171 – LA DAMA BLANCA IV

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LA DAMA BLANCA IV

La ceremonia en el sagrado círculo de piedra había capturado la atención de todos los presentes, dejándolos en un estado de asombro colectivo. La elección del Espíritu del Bosque había desafiado todas las expectativas: en lugar de seguir la tradición de confirmar a la candidata predestinada por su raza, había otorgado el título a una candidata inesperada. Aunque la elegida era, efectivamente, una unicornio, conforme al resultado de la votación, no se trataba de la que había ocupado el cargo de Dama Añil, sino de su hermana menor. Este inusual giro de los acontecimientos sembró desconcierto entre las congregaciones faéricas, que no lograban comprender la decisión tomada por el venerado espíritu.

En el corazón palpitante del claro, bajo la bóveda celeste que se teñía con los últimos destellos del atardecer, se alzaba la figura imponente de Öthyn. A su alrededor, el aire vibraba con la magia ancestral que fluía libre y salvaje en el Mundo Faérico. El cuello de Öthyn, adornado con una cascada de plumas verdes, cada una capturando y reflejando la luz en un espectro de tonalidades vivas, proclamaba su estatus único: él era el Druida Supremo. Este distintivo, junto con su regia capa y su báculo de poder, era portado únicamente por aquellos que habían alcanzado el cenit de la sabiduría y el poder druídico. Su cuello de plumas era más que un adorno; era un símbolo de su unión inquebrantable con las fuerzas primordiales de la naturaleza, que le daba autoridad y poder para controlar y gestionar los flujos de magia entre los reinos, una promesa de protección y guía para todos los seres faéricos.

Heredero de las responsabilidades mágicas del ritual tras el lamento por la muerte de Alfrid, el último Archimago, su figura se erigía como un pilar de sabiduría y calma. Su presencia era un faro de luz en tiempos de incertidumbre, un recordatorio de que incluso en la más profunda oscuridad, la sabiduría y el coraje podían forjar un camino hacia el amanecer.

Cuando su voz resonó en el claro, cada palabra cargada de poder y promesa, hizo evidente que no solo dictaba el destino de una nueva Dama Blanca, sino que también tejía el futuro del Mundo Faérico. Y con la solemnidad que el momento requería, proclamó:

—El Espíritu del Bosque ha hablado, ¡tenemos nueva Dama Blanca!

El silencio que siguió fue absoluto, roto solo por el viento que susurraba entre las hojas. Todos los ojos estaban ahora puestos en Karianna, cuyo destino acababa de tomar un rumbo inesperado, marcando el comienzo de una nueva era para el Mundo Faérico bajo su liderazgo. La conmoción de Kárida y el desvanecido orgullo de Karkaddan se entrelazaban con el asombro generalizado, mientras el Mundo Faérico se enfrentaba a la revelación de su nueva guardiana. En ese momento de tensión y sorpresa, el curso del futuro se había trazado con la elección inesperada del Espíritu del Bosque.

La euforia de la coronación de Karianna como Dama Blanca se extendió durante semanas, sumiendo al Palacio de Nácar en un remanso de júbilo y celebración.

El momento de la despedida había llegado, teñido de solemnidad y emoción contenida. Kyara y Karianna, madre e hija, se encontraban frente a frente en los vastos jardines del Palacio de Nácar, bajo el etéreo resplandor de una luna llena que parecía más grande de lo habitual. La brisa nocturna, cargada de los aromas del bosque, envolvía la escena en un abrazo suave y frío. Kyara, con la dignidad y la gracia que la caracterizaban, posó sus manos sobre los hombros de Karianna, mirándola directamente a los ojos, esos espejos del alma que tanto habían compartido y que ahora reflejaban una mezcla de orgullo, tristeza y esperanza.

—Recuerda, hija mía —comenzó Kyara, con una voz firme pero cargada de emoción—, en cada decisión que tomes, en cada camino que elijas recorrer, deja que este consejo ancestral de nuestro linaje te guíe: ‘Que la verdad de tu corazón sea el faro en la oscuridad y la compasión, tu escudo ante la adversidad’. Los unicornios hemos vivido por eones bajo este precepto, permitiéndole a nuestra esencia permanecer pura y justa.

