Era un día gris en Calamburia, como lo habían sido todos desde la final del último torneo. La Pesadilla del Titán conjurada por Eme se cernía sobre el reino como una densa nube negra y, por la noche, agitaba los sueños de toda la corte. De día, los rayos de sol apenas conseguían alcanzar las ventanas y el resultado era una atmósfera similar a la de un eclipse que no se disipaba. Por ello, los candelabros estaban siempre encendidos tratando de expulsar la penumbra de las múltiples estancias del Palacio de Ámbar. La gente estaba triste por muchas razones. La Oscuridad avanzaba y habían llegado las malas noticias. Aprovechando la Pesadilla del Titán, la oscuridad había asesinado a varios de los elegidos de la luz. Ukho el valeroso, el niño olvidado, y Kaju Dabán, el poderoso custodio del Templo de los Elementos –recientemente revelados como dos de los sietes seres de luz que habían de salvar Calamburia– habían sido asesinados a traición. El bando del bien se encontraba en clara desventaja. Pero eso no había impedido la celebración de los esponsales de los jóvenes nuevos reyes en el que la familia von Vondra y las Reinas Regentes no habían reparado en gastos. Era una alianza crucial, imprescindible en los oscuros tiempos que corrían. Y ni siquiera la Pesadilla del Titán era capaz de empañar los planes de las grandes mentes de la alta política.
Zora Von Vondra, miraba melancólica a través de la ventana. Se oían los murmullos de los invitados en el salón de al lado, aunque no parecían exactamente los de una fiesta, pues no había entre ellos risas ni felicidad. Zora miró a lo lejos, pero su vista no alcanzaba a vislumbrar nada más allá de la oscuridad del exterior. Debía ser mediodía y parecía un atardecer del más crudo invierno. La verdad es que la Marquesa de Siahuevo nunca hubiera imaginado que el triunfo, que tantos años había estado tejiendo, no le iba a saber tan dulce como esperaba. Los sirvientes preparaban el enlace entre Melindres von Vondra y el rey Sancho I con tanta eficiencia como desgana y nadie en la corte parecía realmente ilusionado por aquella celebración. ¿Sería culpa de las pesadillas? ¿Del cielo gris plomizo y la asfixiante atmósfera?
En ocasiones, en las frescas noches del desierto de Al-Yavist, mientras yacía en su jaima recostada sobre el poderoso pecho de su amado Arishai, soñaba con el gran día; el día en que casaría a su pequeña Melindres con un pretendiente que estuviera a su altura. Soñaba con el día en que ella, la marquesa Zora von Vondra, la más hermosa, cruel e inteligente aristócrata del reino, recuperara su lugar en la corte, de la que nunca tendría que haberse marchado. Y, al menos en sus sueños, siempre imaginó que eso sucedería un hermoso día de primavera, con las flores abiertas, un cielo sin nubes y una sonrisa radiante por parte de la pequeña Melindres. Pero ninguna de esas cosas se había cumplido. Sin embargo, tampoco se podía quejar, en esencia tenía lo que quería y sus planes habían acabado por cumplirse: su hija sería reina. Pero entonces, ¿por qué ese regusto amargo en su tan colosal victoria?
–Mi dulce rosa de las arenas –murmuró el Escorpión de Basalto que estaba a su lado–. No me siento cómodo con estos ardides. Cuando nosotros los nómadas tenemos que sellar un tratado, nos basta con un cuchillo y el tradicional pacto de sangre –añadió haciendo el gesto de cortarse la palma de la mano–. Es rápido, barato y no implica todo este desperdicio de agua y tiempo.
–Querido, no refunfuñes –le regañó ella zalamera, olvidando sus preocupaciones–. Nuestra niña ha conseguido llegar más lejos de lo que cualquiera de nosotros ha llegado antes. Ya es la Reina de toda Calamburia –añadió señalando en derredor las estancias del Palacio de Ámbar–. Mi familia y tu gente alcanzarán, por fin, el lugar que por derecho les corresponde. Ahora solo falta que la pócima que le he dado a nuestro yerno Sancho, haga efecto y todo vaya a pedir de boca. Un heredero sellará por siempre esta alianza.
