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HISTORIAS PARA MENTES CONFUSAS
En el corazón del Inframundo, la vasta sala del trono resonaba con ecos de conversaciones pasadas y futuros inciertos. Las paredes de basalto negro, talladas con runas antiguas, brillaban bajo la luz de los braseros en forma de dragones, proyectando sombras danzantes. La atmósfera estaba cargada con el aroma del azufre, y los lamentos lejanos de las almas condenadas susurraban un recordatorio constante del poder oscuro que allí residía.
Grilix y Trillox, dos demonios domésticos, estaban inmersos en una discusión, rodeados de antiguos pergaminos y polvorientos documentos.
—Empiezo de nuevo —dijo Trillox con paciencia mientras organizaba un montón de papeles y pergaminos—. Rodrigo IV, heredero de Instántalor, se casó con Sancha III, princesa de Ámbar, y juntos forjaron una nueva nación: el Reino de Calamburia. Tuvieron dos hijas: Urraca I, la menor, que era estéril, y Petequia, la mayor, quien se enamoró de un noble llamado Rodrigo.
—Pero aunque también se llamara Rodrigo, este no tenía sangre real, ¿no? —preguntó Grillix.
—Eso es —asintió Trillox—. Era tan solo un noble de la familia de los Haines, pero se convertiría en el rey Rodrigo V al casarse con Petequia y reinar a su lado.
—Hasta aquí lo entiendo: el noble se prometió con la princesa heredera —dijo Grilix rascándose la cabeza.
Trillox continuó:
—Pero el problema surgió cuando, antes de las nupcias, Petequia quedó encinta de Rodrigo. Su hermana pequeña, Urraca, consumida por la envidia y la ambición, urdió un plan para deshacerse de su hermana. Con la ayuda de las zíngaras, descubrió un antiguo conjuro que necesitaba el ojo de Petequia. Una noche, Urraca y las zíngaras irrumpieron en la habitación de la heredera, le arrancaron el ojo y lo echaron en una poción. Ese brebaje era en realidad un filtro mágico que haría que Rodrigo se enamorara perdidamente de Urraca y olvidara a su prometida. Petequia fue desterrada, estando encinta y sin recordar el atroz acto que ocurrió esa noche.
—¿Y qué pasó con Petequia después? —preguntó Grillix intrigado.
—Petequia dio a luz a su hijo en el exilio y, para protegerlo, lo llamó Comosu. El niño creció en secreto, lejos de los peligros de la corte. Era conocido por ser «especial», marcado por el Titán, lo que le hacía diferente y le dificultaba ciertas cosas. Fue el primero al que le apareció la ‘C’ marcada en el cuerpo, iniciando una larga estirpe de personas con habilidades especiales —explicó Trillox.
—Vamos, que el chaval era faltuco, cortito de entendederas, ¿no? Bien, vamos encajando las piezas…. Entonces, en ese exilio fue cuando Comosu… Por cierto, ¿por qué se llamaba así? Es un nombre muy poco regio…
—No se llamaba así. Realmente se llamaba Rodrigo, pero su madre, para mantenerlo en secreto hasta que estuviera preparado para reclamar el trono, le puso el pseudónimo de Comosu, de «como su padre» —continuó Trillox.
—¡Me fascina esa Petequia! —manifestó Grilix muy emocionado—. Entonces, como hemos repasado esta mañana y si no recuerdo mal… el niño creció y, después de descubrir sus orígenes, lideró un ejército de tropas rebeldes y recuperó el Trono de Ámbar. Comosu, después de derrocar a su tía y su padre, fue coronado como Rodrigo VI y, consolidando su poder al casarse con la princesa de los salvajes, se volvió un tirano. Sin embargo, su único hijo murió joven, dejando la estirpe sin heredero directo. Ah, claro, entonces… ¡ya lo entiendo! ¡Si no hay descendencia, mi señora es indudablemente la emperatriz de Calamburia!
—No, bobo. El bebé que murió defenestrado por Sancha en el Palacio de Ámbar….
