Ukho marchaba decidido hacia Cuna de Oscuridad. Poco le importaban los oscuros cuervos que revoloteaban a su alrededor clamando muerte, los ensordecedores gritos de los habitantes de las Montañas Cobrizas o las inquietantes visiones de muerte. Tenía un objetivo y lo iba a cumplir: liberar a sus hermanos de las garras de Aurobinda y sus secuaces.
Entró altivo a la fortaleza: sabían que iba y lo estaban esperando. Cruzó el portón y se dirigió a la siniestra torre, donde dos esbeltas figuras guardaban la entrada.
—Vaya, vaya —dijo Érebos, uno de los consejeros oscuros— ¡qué gran honor! ¡El abandonado hijo del mismísimo Drawets! ¿Qué te trae por aquí?
—Ya lo sabéis —declaró iracundo—. No me iré de aquí sin mis amigos.
—¡Ah! ¿Te refieres a estos? —preguntó Caila mientras conjuraba un hechizo. Ante ellos aparecieron dos yatagarami que según tocaron el suelo se transformaron en Nakali y Zabyty, los antiguos compañeros del pequeño pícaro.
—¡Ukho! ¿Qué haces aquí? —preguntó Zabyty— ¡Vete! ¡Huye! ¡Te esclavizarán a ti también!
—Esclavizar, ¡ja! —exclamó Érebos— Ya tenemos muchos cuervos. Además, Aurobinda tiene otros planes para ti, pequeño pícaro. Luego limpia todo, Caila. Yo me voy a los establos, que ha llegado una nueva hornada de sabrosos ponis.
El consejero se fue dejando solos a los cuatro jóvenes. Nakali y Zabyty miraban a su viejo amigo con una inmensa tristeza: sabían que no tenía salvación. Caila era tan lista como despiadada y odiaba a Ukho con todas sus fuerzas. Los dos eran huérfanos y Ukho, a diferencia de la hechicera, había podido reencontrarse con su padre. A falta de sus padres, ella siempre había querido tener el reconocimiento de sus mentores, pero Eme había muerto y Aurobinda sólo tenía ojos para Tesejo; aquel torpe cuya única habilidad era la de elogiar a las mujeres. Sin embargo, Tesejo estaba distraído y erraba todos sus hechizos. Era su oportunidad y no pensaba desaprovecharla: acabaría con uno de los seres de luz elegidos por el Titán.
Con una malévola sonrisa en los labios Caila empezó a murmurar un hechizo que volvió a transformar a Nakali y Zabyty en dos grandes cuervos. Intentaron revolverse, avisar a su compañero, huir, gritar… pero todo fue inútil. Ménkara había logrado que se sometiesen a la voluntad de los brujos y ahora eran sus siervos. Los dos monstruos alados se elevaron por encima de la hechicera mirando ferozmente a su amigo. Esperaban las órdenes de su señora.
—Conque crees que puedes vencerme, pequeño ingenuo —rió la bruja—. Yo llevo la magia negra en la sangre. Pertenezco a una de las más influyentes familias Tenebris. Con la caída de las brujas mis padres fueron torturados por los grandes héroes. Tu padre me robó a los míos y ahora le quitaré a su querido hijo. ¡Yatagarami! —gritó— Matad.
De pronto, los majestuosos cuervos abrieron las alas y se abalanzaron sobre Ukho. Empezó a hablar con sus amigos y recordarles las aventuras que habían vivido juntos, pero no escuchaban. Luego atacó a Caila; si lograba herir a la bruja podría perder el control y recuperar a sus amigos. Los cuervos fueron más rápidos: empezaron a picotearle los ojos cegándolo. Aterrado, intentó huir y zafarse de sus antiguos compañeros, apelar a su cariño y que recobrasen su cordura. Sin embargo, ya no había rastro de los que tiempo atrás fueron sus amigos. Se habían transformado en dos oscuros monstruos carentes de voluntad.
