147 – LOS CAMPEONES ELEGIDOS

La magia está descontrolada. Eso es un hecho.

Normalmente, la luz y la oscuridad se hallan en un delicado equilibrio, rodeado de fuerzas elementales de la naturaleza que ayudan a garantizar su estabilidad. Sin embargo, tras la hecatombe de los elementos, la maldición de las brujas, el accidente del Maelström y los ataques del poderoso Dragón y el astuto Leviatán; el restablecimiento de dicho equilibrio resulta un intento de apagar un incendio con odres de vino

Los guardabosques lo saben bien. Siempre ha habido portales a otros mundos que se abren en los alrededores de Skuchaín, pero en los últimos tiempos, su número había aumentado drásticamente. Dichas puertas, antes de ser cerradas, ofrecían un vistazo a otras realidades, a otros mundos, algunos de ellos casi imposibles de imaginar.

Uno de esos mundos es el Reino Faérico, un lugar que no está por encima ni en paralelo a Calamburia, sino bajo ella, en una realidad conectada a través de la Aguja de Nácar, donde la magia actúa como la piedra angular de todo. En este reino, las criaturas han nacido de los elementos de manera mágica y espontánea configurando las seis razas principales: faunos, unicornios, hadas, ondinas, efreets y enanos. Estas razas poseen linajes y poderes antiguos que nacen de la magia misma.

El pueblo faérico tiene una estructura claramente definida. Cada raza está regida por una dama, elegida mediante rituales ancestrales. Sin embargo, en tiempos de crisis, es la Dama Blanca quien asume el control supremo, guiada por la sabiduría del Archimago de Calamburia y asistida por el Espíritu del Bosque. Las reuniones de todas las razas faéricas no son algo común, pero cuando suceden, marcan un momento crucial en la historia mágica.

Un enorme brillo relucía en la base de un árbol. Era el lugar perfecto para convocar un portal, ya que la magia fluía de forma especial a través de ese canal. No sería fácil, pero con una buena cantidad de magia sería posible. Una variopinta multitud se amontonaba frente a este. Astutos faunos de la Jungla Esmeralda, robustos enanos de las cavernas de los Montes de Acero, y galopantes unicornios de las grandes Praderas Añil estaban presentes, apenas separados los unos de los otros pero con una tensión latente en el ambiente.

Pero, más arriba, en las ramas de ese árbol, no parecía que hubiera tensión alguna. Lo que ocurría allí era una discusión entre susurros, el pan de cada día de aquel peculiar grupo de pequeñas criaturas.

—¡Aparta, Kirta, que no veo! —dijo un fauno intentando no caerse de la rama.

—¡Haber cogido el sitio antes, Yrret! ¡Eres un tardón! —replicó su hermana tratando de mantener firme su posición pese a los meneos que el fauno daba a la rama.

—¡Silencio! ¡Vais a hacer que nos descubran! —les reprendió Lien mientras se acomodaba en otra rama.

Mientras discutían, una oleada recorrió la multitud, que se apartó para dar paso a un majestuoso ciervo blanco. Sobre su lomo, con una grácil serenidad, iba la Dama Blanca envuelta en un deslumbrante vestido que competía en brillo con el imponente cuerno en su frente, símbolo inconfundible de su naturaleza unicornia. El cuerno irradiaba una luz pura y poderosa, realzando su porte regio. Con suaves inclinaciones de cabeza, saludaba a los líderes de las razas. Tras ella, tres faunos corpulentos, campeones de su raza, portaban lanzas ceremoniales y alforjas llenas de provisiones y objetos mágicos.

—Haaala. ¿Pero qué les han dado de comer a esos? —preguntó Yrret.

—Son los campeones de la Dama Esmeralda, guerreros entrenados en las artes faéricas y en la defensa de la Aguja de Nácar —susurró maravillada Lien.

—No como tú que te has entrenado en el Pozo de la Comida —le dijo maliciosamente Kirta.

Mientras los dos se enzarzaban en una pelea entre susurros, la Dama Blanca llegó hasta el árbol del cual se desprendía aquella esencia mágica especial y, dándole la espalda, se encaró a la multitud. Los faunos campeones formaron detrás de ella, vigilantes y preparados, como estatuas vivientes.

—Damas y pueblo faérico. Gracias por haber venido en tiempos de necesidad —declaró la dama con solemnidad—. Sé que tenéis grandes preocupaciones, pero ninguna es tan importante como esta. Como sabéis, la oscuridad está despertando y muchos habéis sentido las consecuencias. Sé de dónde proviene: su origen es la tierra de Calamburia.