—¿Su abuela lo mató tirándolo por una ventana? —preguntó perplejo cortando a su compañero—. ¡Qué brutalidad!
—Déjame terminar —suspiró Trillox exasperado—. El bebé que murió defenestrado por Sancha en el Palacio de Ámbar…. no era realmente el hijo de Dorna, heredero de Comosu. Ese era un niño robado del populacho. El verdadero hijo de Dorna fue criado como vástago de Urraca y creció en palacio, donde lo educaron como el heredero Sancho I.
—¿Pero no sabía todo el mundo que Urraca era estéril? —preguntó el desconcertado demonio frunciendo el ceño—. ¿Cómo se creyeron esa patraña?
—Dijeron que había sido un milagro del Titán o algo así —explicó quitando hierro al detalle—. Entonces, Sancho I se desposó con Melindres, la marquesa, y luego murió en extrañas circunstancias. Por lo visto, estaba maldito por las brujas —explicó Trillox.
—Ah, claro. Y muerto el rey Sancho, se pierde la saga y, por eso, ¡Amunet es la emperatriz de Calamburia! —concluyó Grilix satisfecho—. ¡Ahora sí que lo he entendido!
—¡No! —gritó el hastiado diablillo golpeando la mesa. Su ataque de frustración casi generó un tornado de desesperación como los que antaño invocaba Lady Ventisca—. Tuvieron tres hijos mellizos: Rodrigo, el séptimo de su nombre y heredero, Sancho, el segundo, y Zoraida.
—Pero al heredero lo mató nuestra señora —insistió Grilix.
—No, recuerda que su hermano Sancho II se interpuso y murió en un «valeroso acto de sangre». Lo decía la profecía —respondió Trillox.
—¿Pero la profecía no decía que «no llegará a adulto y que, por sus acciones, morirá ejecutado por alguien de sangre real»? ¡Pero si lo mató nuestra emperatriz!
—¿Acaso no es de sangre real? —Trillox golpeó la mesa impaciente—. Es que como no he terminado la historia de reyes, no te has enterado. Esto es largo y algo lioso, pero muy importante.
Grilix asintió lentamente tratando de comprender.
—Y ese es al que apodan Dodigo porque habla mal y eso, ¿no será porque el heredero también está “tocado por el Titán”?
—Exactamente, «es especial». Y ahora vamos al otro reino: Kalzaria. ¿Recuerdas a Petequia, verdad? Pues la desterrada, después de Comosu, tuvo una nueva hija con un famoso pirata y la llamó Mairim. Ella, siendo aún una niña, se levantó en armas con una flota de barcos piratas contra su abuela Sancha III. Esta rebelión resolvió la separación del reino en dos: Calamburia para Sancha III, Urraca I y Sancho I, y Kalzaria para la pirata. Así, la pequeña isla quedó bajo el dominio de la reina Mairim y su descendencia, la princesa Elora, la hija que tuvo con dos valerosos piratas —explicó Trillox, mientras su compañero escuchaba con fascinación.
—¿Con dos a la vez?
—No, bobo. Sería solo uno, pero no se sabe bien cuál de los dos. Pues esa niña, Elora, heredará la otra parte de la superficie —precisó Trillox.
—Ah, esa es… la niña que también habla mal —comentó.
—Y eso es porque…
—¡También está tocada por el Titán! —afirmó Grilix.
—Exactamente.
—Entonces, nuestra señora… ¿ni siquiera hereda la isla pirata? —dedujo Grilix con tono de perplejidad.
—Sí, ¡estúpido! Remóntate a lo que hemos estudiado al principio. Al ser hija de Rodrigo IV, ocupa el mismo lugar en la línea de sucesión que sus hermanas Urraca y Petequia, por lo que antecede a sus tatarasobrino-nietos —respondió Trillox.
—Ahhh, y es la Emperatriz de los Dos Mundos porque es hija de Évolet, la anterior guardiana.
—¡Eso es! —dijo Trillox llenándose de paciencia—. Es la hija de nuestra segunda señora, la que tuvo el báculo después de Kashiri y que murió a manos de los hermanos de su propio marido.
