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EN BUSCA DEL FUEGO FATUO
Sîyah, el Efreet, volvía al desierto después de un mes rodeado de altivos y remilgados unicornios. Con el regreso de la Dama Blanca a la Aguja de Nácar, se reinstauró la armonía en el Mundo Faérico. En respuesta, las damas de cada raza acordaron nombrar embajadores específicos, encargados de salvaguardar tanto el bienestar de Karianna como el de sus propios pueblos y el equilibrio general del reino. Sîyah fue la elección de su Dama Carmesí para asumir este rol de gran responsabilidad. Como embajador, se encontraba ante la tarea de sumergirse en el complejo tejido de la política faérica. Debería involucrarse activamente en discusiones sobre el estado actual y futuro del mundo faérico, identificar y comunicar los desafíos específicos que enfrentaba su pueblo, y sobre todo, garantizar la seguridad de la Dama Blanca y su joven retoño.
Se desplazaba cada vez más deprisa, incómodo y acelerado ya que como bien es sabido, los efreets son una raza esquiva que apenas sale del desierto, pues con la humedad del bosque sus llamas pierden su fulgor. Tenía que llevar una importante noticia a su señora y no había tiempo que perder.
Sîyah no era un efreet cualquiera; su valentía y habilidad lo encumbraban entre los guerreros más legendarios del reino faérico. Héroe de la llama y maestro en el Arte Ígneo, dominaba los fuegos fatuos hasta convertirlos en látigos llameantes que se retorcían a su mando, como serpientes bajo el hechizo de un flautista.
Solo en sus caminatas, su memoria se deslizaba hacia aquel pasado difuso. La Gran Catástrofe que había sacudido el Mundo Faérico le llegaba en ecos, como un ascua que se negaba a extinguirse. En aquel entonces, los Jinnis de la Brea, criaturas de fuego y arena, se habían desbordado en una furia inducida por sombrías magias. Algunos murieron, otros cayeron prisioneros de los zíngaros de Calamburia, los devoraelfos.
En medio del caos desatado por la lucha contra los jinnis de la brea, donde el desorden reinaba y el peligro acechaba en cada sombra, numerosos efreets empezaron a desvanecerse en el tumulto. Sîyah, aún un niño en aquel torbellino de violencia, se vio separado de sus padres. Fue en ese momento de confusión y miedo cuando una figura sombría y misteriosa, un zíngaro conocido como Arnaldo, emergió de las sombras. Sin previo aviso comenzó a absorber a Sîyah hacia un receptáculo oscuro destinado a encerrar su esencia. Justo cuando todo parecía perdido y Sîyah se encontraba al borde del abismo, lejos de la protección de sus padres desaparecidos, När, la Dama Carmesí, se reveló en todo su esplendor. Con un rugido de poder que sacudió los cimientos del desierto, invocó una barrera de llamas tan rojas como la sangre y un muro ígneo se alzó con ferocidad entre Sîyah y su captor. Las llamas, alimentadas por la determinación inquebrantable de När, repelieron la oscuridad, desgarraron el velo de la noche y rescataron al joven Sîyah del abismo que lo reclamaba. Esta intervención no solo frustró el oscuro propósito de Arnaldo, sino que también marcó el comienzo de una nueva vida para el joven efreet.
Sîyah encontró en su dama una protectora y mentora. Creció bajo su tutela, su niñez y adolescencia marcadas por un entrenamiento riguroso que lo forjaría como el campeón de la Dama. La compañía de Sörkh, la hija mayor de När, le brindó camaradería y una amistad profunda que perduraría a través del tiempo.
Cuando När se retiró al consejo de ancianas y Sörkh tomó su lugar como Dama Carmesí, Sîyah se mantuvo firme a su lado, derramando una lágrima de fuego en un gesto de orgullo y emoción. Era más que un juramento de lealtad; era la promesa eterna de dos almas entrelazadas por el destino.
Y es por la gran devoción que tenía a su dama, por lo que, aunque Sîyah odiaba las misiones diplomáticas; se emocionó cuando, además de su labor diplomática en la Aguja de Nácar, su señora le encomendó una secreta y delicada tarea.