Las palabras resonaron en el aire, como un legado vivo que trascendía generaciones. Karianna asintió, las lágrimas asomando en sus ojos, consciente del peso de la responsabilidad que ahora recaía sobre sus hombros y del amor incondicional de su madre. Kyara le ofreció una última sonrisa, un gesto de infinito amor y confianza, antes de girarse y caminar hacia el Círculo de Ancianas Faéricas, lugar donde continuaría su viaje espiritual.

Karianna permaneció en silencio, observando la silueta de su madre desvanecerse entre los árboles, sintiendo la fuerza de sus palabras anidar en su alma. Ahora, como la nueva Dama Blanca, estaba lista para liderar a su gente con el corazón y la sabiduría, custodiando el Mundo Faérico hacia un futuro prometedor.

La despedida de Kyara, marcada por la entrega de sabiduría y confianza, contrastaba profundamente con el secreto que Karianna guardaba. La joven Dama Blanca se encontraba ahora en una encrucijada de emociones, luchando por reconciliar su deber con el deseo de su corazón. El consejo de su madre resonaba en ella, pero ¿cómo seguir el faro de su verdad cuando esa misma verdad podría llevarla a la perdición?

La relación con Hábasar, que continuaba floreciendo en la clandestinidad, se había convertido en su refugio y su tormento. Cada encuentro, cada momento compartido, era un recordatorio de lo que estaba en juego. El amor que sentía por el hado era un desafío a las antiguas leyes que regían el Mundo Faérico, un desafío que podría desencadenar consecuencias devastadoras para ambos.

Así, con la luna como único testigo, Karianna se prometió a sí misma encontrar un camino que pudiera unir su destino con el de Hábasar sin traicionar el legado de su linaje ni el bienestar del Mundo Faérico. La tarea no sería fácil, pero el amor y la verdad que compartían le daban esperanza. En la profundidad de su ser, Karianna sabía que el amor verdadero era una fuerza poderosa, capaz de cambiar el curso de la historia, incluso en un mundo donde lo imposible era cotidiano

Hacía mucho que no tenían noticias de Anya; algunos pensaban que había regresado a su mundo, otros temían lo peor, que hubiera fallecido. Sin embargo, un día, tras el cataclismo que devastó el Mundo Faérico, regresó. Durante este tiempo había encontrado refugio en la espesura del bosque, recurriendo a su conocimiento y hechizos de guardabosques para sobrevivir, mientras esperaba el momento adecuado para hacer su retorno a la Aguja de Nácar.

Al llegar, lo que encontró fue un escenario que nunca habría imaginado. En el centro de la sala del trono, bajo el resplandor suave de la luz que se filtraba a través de las ventanas altas, vio a su amiga acariciando delicadamente a un joven cervatillo. Sin duda era Karianna, pero estaba transformada. La Dama Blanca emanaba una serenidad y un poder que iban más allá de la joven que había conocido. La corona de luz en su cabeza y el báculo que descansaba a su lado no dejaban lugar a dudas sobre su nuevo papel en el Mundo Faérico.

El reencuentro fue un momento suspendido en el tiempo, una pausa en el torbellino de cambios y desafíos que habían enfrentado. Anya, con el corazón henchido de emociones encontradas, dio un paso adelante, su mirada encontrando la de Karianna.

—Has cambiado— dijo Anya en un susurro que llevaba consigo el peso de su viaje, tanto físico como emocional.

Karianna le sonrió, una sonrisa que era a la vez la misma y completamente diferente.
—Y tú has sobrevivido —respondió con un brillo de orgullo y cariño en sus ojos—. Juntas, enfrentaremos lo que venga.

En ese instante, entre las ruinas de lo que una vez fue y la promesa de lo que podría ser, se forjó un nuevo vínculo. No solo era el reencuentro de dos amigas, sino también el nacimiento de una alianza entre la Dama Blanca y la guardabosques, unidas por el deseo compartido de reconstruir y proteger un Mundo Faérico que emergía, renacido de sus cenizas.

