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REQUIEM POR UN NIÑO
El Palacio de Ámbar había perdido su brillo. La piedra, antaño resplandeciente, ahora se apagaba lentamente, al igual que las preciosas hortensias de los jardines, marchitándose bajo un cielo que ya no bailaba alegremente al son del viento. En lo alto de la torre, la bandera de Calamburia ondeaba a media asta, señalando la desolación que envolvía tanto el paisaje como el interior del castillo. En lo más profundo de aquel recinto sombrío, una madre devastada intentaba sobrevivir a su propia tormenta.
Melindres, la implacable reina de Calamburia, siempre había considerado a sus hijos como los hilos de una delicada trenza. Doddy, Sancho y Zoraida eran las tres hebras que, entrelazadas, habían dado forma y sentido a su vida. Pero ahora, con Sancho arrancado de su lado, la trenza se deshacía, quedando suelta y frágil en sus manos. Sin uno de esos hilos, todo lo que había tejido con amor y cuidado se desmoronaba. Aunque sabía que debía mantener su entereza por Doddy y Zoraida, el vacío que dejaba Sancho pesaba demasiado. Sin él, el equilibrio de su vida se deshacía, y el amor que una vez había compartido con sus hijos se teñía del insoportable dolor de la pérdida.
Aunque sabía que debía mantenerse firme por Doddy y Zoraida, en su interior crecía un anhelo más oscuro, uno que le susurraba con fuerza en los momentos de mayor debilidad. Quería retroceder en el tiempo, deshacer cada elección y cada paso que la habían llevado hasta allí. Hubiera preferido no haber conocido el amor que sus hijos le ofrecieron, si eso significaba también evitar el abismo de dolor en el que se encontraba. Sin el amor, no habría vacío; sin el apego, no habría pérdida. En su corazón, el deseo de borrar su propia historia palpitaba con fuerza, como una llama que titilaba en medio de la tormenta, apagándose poco a poco.
Arishai, el poderoso líder de los clanes nómadas del desierto de Al-Yavist, buscaba desesperado a su querida hija. Aunque no hubiese podido verla crecer, el temido guerrero sentía debilidad por su primogénita. De entre todas sus hijas, Melindres era su flor más preciada: la que había nacido de la semilla del amor. Nunca había olvidado la primera vez que vio a Zora von Vondra, una joven marquesa que viajaba en su elegante carruaje para contraer nupcias con un estirado erudito. El nombre de Arishai siempre había infundido temor entre los habitantes de Calamburia, pues de todos era sabido que ningún forastero que se adentraba en el desierto escapaba al veneno de su aguijón, pero Zora era diferente. Con una única mirada, la marquesa encandiló al fiero guerrero, quien no dudó en hacerla suya. Durante su confinamiento, la marquesa empezó a enamorarse de su captor y lo que comenzó como un ultraje, rápidamente se tornó en una tórrida relación. Sin embargo, ella nunca llegó a olvidar sus aspiraciones y abandonó al nómada portando consigo la prueba de su pasión.
—Hija —dijo Arishai al encontrarla—, sé que es un momento muy duro, pero debes recomponerte. Es importante que nuestros enemigos no noten nuestra debilidad. No podemos perder el trono por el que tanto hemos luchado.
Melindres lo miró con una furia que le ardía en el pecho, como si, finalmente, el muro de frialdad y compostura que había construido a su alrededor se hubiera desmoronado.
—”¿Hemos luchado?” —dijo con una amargura que hizo eco en las paredes de la habitación—. ¡Yo no he luchado por esto! —exclamó con voz colérica—. ¡Yo no he pedido nada de lo que me habéis dado! ¿Por qué habríais de creer que yo quería ser parte de vuestras miserables ambiciones? Yo solo deseaba una vida normal: una madre que no me mirase como el recordatorio de todo lo que perdió y un padre que estuviese conmigo, no un fantasma que aparece cuando le conviene, como un viento en el desierto. ¡Pero en lugar de eso, todo lo que he tenido es soledad, manipulaciones y mentiras!
Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero su voz no temblaba. Era una tormenta que por fin había encontrado su momento para explotar.
—Vosotros queríais el poder, no yo —continuó—. ¿Y ahora qué? ¡Mi hijo está muerto! ¡Peor que muerto! Está en el infernal reino de aquella maldita criatura que me lo arrebató. ¿Qué crees que le harán en el Inframundo? ¡Dímelo! ¿Qué piensas que está sufriendo allí mientras nosotros seguimos con este juego de poder absurdo?
