202 – ESCUELA DE PIRATAS

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ESCUELA DE PIRATAS

Quietud. Silencio. Calma.

Tras meses de agonía burocrática, Mairim, la Reina Pirata, había vuelto a embarcarse en la Niña II, su majestuoso velero, junto a su querido tío Efraín. Largos años habían pasado desde su última travesía, cuando aún suspiraba por su primer amor: Walter Kennedy. El idealizado recuerdo del colono sólo se desvanecía de su mente tras la sonrisa de Elora, su pequeña y adorable hija. Sin embargo, un nuevo tsunami amenazaba las tranquilas mareas del Kal-a-Mar, pues la infame Amunet, guardiana del Inframundo, había asesinado a uno de los infantes en la final del VI Torneo de Calamburia. Al enterarse de la funesta noticia, la reina pirata decidió acudir al continente a presentar sus respetos a la reina Melindres y, siguiendo el consejo de su madre, negociar un acuerdo de protección mutua contra la inminente invasión demoníaca.Con el fin de proteger a su hija, la pirata había confiado su cuidado a sus dos padres, John Nathaniel y Railey.

Mientras sus ojos se perdían en el vaivén del océano, los pensamientos de Mairim vagaban inquietos entre las decisiones que debía tomar y las oscuras sombras que se cernían sobre el horizonte. Algo profundo en su interior le advertía de que esta travesía marcaría un cambio en su propia vida. Su madre, Petequia, volvía a colarse en sus pensamientos, pero no como la figura admirada que recordaba de su infancia. Con los años, el orgullo que había sentido por su madre se había transformado en rechazo. Petequia, siempre absorta en su primogénito, Comosu, había descuidado a Mairim, y el carácter agrio que desarrolló a lo largo de los años no había hecho más que aumentar esa distancia. Además, la influencia de su tío Efraín, quien nunca había ocultado su desdén por Petequia, había profundizado ese abismo entre madre e hija.

El exilio de Petequia a la Isla Kalzaria, donde se refugió junto a su hijo y Rodrigo V, padre de Comosu, tras la caída del Trono de Ámbar, marcó un punto de no retorno. Mientras Rodrigo pasaba largas temporadas navegando en alta mar, buscando alguna oportunidad para restaurar su reino, la desterrada se hundía cada vez más en la soledad. Fue durante una de esas largas ausencias de Rodrigo cuando Petequia encontró consuelo en el Capitán Flick, un renombrado filibustero. De esa unión nació Mairim. Aquellos años en Kalzaria dejaron una marca imborrable en la relación entre Rodrigo y Petequia, que nunca volvió a ser como antes. Allí, rodeada de un ejército leal a Rodrigo V, que aguardaba su regreso, Petequia se quedó atrapada en una existencia de amargura mientras cuidaba de un hijo completamente desquiciado y lamentaba un destino que parecía haberse vuelto en su contra.

—Mi señora, debemos volver al camarote para preparar la audiencia —una voz desdibujó la imagen de su desestructurada familia, trayéndola de vuelta a la realidad.

—Capitán Leblanc, ¿es que no puedes descansar ni cinco minutos? ¿Acaso no has mirado la inmensidad de nuestro precioso mar, las relucientes estrellas o sentido el arrullo del viento en tu cuerpo? ¡No todo es trabajo!

—Así es para un hombre del rey en misión oficial. Vuestra madre me ha encomendado un importante cometido y yo, como su leal servidor, debo cumplir con mi deber.

Mairim dejó escapar una risa amarga antes de responder:

—Mi madre y sus tejemanejes… Siempre metida en intrigas, moviendo hilos ocultos como si el mundo entero fuera una partida de Tákhel, ese viejo juego de tablero que jugaban los ancianos en las plazas de Kalzaria. No me sorprende que te haya enredado también a ti en uno de sus movimientos estratégicos.

