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EL RESURGIR DE LOS FAUNOS
Édera, la Dama Esmeralda, paseaba por los alrededores de Pentandra, el Gran Árbol, mientras los faunos recolectores guardaban las cosechas en las cabañas. Aquella mañana la imponente fauna brillaba con luz propia y su dulce cantar atraía a las más hermosas aves, cual verdipluma acudía a la llamada de su jinete. La semana anterior se había reunido con los coroneles más fieles de su guardia personal, antaño la Guardia del Bosque, para poner en marcha su secreto plan. Se crió en la vasta sombra de su madre, Tyria, la anterior y venerada Dama Esmeralda, que había conseguido unir a los dispares clanes de su raza bajo un solo estandarte de paz y prosperidad. Sin embargo, ella estaba decidida a superar el legado de su progenitora y hacerse un nombre propio como Dama de los Faunos.
—Querido Quercus, mi fiel guardián —anunció—. ¿No es acaso un precioso día?
—Yo lo veo igual que siempre, mi señora esmeralda —respondió Quercus, el poderoso y rudo guerrero fauno rascándose la cabeza.
—Mira enderredor —insistió la dama—. El verde de la jungla resplandece cual piedra preciosa, los pájaros entonan su cántico celestial y las flores se abren a la fresca brisa matutina.
—Si mi señora lo dice, así es —respondió el fiel guardián.
La devoción de Quercus hacia su señora era inconmensurable; aún recordaba cuando lo encontró de niño, curó sus heridas y acogió bajo su ala, tiempo atrás.
Nadie conocía el origen del fiero guerrero; se murmuraba que era el vástago de un soldado del aire y de un recolector desaparecidos durante el Gran Cataclismo. Un grupo del clan de los sanadores lo encontró llorando y desnutrido en el interior de un nido de verdiplumas abandonado que colgaba del Gran Árbol. Nadie se explicaba cómo había sobrevivido. Algunos creían que la propia Pentandra y los verdiplumas habían alimentado y cuidado del huérfano y que, por eso, llevaba sus sellos en el brazo: una preciosa flor y una majestuosa ave.
Poco importaban los orígenes del joven fauno pues, mientras ayudase en la protección del clan y el labrado de la tierra, tendría siempre un jergón en el que acurrucarse. Él fantaseaba con reencontrarse con su familia y dirigir una pequeña aldea, pero sabía que su destino distaba mucho de esa fantasía: él era un guerrero, no un líder.
Muchas lunas antes, en una preciosa mañana primaveral, el joven Quercus decidió pasear por la jungla en busca de algún manjar que llevarse a la boca. De pronto, divisó un gran panal que se le antojó apetitoso y no dudó en acercarse a catar su sabrosa miel. Tan embelesado estaba por la promesa del dulce aperitivo que no vio a un hambriento oso que despertaba de su hibernación. El animal se acercó sigiloso por detrás y le propinó un fuerte zarpazo en el brazo. Sin embargo, el joven Quercus no se amilanó y respondió con una sonora coz en la sien de la bestia que la desorientó permitiéndole huir con su panal. El oso lo persiguió entre los árboles hasta arrinconarlo contra un majestuoso guayacán. Un nuevo zarpazo hirió el costado de la mágica criatura, quien contestó con más coces. La pelea duró varios minutos hasta que, de repente, una firme liana se deslizó hacia Quercus. Éste se agarró a ella y dejó que le subiese hasta la copa del árbol.
—¿¡Cómo se te ocurre pelear contra un oso?! —gritó una niña.
—Quería comerse mi miel —afirmó el taciturno fauno dejando entrever que no había más explicación.
—Soy Édera, hija de Tyria, la Dama Esmeralda —se presentó la joven—. ¿Cómo te llamas tú?
—Quercus —respondió.
—¿Y ya está? —preguntó extrañada— ¿Nada más? ¿Ningún apodo o sobrenombre como Quercus Mataosos o Quercus Comemiel?
—Quercus —aseveró él.
—No puede ser —sentenció ella—. Todo guerrero debe tener un sobrenombre. A partir de ahora te llamarás Quercus Pezuña de Roble.
Los jóvenes faunos compartieron el panal mientras hablaban largo y tendido sobre cómo trepar a los árboles, cuáles eran sus bayas preferidas o cómo se imaginaban que serían sus vidas de adultos. El sol empezaba a ponerse por el oeste, así que decidieron volver al Gran Árbol para unirse al festín de bienvenida que habían preparado en honor a la Dama Esmeralda. Édera corrió hacia su madre y le relató la increíble aventura que había vivido con su nuevo amigo:
—Madre, por favor —suplicó la niña arrastrando al joven cabritillo hacia su madre—, ¿podría venirse con nosotras? Es fuerte e independiente y podrá escoltarme para que no me suceda nada.
—¿Cómo te llamas, joven? —preguntó Tyria.
—Quercus, mi señora —afirmó haciendo una torpe reverencia.
—¿Es cierto lo que ha contado mi hija? ¿Te has enfrentado a un oso? —quiso saber la Dama Esmeralda.