—¿Del marido de Évolet? —dijo Grilix asombrado.
—¡No, imbécil, del marido de su hija Amunet, nuestra señora, consorte del Inframundo. Los hermanos de Xezbet mataron a su suegra y por eso ahora están encerrados —aclaró Trillox desesperado.
—¡Es verdad! Y después se desposó con nuestra señora —asintió Grilix entendiéndolo por fin.
—Exacto, ya lo tenemos descifrado —concluyó Trillox.
—¿Y quién era Juliok entonces? —preguntó confuso el otro demonio rascándose la cabeza.
—¡Por todos los condenados de la Sala del Lamento! Es el nombre que le puso Dorna a su hijo antes de creer que estaba muerto y ser rebautizado con el nombre de Sancho I, hijo de Urraca —explicó una vez más Trillox sin ganas de seguir viviendo.
—¿La estéril?
En ese momento, la puerta de la sala del trono se abrió de golpe, y Amunet, Rodrigo IV y los consejeros umbríos entraron, sus pasos resonando con autoridad. Los diablillos tiraron los papeles y se acercaron al trono para inclinarse y reverenciar a su señora que se sentó con aires de desesperación.
—Amunet, ya hemos discutido esto antes —dijo Rodrigo IV con paciencia, su voz resonando en la sala—. Por tu sangre corre la herencia de dos mundos. Como hija de Évolet y mía, te corresponde no solo el Inframundo, sino también Calamburia, antes de que se dividiera en Calamburia y Kalzaria. Debes reclamar lo que es legítimamente tuyo.
La joven reflexionaba sobre las palabras de su padre mientras ajustaba su diadema. Aunque estaba convencida de que podía evitar más derramamiento de sangre, su tono reflejaba un matiz caprichoso y egoísta.
—Padre, sé que cometí un error al matar al infante —aceptó cruzando los brazos con desdén—. A veces me puede mi mal genio. Me enciendo tan rápido como un mortal que toca nuestro suelo, pero es que creo que podemos recuperar el trono de manera pacífica. Debemos mostrar que somos capaces de gobernar con justicia y equidad.
Xezbet, siempre a su lado, inclinó la cabeza hacia su esposa y susurró con su voz mágica.
—Hiciste bien al matarlo. Era un obstáculo y eliminaste a uno de nuestros enemigos.
Amunet sonrió orgullosa y satisfecha.
—Es cierto, ¿verdad? —preguntó mirando a su padre orgullosa y desafiante—. Matar al infante demostró nuestra determinación. Que todos sepan que no dudaremos en usar la fuerza si es necesario.
Xezbet sonreía con una mezcla de orgullo y astucia. Sabía que el camino de su reina no sería fácil, pero él se encargaría de acompañarla hacia el ansiado premio.
—Mi señora, vuestra sabiduría es digna de una verdadera emperatriz —comentó el alto demonio—. Pero no olvidéis que siempre debemos estar preparados para la traición y la resistencia. La paz debe ser nuestro objetivo, pero la fuerza, nuestra herramienta.
Los consejeros umbríos intercambiaron miradas cómplices, sus intervenciones siempre cargadas de un humor macabro.
—¡Oh, la diplomacia! —exclamó Barastyr con una sonrisa torcida—. Siempre es tan… ¿cómo decirlo? ¡Tediosa!
—Exactamente —añadió Érebos—. Pero, a veces, las palabras pueden ser tan afiladas como las espadas. Sólo asegúrate de no cortar a alguien demasiado importante.
Amunet lanzó una severa mirada a los consejeros, recordándoles la seriedad de la situación. Ellos, aunque divertidos, sabían que el momento exigía un equilibrio delicado entre astucia y fuerza.
—Vamos a reunirnos con los líderes de Calamburia y Kalzaria —anunció la emperatriz con decisión—. Debemos mostrarles que nuestra intención es gobernar con justicia y unidad. Pero si se oponen, no dudaremos en usar la fuerza necesaria para asegurar nuestro dominio.
