En otros reinos, el alma es una buena excusa para que sabios y eruditos entren en largos debates filosóficos. Pero en Calamburia, las almas son muy reales y contienen las esencias de las personas. Las almas no están ni vivas ni muertas, simplemente existen o dejan de existir. Y cuando dejan de hacerlo, pasan a formar de ese incontrolable torrente de magia del cual se alimentan todas las criaturas de Calamburia, de diversas maneras.
Si bien las almas suelen realizar un recorrido normal hacia el Inframundo (no todas las secciones de tan tenebroso lugar son horribles. Pero muchas sí), dicho recorrido se puede ver alterado de numerosas formas. Ya sea revirtiendo el proceso con la Piedra de la Resurrección (¿Dónde estará la piedra que dicen que fue el Ojo del Titán?) o capturándolas para absorber su esencia (Los espejos de las cortesanas no son únicamente para empolvarse la nariz), lo cierto es que hay muchas maneras de hacer trampas con el tema de las almas. E incluso… traficar con ellas.
Van Bakari se hallaba meditando en su pequeña choza ritual. La humedad del pantano penetraba a través de los tablones toscos de madera y las macabras decoraciones que pendían del techo llenaba de sombras dispares la habitación. Fetiches, velas y extraños totems abarrotaban la pequeña cabaña. En el centro de esta, un agujero enorme en los tablones se asomaba al pestilente pantano, devolviendo un reflejo de aguas negras de consistencia casi sólida. En el centro de este, flotaba un anillo con una calavera, rotando suavemente sobre sí mismo.
Aunque Van Bakari parecía estar simplemente sentado delante del anillo, estaba a mucha distancia de allí. A mundos de distancia, concretamente. El anillo, antiguo regalo de su maestro (en realidad se lo arrancó de sus temblorosas manos), era más que un simple abalorio: era un receptáculo para almas muy poderosas, uno que servía de cárcel y verdugo para los pobres desgraciados que habían sellado pactos y contratos injustos y que no cumplieron su parte.
La decoración de la Prisión de Almas no había sido diseñada para la comodidad de sus huéspedes. De hecho, su único propósito era sumirlos en una locura que llevase a la docilidad, de ahí que las escaleras subiesen en ángulos imposibles, los pasillos fuesen laberintos y las esquinas diesen vueltas sobre sí mismas. Una auténtica pesadilla geométrica sin sentido, que permitía al sonido viajar de forma extraña.
Sus prisioneros ya estaban insensibilizados completamente. Las almas no necesitan de agua ni de comida, por lo que solo les quedaba una existencia de aburrimiento. Pero siempre había un sonido que los sacaba de su letargo: una melodía silbada de forma distraída, mientras Van Bakari recorría los pasillos, dando suaves golpes con los nudillos en las paredes.
Los prisioneros se activaron todos a una, lanzándose contra los barrotes de sus cárceles, gritando amenazas, súplicas, insultos y promesas. El Traficante de Almas sonreía abiertamente: para él, esa avalancha de voces desesperadas era como el dulce cantar de un coro angelical.
Sólo una celda merecía su atención y fue hacia ella directamente.
– ¡Hisoka Ronin! – saludó haciendo una burlona reverencia con su sombrero – Hijo del Dragón y de los hombres, Danzante entre las Sombras, Hechicero de Almas y Corazón Oscuro. ¿Podría dedicarme un poco de su tiempo?
La figura del fondo de la celda no respondió. Estaba reposando en una postura típica de los Hijos del Dragón, meditando.
– ¿No le concedería unos minutos de su eterno tiempo a este vil gusano? ¿No podría hacerme ese favor…Maestro? – preguntó con fingida inocencia el carcelero de aquella imposible prisión.
La figura abrió los ojos, que brillaban rojos en la oscuridad como los fuegos del infierno. El fulgor se fue apagando poco a poco, a medida que se levantaba y se acercaba a las rejas de la celda.
– Van Bakari. O cómo te hagas llamar ahora. ¿Qué desea mi prometedor pupilo? ¿Quieres más poder? ¿Más conocimiento? ¿Estás seguro que tu mente podrá abarcarlo? – el Hechicero de Almas miraba a través de las marcas de su cara, deformada por años de magia.
– Oh, no maestro. Con lo que sé ya me es suficiente. Además ya he hecho mis averiguaciones por mi parte. ¡Me temo que te has quedado desfasado! Verás, vengo por otra razón: la Oscuridad te llama.
Hisoka Ronin, el resultado prohibido entre la mezcla de un Hijo del Dragón y un humano, abrió los ojos con sorpresa y volvió a adoptar su enigmática pose.