En efecto, poco antes de partir, Petequia mandó llamar a su hija y Pierre Leblanc para una reunión privada. Como antigua princesa de Calamburia, había residido en el Palacio de Ámbar y conocido todas las intrigas y estratagemas del reino; vivencias que había ocultado a su hija hasta el momento, pues ya había visto a su primogénito sucumbir a la locura a causa de su sed de poder y no quería perder también a su pequeña. Aunque su relación con Mairim se hubiese enfriado, no podía permitir que partiese hacia tierras hostiles sin protección o sin conocer toda la verdad. Por ello, nombró a Pierre Leblanc, uno de los soldados que la había custodiado en su niñez, como guardia personal de la reina Mairim. No solo debía protegerla físicamente, sino también prepararla para los desafíos políticos que la aguardaban. Petequia encomendó al sabio soldado la tarea de instruir a su hija en la compleja historia de Calamburia y de guiarla en los complicados protocolos de las audiencias a las que tendría que enfrentarse, asegurándose de que Mairim estuviera lista para enfrentar cualquier trampa o intriga que pudiera cruzarse en su camino. 

​​Antes de partir, Petequia tomó las manos de su hija mirándola con una mezcla de orgullo y tristeza. La reina percibió algo nuevo en su madre: una vulnerabilidad que durante años había estado oculta tras su firmeza. Con un suspiro profundo y una voz que temblaba por momentos, habló:

—Mairim, sé que el Titán te ha elegido, igual que a tu hermano. Estoy llena de orgullo al saber que fuiste uno de los seres de luz que detuvieron a la Oscuridad. No hay mayor gloria que esa… pero debes saber que ni siquiera tú eres tan poderosa o tan inteligente como a veces crees ser. Yo también pensaba que iba a comerme al mundo, pero ahora entiendo que nadie puede escapar del destino que el Titán le tiene reservado. Yo no pude y sé que tú tampoco lo harás.

El dolor en sus palabras envolvía el ambiente. Aunque la distancia entre ambas era palpable, Mairim no pudo evitar sentir una chispa de compasión por su madre, pero ese abismo seguía siendo difícil de cruzar.

—Haré lo que deba, madre —respondió manteniendo la compostura para no mostrar sus verdaderos sentimientos. Sus palabras, cargadas de responsabilidad, resonaban con una adultez que pocos le habrían atribuido en su juventud. Durante años, muchos creyeron que nunca maduraría, que seguiría siendo esa joven impetuosa y rebelde que no se tomaba nada en serio. Pero ahora, el peso de su papel como reina y madre había forjado una versión de ella misma que ni siquiera su madre parecía reconocer del todo. Mientras se despedía, Mairim solo podía pensar en una cosa: sería mejor madre para Elora de lo que Petequia jamás había sido para ella.

—Quédate un momento, Leblanc. Tengo otro cometido para ti —dijo Petequia con tono firme.

Mairim salió con paso decidido, dejando a solas a su madre con su guardia. Aunque su rostro permanecía impasible, por dentro la invadía una mezcla de emociones. Al cruzar la puerta, la reina sintió el viento rozar su rostro, pero no podía sacudirse la sensación de que algo estaba por cambiar.

Petequia observó a su hija alejarse, sintiendo cómo su corazón se hundía con el peso de una despedida que llevaba años fraguándose en el silencio. Ninguna de las dos sabía con certeza que aquel adiós sería el último, pero Petequia, en lo más profundo de su ser, lo intuía. Jamás volverían a verse. Aquel pensamiento oscuro y doloroso la acompañaba mientras veía a Mairim desaparecer de su vista. Le habría gustado detenerla, pedirle perdón por los años de distancia y por no haber sido la madre que merecía. Pero eligió el silencio, como tantas otras veces, dejando que esas palabras no dichas se convirtieran en una carga que pesaría sobre su conciencia hasta el final de sus días. Al volverse hacia Pierre, el cansancio acumulado en sus ojos se hizo más evidente y las arrugas en su rostro se profundizaron, como si el tiempo y el arrepentimiento hubieran comenzado a desgastarla de manera irreversible.