Meses antes, durante el último cónclave, Elga, conocida entre sus pares como la Dama de Acero, compartió con la señora de los Efreets que estaba en el proceso de dar vida a una creación única: un ser forjado en los fuegos de la forja y el acero, diseñado para ser inquebrantablemente leal y servir como eterno compañero. Elga había alcanzado casi todas las cimas de sus ambiciones. Como soberana indiscutible de los enanos, su genio y su fuerza habían dado forma a los túneles mágicos que serpenteaban a través del corazón de la tierra y su destreza había forjado la varita del primer archimago. Sin embargo, un deseo ardía aún en su interior: el anhelo de crear vida, de insuflar el aliento de la existencia en lo inerte, el último testimonio de su supremacía y su ingenio. Sörkh, que admiraba a Elga por encima de todo, quería obsequiarle con una antigua reliquia de su pueblo: el Rubí de Sangre, una joya ancestral cuyos secretos y poderes latentes prometían la llave para alcanzar la última de las metas de Elga. Pero este obsequio venía acompañado de un misterio, pues ni la efreet ni su ilustre madre habían conseguido desvelar cómo liberar la esencia vital encerrada dentro de la gema. La sabiduría necesaria para despertar el rubí, para hacerlo danzar al compás de la vida, se había perdido con la partida de När al círculo de las sabias ancianas.
Para que no llegara a oídos indiscretos, Sîyah estaba encargado de hacerle saber a la señora de los enanos que ambas se citarían en secreto en el desierto carmesí días más tarde, cuando la luna de fuego estuviese tocando el horizonte. La dama de Acero aceptó el mensaje y prometió acudir al encuentro y aprovechó para transmitirle al efreet una devastadora noticia. A pesar del éxito de su misión, Siyah regresaría a casa con un mensaje que destrozaría el corazón de sus señora.
Al otro lado del Reino Faérico, en el Desierto Carmesí, la dama de los efreets esperaba impaciente la llegada de su enviado a la Aguja de Nácar. Sörkh, reconocida como la líder más justa y pragmática que los efreets hubieran conocido jamás, ostentaba con orgullo el título de Dama Carmesí. Hija de Jan Ákavir y När, su linaje era una fusión de coraje y sabiduría, elementos que definieron su reinado. Según contaban en el desierto, sus padres se enamoraron en el mismo instante que se conocieron y, desde entonces, no habían pasado un sólo día separados. Su devoción mutua era tal que la niña solía recelar de la atención que recibía su padre. Los años pasaron y Sörkh halló consuelo aprendiendo a vivir sola. Le gustaba su soledad; le reportaba paz. Con el paso del tiempo, su compañía se limitó a dos figuras imprescindibles: Sîyah, su guardián efreet, cuya lealtad y confianza lo convertían en una presencia constante y protectora, y Elga, la enana cuya resiliencia e independencia encajaban perfectamente con el espíritu indomable de Sörkh.
Cuando era niña, los días de Sörkh solían transcurrir entre las dunas y los misterios que el desierto guardaba celosamente, un escenario que contrastaba con la paz de su soledad. Sin embargo, ese equilibrio se rompió abruptamente cuando, una aciaga tarde, al regresar al palacio, se topó con un escenario caótico. Los guardianes de la dama corrían de un lado a otro; los pequeños efreets normalmente bulliciosos y ardientes, se mostraban apagados y humeantes; y su madre, När, la Dama Carmesí, derramaba lágrimas desconsolada.
—Madre, ¿qué ha pasado? —preguntó Sörkh sin creer lo que veían sus ojos.
Entre sollozos, När logró articular palabras que helaron el corazón de Sörkh.
—Se lo han llevado —la voz quebrada de su madre resonó con una mezcla de dolor e incredulidad.
—No lo entiendo, ¿quién, madre? ¿A quién se han llevado? —la ansiedad de la joven crecía por momentos temiendo lo peor.
—¡Esa sucia calamburiana, la que se dice la matriarca zíngara, ¡una verdadera guerrera enfrenta a sus enemigos! ¡No ataca por la espalda!
—¿A quién se ha llevado? —insistió temiendo la respuesta.