– ¿Entonces es cierto? ¿Habéis logrado despertarla?
– Bueno, realmente sólo soy un mecenas, el cuidadoso inversor que vigila todo desde lejos. Pero sí, otros más menesterosos que yo y con bastante sentido del riesgo han ido dando todos los pasos necesarios.
– Por supuesto. Jamás tomarías un papel protagonista – bufó su maestro con desprecio.
– Ya lo intenté una vez con los Elementos. Y la verdad es que prefiero olvidar ese episodio – replicó con fastidio, tamborileando con impaciencia los dedos sobre los barrotes.
– ¿Y qué desea de mí la Oscuridad?
– Tu libertad – dijo bostezando Van Bakari. Agitó una mano en el aire con teatralidad y los barrotes desaparecieron -. No creo que sea una gran idea, pero yo solo obedezco a mis amos supremos, mientras espero la oportunidad adecuada. Espero que no me guardes rencor, Maestro. ¡Sólo hice lo que me enseñaste!
Van Bakari se plegó sobre sí mismo, rematando con una burlona reverencia. Mientras Hisoka se pensaba si castigar a su discípulo o no, el Traficante de Almas agarraba uno de sus fetiches con fuerza, listo para combatir. Pero con un suspiro, su maestro contestó:
– No puedo guardar rencor a quien logró superarme. Y si la propia Oscuridad llama, debo responder. Tengo la eternidad por delante para planear tu muerte.
Van Bakari se relajó y se incorporó con una sonrisa.
– ¡Perfecto! Podemos dialogar y ponerlo en común, yo también estoy planeando grandes cosas para mi muerte.
Se disponía a darse la vuelta y volver por donde había venido, cuando un brazo salió disparado de una celda vecina y se agarró con desesperación al brazo del traficante.
– ¡Van Bakari! ¡Espera! Puedo seros útil – dijo una voz con un susurro desesperado.
El aludido se giró despacio, maldiciendo entre dientes el haberse descuidado por unos segundos. Miró fijamente al rostro de Rodrigo IV, que se aplastaba contra los barrotes.
– Pero mi querido rey, que aspecto tan desagradable. ¿Qué tienes que podría serme útil en estas circunstancias?
– El pueblo necesita un rey. Aunque la Oscuridad reine, no podréis doblegar a todos con el miedo y el horror. Necesitáis un monarca reconocible por el pueblo, alguien que sepa reinar y seguir las directrices de la Oscuridad.
La voz de Rodrigo fue perdiendo el tono tembloroso y fue ganando en acero y realeza. Poco a poco su porte fue cambiando, sus hombros se cuadraron y su barbilla logró apuntar a lo alto, a pesar de estar entre rejas. Su brazo no cedía la presa.
– Me necesitáis a mi. Alguien que guíe a la gente en la Oscuridad. Alguien a quien conoce y quiere el pueblo. Todavía puedo ser útil. Todavía puedo pagar mi deuda.
Los ojos de Rodrigo ardían con ambición. Eran ojos que habían cometido atrocidades en nombre de un contrato. Y lo volverían a hacer.
Van Bakari meditó unos segundos mientras su mente hacía apresurados cálculos. Rodrigo IV tenía razón: la Reina Sancha tenía los días contados y la Reina de la Oscuridad, Dorna, no parecía interesada en los asuntos mundanos que suponen reinar y gobernar a los simples mortales. La figura de un regente, un rey en funciones, parecía atractiva. Especialmente uno que estuviese atado a él de manera irremediable. Al fin y al cabo, por eso tentó a Rodrigo en el pasado. Ay, qué ganas tenía de ver la cara de esa vieja arpía cuando viese volver a su marido de entre los muertos.
– Bueno, ¿Por qué no? ¡Me encanta improvisar estas cosas! Estoy cansado de los meticulosos planes que llevan gestándose desde milenios. Adelante, Rodrigo. Haz lo que creas necesario para conseguir el trono. Y tendrás el mejor de los consejeros: el único bastardo entre un Hijo del Dragón y una tierna campesina.
– ¿Quieres atar mi destino al de este triste mortal? – escupió Hisoka, sus ojos de nuevo como dos relucientes hornos.
– Recuerda querido Maestro que tu alma aún es mía. Y harás lo que me apetezca – dijo dándose la vuelta. Mientras caminaba, agitó la mano teatralmente y los barrotes de la celda de Rodrigo IV desaparecieron -. Seguidme. ¿O es que queréis quedaros un tiempo más en este dulce paraíso?