—Leblanc, necesito confiarte algo más —comenzó a decir con voz más serena, pero cargada de gravedad—. Necesito que seas mis ojos y oídos en el continente. No me fío de Efraín; ese filibustero ya utilizó a mi hija para satisfacer sus ambiciones y, si encuentra la más mínima debilidad, lo hará de nuevo.

—Por supuesto, señora —respondió sin vacilar—. Contad conmigo.

Petequia, con la mirada fija en el horizonte, continuó:

—Además, necesito que permanezcas en Calamburia. He recibido una misiva de una vieja amiga, que me informa de que mi hermana está al borde del abismo. Su fiel amigo y protector la visita a menudo y, entre suspiros, le ha confesado que Urraca está completamente desquiciada: aún se cree reina y pasa los días comandando ejércitos de ratas —rió con amargura—. Quiero que le lleves esta carta a mi amiga y que la visites con regularidad. Ella regenta un lupanar en la Aldea Libre, así que tu presencia no parecerá extraña ni indeseable. Si todo va bien, te entregará una pequeña reliquia de gran valor. Tráemela en cuanto la consigas.

—Como ordenéis —se despidió el capitán con una inclinación.

Las palabras de Petequia se desvanecieron como un eco lejano y, de pronto, el peso del presente volvió a caer sobre Pierre. El murmullo del viento y el suave crujir de la Niña II lo devolvieron a la realidad mientras entraba en el camarote real junto a Mairim, quien lo observaba esperando continuar con sus lecciones. No tenía un segundo que perder, pues de todos era sabido que la reina pirata se distraía con el simple aleteo de una mosca. El tiempo apremiaba.

—Repasemos, señora. ¿Recordáis quién reina ahora en el Inframundo? —preguntó Pierre con tono paciente.

—Amunet, ¿no? —respondió Mairim algo insegura.

—Correcto —asintió el capitán—. ¿Y qué relación tiene con vos?

—¿Somos primas lejanas? —aventuró la reina pirata, aún sin estar del todo segura.

Pierre lanzó un largo y cansado suspiro. Habían repasado el linaje durante días y su dispersa alumna apenas recordaba quién era su abuelo.

—Lo volveremos a repasar —afirmó colmándose de paciencia—. Todo empieza con vuestro abuelo, Rodrigo IV. Él tuvo dos hijas: Petequia, vuestra madre, y Urraca, vuestra tía. Vuestra madre era la legítima heredera al Trono de Ámbar, pero su hermana la traicionó y desterró.

—¡A Kalzaria! —interrumpió Mairim impetuosa.

—No, a Villaolvido —le corrigió Leblanc—, donde dio a luz a vuestro hermano, Comosu.

—Mi hermano el loco, lo conozco bien —comentó Mairim con tono más reflexivo.

—Más que loco, fue embrujado por Kashiri, la primera guardiana del Inframundo, con la ayuda de Nexara, un temible súcubo con la habilidad de manejar el mundo de los sueños. La emperatriz se apoderó de su mente, obligándolo a desterrar a vuestra madre, quien huyó a Isla Kalzaria —explicó Pierre retomando la lección.

—Donde conoció al capitán Flick y me engendraron —declaró la alumna comprendiendo al fin.

—¡Eso es! —aplaudió satisfecho—. No obstante, una vez logrado su objetivo, la pérfida emperatriz destronó a vuestro hermano y lo liberó de su cautiverio. Aterrado, volvió a buscar a su madre y jamás recuperó la cordura.

—¿Y cómo recuperaron el trono? —preguntó  finalmente, interesada por la lección.

—Fue vuestra cuñada, Dorna, con la ayuda de vuestra abuela, Sancha III. Sin embargo, quien nace traidor, traidor envejece. Sancha aprovechó la debilidad de la Corona para desterrar a Dorna y hacerle creer que había matado a su vástago.

—¡El Día de la Conquista! —exclamó Mairim—. ¡Cuando me cedieron Isla Kalzaria!

