una oleada de sombras para desorientar al pirata, mientras su compañero Barastyr invocaba un rayo de energía oscura que golpeó al filibustero directamente en el pecho, derribándolo con fuerza.
Cristóforo cayó al suelo, inconsciente, y su sable rodó por la sala lejos de él. En ese momento, los consejeros aprovecharon la confusión para desatar todo su sombrío poder. La sala se oscureció rápidamente, las sombras comenzaron a arremolinarse alrededor de los pies de sus enemigos y pronto empezaron a engullir a los presentes.
Pierre Leblanc, con el mosquete en mano, intentó ayudar al pirata disparando contra Érebos, pero las sombras desdibujaban su objetivo, haciendo imposible apuntar con precisión. A su lado, Hernand intentaba poner a resguardo a Zora, mientras la oscura nube parecía aumentar en fuerza, envolviéndolos como una marea negra.
En medio de la confusión, la reina madre, con la ayuda de de Lohan y con movimientos rápidos y precisos, consiguió ocultarse detrás de la majestuosa mesa, protegiéndose de los embates de las sombras que se arremolinaban a su alrededor. Aunque a salvo, podía sentir el peligro cada vez más cerca, mientras los demoníacos poderes del Inframundo seguían extendiéndose por toda la sala.
—¡Abraxas! —gritó Amunet alzando su báculo. Un rayo cayó del techo y golpeó a Kórux, quien se tambaleó, aunque su poder le permitió resistir el impacto inicial.
—¡No podemos permitir que caiga el archimago! ¡Formad un perímetro a su alrededor! —ordenó Arishai con la firmeza de un estratega veterano. Avanzó con su daga en alto y, con la precisión de un escorpión acechando a su presa, se lanzó directamente hacia Érebos. La cuchilla brillante cruzó el aire y, aunque el consejero intentó desvanecerse en la penumbra, Arishai logró darle un corte en el brazo. De la herida brotó sangre oscura, que cayó al suelo y empezó a borbotear, mientras Érebos retrocedía con una risa envenenada.
—¡Vaya, el escorpión ha clavado su aguijón! —rió Érebos con venenosa ironía, observando la sangre que brotaba de su herida—. Pero déjame mostrarte lo que sucede cuando juegas con la Oscuridad.
Con un movimiento rápido y un murmullo en una lengua arcana, Érebos extendió su mano hacia Arishai. De su palma surgió una ráfaga de sombras que envolvió al líder de los escorpiones y lo lanzó por los aires. El cuerpo de Arishai voló violentamente hacia atrás, golpeando las paredes del salón con un estruendo, antes de caer al suelo, inconsciente.
—La Oscuridad siempre reclama su venganza —añadió Érebos con una sonrisa torcida, mientras las sombras a su alrededor volvían a agitarse.
—¡Áxbalor! —exclamó con ira la guardiana del Inframundo, invocando el poder del demonio de los afectos. De pronto, los aliados de la Corona comenzaron a enfrentarse entre sí. Celos, desconfianza y antiguas rivalidades afloraron con una violencia brutal, pero también surgieron pasiones desbocadas y deseos irracionales.
En ese momento, Mairim miró a Efraín con una mezcla de furia y resentimiento que nunca antes había sentido tan intensamente. Su voz salió afilada como un puñal.
—¡Siempre has querido quitarme el mando! —gritó la reina pirata a su tío con rabia— ¡Eres igual que el resto de la familia, incapaz de aceptar que soy mejor capitana que tú!
—¡¿Mejor capitana?! —respondió el aludido, enfurecido por el encantamiento del demonio—. ¡No durarías ni un solo día sin mí, niña arrogante! ¡Te lo he dado todo!
Mientras tanto, Pierre Leblanc, que intentaba proteger a Zora, sintió cómo el hechizo de Áxbalor se apoderaba de sus emociones. Incapaz de resistir la atracción que ejercía sobre él, volvió la mirada hacia Hernand de Lohan, quien, herido pero todavía en pie, lo observaba con una mezcla de dolor y deseo.
—Siempre has sido el favorito de los reyes —murmuró Pierre, pero esta vez sus palabras no contenían rencor—. ¿Es esto lo que querías? ¿Verme arrodillado ante ti?
Hernand, también dominado por el hechizo, sintió un impulso incontrolable de acercarse a Pierre. A pesar de la confusión que lo envolvía, no pudo resistir el embrujo. Tomó a Pierre por los hombros con una mezcla de pasión y desconcierto.
—Pierre… —murmuró con las palabras fluyendo entre la atracción y el caos de la batalla—. Siempre he sentido que tú y yo éramos más que compañeros de armas. Tal vez la guerra no sea lo único que nos une…
El hechizo de Áxbalor distorsionaba la realidad, desdibujando la línea entre odio y deseo, mientras antiguos rencores se transformaban en deseos irracionales. La tensión entre los dos hombres se hizo palpable, atrayéndolos inevitablemente el uno hacia el otro en medio del caos de la batalla.