Los murmullos recorrieron el claro y un líder de clan avanzó para encararse a la Dama Blanca. Un fauno de mirada intensa y gestos nerviosos, con sus astas adornadas por hojas y ramas, se adelantó con determinación. Antes de que pudiera hablar, Tyria, la Dama Esmeralda, alzó una mano delicada y lo detuvo con una mirada tan severa como serena.

—Dama Blanca —saludó Tyria con voz clara, aunque su ceño se fruncía levemente mientras observaba a Karianna. Había algo extraño en su porte, algo que no le recordaba a la unicornia que conocía desde hacía años—. Mis faunos siempre han sido guardianes del equilibrio y la vida en el Reino Faérico. La oscuridad es una amenaza que no podemos ignorar, pero nuestros corazones dudan. ¿Por qué habríamos de intervenir en lo que ocurre más allá de nuestras tierras? No deseamos que nuestra magia ni nuestro pueblo se mezclen en asuntos ajenos.

La multitud parecía estar de acuerdo con sus palabras. Los faunos y otros miembros del pueblo faérico compartían la misma preocupación.

Anya sintió cómo el sudor frío recorría su espalda. Aunque llevaba tiempo haciéndose pasar por Karianna, el peso de su mentira le apretaba el pecho y la presencia de Tyria, que la observaba con creciente suspicacia, no ayudaba. Su corazón latía con fuerza mientras respondía, consciente de que cualquier palabra mal dicha podría delatarla como la impostora que suplantaba a la verdadera Dama Blanca.

–No os estoy pidiendo que luchéis por un reino que no os concierne, sino por el futuro de ambos mundos. La oscuridad que amenaza ahora no distingue reinos, ni conoce fronteras. Todos estamos en peligro y solo juntos podremos vencerla.

La Dama de los faunos mantuvo su minuciosa observación de la supuesta Dama Blanca, notando pequeños detalles en la postura y el tono que no asociaba a Karianna. Algo no encajaba, pero tuvo que asentir.

—Si lo que decís es cierto, Dama Blanca, mis faunos estarán preparados para luchar, pero lo haremos a nuestra manera, protegiendo el equilibrio que tanto valoramos —anunció Tyria mirando a su gente con orgullo, pero aún con una chispa de recelo en sus ojos.

La Dama Blanca, sintiéndose cada vez más vulnerable, agradeció el apoyo con una ligera inclinación de cabeza, esperando que su nerviosismo no la traicionara.

–Os agradezco profundamente a vos, Tyria, y a vuestro pueblo, no solo por vuestra disposición y por haber ofrecido a estos campeones para protegernos, sino también por la inquebrantable lealtad que habéis mostrado en las antiguas batallas, especialmente hacia mi madre. Vuestros sacrificios y valentía han sido esenciales para preservar la paz en nuestros reinos, y sé que, una vez más, responderéis con la misma fuerza y honor.

Un robusto enano de las cavernas de los Montes de Acero habló, y su voz resonó como el eco de una forja en las profundidades de la montaña.

—¿Y por qué no entramos y arrasamos con ese mundo de débiles humanos? Así ya no habrá oscuridad. ¡No habrá nada!

Muchos corearon su aprobación. El pueblo faérico, enfrentado a siglos de combate contra las fuerzas oscuras, estaba cansado de la lucha sin fin. Necesitaban medidas radicales.

—Entiendo vuestra posición, querido pueblo, pero fui escogida para unirnos en los momentos de dificultad y este portal solo podrá soportar un grupo reducido. Gracias a vuestra generosidad, Tyria, y a la de vuestros guerreros, podremos actuar rápidamente —dijo apartándose para que los demás asistentes pudiesen ver a esos tres corpulentos faunos que estaban a su lado, los cuales parecían capaces de partir una lanza con una sola mano.

Anya comenzó a desgranar los logros y la capacidad analítica de los fieros luchadores, las difíciles pruebas que habían superado y cómo, gracias a su estrategia e intelecto, ayudarían a los líderes humanos a combatir con efectividad a la oscuridad. Mientras hablaba, no podía evitar sentir las miradas inquisitivas de Tyria sobre ella.

—Me aburro —suspiró Yrret—. ¡Blablablá! ¡Miradnos, somos faunos perfectos! Uuuh, mira qué pectorales tengo, voy a salvaros de la Oscuridad. ¡Bah!

