Eme abrió los ojos. Aún estaba tendido en el suelo. La conjura de la Pesadilla del Titán le había dejado sin fuerzas. A lo lejos, empezó a oír murmullos de voces conocidas. Intentó incorporarse, pero no podía moverse. A su lado se revolvía una enorme pelusa gris que no le dejaba en paz.
–Por fin despertaste –dijo Eneris–. Pobre Pelusín, no se ha separado de ti ni un momento. Fue quien nos avisó para que viniésemos a buscarte.
–Insignificantes duendes, ¡soltadme ahora mismo! –ordenó el brujo.
–No estás en posición de exigir nada. Además, sólo queremos ayudarte. Llamad rápido al Círculo de los Sabios Duendes – advirtió a sus compañeros.
– Seguimos tus ordenes Eneris. Nunca hemos dudado de tí, valiente duenda Trébol- le contestó Stila Musgo y partió rauda y veloz con sus compañeras Nanoe Cascada y Agoa Brizna.
Los duendes desaparecieron dejando solos a Eneris, Eme y la que un día fue su mascota. El brujo intentaba librarse de sus ataduras, lanzar hechizos al insolente duende, llamar a la Oscuridad, pero todo era inútil. Según le explicó su captor, le habían dado a beber una infusión de verbena que ataba su magia.
–¿Acaso no entiendes que lo único que queremos es que vuelva nuestro amigo? –explicó–. Recuerdo cuando madre y tú correteabais de un lado para otro planeando vuestra próxima aventura, ayudando a los calamburianos, luchando contra Kashiri. ¡Tú fuiste quién se sacrificó para encerrar a madre cuando las brujas la hechizaron! ¡Por tus venas corre la esencia de Theodus! ¿Acaso no recuerdas nada de eso?
–Claro que lo recuerdo. Era un patético estudiante de la torre que quería llegar a ser archimago. Un estúpido soñador.
–No eras estúpido. Todo el mundo sabía que tras la muerte de Ailfrid eras el favorito para convertirte en archimago.
–No seas necia. En la torre sólo me veían como una dócil patata.
–Claro, quizá no te acuerdes porque Kálaba te hizo olvidar. No te preocupes, con esto podrás recordar.
De repente vio como se abrian numerosos pequeños portales mágicos de los que aparecía un séquito de duendes. Del vórtice más grande emergía Baufren escoltado por Rida, Fradil y Teo, el Círculo de los Sabios Duendes del reino.
Rida, la guardasalva del conocimiento, llevaba el Libro de la Sabiduría, un ajado manuscritolibro en el que los duendes volcaban todo su conocimiento mágico, mientras que Teo, Fradil y Baufren cargaban con las tres pequeñas botellas de cristal en el que se podían ver liquidos de tres colores relucientes. Sin duda los duendes habían sido muy listos. Como cada noche, mezclarían las tres esencias en el Imagitarro para crear la Esencia de los sueños y la utilizarían para conseguir dormir al mago y hacerle soñar con sus recuerdos más preciados. No en vano, era el brebaje preferido de Defendra. Nunca se acostaba sin antes tomar unas gotas del famoso elixir para poder dormir apaciblemente y tener dulces sueños.
Eme empezó a revolverse entre gritos. Sabía que si le hacían beber del imagitarro su voluntad se doblegaría a la de los duendes y podrían hacer lo que quisieran con él. Gritó, pataleó, arañó y mordió, pero todo fue inútil.
–Es el momento de combinar las esencias para crear el Imagitarro– dijo Rida mientras pronunciaba un hechizo que hizo aparecer un enorme tarro de cristal- tenemos que generar una nueva esencia de los sueños.
–Diversión, Creatividad e Ilusión- entonaron Teo, Fradil y Baufren, uno tras otro componiendo así una docil melodía que era capaz de dormir al más rebelde de los niños.
Musgo, Cascada y Brizna sujetaban con todas sus fuerzas las piernas de Eme mientras Baufren y Eneris le hacían tragar el brebaje sumiéndolo en un profundo sueño.
En el otro extremo del continente, los tres prometedores sobrinos de Minerva iniciaban el viaje de su primera misión. Periandro, prodigioso estudiante de erudición e impromagia, había preparado a conciencia todos los elementos del rito y los canales mágicos a través de los cuáles se comunicarían con la torre. Por su parte, Aurora y Carmélida, portentosas alquimistas, habían estudiado en profundidad las características de la mágica piedra y elaborado un minucioso diario con los posibles problemas y sus soluciones. Su querida tía había confiado en ellos y no podían fallar.
Ensillaron sus caballos, llenaron las alforjas con víveres y todo lo necesario para el ritual y partieron hacia el oeste, la arboleda de Catch-Unsum.
El viaje fue rápido y sin complicaciones. Cuando llegaron los tres hermanos, los duendes lo tenían ya todo preparado. Fradil y Teo custodiaban el Libro de la Sabiduría, mientras Baufren y Eneris vigilaban al tenebroso brujo. Calum aún no había terminado de tratar la piedra, pero ellos debían asegurarse primero de que los sueños de Eme estuviesen libres de oscuridad.
Mientras las hermanas organizaban el trabajo y el ritual, Periandro usó un conjuro que el preclaro le había explicado en secreto para entrar en el mundo onírico del mago. Con sumo cuidado, extrajo un largo hilo negro de su zurrón. Como explicó a Baufren se trataba de un pelo de la cola del último pegaso que habitó el Mundo Faérico. Las leyendas contaban que cuando éste estaba en peligro, el espíritu del Bosque Mágico buscaba un guía espiritual de la magia blanca. No obstante, el bosque era caprichoso y sólo dotaba de dichos honores a un bebé capaz de convertir el odio en amor. Por desgracia, hacía siglos que los pegasos habían desaparecido.