Zora, que había estado observando desde el umbral de la puerta, se acercó con paso firme y rostro inmutable, pero con una tensión que se filtraba en cada palabra.
—Precisamente por eso debes salir y tomar las riendas de la situación —irrumpió estoica—. Debes mostrar al mundo que la Corona sigue siendo fuerte, que no se tambalea, y que no permitirás que ninguna niña pretenciosa te arrebate tu futuro ni el de tus hijos.
Melindres se volvió hacia ella como una bestia acorralada, sus palabras ahora llenas de veneno.
—¿Futuro? —rió con amargura—. ¿Qué futuro? El futuro ya me ha sido arrebatado. Sancho está muerto, y no me hables de mis otros hijos. ¡Tú no sabes lo que es perder a un hijo! Tú no sabes lo que se siente cuando te arrancan un trozo de tu propia alma, sin ninguna razón. Vosotros dos me habéis quitado todo lo que una vez fui. Jamás me quisisteis; solo queríais lo que yo representaba para vuestros intereses. Y ahora queréis que finja que todo está bien, que soy fuerte, mientras mi vida se desmorona…
Zora la miró con dureza.
—Ya ha matado a Sancho, ¿crees que le temblará el pulso a la hora de deshacerse del resto de la familia? Levántate y prepárate: Amunet habrá ganado la primera batalla, pero por el Titán que no ganará la guerra —sentenció la reina madre sin rastro de ternura en sus palabras.
Ajenos a la acalorada discusión, Minerva y Periandro trataban de calmar a los infantes, que apenas entendían lo que había sucedido.
—¿Pod qué Amunet quiede matadme? —preguntó el príncipe desolado.
—Desea el Trono de Ámbar —explicó Minerva Sibyla, la directora de la escuela de Skuchaín—. Como legítima hija de Rodrigo IV, afirma estar por encima de vuestra madre en la línea de sucesión.
—¡Pero si nuestros padres son los reyes! —exclamó Zoraida tan triste como confundida—. Madre siempre nos ha contado que padre era descendiente de los Rodrigo y ella de los Von Vondra.
—Eso es cierto —explicó Periandro—, pero los Von Vondra eran enemigos de los Rodrigo, y las antiguas reinas, Sancha III y Urraca, nunca aceptaron que vuestra madre naciese fuera del matrimonio. De hecho, vuestros padres, los actuales reyes, nada más casarse las exiliaron a ambas a Villaolvido.
—¿Nuestda madde es una bastadda? —preguntó Doddy, al que apodaban así por no saber pronunciar la erre.
—¡Pues claro que sí! —declaró Zoraida—. ¡Si ya sabes que los abuelos Zora y Arishai nunca se casaron, pues es bastarda!
—¡No digáis eso de vuestra madre! —los reprendió Minerva—. Zora había crecido con Petequia y Urraca, las hijas de Rodrigo IV y Sancha III y herederas al trono. De niña, era íntima amiga de Petequia, con quien fantaseaba que algún día sus hijos se casarían y podrían ser familia. Sin embargo, Urraca, ávida de poder, traicionó a su hermana y le usurpó el trono. Como necesitaba la ayuda de los nobles para mantener la paz en el reino, recurrió a Zora en varias ocasiones para poder protegerse de los constantes ataques de la Emperatriz del Inframundo, los zíngaros y Petequia, a cambio de unir a sus familias en matrimonio.
—Para poder tener una descendencia de alta alcurnia y reputación intachable —prosiguió Periandro—, Zora se comprometió con Félix, el erudito más prestigioso de Skuchaín y actual archimago de la torre.
—Bueno, técnicamente el archimago Kórux no es solo Félix —intervino Minerva adoptando un tono reflexivo pero ligeramente condescendiente—. El archimago que conocemos hoy como Kórux es algo… más complejo. Es la fusión de dos seres: Félix, el gran erudito, y el salvaje Corugán, un guerrero cuya mente y cuerpo fueron fundidos, literalmente, con los de Félix mediante una magia sumamente avanzada. Así se creó un ser único, que combina la profunda sabiduría de Félix con la fuerza y la poderosa magia de Córugan. Algo que, por supuesto, solo unos pocos podrían comprender completamente —añadió con aire de superioridad.
Zoraida frunció el ceño claramente sorprendida por la idea.
—¿Entonces, Kórux es… dos personas en una? —preguntó fascinada.