—Sí, mi señora —respondió.
—Veo que eres muy dicharachero —rió —, te llevarás bien con mi hija. Que alguien cure las heridas del pobre Quercus, lo asee y le dé de comer —ordenó—. Si ha de proteger a mi pequeña Édera deberá estar en forma.
Los años pasaron y la devoción que sentía Quercus hacia sus señoras no hizo más que crecer. No dudó ni un segundo en protegerlas cuando Melusina, la dama de las hadas, les envió a sus dracovispas; o cuando la sequía asoló la jungla y las gárgolas de espinas atacaron las aldeas; así como tampoco titubeó en protegerlas cuando el Mundo Faérico cayó bajo el influjo de los hechizos oníricos calamburianos. Él se debía a sus señoras por encima de todo. Aunque Tyria se había retirado años atrás a causa de una incipiente ceguera que le impidió proteger la jungla y sus habitantes, él se mantenía fiel a Édera, la nueva Dama Esmeralda; cuya determinación y valentía rivalizaban con las de la mismísima Dama Irisada.
La tarde que Tyria devolvió su báculo al Gran Árbol el otoño se apoderó de la jungla: las flores se marchitaron, los nenúfares se hundieron, las hojas cayeron al suelo y los verdiplumas cesaron su vuelo. La Dama Esmeralda se había retirado y la jungla se preparaba para la llegada de una nueva dama y, por ende, una nueva primavera.
Fueron varias las valientes que decidieron adentrarse en las raíces de Pentandra en busca del espíritu de los faunos: Peönia se presentó como líder del clan de los Sanadores, Clavelia representó al clan Danzarín, Gibre se ofreció en nombre de los hoscos Recolectores, Usnea se presentó por los Susurradores y, por último, Édera lo hizo en nombre de los sabios Arbóreos. Las cinco aspirantes se adentraron en lo más profundo de las raíces del Gran Árbol en busca del espíritu. Según contaban las leyendas, éste era un animal esquivo que se dedicaba a observar desde la lejanía. No se dejaba ver, si no que cuando la Dama Esmeralda requería su ayuda, le susurraba desde las sombras. Cada aspirante se asentó en un lugar del majestuoso árbol desde donde poder hacerle una ofrenda típica de su clan: Peönia le preparó uno de sus famosos ungüentos curativos, Clavelia le regaló su mejor ocarina, Gibre una cesta con palo santo, Usnea le contó historias sobre los animales de la jungla y Édera le ofreció lo que sabía que el espíritu ansiaba por encima de todo: su confesión.
En el centro de la jungla,
donde el tiempo apenas pasa,
confieso mi gran secreto
al Gran Árbol que se alza.
Me presento a la gran prueba
soy Édera la que canta,
la más fuerte de las hijas
de la gran Dama Esmeralda,
la que unificó los clanes,
ya hace tiempo de esta hazaña,
porque a faunos no gobierna
pues ahora está exiliada.
Depósito aqui mi ofrenda
desde dentro de mi alma
un secreto inconfesable,
una pérfida artimaña,
para apartar a mi madre
convirtiéndome yo en Dama.
Su ceguera era evidente,
ante unicornios y hadas,
pequé contra mi señora
preparándole una trampa
de cicuta y belladona
que degustaría al alba.
Tomó ella su brebaje
y aquí comenzó la danza
en la que su aguda vista
nunca más vería quién habla,
pues creció una ceguera
por la cual del clan se aparta.
Sólo anhelo que los faunos
gobiernen sobre la razas
que habitan en nuestro Reino:
las ondinas y sus algas
los enanos bajo cuevas
en sus jardines las hadas,
las praderas de unicornios
los efreets creando llamas
y ser siempre para todos
la Gran Fauna que les manda.
Así confieso mis actos
ante vos y ante las plantas
acepta pues este obsequio
confesarlo a mi me sana.
Espero sea suficiente
para iluminar tus ramas
y que así puedas nombrarme
Édera, Dama Esmeralda
y algún día, si me ayudas,
ser la misma Dama Blanca.
Ningún fauno supo jamás qué le ofreció Édera al espíritu faérico, sólo que éste la eligió para suceder a su madre como Dama Esmeralda.
Habían pasado años desde su nombramiento y ahora debían hacer frente a nuevos problemas: varios miembros de su pueblo habían desaparecido, los arbóreos avisaban de nuevos temblores y los susurradores del avistamiento de un sinfín de portales. Por mucho que lo intentase, la Dama Esmeralda no daba con una solución. Desesperada, se adentró de nuevo en las raíces del Gran Árbol en busca de consejo del espíritu. Preguntó, rogó y aguardó durante horas, pero sólo obtuvo el silencio por respuesta. Abatida, salió del árbol. Frente a ella se hallaba Quercus mirando a uno de los arbustos que rodeaba el claro. Las luces del atardecer se filtraban por su gran cresta dotándola de un brillo anaranjado especial. Édera miró fijamente; el espíritu había accedido a su petición: los faunos participarían en el VI Torneo de Calamburia.