Periandro se tendió en el suelo al lado de Eme mientras Eneris rodeaba con cuidado la cabeza del brujo con el pelo y la unía a la de su compañero. Tras decir unas palabras mágicas el impromago cayó también en un profundo sueño y el pelo empezó a brillar cual hilo de luciérnagas que vuelan por el bosque.
Periandro aterrizó en los jardines de Skuchaín, donde vio a un pequeño Eme jugando con una niña de pelo cobrizo. Después se trasladó a la biblioteca en la que Eneris y Sereni siempre se entretenían cambiando el orden de todos los libros. Rápidamente voló a Azarcón y pudo ver al mago acunar un pequeño tubérculo. Finalmente oscuridad. No vio nada. Sólo oía una voz: Cuando te halles errante en bosques de desconcierto, regresa al claro de tus orígenes y redescubre tu identidad. Allí estaré, firme a tu lado, pues nuestras almas están entrelazadas como raíces profundas en la tierra.
Mientras tanto, Aurora y Carmélida ya habían recibido la piedra y preparado el ritual. Despertaron a su hermano y los tres se colocaron alrededor del brujo junto con los duendes mayores. Alzaron sus manos y varitas y empezaron a recitar un hechizo ancestral. El cautivo fue abriendo poco a poco la boca y elevándose del suelo. De su boca empezaron a brotar ramas de una densa niebla negra que comenzó a tomar la forma de torbellino. Los duendes aunaron su magia y crearon un escudo de protección alrededor de la nube, mientras Periandro volvía con Eme, y Aurora y Carmélida canalizaban su magia hacia la piedra. Tras un duro esfuerzo, la nube fue entrando en la piedra y Eme abrió los ojos.
…
Un estruendoso rugido inundó Cuna de Oscuridad. Eme había despertado. Aurobinda podía sentir su purificada alma.
–Zabyty –dijo a uno de sus mágicos cuervos– vuela a Azarcón y avisa a Nakali, Öthyn y Drëgo. Eme ha despertado y tendrá que pasar por Azarcón para recuperar energía. Ya sabes: quien nace entre tubérculos, de tubérculos se rodea. Avisadme cuando lo encuentren.
…
Nada más despertar, Eneris puso a Eme al corriente de todo lo acaecido durante su época oscura. Se había librado de la influencia de las brujas, pero había perdido parte de su memoria y de su magia. Debía reponer fuerzas, pero no tenía tiempo para ello.
Mandó a Aurora, Periandro y Carmélida de avanzadilla a Skuchaín y, como Aurobinda había supuesto, él se dirigió a Azarcón. Llegó exhausto a su comarca natal. Como había imaginado, el hechizo de transportación lo dejó sin fuerzas. No obstante, la suerte estaba de su lado, pues no tardó en vislumbrar la figura de un antiguo colega de la torre. Se trataba de un druida: el mismísimo guardián de la Aguja de Nácar.
–Öthyn, menos mal que te encuentro –saludó el mago agradecido–. Necesito volver a Skuchaín, tengo que avisar a Félix.
–Sentimos un fuerte temblor en la magia y acudimos de inmediato –explicó–. Drëgo, mi joven discípulo, te ayudará a que vayas recuperando tu magia y puedas reanudar tu camino. Yo iré a buscar unas bayas.
Eme no se imaginaba que bajo la apariencia de un afable anciano se escondía un diablo ávido de venganza. Öthyn fue sigilosamente hacia la muralla norte donde los dos cuervos le esperaban y los mandó ir a buscar a su señora. Cogió unas bayas a las que espolvoreó un azufre paralizante y volvió con su discípulo y el mago.
–Toma, amigo. Te sentarán bien. Al principio te aturdirán un poco, pero en seguida te ayudarán a que recobres fuerzas.
Sin dudarlo, Eme engulló las bayas. Su desesperación le nubló sus sentidos: no vio a los demonios alados volar hacia Cuna de Oscuridad, no olió el hedor de azufre, no sintió su amargor, ni escuchó las entrecortadas risas de los ladinos druidas. No se percató del engaño hasta que fue demasiado tarde.
De repente una nube de cuervos cubrió el cielo y bajo ellos se materializó la temible bruja.
–Querido Eme. ¡Qué placer verte así de nuevo! –dijo entre carcajadas– Tus preciosos ojos brillan de inocencia. El bueno de Eme. ¿Acaso creías que te iba a dejar llegar a tu amada torre? –preguntaba mientras Eme se revolvía contra los efectos del paralizante–. No lo intentes, querido. Tu antiguo compañero, en el que tanto confiabas, te ha envenenado. Y ahora sólo me queda una cosa por hacer.
Aurobinda le arrebató la piedra donde él mismo había encerrado a Sirene y los magos habían ocultado su oscuridad. Empezó a conjurar un oscuro hechizo con la ayuda de los druidas y, de repente, Eme desapareció. Sólo quedó una redonda y negra piedra.
–¡Perfecto! –exclamó la bruja– Enterradla aquí mismo; que nadie la encuentre nunca. Tengo que marcharme, he sentido la llamada de los Consejeros. Tendré que ponerme mis mejores galas, es hora de hacer una breve parada en el Palacio de Ámbar antes de continuar mi misión en el Inframundo..