La confirmación llegó como un golpe devastador.
—Como las arenas del desierto vuelven a ser moldeadas por el viento, así nos enfrentamos una vez más al torbellino del destino. A tu padre, mi djinn. ¡Se han llevado a tu padre! —När confirmó echándose a llorar bajo el peso de su desesperación y no pudo articular más palabras.
El aire se volvió espeso con el dolor y la incertidumbre. Sörkh estaba conmovida. Aunque no se sentía unida a su padre, comprendía que la captura de un efreet era el peor de los destinos y más aún si era el esposo de la Dama Carmesí. Los genios eran escasos y muy valiosos en Calamburia, pues los encerraban en pequeños objetos atándolos a una eterna servidumbre destinada a cumplir deseos a sus amos bajo un yugo implacable. Muchos desaparecieron durante la Gran Catástrofe, cuando los portales se abrían por doquier y muchos seres seres faéricos estaban imbuidos en una energía tan oscura que ni los más valerosos guerreros pudieron detener. En ese torbellino de desesperación, el destino de ser convertido en esclavo acechaba ahora al padre de Sörkh, presagiando una existencia de servidumbre y desolación.
När enloqueció. Su mente vagaba por dunas tenebrosas, su fuego se descontrolaba, no atendía a su pueblo o al resto de damas. Tal fue su descontrol que durante una pesadilla empezó a quemar las Praderas Añiles y secar el Antojo de Cronos.
Fue entonces cuando Kyara, La Dama Blanca, con la serenidad que caracterizaba su liderazgo, se reunió con Elga en la penumbra creciente del atardecer.
—Elga, la situación es insostenible —comenzó Kyara, su voz teñida de preocupación—. Debemos actuar por el bien del Mundo Faérico y el de När.
Elga, cuya determinación era tan férrea como el acero de su forja, asintió con gravedad.
—Entiendo, Kyara. He encontrado estos orbes antiguos, capaces de contener una vasta cantidad de magia. Podríamos usarlos para darle a När el tiempo que necesita para recuperarse.
La unicornio contempló los orbes, su luz parpadeante reflejando la complejidad de la decisión que estaban a punto de tomar.
—Es un camino arriesgado, pero necesario. Con tu ayuda dotaremos a estos orbes de la magia necesaria y crearemos un santuario para När —dijo Kyara tomando uno entre sus manos.
—Y no solo para ella —agregó Elga, su mirada fija en el horizonte—. Instauraremos el Círculo de las Ancianas Faéricas, un lugar de retiro y sabiduría para las damas al final de su ciclo.
Kyara asintió, su resolución fortalecida por la alianza con la enana.
—Entonces, es hora de convocar la Ceremonia del Fuego Fatuo. Elijamos a la nueva Dama Carmesí que guiará a los efreets a través de este torbellino que el destino nos ha presentado nuevamente.
Efreets y diferentes criaturas de fuego y arena de diversas partes del desierto acudieron raudos a la llamada de la Dama Blanca: todos querían presenciar el acontecimiento. Entre las muchas aspirantes a Dama Carmesí, solo cinco fueron elegidas por el consenso del clan, cada una portadora de la fuerza y la sabiduría de su estirpe. Al anochecer todos se reunieron alrededor de una gran hoguera y contaron antiguas historias y leyendas de cada rincón del reino mientras las aspirantes se sumergían en un estado de profunda preparación, conscientes de la prueba que enfrentarían con la primera luz del día. La ceremonia, cargada de tradición y expectativa, no era solo un rito de sucesión, sino también un momento de reflexión sobre el papel que jugarían en el destino de su pueblo.
Sörkh se adentró en la profundidad de la noche para enfrentar su destino. Recordaba cada palabra que När le había dicho sobre la prueba: un desafío que exigía no solo destreza física, sino también una aguda mente y una voluntad indomable. Eran muchas las aspirantes que enloquecían o se consumían en sus propias llamas cuando se las sometía a las pruebas, por eso, para esta ocasión, y para evitar que ocurriera lo mismo que cuando När se enfrentó al ritual, ella misma impuso que sólo las más preparadas elegidas por el clan podrían someterse al reto.