Mairim y Efraín continuaban gritándose, mientras Kórux, sacudido por el rayo de Abraxas, intentaba recuperar el control de la situación. Sus ojos ardían con una furia controlada, pero el poder de Amunet estaba acorralando a todos sus aliados.
—¡Luxanna! —gritó la emperatriz del Inframundo invocando al súcubo que quitaba los sentidos. Al instante, una neblina oscura cegó a varios de los presentes.
—¡Maldita sea, no puedo ver! —gritó Mairim disparando a ciegas.
Efraín, todavía cegado por la rabia inducida por Áxbalor, disparó su trabuco en una dirección errática, casi golpeando a Minerva, quien tuvo que agacharse rápidamente para evitar el proyectil. Mientras tanto, Kórux, con sus sentidos aún intactos, concentró toda su magia para intentar contrarrestar el caos que Amunet había desatado. Levantó su varita con firmeza, y su voz resonó clara por encima del tumulto.
—¡Esto no ha terminado! —gritó liberando una oleada de luz blanca que empezó a disipar la maldición de Luxanna y el influjo de Áxbalor.
Sin embargo, Amunet ya tenía a todos atrapados. Sus poderes, invocados con precisión y crueldad, habían debilitado a los defensores. Uno a uno, los miembros de la Corte de Ámbar comenzaron a caer. Finalmente, sólo quedaban Amunet y Kórux, enfrentándose cara a cara mientras los demás yacían desmayados, atrapados o heridos.
—Esto se acaba aquí —dijo el archimago, firme y plantado frente a la emperatriz del Inframundo.
—No, Archimago —sonrió Amunet con una calma perturbadora—. Esto es solo el comienzo.
El enfrentamiento entre ambos alcanzó su punto álgido cuando la señora del Inframundo, con el báculo elevado y el poder de los demonios girando a su alrededor, lanzó una última amenaza.
—¡Esto no termina aquí, archimago! Seré la emperatriz de los dos mundos —gritó Amunet—. ¡Abraxas, Luxanna, Xantara, todos conmigo!
Sin embargo, antes de que pudiera invocar a más demonios, Kórux, con una determinación feroz, concentró todo su poder en un solo ataque. Con un rápido movimiento de su varita, lanzó una esfera de pura magia blanca directamente hacia Amunet. El impacto fue tan violento que su poderoso báculo tembló entre sus manos y, durante un breve instante, los demonios atrapados en su interior se desvanecieron en silencio. La oscuridad que la rodeaba comenzó a disiparse y Amunet, sorprendida e incrédula, dio un paso atrás.
Aunque debilitada, la emperatriz no estaba derrotada. Miró a su contrincante con sus ojos llenos de odio y una promesa de venganza. No era el momento de continuar. Con un suspiro contenido, su cuerpo empezó a envolverse en sombras.
—Parece que finalmente hoy no será vuestro último día —dijo, su voz suave pero teñida de una condescendencia calculada—. Este lugar está envuelto en luto por el príncipe fallecido, y sería una pena que alguien más tuviera que unirse a ese duelo tan… pronto. Me retiraré… por ahora.
Una sonrisa cargada de falsa piedad se dibujó en sus labios mientras miraba a su alrededor. Sabía que, aunque no había logrado imponer su pacto, había conseguido lo que de verdad buscaba.
Amunet desapareció junto a su séquito, dejando tras de sí un aire de amenaza y promesas rotas.
En la sala, los presentes empezaron a recuperar la consciencia lentamente, sin pronunciar palabra. El duelo por el príncipe ahora se mezclaba con la sensación de que algo más oscuro y profundo estaba en marcha. Melindres, con el semblante endurecido, fue la única en hablar.
—Puede que te hayas retirado hoy —murmuró mirando el lugar donde Amunet había estado—, pero cuando regreses no habrá tregua, ni negociación. Solo quedará mi venganza.
Con esa declaración, selló la certeza de que la próxima batalla no sería de palabras, sino de sangre; aunque tuviera que morir en el intento.
Mientras los presentes asimilaban las palabras de la reina, Kórux intentó avanzar hacia la salida, buscando el rastro de los invasores, pero una mano lo detuvo. Era Minerva, que se acercó con cautela y le susurró con voz baja y calculada:
—Quédate, viejo amigo. Lo que ha comenzado aquí no se resolverá con simples hechizos. Tengo un plan, uno que nos permitirá anticiparnos a Amunet. Es tan audaz, tan cercano a sus propias artimañas, que jamás lo verá venir. Y lo más poético es que ha sido ella misma la que ha hecho que se me ocurra —añadió con una sonrisa que al archimago se le antojó ligeramente sádica.
Kórux se detuvo fijando su mirada en su compañera. Comprendió entonces que la verdadera batalla aún estaba por librarse, no solo en los campos de Calamburia, sino en las mentes y corazones de aquellos que aún resistían. Y si alguien tenía un plan capaz de salvar el reino, esa mente brillante y astuta solo podía ser la de su querida Minerva.