Rodrigo IV, vestido con ropas reales, permanecía a su lado, una figura imponente que representaba la antigua gloria de Calamburia. Había cambiado desde que su hija había comenzado a reclamar su lugar legítimo. Ya no era el pelele que había sido en el pasado. Ahora, con el peso de la historia sobre sus hombros, recuperaba el estatus y el esplendor de cuando era rey. Su mirada era firme y sus palabras acumulaban el peso de la experiencia y la autoridad.
—Recuerda, hija, esta reunión es crucial —advirtió el monarca—. Debemos convencerlos de que nuestro gobierno traerá estabilidad y prosperidad. Pero también deben saber que estamos preparados para cualquier desafío.
En ese momento, una figura oscura se deslizó en la sala. Van Bakari, el infame traficante de almas, con su presencia siempre inquietante, se acercó esbozando una sonrisa astuta.
—Qué afortunado que Évolet ya no esté entre nosotros —dijo van Bakari con sorna—. Los matrimonios están para romperse y nada une más que un objetivo común. ¿Verdad, Rodrigo?
Rodrigo lanzó una mirada al recién llegado, entendiendo la insinuación pero sin perder la compostura.
—Sabes bien que nuestras alianzas se forjan en el fuego de la necesidad. Y ahora más que nunca necesitamos unidad —respondió reafirmando su posición.
Amunet asintió comprendiendo la importancia del momento. Sabía que el destino de los dos mundos dependía de su habilidad para navegar por las peligrosas aguas de la diplomacia y el conflicto. Mientras el reloj avanzaba, el futuro de Calamburia se tornaba cada vez más incierto y las sombras del Inframundo se cernían sobre todo el reino, listas para desatar el caos.
—He movido mis hilos para que podáis tener un paso seguro hacia el Palacio de Ámbar —continuó el traficante de almas con una voz cargada de conspiración—. Tendréis que salir antes del alba y no podréis utilizar magia, ya que esto alertaría a los guardianes.
—Gracias, van Bakari. Tu ayuda es invaluable en estos momentos —agradeció Rodrigo IV.
—Gracias a vos, majestad, por cuidarnos a mi hija y a mí en las mejores condiciones. Al fin y al cabo, ambos tenemos una hija que ha perdido un ojo. No hay nada que no se arregle con un buen parche, ¿verdad, Rodri? —respondió van Bakari con una sonrisa irónica.
Rodrigo sonrió levemente reconociendo la mordacidad en sus palabras. Barastyr intervino con una mueca de resignación.
—Iremos en carruaje, entonces. No es la manera más rápida, pero es segura.
—Un carruaje tirado por caballos —añadió Érebos con un toque de sarcasmo—. Y el de la emperatriz, como es pequeña, tendrá que ser tirado por… ¡ponys! Así tendremos un viaje lento pero… pintoresco.
Amunet lanzó una mirada divertida a los consejeros y, por un momento, la tensión pareció disiparse ligeramente. Con todos los detalles discutidos y los planes trazados, los presentes comenzaron a retirarse para cenar algo antes de acostarse.
—Vaya, Grilix, parece que las clases de historia acaban por hoy, tenemos que preparar el Gran Salón para la cena —murmuró Trillox a su compañero mientras se dirigían a la salida.
—Pero si todavía no me has contado nada sobre las otras hijas del padre de nuestra señora, Beatrice y Anabella. Al ser también descendencia de Rodrigo IV, ¿heredan algo? —preguntó el otro diablejo con curiosidad.
—¡Ay, zopenco! No, no cuentan porque ya te he dicho en numerosas ocasiones que son bastardas, y además su madre es una zíngara. Recuerda bien nuestras lecciones de hoy —dijo Trillox negando con la cabeza mientras atravesaban la puerta, dejando a la emperatriz con su consorte.
La sala del trono quedó en un silencio total, sordo y tenso, en el que solo se pudo escuchar un tétrico murmullo.
—Mi querida esposa Amunet, seréis la emperatriz de los dos mundos y yo me sentaré junto a vos en el Trono de Ámbar —susurró Xezbet. Sus palabras resonaban como un eco sombrío que parecía envolver la sala en una marea de oscuridad y obediencia.