Llamó al Titán y la Luz en un último y desesperado intento. De pronto, un rayo de sol rompió la barrera de las oscuras nubes tenebrosas iluminando al pícaro y renovando sus esperanzas. Ukho volvió a invocar al Titán y a implorar a sus amigos que escapasen al control de la bruja. Los pájaros empezaron a descender lentamente; ¡lo había escuchado! No obstante, Caila no se daba por vencida. Centró de nuevo su atención en sus creaciones y empezó a murmurar un hechizo recuperando su control. Las feroces aves empezaron a picotearle la cara al joven pícaro. Le arrancaron las orejas, el pelo, las manos y, finalmente, atacaron su dulce y puro corazón. Ukho cayó al suelo inerte. Ya no respiraba. En lugar de su amigo sólo quedaba un cuerpo desfigurado.
Los dos yatagarami se miraron intensamente. Habían matado a su compañero, a su hermano. No querían vivir. No merecían vivir. Su elegante plumaje se fue cayendo, sus picos perdieron su color, sus ojos se oscurecieron: estaban muertos en vida. Se acercaron el uno al otro observándose con ojos sombríos. Nakali empezó a picotear el torso de Zabyty, mientras éste hundía su afilado pico en la cabeza de su amiga. Tras varios golpes ambos cayeron al suelo a cada lado de su amigo. Al final habían cumplido su sueño: los tres murieron juntos en su última aventura.
—Por Defendra, Ménkara me va a matar —dijo Caila observando la escena con indiferencia—. ¡Con lo que le había costado doblegar a estos dos! Bueno, seguro que encontramos un nuevo huérfano de alma dulce al que corromper. Esta vez alguien que posea magia, así durará más.
Caila entró en la torre y dio la orden de que recogiesen los tres cadáveres y se los enviasen a Drawets. Había consumado su venganza y quería que el pícaro lo supiese.
…
Ajeno a lo que sucedía en la capital del mal Kaju-Dabán había llegado al Bosque Perdido de la Desconexión. Ante él se elevaban alargados cipreses con el rostro de la desazón grabado en sus troncos. Sus ramas se alzaban al cielo clamando ayuda. Se morían. No obstante, el custodio había llegado trayendo consigo la esperanza. Los árboles no lo dudaron y empezaron a abrirse indicándole el camino hacia el acantilado donde solía jugar una pequeña zíngara de noble sangre. Tan pronto llegó, vislumbró la silueta de una niña danzarina reflejada sobre la luna llena. La dulzura de sus movimientos y la bondad de su alma cautivaron al custodio. ¿Acaso era posible? ¿Una zíngara de alma noble? Se dirigió hacia ella con cuidado y se presentó.
—Hola pequeña, mi nombre es Kaju-Dabán y soy custodio del Templo de los Elementos —dijo—. Te he visto moverte por el bosque y cuidarlo. Le tienes cariño, ¿verdad? —preguntó mientras la niña asentía. No se atrevía a hablar, no sabía quién era ese hombre—. El bosque está en peligro y he venido a salvarlo; pero para ello necesito tu ayuda. Necesito a alguien con el don arcano que se conozca bien el lugar. ¿Querrás ayudarme?
Antes de que la joven pudiese responder salió de entre las sombras la figura de un hombre. Era Vandala; primo mayor de la muchacha y futuro patriarca de la tribu. El asesino se acercó con sigilo al visitante y posó su mortífera daga en el cuello del custodio.
—Vaya, ¡si hemos recibido la visita del custodio de los elementos! —exclamó— ¿A qué debemos tal honor? ¿Acaso has visto tu destino y has decidido pasarte al bando vencedor?
—¡Jamás! Maldito retoño de meretriz. ¡Estáis matando al bosque y yo acabaré con vosotros! —dijo.