–No entiendo por qué a todos os preocupa tanto ese dichoso trono de Ámbar –dijo Arishai entornando sus ojos almendrados de nómada de las arenas–. Pero, tal y como te prometí, tú y la niña queríais una corona; y aquí tenéis vuestra corona.
En aquel momento, Melindres entró en la estancia visiblemente contrariada. No parecía en absoluto ilusionada con el enlace.
–No lo entiendo, mamá. Más de cinco mil invitados y ni un solo hortelano –se quejó la futura reina arrugando la nariz.
–Cariño, este no es lugar para tus vicios –la reprendió su madre mientras le acariciaba el cabello con dulzura–. Dime hija, ¿estás lista para el encamamiento?
–Ya sabéis que no –respondió la joven frunciendo el ceño–. Hubiera preferido a cualquier doncella de la corte antes que a ese pazguato. Esto lo hago por ti, mamá –y añadió en voz baja–. Aunque Sancho me cae bien. Creo que podré aguantar sin matarle hasta que ejecutes todos tus planes. Pero no te prometo que dure mucho más.
–Buena chica –le dijo con ternura mientras la tomaba entre sus brazos–. Tendrás otro hortelano este fin de semana.
La niña sonrió con una mueca que hubiera helado la sangre al mismísimo Titán. Entonces, con su elegante porte aristocrático, la Reina Madre Sancha entró en la estancia con gesto de profunda satisfacción. Se acercó a Melindres y le agarró una mejilla con un gesto efusivamente cariñoso.
–Bueno, bueno, bueno… Así que aquí tenemos a la dulce palomita de los von Vondra –dijo la anciana reina con una sonrisa de todo menos amigable–. ¿No es una cucada mi nueva tatara-nuera?
–Bienvenida, Majestad –la saludó la Marquesa haciendo una leve reverencia–. Tan deslumbrante como siempre… –mintió al más puro estilo de la corte.
–Guárdate tus lisonjas para las jovencitas, Zora y vamos al grano –la atajó la Reina Sancha cambiando su gesto de impostada amabilidad por el de la mujer de política que en realidad era–. Escorpión, ¿cuándo llegarán los nómadas que has aportado como dote al ejército real?
En ese momento se escucharon unas voces, como si alguien se acercara, y todos interrumpieron su conversación. Era bien sabido que, en el palacio de Ámbar, hasta las paredes tenían oídos. Felix el Preclaro, erudito de la Torre Arcana, entró en el salón conversando con Grahim el impromago, su alumno y protegido.
–Y entonces he soñado que estaba sentado frente a una hoguera rodeado de zíngaros –le explicaba el joven a su maestro–, y entonces he…
–Que el Titán le guarde, erudito –les saludó Sancha–. ¿Hemos hecho progresos?
–Hemos dejado a su Majestad aprendiendo la lección. Como erudito, le he contado cuáles son sus obligaciones maritales, desde un punto de vista teórico, obviamente –explicó Félix visiblemente incómodo.
–Yo le he contado la parte práctica –añadió orgulloso Grahim, el impromago–. Todo eso que nos explicó Minerva sobre la abeja que se posa sobre la flor y surgen más abejitas. ¡Saqué un diez! Creo que lo ha entendido…
–Y la infusión, ¿se la ha tomado entera? –inquirió Zora con avidez.
–Cierto, señora Marquesa, la Reina Urraca en persona está con él y se ha asegurado de que Sancho se tomara la infusión que usted le preparó. La verdad es que se encuentra mucho más relajado.
La marquesa Zora y la reina Sancha asistieron algo aliviadas e intercambiaron miradas de aprobación.
–¿Cuándo podemos pasar ya a la coronación, mamá? –les interrumpió Melindres impaciente.
–Sancho está descansando, estaba un poco nervioso –la intentó tranquilizar su madre mientras le acariciaba el rostro–. Ya estáis casados ante los ojos del Titán, mañana celebraremos vuestra coronación delante de toda Calamburia.
–Sin ánimo de molestar, mis serenísimas señoras –apuntó Grahim el mago con cierta preocupación–, el conjuro para contener la oscuridad de esta Pesadilla del Titán no promete durar mucho tiempo. Esperemos que Sancho se sobreponga pronto o si no…
Una repentina corriente de aire abrió la pesada puerta del salón. Tras ella había una densa masa de oscuridad que fue atravesada por un guardia que se arrastró agonizante alargando el brazo hacia la reina Sancha. El soldado tenía las venas de la cara ennegrecidas, como si su mismísima sangre se hubiera tornado oscura como la pez.