A pesar de no haber dado muestras de cariño, su madre siempre quiso que Sörkh la sucediera y encomendó su educación a Sîyah, el mejor y más avezado guerrero. Esta elección no solo había fortalecido a la joven como guerrera, sino que también había cimentado un vínculo inquebrantable entre ella y el efreet que alguna vez fue su guardián y ahora se había convertido en su más fiel aliado.
Con el amanecer del desierto, bañando en tonos dorados, Sörkh se despertó, hizo unos rituales de concentración y se puso sus amuletos: el collar de acero obsequio de Elga y el brazalete de cuero heredado de su abuela. Al salir de la jaima todos desearon suerte a las valientes y les cubrieron de preciosas rosas del desierto y flores de cactus.
Las cinco aspirantes marcharon hacia el Oasis de Sensum Privatum, el corazón sagrado donde debían invocar al fuego fatuo. Formando un círculo en su centro, conjuraron una llama que lo cubrió todo de humo, transportándolas a una dimensión donde los sentidos se disolvían. El espíritu había acudido a su llamada. La prueba había comenzado.
Sörkh se levantó con cautela; como su madre le había explicado la mayoría de las aspirantes que perecían lo hacían presas de la rapidez y la desesperación. En la quietud del oasis, con la serenidad que antecede a los momentos decisivos, empezó a caminar. Cuando se sintió preparada, elevó su voz al espíritu del fuego, entrelazando su destino con el del mundo que se disponía a liderar. «Espíritu del fuego, escucha mi llamada. Soy Sörkh, heredera del fuego, tejedora de la realidad a través de las llamas. Mi aprendizaje no ha concluido; aún camino por la senda que mi madre iluminó para mí. Frente a un mundo que desafía nuestra esencia, me postulo como guía de los efreets. Te imploro, manifiéstate y comparte tu sabiduría conmigo.»
De repente notó una extraña sensación. Paró. Era el lugar. Se sentó en la arena y empezó a centrarse en la llama que nacía entre sus manos. Había atraído la atención del espíritu, ahora sólo le quedaba demostrarle de lo que era capaz. Estuvo horas sentada en la penumbra canalizando su fuego interno. La danza de colores en las llamas, una lucha entre el rojo, el dorado y el ocre, era el reflejo de su propia lucha interna: una búsqueda de equilibrio y armonía. La esencia de ser Dama Carmesí exigía de Sörkh un fuego inquebrantable, que no se consumiese por su propia intensidad. No valía de nada hacer arder el oasis entero si luego se quedaba al borde de la muerte, pues la heredera de la llama carmesí debía ser fuerte y hallar siempre un camino para conseguir su objetivo con el menor daño posible. La mayoría de los efreets eran impulsivos, por lo que a menudo se perdían en el ardor momentáneo. Esa era su perdición. Sin embargo, Sörkh era paciente. Sabía que si se concentraba podría canalizar su propia llama interna y controlarla desde la serenidad.
Acercó sus manos haciendo un pequeño recipiente y creó una pequeña llama danzarina. Era irregular y desobediente, pero no salía de sus manos. Poco a poco fue creciendo y ganando forma y colores. El rojo luchaba contra el dorado por salir volando mientras el ocre agonizaba en el fondo de la lumbre. Fue abriendo las manos para que el fuego creciera aún más e iluminase el oasis. La llamarada subía sinuosamente por el claro. Sörkh estaba feliz. Estaba en armonía con su fuego.
De pronto, la llama se despegó de sus manos y empezó a subir al cielo en un estallido de preciosos fuegos artificiales de diferentes colores. La efreet sintió cómo la realidad se reinstauraba a su alrededor, sus sentidos agudizados por la magia del momento. Y allí, en el centro de este torbellino de colores y luz, un caprichoso fuego fatuo realizaba su danza etérea. El espíritu había decidido: Sörkh sería la nueva Dama Carmesí, heredera legítima del fuego y guardiana de su pueblo.