—Ojalá pudiésemos ayudarlos. Me encantaría ver el mundo de Calamburia —coreó, soñadora, Kirta.

—Podríamos ser de mucha ayuda. Somos pequeños y unos maestros del sigilo —dijo Lien mirando con tristeza el panorama—. Pero ya han elegido.

—¡Pues creo que deberíamos ir! ¡Deberíamos acompañarlos! —exclamó Yrret levantándose de un salto y tratando de mantener el equilibrio.

—¡Pero ya han elegido! Debemos seguir órdenes —trató de explicar Lien.

—¡Qué importan las órdenes! Nosotros también podemos salvar Calamburia. Y lo que venga después.

—¿Y si resulta que no hay comida en Calamburia? —preguntó maliciosamente Kirta agitando la rama a propósito.

—¿Cómo no va a haber? ¡Ey, para! ¡Que me…! —gritó Yrret mientras se precipitaba hacia el suelo.

Justo debajo de él, a unos metros, relucía el portal mágico a Calamburia. El espíritu del bosque, sereno y majestuoso, permanecía en silencio, observando todo con su imponente presencia. De repente, con un movimiento solemne de su cabeza, sus astas resplandecieron aún más intensamente. Una luz de paz y pureza emanó de ellas, estremeciendo el aire a su alrededor. Este era un momento crucial: la magia en el Reino Faérico estaba menguando, y solo quedaba suficiente para abrir un único portal.

El portal se abrió por completo, llenando el claro de un resplandor inmaculado. La multitud permanecía en silencio, consciente de la magnitud de lo que sucedía. Acumular tal cantidad de magia no había sido fácil.

La Dama Blanca y sus campeones seguían frente a ellos, desgranando su larga lista de habilidades. La mirada de miedo de Yrret se volvió firme.

—¡Es el momento! ¡El destino ha elegido por nosotros! —dijo mirando a sus amigas y al portal.

—¡No, Yrret! —gritó Lien extendiendo la mano.

El pequeño fauno las miró con una expresión traviesa y, abriendo la mano, susurró:

—Os veo al otro lado.

Su cuerpo cayó como una piedra, precipitándose hacia el suelo y el portal lo engulló como si nunca hubiese existido. Alguien en la multitud, alertado por el movimiento, empezó a armar revuelo. Los campeones empezaron a mirar confusos a su alrededor.

Tras cruzar Yrret, el portal empezó a chisporrotear con una energía descontrolada, lo que inquietó a las damas, el espíritu del bosque y los asistentes al cónclave. La Dama Blanca miró a Tyria, quien frunció el ceño, claramente desconcertada por lo que acababa de ocurrir.

—¡Lien! ¡Debemos ir con él! —exclamó Kirta.

—¡No podemos! ¡Los campeones! ¡La Dama Blanca!

—Es un fastidio, pero es nuestro hermano —dijo mientras se pellizcaba el hocico como si fuese a zambullirse y saltó al vacío.

Esta vez la multitud sí vio el movimiento y comenzó a señalar hacia el árbol. Los guerreros faunos se dirigieron a su base y empezaron a escalar a toda velocidad, propulsados por sus cuerpos curtidos en mil batallas. La tensión crecía entre las razas faéricas y los murmullos se transformaron en gritos. La situación estaba a punto de descontrolarse.

—¡Oh, cielos¡ ¡Maldita sea! ¡De verdad que me sacáis de quicio! Bueno, cuando ellos crucen, se lo explicaremos todo y volveremos a nuestro mundo sin dar problemas —razonó Lien con fingida tranquilidad mientras saltaba pataleando hacia el portal.

Con impotencia, los todos asistentes a la reunión, vieron cómo una pequeña fauna gritaba dando vueltas y cruzaba la mágica puerta que ya empezaba a cerrarse. Los campeones trataron de bajar a toda prisa del árbol, pero era demasiado tarde: con un breve ruido de succión, el portal se colapsó y desapareció.

El espíritu del bosque bajó la cabeza, la frustración se manifestaba en su postura mientras la magia en el aire se desvanecía. La Dama Blanca suspiró mientras cerraba los ojos, elevando una plegaria al Titán, aunque este no existiese en este mundo.

—Aodhan, querido. Espero que los escuches y no te dediques a perseguirlos —dijo en voz muy queda, para que nadie la oyese. No obstante, tenía mayores problemas con los que lidiar; empezando por contener a la turba enfurecida en la que se había convertido la asamblea.