—Exactamente. Una fusión arcana extremadamente poderosa —corrigió la directora con su típico tono pedante.
—Solo aquellos con un dominio profundo y sofisticado de la magia podrían haber sobrevivido —dijo Periandro asintiendo con respeto.
Minerva alzó la vista, fingiendo un aire soñador.
—Ah, cómo me encantaría tener una varita mágica, y hacer cosas tan… interesantes como esas —suspiró, pero enseguida su tono se volvió más literal y pragmático—. Claro que, de momento, me conformo con la dirección de Skuchaín y con llevar la capa dorada (ya sabéis, un símbolo de autoridad…) Pero quién sabe, tal vez algún día me veáis lanzando hechizos desde lo alto de la torre. Aunque, por ahora, lo dejo en manos de aquellos que nacieron para ello. Yo no tuve la suerte de ser agraciada con la marca arcana…
—Entonces… ¿La abuela Zoda iba a casadse con Kódux? ¿Y cómo acabó con el abuelo Adishai? —intervino Doddy cada vez más desconcertado.
—Os explico —comenzó Minerva—. Cuando emprendió el camino hacia la Torre de Skuchaín, los nómadas asaltaron la caravana y Arishai retuvo a la marquesa en el campamento y, sin escrúpulos, la…
—Sin escrúpulos la… retuvo hasta que ella… logró huir —interrumpió Periandro apresuradamente lanzando una mirada de advertencia a su tía—. Y de ese encuentro nació el amor, y… una semilla del desierto entró en la abuelita Zora, aunque, bueno, ella al principio no fuera consciente de ello.
El mago-erudito sonrió nerviosamente, intentando suavizar la realidad para los pequeños y evitando que supieran la cruel verdad de la concepción de su madre en cautiverio.
—Cuando al fin llegó a Skuchaín, Félix se dio cuenta de que la abuela tenía una… semilla del desierto en su interior —prosiguió poniendo especial énfasis en sus palabras, como si las envolviera en comillas— y, bueno, la rechazó. Es decir —corrigió rápidamente—, decidió que prefería esperar a otra mujer que no tuviera una semilla. La abuela Zora, un poco triste, volvió a Síahuevo de Abajo, donde dio a luz a vuestra madre.
—Pero si Urraca y la abuela eran amigas, ¿por qué no la acogieron en el palacio? —preguntó la infanta.
—Urraca nunca tuvo verdaderos amigos —respondió Minerva con voz seca—. Para ella, Zora siempre fue inferior, especialmente teniendo una hija ilegítima. Sin embargo, cuando la Oscuridad volvió a amenazar Calamburia, Urraca y Sancha tuvieron que pedirle ayuda una vez más, forzándola a casar a vuestra madre con Sancho I, el heredero al trono.
—Pero ¿el padre de Amunet no es un redivivo? ¡No está vivo! Lo mató la villana de la tatarabuela vieja pelleja Sancha —dijo Zoraida frunciendo el ceño.
—Sí, así fue, pero antes de morir, Rodrigo IV hizo un trato con Van Bakari, el traficante de almas —explicó Periandro con calma, adoptando el tono de un maestro que narra una lección compleja—. Poco antes de su matrimonio, Rodrigo IV, débil y ambicioso por las intrigas de la corte, vendió su alma a Van Bakari en un trato secreto para escapar de la muerte y conseguir el trono.
—Sancha III —prosiguió Minerva—, cansada de los desmanes y la debilidad de su esposo, comenzó a envenenarlo en secreto mientras tramaba un golpe de estado junto a su hija Urraca. Su plan era desterrar a Petequia, que cada vez le recordaba más a su tedioso marido. Lo que Sancha no sabía era que el alma de Rodrigo ya no le pertenecía, pues el rey la había entregado al traficante. Cuando los consejeros umbríos conjuraron Cuna de Oscuridad tras ganar el IV Torneo, Van Bakari liberó al antiguo rey de su cárcel y urdió un plan para que contrajera matrimonio con Évolet, la Emperatriz del Inframundo.
—¿Qué pinta todo eso en lo que pasa ahora? —preguntó la infanta agrandando sus ojos de asombro.
—Como hija legítima del primer rey de Calamburia, Amunet reclama el trono —respondió Minerva acercándose a la niña—. Se autoproclama emperatriz de los dos mundos y, para ella, vuestra familia es lo único que se interpone entre ella y su objetivo. Como sanguinaria hija de Évolet, no dudará en matar a quien sea necesario para alcanzarlo.