—Eso es —asintió el capitán organizando de nuevo sus pensamientos—. Sancha trajo de vuelta a su querida hija Urraca y a su sucesor, Sancho I, a quien criaron como hijo de Urraca y heredero al Trono de Ámbar.

—¿Pero Sancho no era mi sobrino? El hijo de Comosu y Dorna —preguntó algo confundida.

—Exacto —afirmó Pierre—. El Día de la Conquista, Sancha ejecutó a otro bebé en su lugar y lo escondió, pero Dorna descubrió la verdad en la misma boda de Sancho y Melindres von Vondra.

—¡Por las barbas del Leviatán! La dinastía de los Rodrigo es más convulsa que la desembocadura de las Marismas de la Confusión —comentó Mairim atónita.

—¡Tenéis razón, señora! —rió el capitán—. El árbol genealógico de los Rodrigo es denso, pero el jovial carácter de la reina endulza hasta la más amarga cerveza.

De pronto, alguien llamó a la puerta del camarote. Era Efraín Jacobs, el astuto tutor de la reina, que desde pequeño había ansiado el trono. Su padre, Rodrigo II, había sido el rey de Instántalor antes de que se uniera al Reino de Ámbar, creando así Calamburia. En uno de sus viajes, se enamoró perdidamente de Kasandra, la pirata más intrépida de Isla Kalzaria. Embelesado por su amante, abandonó su castillo y se hizo a la mar con su verdadero amor, con quien engendró a Efraín. Rodrigo III, primo de Rodrigo II, no dudó en tomar el trono, negando a Efraín el lugar que le correspondía por nacimiento. El pirata había odiado a su padre tanto como a su tío. Temeroso por una nueva guerra, Rodrigo III decidió casar a su vástago, Rodrigo IV, con Sancha III, uniendo así los reinos de Instántalor y Ámbar en uno solo: Calamburia.

—¿Aún seguís con las clases de historia? —preguntó el recién llegado— ¡¿Qué más da quién haya hecho qué?! ¡Todos son unos asquerosos gusanos a los que algún día lograré pisotear!

—Claro, tito… todos gusanos, sí… —murmuró Mairim con tono indulgente, dándole la razón como se hace con los locos.

La tripulación y los piratas que rodeaban a Efraín pensaban que las historias que contaba sobre el árbol familiar de los Rodrigo no eran más que batallitas de un antiguo lobo de mar. Muchos creían que esas aventuras eran producto de su imaginación y que no podían ser ciertas. Sin embargo, la verdad de sus palabras era tan innegable como el día en que el Leviatán intentó ahogar toda Calamburia. Jacobs lo sabía mejor que nadie, y sus relatos, aunque cuestionados, escondían más realidad de la que los demás podían admitir.

—¡Ah, esos ignorantes! No tienen ni idea de lo que significa cargar con la sangre de los Rodrigo —respondió Efraín orgulloso de su historia, inflando el pecho—. Mis palabras no son simples cuentos, niña, ¡yo estaba allí!

—Espero que no te comportes así en la recepción —le reprendió Mairim cambiando de tema—. Melindres acaba de perder a uno de sus queridos hijos y no me imagino nada peor.

—¡Aún tiene a su primogénito, el valedoso Doddigo! —se mofó el filibustero con una carcajada—. ¡Menudo destino aguarda a una nación cuyo rey parece no tener dos dedos de frente! Aunque la otra opción no es más deseable: ¿quién dejaría a Zoraida, una niñita malcriada, al mando de un país? Sancho II era el más capaz de los trillizos y, ahora que Amunet lo ha matado, no queda esperanza alguna.

Mientras se burlaba, el pirata no pudo evitar reflexionar para sí mismo que todo era culpa de la dinastía de esa rama de los Rodrigo. Siempre había pensado que sus descendientes serían reyes más inteligentes, pero Doddigo parecía la prueba viviente de lo contrario. Si sus propios antepasados hubieran tomado el timón del reino en lugar de sus primos lejanos, las mareas habrían sido mucho más favorables para Calamburia.