—Habrase visto, ¡si resulta que el pusilánime hermano de la guardiana tiene valor! —declaró entre carcajadas—. Pero eso no te servirá de nada aquí. En el bosque lo importante es el poder, no el valor. Y me temo que eso se lo quedó todo tu hermana. ¿Acaso no eres tú el que la sigue cual perrito faldero, procurando que no se rompa una uña? ¡Gran función la del custodio: cuidar de la pedicura de su hermana pequeña!
Con un ágil movimiento Kaju-Dabán logró zafarse de su captor, mientras Vandala le lanzaba nuevas estocadas. La niña corrió a avisar al resto de los zíngaros que apenas tardaron en llegar. Éstos hicieron un corrillo alrededor de la pelea y empezaron a murmurar un antiguo conjuro destruyendo las barreras de protección del custodio. Asustado, pidió ayuda al bosque, pero los árboles estaban demasiado débiles. Vandala lanzaba nuevas estocadas que Kaju-Dabán lograba esquivar. El viajero sacó una pequeña cimitarra y sus espadas se enzarzaron en una peligrosa danza. Tal era la tensión que apenas se oían el silbido del viento colándose entre los árboles o el arrullo de las olas rompiendo contra la piedra. Todos los zíngaros aguantaron la respiración, pues sabían que el futuro de su tribu estaba en juego: era matar o morir.
La pelea duró toda la noche hasta que aparecieron los primeros rayos de luz. Vandala, agotado y desesperado, vio su oportunidad: alzó su brillante daga deslumbrando a su oponente. El astuto zíngaro aprovechó el momento y se abalanzó sobre su enemigo clavándole la daga en su fino cuello. Ésta empezó a brillar con una luz especial. Kaju-Dabán cayó al suelo con una mueca de dolor en su rostro.
…
Lejos del siniestro bosque se abrió una brecha en el corazón de Kesia. Corrió desesperada a la sala donde reposaban los orbes elementales y los vio apagándose de nuevo. Lo sabía. Había perdido a su hijo y con él la esperanza.
Sin dudarlo volvió a ponerse los guantes de malla, guardó los orbes en su limosnera y partió hacia la Arboleda de Catch-Unsum a avisar a Naisha.
Llegó rauda a la arboleda y se dirigió al primer tocón donde Drawets lloraba desconsolado.
—Madre, menos mal que has venido —le saludó Naisha—. Drawets ha perdido a su hijo a manos de Caila. La bruja le ha enviado su desfigurado cadáver con una nota de venganza. Nos disponíamos ahora a darle sepultura.
—Hija, me temo que no traigo buenas noticias —explicó Kesia apesadumbrada—. También hemos perdido a tu hermano. Los orbes se descontrolaron, los transportaron a diferentes lugares y cayeron inconscientes. Cuando volvieron en sí dijeron que las nornas les habían explicado que la pesadilla sólo terminaría cuando la luz venciese a la oscuridad y ambos se fueron a buscar a los elegidos de la Oscuridad, pero temo que el mal haya vencido. No queda esperanza.
—Mi hermano ha caído —murmuró la sacerdotisa llorando. No aceptaba la realidad. No podía.
Las dos se fundieron en un largo abrazo en el que se dijeron todo lo que nunca se habían dicho con palabras: se querían, eran familia.
Los tres estaban destrozados. ¿Después de todo lo que habían luchado se había perdido toda la esperanza? No podía ser. Drawets se levantó y con paso decidido se acercó al tocón. Naisha lo siguió; sin duda el pícaro había tenido una idea y no perdían nada por intentarlo. Los dos se cogieron las manos y se miraron a los ojos.
—Poderoso Titán, señor de Calamburia —dijo el pícaro—. Te imploramos ayuda. La Oscuridad campa a sus anchas por tu reino y no podemos detenerla.
—Poderoso Titán, creador de nuestro mundo —siguió Naisha—. Danos esperanza. Elige entre tus siervos dos nuevos seres de luz que puedan luchar contra el mal y despertar al continente de esta pesadilla. Te lo rogamos.
De pronto pudieron oír unos lejanos tintineos que se acercaban más y más: el Titán los había escuchado.