En ese momento, llegaron las damas escorpión, Shuleyma y Shuaila, ataviadas con elegantes trajes de corte, pero preparadas para cualquier ataque con sus ocultas armas y poderosos ardides del desierto.
—Os esperan en la Sala del Consejo —dijo Shuleyma con voz firme, sin perder un segundo.
—Nosotras protegeremos a los infantes —añadió Shuaila mientras ajustaba discretamente una daga oculta bajo su manto.
Minerva y Periandro dejaron a los jóvenes príncipes, ahora custodiados por las hermanas de las arenas, reflexionando sobre todo lo que acababan de escuchar. Mientras salían al pasillo, Minerva miró de reojo a Periandro, preocupada por lo que estaba por venir.
—No te olvides de lanzar el hechizo de protección —susurró apretando los labios—. Ya sabes que yo no puedo hacerlo, y si la magia falla como la última vez, Melindres se cobrará su venganza. No soportará otro error.
Periandro asintió rápidamente y sacó su varita. Con una concentración visible en su rostro, comenzó a murmurar el encantamiento.
—Exsilum Occultis —recitó en voz baja. Las palabras flotaron en el aire y, casi de inmediato, la sala comenzó a temblar levemente y los muros se desvanecieron. En cuestión de segundos, la estancia donde estaban los infantes se esfumó de los pasillos del palacio, quedando oculta a cualquier mirada o hechizo.
—Más te vale que funcione —advirtió ella con seriedad.
—Lo sé. Lo sé, tía Minerva. Que Melindres no tendrá piedad si Amunet los encuentra —respondió él nervioso—. Esta vez no fallará.
Llegaron a la Sala del Consejo Privado, un lugar antiguo destinado a reuniones en momentos de crisis. Al entrar, el ambiente estaba cargado de tensión. La reina Melindres estaba sentada en el extremo de la gran mesa de piedra ámbar. A su lado, estaban sus progenitores: Arishai, el líder nómada, y Zora, la reina madre. Hernand de Lohan, capitán de los Hombres de la Reina, e Inocencio I, la máxima autoridad religiosa de Calamburia, ocupaban sus asientos a cada lado de la mesa. Kórux, el archimago, permanecía de pie, imponente y vigilante. Su corona y brazaletes de pelo, distintivos de su fusión, reflejaban el poder y la magia que ahora lo diferenciaban del antiguo Félix. Al verlo, Minerva recordó cómo esa transformación lo había convertido en un ser más imponente y poderoso.
—Ya era hora —gruñó Melindres sin molestarse en ocultar su impaciencia—. Estamos perdiendo un tiempo valioso.
Los recién llegados se sentaron alrededor de la mesa de piedra ámbar, mientras Kórux, con su mirada fija en ellos, asintió con lentitud antes de comenzar a hablar.
—La situación es crítica. Amunet ya ha tomado demasiada ventaja. El joven príncipe… — Kórux se detuvo, y su voz grave resonó en la sala como un eco doloroso—. El joven está muerto. La magia falló.
Un pesado silencio se instaló en la sala, roto rápidamente por Melindres.
—¡No podemos permitirnos que la magia vuelva a fallar! —exclamó Melindres, su voz cargada de furia y determinación—. Las manos de la guardiana del Inframundo están manchadas con la sangre de mi hijo. Y lo mismo ocurrirá con los vuestros si no actuamos.
—El poder de Amunet es mayor de lo que pensábamos —intervino Hernand de Lohan, su rostro marcado por la preocupación—. Los enviados de la Torre de Skuchaín no pudieron prever la magnitud de su magia oscura.
—Debisteis haber reforzado el círculo con mayor precaución. Sabíais que Amunet no es cualquier adversaria —intervino Arishai con dureza y un tono lleno de reproche.
—La Oscuridad tiene sus raíces en ella. Sabe quiénes son los descendientes de los elegidos por el Titán, y eso la hace aún más peligrosa —sentenció Inocencio I con una frialdad que parecía cortar el aire—. Y, por mucho que os pese, Escorpión de Basalto —añadió dirigiéndose a Arishai—, deberíamos recuperar la función de los porteros para la reina Melindres, como lo hizo en su día la reina Urraca. La defensa de la Puerta del Este es crucial para proteger el Palacio de Ámbar; agradeciendo siempre la excelente fuerza de los ejércitos de las arenas, que tan buena obra están haciendo ahora que se han alineado con la corona.