Una voz cálida como el fuego sacó a la dama del emotivo recuerdo y la trajo de nuevo al presente como quien arranca una flor del desierto de la duna más ardiente. Revisitaba habitualmente la ceremonia para encontrar fuerza en los momentos que más la necesitaba, pero ahora tenía asuntos más importantes a los que atender.
—Mi dama, me temo que tengo malas noticias —dijo Sîyah—. Vuestra madre ha abandonado el Círculo de las Ancianas.
—No puede ser, debe tratarse de un error. ¿La Dama Blanca te ha dicho eso?
—Sí, mi señora. Cuando la Dama Turquesa abandonó Tealia permitió a vuestra madre salir del orbe —reveló Sîyah a Sörkh, con voz teñida de preocupación—. La Dama Unicornio creía que los poderes de la ondina calmarían el espíritu de vuestra madre, pero cuando entró en la ilusión y vio a vuestro padre ardió en llamas evaporando las cristalinas aguas mágicas que había convocado la ondina. Marchó a…
—¿A dónde se fue? —insistió temiendo la respuesta.
—A Calamburia, a buscar a vuestro padre —dijo Sîyah preocupado bajando la voz y la mirada.
—Mi madre tenía una gran afección —se lamentó—. La nociva dependencia de mi padre le ha vuelto a nublar el juicio.
Sörkh se sumió en sus pensamientos. ¿Cómo era posible que su madre, la temida Dama Carmesí, se apegase a otro ser con tanta facilidad? Ella nunca permitiría que algo así le nublara el juicio; nunca se casaría o yacería con un hombre. Las mujeres eran mucho más inteligentes, confiables y divertidas.
Los días pasaron y la dama siguió investigando viejos escritos, pero no consiguió nada. Pidió ayuda a los druidas, mando misivas a la Dama Blanca, pero todo parecía inutil. Nadie sabía del paradero de su madre.
Un día recibió una inesperada visita.
—Querida Sörkh, ¿cómo estás? —saludó Elga, la Dama de Acero.
—¡Qué grata sorpresa! ¿No te esperaba tan pronto? —estaba tan absorta en su investigación que no recordaba la cita con la dama de los enanos.
—Perdona querida, he adelantado nuestra cita, y además he aprovechado la ocasión para salir del hastío en el que me encuentro —confesó—. Mi esposo ha despertado de su ensoñación y quiere que ejerza de mujer y madre. Primero fui a las Praderas Irisadas, pero Titania tenía asuntos urgentes y he adelantado mi viaje al desierto.
—Siempre me pareció una crueldad que te hiciesen desposar un hombre. ¡Es mucho mejor la compañía femenina!
—Depende del hombre —contestó sonriente—. Theodus conocía muy bien la geografía de una dama, ya me entiendes.
—No he tenido el placer de probarlo. Las mujeres somos superiores en este aspecto, por supuesto.
—¿Hay noticias de tu madre? —preguntó Elga mientras le sostenía la mano.
—No sabemos nada —sentenció Sorkh apartando la mirada para contener las lágrimas—. En verdad agradezco que hayas venido antes, ya que tengo una mala noticia que darte y no podía esperar más —cambió de tono recomponiendose—. El motivo de esta cita secreta es que quería obsequiarte con una antigua reliquia efreet para que pudieras completar tu creación —explicó enseñando una hermosa piedra preciosa—, pero me temo que no sé despertar su poder y mi madre, como bien sabes, tampoco no nos puede ayudar.
—¡El Rubí de Sangre! —exclamó emocionada— ¡Hacía siglos que no lo veía! Creía que se había consumido durante la Gran Catástrofe.
—Fue un obsequio de los Druidas como agradecimiento por la energía ardiente que les proporcionamos como tributo después de la Gran Catástrofe. Sin embargo, tanto mi comunidad como yo desearíamos que te quedaras con ella y fuera parte de tu anhelado proyecto.
—Te doy las gracias de todo corazón, querida. Quizás no lo sepas, pero este rubí surgió del mismísimo fuego de la Forja Arcana, y es ahí donde aguarda su verdadero despertar —respondió la Dama de Acero con la luz en la mirada de quien reencuentra un tesoro largamente extraviado. Quizás, gracias a su querida amiga, pudiera por fin terminar su proyecto.