—¡Tan optimista como siempre, tío! —respondió Mairim con una sonrisa sarcástica.

El capitán Leblanc se inquietaba cada vez más, pues a lo lejos ya se divisaba el gran campanario de Instántalor y aún quedaba gran parte de la dinastía por repasar.

—Si me permitís, voy a resumir —dijo con urgencia, divertido.

—Amunet es la heredera de los dos tronos porque es hija de la guardiana del Inframundo, Évolet, y de Rodrigo IV —añadió adelantándose para no perder más tiempo—. Rodrigo IV se casó con Évolet, la sucesora de Kashiri.

—Sé que derroté a esa hija de los infiernos, pero siempre me hago esta pregunta: ¿Évolet es entonces la hija de Kashiri? —preguntó Mairim aún dudando.

—¡Pues claro que no! —le reprendió su impaciente tío—. Kashiri murió sin descendencia y a manos de los inventores. Además, el trono del Inframundo no pasa de padres a hijos: son los altos demonios los que escogen a su gobernante.

—Cierto —asintió el capitán suavizando el ambiente—. Cuentan las leyendas que el imperio del Inframundo ha de ser gobernado por un alma tan desgarrada por el dolor que solo puede albergar oscuridad en su corazón. Los orígenes de Évolet son inciertos, aunque se murmura que era una simple campesina.

—¡¿Me estáis diciendo que la hija de una insignificante campesina es la que ha puesto en jaque a todo nuestro mundo?! —gritó la reina exasperada.

—Disculpad mi osadía, pero ¿vuestro padre tiene sangre real? —preguntó Pierre.

Mairim levantó el mentón con orgullo, y una sonrisa traviesa se asomó a sus labios.

—Mi padre es un valeroso pirata, el mismísimo capitán Flick —dijo con teatralidad—. Aunque, bueno, a veces está un poco… indispuesto por culpa del ron. Pero que quede claro —añadió clavando la mirada en Pierre—, no tolero que nadie hable mal de él, y mucho menos en presencia de mi hermana Morgana. Si estuviera aquí, te arrancaría la lengua por atrevimiento. Y si no fuese porque le prometí a mi madre que no te haría nada, ahora mismo estarías paseando por la tabla.

—Perdonad, mi señora —se disculpó contrito el soldado—. Retomo mi historia. La Oscuridad, tras perder la batalla contra los seres de luz, la que usted ayudó a ganar porque es tan fuerte y poderosa…

—¡Déjate de tonterías y apremia, que estamos a punto de atracar en Instántalor! —interrumpió Efraín con impaciencia.

—Lo dicho —prosiguió Pierre tragando saliva con una forzada sonrisa—: tras esa batalla, Van Bakari, el traficante de almas, urdió una nueva conjura para que la Oscuridad pudiera tomar el control de Calamburia: casar a Rodrigo IV, legítimo y primer rey de Calamburia, con Évolet, emperatriz del Inframundo. De esta forma, su descendencia, Amunet, podría heredarlo todo.

—Pero yo soy la primera y única reina de Isla Kalzaria. ¡Nadie puede quitarme el trono! —exclamó Mairim.

—¿De verdad lo dudas? —preguntó el capitán Jacobs con sorna—. Isla Kalzaria era solo una isla de Calamburia, ¡formaba parte de su reino! ¡Claro que Rodrigo IV era su rey!

—Y, por ende, Amunet puede arrebatarle el trono a vuestra hija Elora —concluyó Leblanc ante la atónita mirada de la reina.

Mairim lo entendió por fin: Amunet quería gobernar la Calamburia de su padre, ¡incluyendo la nación pirata!
—¡Jamás lo permitiré! —sentenció con la ira propia de una reina—. ¡Juro por el todopoderoso Titán que no consentiré que esa niñita de los infiernos usurpe el trono de mi hija!