—Lo excelente que fue la actuación de las guerreras de las arenas en la protección del joven príncipe… ah no, que se habían vuelto a palacio en vez de estar donde se las necesitaba —dijo de Lohan con un aire irónico y burlón.
Arishai, con el rostro endurecido, se levantó de su asiento y se encaró al capitán de los Hombres de la Reina. Tocó el puñal en su cinturón, pero no lo sacó. La tensión en la sala creció de inmediato.
—Cuidado con tus palabras, soldado —gruñó Arishai—. Hay límites que ni siquiera tú deberías cruzar.
—Basta. Tranquilizaos —intervino el archimago con tono imperioso y voz calmada, percibiendo el peligro inminente—. Esta reunión está pactada en el palacio y debe haber paz.
La reina madre, que había permanecido en silencio hasta ese momento, se levantó del asiento con autoridad.
—Debemos evitar una guerra entre nosotros —dijo Zora alzando la voz, de pie ante los asistentes—. No puede morir más gente. Ya hemos perdido demasiado, y si no controlamos nuestras emociones, Amunet se aprovechará de nuestra debilidad.
Arishai, aunque furioso, respiró hondo y se retiró lentamente, volviendo a sentarse. La tensión en el ambiente seguía latente, pero las palabras de la reina madre habían calmado momentáneamente los ánimos.
—Estaremos preparados para lo que venga —continuó Periandro retomando el hilo con firmeza—. Pero tened claro que Amunet no se detendrá por nada. Su hambre de poder va más allá de lo que imaginamos. Si no actuamos con precisión, será nuestro fin.
—Entonces será mejor que no falléis esta vez —gruñó Melindres con la frialdad de quien ha perdido todo lo que le importa—. Amunet ya me ha quitado a uno de mis hijos. Incluso si fracasa en reclamar el Trono de Ámbar, no permitirá que Doddy y Zoraida sobrevivan.
—No fallaremos —intervino Minerva con una determinación poco común—. Esta vez no dejaré ningún cabo suelto. Tendremos listas las barreras y el ataque. Si Kórux se une a la batalla, podremos retenerlas el tiempo suficiente para que no lleguen al trono.
De pronto, la calma del palacio se vio interrumpida por un leve murmullo y el sonido de unos pasos decididos. Trompetas resonaron en el aire, anunciando la llegada de los visitantes.
—¡Están entrando al palacio! —irrumpió Cristóforo en la habitación—. Hay que prepararse.
Todos se pusieron de pie, nerviosos, tensos. La atmósfera se volvió densa, y cada mirada reflejaba la ansiedad que precedía al inminente encuentro.
Mientras tanto, los niños permanecían escondidos en la sala oculta, sus corazones latiendo con fuerza. Sabían lo que estaba a punto de ocurrir. Shuleyma y Shuaila, se encontraban junto a ellos, preparadas para un ataque en caso de que la mágica protección fallara. A través del resquicio de la puerta, los pequeños observaron el paso de unos piratas ataviados con elegantes ropajes blancos y morados, similares a los que Cristóforo había llevado cuando llegó al palacio. Tras ellos, un robusto soldado cerraba la formación. Poco después, vieron pasar una nueva comitiva, esta vez vestida de negro. Al frente de ella, la persona a la que más odiaban: Amunet.
De repente, la guardiana del Inframundo giró su mirada hacia la pared en la que se ocultaba la sala, sin detener su paso. Una pequeña sonrisa se dibujó en sus labios y Zoraida sintió un repentino y fuerte dolor de cabeza, como si supiera que Amunet estaba al otro lado del muro. El príncipe intentó levantarse para salir al pasillo a atacar a la asesina de su adorado Sancho, pero las guerreras le detuvieron con firmeza, sujetándole para evitar que cometiera una imprudencia.
Al otro lado del Palacio de Ámbar, la tensión en la Sala del Consejo era palpable. No había margen de error. Mairim y Amunet estaban en camino y todos sabían que su llegada decidiría el destino de Calamburia.
Cristóforo, con miedo contenido, mantuvo su porte protocolario mientras se dirigía a la reina.
—¿Les doy paso, Majestad? —preguntó con voz temblorosa pero controlada.
—Que así sea —sentenció Melindres, sus ojos ardiendo de odio—. Mairim, Amunet, el Inframundo… que todos se enfrenten a mi ira. No tendré piedad. Ni ahora, ni nunca.