Pero, con el tiempo, la salud de Karianna comenzó a flaquear; el sueño le era esquivo, las mañanas la recibían con malestar y su concentración se dispersaba como niebla al sol. En busca de respuestas, recurrió a Anya.


—¿Qué me está pasando? —sollozó, confundida—. Quizás el nombramiento como Dama Blanca fue un error. ¿Se habrá equivocado el espíritu del bosque, y estoy sufriendo las consecuencias ahora?

—No, mi señora —respondió Anya, con una sonrisa dulce y comprensiva—. La razón es otra: vais a ser madre.

—Eso es imposible —replicó Karianna, negando con la cabeza—. No puede ser verdad.

—Recordad la noche de vuestra coronación; desde entonces, la luna no ha marcado su ciclo en vos —recordó Anya, tratando de aliviar la tensión con su sonrisa—. ¡Enhorabuena!

—¡No, Anya! Eso está contra las normas —protestó Karianna con desesperación.

A continuación, compartió su secreto con Anya: su amor oculto por Hábasar, príncipe de las hadas. Revelar su relación significaría enfrentarse a un destino fatal, dada la enemistad ancestral entre hadas y unicornios. Es más, había antiguas leyes que prohibían el amor entre razas faéricas. Por todo ellos forjaron un plan audaz: Anya tomaría el lugar de Karianna como Dama Blanca durante su ausencia. Después del nacimiento del bebé, la unicornia retomaría su puesto y ayudaría a Anya a volver a Calamburia con su familia. Para lograrlo, Karianna entregó a su amiga una ampolla que contenía agua del Lago de la Polimorfosis, un regalo cuidadosamente provisto por el hado Hábasar. Este líquido mágico permitiría a Anya cambiar de forma de manera permanente, hasta que decidiera revelar su verdadera identidad.

Ahora, Karianna se encontraba ante la encrucijada de su promesa solitaria bajo la última luna llena. Aquella promesa, hecha en soledad y silencio, se veía amenazada por el inesperado giro de su destino, poniendo en juego no solo su posición como Dama Blanca sino el futuro de todo lo que amaba.

En la actualidad.


—Invoca a tu preciado Titán si así lo deseas, insignificante mortal —despreció Kárida con un tono cargado de veneno—. Pero no escaparás de este lugar con vida.

Con un brillo de determinación en sus ojos, la Dama Añil adoptó la forma de un unicornio majestuoso y formidable. Con una fuerza que resonaba como truenos, comenzó a martillear el suelo con su pezuña, desencadenando un estruendoso temblor.

Fue entonces cuando Anya, con la determinación ardiente en sus ojos, convocó la esencia profunda de su ser de guardabosques. Con palabras cargadas de poder antiguo, liberó hechizos formidables, una marea de energía verde que brotó de la tierra buscando protegerla, escudos de naturaleza que crecían en un intento desesperado por detener la embestida.

Karkaddan no tardó en sumarse al conflicto fusionando sus propios ataques con los de Kárida para intensificar el temblor que amenazaba con devorar todo a su paso. La batalla se convirtió en un espectáculo épico de magias enfrentadas, una danza de poder que retumbaba a través de la sala.

Sin embargo, el techo de la sala, víctima de la colosal lucha de voluntades, no pudo sostener la embestida combinada y cedió, desplomándose en una lluvia de escombros hacia Anya, quien, sorprendida no tuvo tiempo de realizar ningún hechizo para crear una barrera protectora sobre sí.

En el caos que siguió, nadie fue testigo del trágico destino de Anya. Bajo el manto del derrumbe, su lucha llegó a un fin silencioso. Kárida, con el báculo de la Dama Blanca ahora en sus manos, abandonó la escena sin mirar atrás, decidida a enfrentarse al resto de las damas y reclamar el título que creía le había sido injustamente negado. En el torbellino de emociones que acompañaban la anticipación de su coronación, parecía que los nervios habían eclipsado cualquier pensamiento sobre el posible fallecimiento de su hermana. Kárida nunca había sido de aquellas que se detienen en el pasado; su mirada siempre estuvo fija en el futuro, especialmente si este prometía favorecerla.