–Majestad… –murmuró entre estertores– han entrado en Palacio… salvad al heredero…
Seís cuerpos surgieron acto seguido de la nube de oscuridad irrumpiendo en el salón: una reina flanqueada por dos Consejeros Umbríos y, a prudencial distancia, su traficante de almas de cabecera, una bruja de revuelta melena rojiza y un chamán de gesto hosco vestido con pieles negras.
–¿Cómo? ¿Dónde me habéis traído? –preguntó Dorna, la Reina Oscura, levantando una ceja–. ¿Una boda a la que no he sido invitada?
–¡Kórugan! –aulló el chamán apoyando las palabras de su señora.
–Calmaos, mi señora, seguro que los Consejeros tenían un motivo para traernos hasta aquí –apuntó Aurobinda confiando en los designios de la oscuridad.
Los consejeros, con síncronos movimientos se acercaron cada uno a un oído de la Reina Oscura.
–Esta, poderosa Reina Dorna, no es una boda cualquiera –musitó Érebos.
–Son los esponsales de vuestro propio hijo, Majestad, aquel que os fue arrebatado –murmuró Barastyr.
–¿Mi hijo se casa? –preguntó Dorna visiblemente turbada.
–Y ni más ni menos que con el pequeño retoño de los Von Vondra –expuso con redomado cinismo Van Bakari, el traficante de almas–. Dicen que es una chiquita de armas tomar.
Con un solo gesto, regio y contundente de la Reina Oscura, todos los presentes, incluidos sus secuaces, callaron.
–Ahora que he encontrado a Juliok, se consumará mi último deseo por partida doble– sentenció Dorna–. Recuperaré a mi hijo y me vengaré de los que me lo arrebataron.
–A mí no me miréis –trató de excusarse la reina regente Sancha dando un paso atrás–. ¡Yo solo he pagado el convite!
Pero Dorna la miró directamente y sus ojos negros de salvaje relampaguearon.
–Tú, vieja arpía retorcida, serás la primera en morir –dijo ella con una mueca de algo que podría ser interpretado como satisfacción si su alma no estuviera rota–. Tú y tu maquiavélica hija Urraca me hicisteis creer que mi hijo había muerto –parecía que la iba a consumir tan solo con la ira de su mirada–. Ahora, mi poder sumirá a este mundo en la oscuridad eterna. Prepárate para probar el sabor de la derrota, Sancha.
Acto seguido, miró en derredor comprendiendo que ninguno de los presentes suponía ni la más nimia amenaza a sus nuevos y oscuros poderes.
–Pero antes de mataros – anunció Dorna–, traedme a mi hijo Juliok, al que habéis nombrado vuestro rey. Le ofreceré que se una a mí. Juntos, sumiremos al mundo en las tinieblas eternas.
–¡No irá con usted, señora! –exclamó Grahim preso de una furia repentina. Como impromago, era su deber proteger a la corona con su propia vida. Pero además, sentía profunda simpatía por el futuro rey–. ¡Y no le llame Juliok, se llama Sancho!
–Está bien, está bien. Creo que ha llegado el momento de que todos sepan la verdad –convino Sancha resignándose a confesar–. Sancho es, en realidad Juliok, el hijo de Dorna.
–¡Imposible! –objetó Melindres– Yo misma, así como muchos otros, vimos como lo defenestraste desde lo alto de la torre más alta del Palacio de Ámbar.
–Viste a un bebé, es cierto –explicó la anciana reina regente–, pero no viste morir al hijo de Dorna, al verdadero rey de Calamburia. Solo viste morir a un niño plebeyo, un hijo de nadie. Un sacrificio necesario que, sin duda, volvería a repetir.
Dorna esbozó una sonrisa de superioridad.
–Por más que me suma en la oscuridad, nunca me vas a la zaga en maldad, Sancha. Pero no te preocupes, ya no vas a tener que seguir regocijándote en tu culpa. Todo ha acabado, pagarás por lo que nos han hecho y me encargaré de que mi propio hijo te decapite personalmente con la espada de los Rodrigo.
Sancha rió presa de lo que algunos interpretaron como un desesperado arranque de locura fruto de la desesperación.
–Querida Dorna, no te envalentones más de lo necesario. Te he dicho la verdad, pero eso no quiere decir que te vaya a entregar a Sancho. Eso, ¡por encima de mi cadáver!
El gesto de la reina oscura se ensombreció y de sus poros comenzó a manar pura oscuridad, que comenzó a envolverla como si fuera una segunda piel.
–Si no me lo entregas por las buenas –dijo con voz átona–, tendré que obligarte. Y te garantizo que va a doler.
–Uy, uy, uy, aquí se va a liar –lanzó Van Bakari antes de hacer mutis por el foro–. Yo casi que voy tirando a la barra libre.
Érebos y Barastyr, los Consejeros Umbríos, se arrodillaron a ambos flancos de Dorna con posición de absoluta veneración y regocijo.
–Siento como crece, Érebos. La oscuridad insondable y eterna. El huevo está a punto de eclosionar. El Titán Oscuro estará satisfecho –murmuró Basatyr.
–Parece que la semilla oscura está dando sus frutos. La Pura Oscuridad abandona su receptáculo mortal. Las tinieblas, por fin, lo envolverán todo –añadió Érebos.
–Mil veces habéis expulsado a la Oscuridad, y mil veces habrá de volver –espetó la bruja Aurobinda que veía su venganza más cerca que nunca–. ¿Es que nunca aprenderéis, patéticos seres?
–Siempre supe que el mal seguía habitando en ti, ¡bruja del demonio! –le respondió Félix apretando furibundo el libro que portaba bajo el brazo.
–Bruja soy y a mucha honra, maldito ratón de biblioteca –le contestó Aurobinda mostrando su más profundo desprecio en cada palabra–. No eres más que un ser patético que estudia la magia pero que nunca será capaz de dominarla.
Y levantando su báculo y tras pronunciar unas oscuras palabras, lanzó un rayo que arrojó a Félix por los aires.
En ese mismo instante, y elevándose por encima de los murmullos de los presentes, todos pudieron escuchar la cavernosa voz de los consejeros:
–Olvidad de una vez vuestras absurdas disputas terrenales y dad la bienvenida a… –anunció uno de ellos mientras se arrodillaba.
–…la Oscuridad Definitiva –concluyó el otro.
El suelo empezó a temblar mientras la luz de las antorchas se debilitaba.
Sancha, con la voz temblorosa, llamó al impromago.
–Grahim, querido. ¿Recuerdas el juramento que hiciste al entrar en Skuchaín? En el que juraste defender a la Corona…
–Claro, Majestad… –respondió él.
–¡Pues la Corona, soy yo! –alegó justo antes de parapetarse tras él–. Así que ¡vamos, defiéndeme!
–Por supuesto Majestad –dijo Grahim solícito mientras alzaba su varita.
El impromago entonó su mejor conjuro mientras movía al aire su varita. De ella surgió una inmensa esfera de luz y energía que levitó unos instantes frente a ellos, acto seguido Grahim pronunció una sola y certera frase:
–¡Lumines obscuritas redenta!
La bola luminosa se arrojó sobre Dorna con la velocidad de un meteorito pero, al impactar contra la oscuridad que la rodeaba, estalló en mil millones de chispas que fueron absorbidas lentamente por la oscuridad que la envolvía. La Reina Oscura sonrió con gesto de suficiencia. Movió su dedo índice con un sucinto y medido gesto y una cascada de oscuridad surcó el aire abalanzándose sobre Sancha. La anciana reina regente se estremeció pero Grahim el impromago se interpuso creando una barrera de luz con su varita. Sin embargo, la oscuridad empezó a presionar la barrera que fue cediendo paulatinamente.
–No creerán que tus hechizos de pacotilla podrán vencer a la oscuridad de nuestra Reina, ¿verdad? –dijo Érebos con una sonrisa macabra.
–La Oscuridad que reside en su corazón no conoce límites, y es más poderosa que toda la magia de Skuchaín. No os resistáis, es inutil –añadió Barastyr con la misma expresión que su compañero.
Nuestros héroes se miraron aterrados. La implacable oscuridad de Dorna parecía del todo imparable. ¿Se habría logrado imponer esta vez la Oscuridad de forma definitiva?