Cuna de Oscuridad. Un lugar imposible que desafía todas las leyes de la naturaleza y que a pesar de todo, amenaza el cielo con sus torres y se defiende de los rayos del sol con sus almenas.
Alrededor del gigantesco castillo-fortaleza, un poblado de seres grises se ha erigido, como si fuesen moscas alrededor de un cadáver purulento. Una parodia de vida cotidiana se reproduce cada día, con Calamburianos desprovistos de propósito y alegría, vagando por las calles o rumbos a sus oficios.
Y a pesar de toda esa negrura, de esa aura triste que pesa como un sudario, el interior de Cuna de Oscuridad rebosa de actividad. Los responsables son las decenas de antiguos alumnos de Skuchaín que pueblan ahora las aulas y corredores de la tenebrosa estructura. Y es que, sea del color que sea, la juventud siempre será ruidosa.
Por los bulliciosos pasillos, un profesor destacaba entre los alumnos: Tesejo iba guiñando el ojo a toda chica con la que se cruzaba, tropezando acto seguido con alguno de los atareados estudiantes. El joven brujo era experto en hacer mal las pociones de su antigua escuela, Skuchaín, por lo que en Cuna de Oscuridad era más bien alabado por su habilidad por convertir cualquier poción benigna en un terrible veneno. Esa extraña habilidad le había granjeado el puesto de profesor y eso se le había subido un poco a la cabeza. Pero hubo una chica que llamó la atención del joven.
– ¡Caila! ¡Eh, Caila, espera! – gritó, agitando la mano.
Descendiente de una familia de Impromagos que en secreto renegaban del orden establecido, Caila estaba inmersa en sus pensamientos mientras sus manos jugueteaban con una bola de cristal. Instintivamente, los estudiantes se apartaban de su paso, como si un aura peligrosa emanase de la joven.
– Oye, Caila – dijo Tesejo, incorporándose a su paso, fingiendo normalidad -. ¿Tienes exámenes por corregir pendientes? ¿Y si investigamos un poco más a fondo la oscuridad tú y yo, de manera un poco más íntima?
Caila apenas le miró de reojo mientras caminaba, dejando muy claro lo que pensaba de las investigaciones de su colega.
– No tengo tiempo para tonterías Tesejo. Tengo que volverme más fuerte. Podemos recibir un ataque de Skuchaín en cualquier momento, aún no han movido ficha. Hay muchas fuerzas que conspiran contra nosotros – sermoneó la joven, manteniendo su mirada fija en un punto.
– Sí, por supuesto. ¡Y qué mejor que tú y yo formando el mejor equipo de defensa de Cuna de Oscuridad! – replicó Tesejo, un poco más inseguro pero sin rendirse.
De repente, un gran alboroto proveniente del final del largo pasillo, despertó a la multitud y como una onda expansiva, los alumnos empezaron a dar media vuelta y a retroceder por el pasillo, creando un gran tumulto. Los gritos de pánico y las maldiciones se multiplicaban por el pasillo, mientras todos trataban de huir de lo que fuera que había surgido del fondo del corredor.
Siendo estudiantes que coquetean con la magia negra, pocas cosas podrían haber provocado un tumulto en el epicentro de la oscuridad. Pero una de esas cosas era una gigantesca araña con patas tan grandes como un ser humano adulto y cuerpo velludo y ocho pares de ojos carmesíes que giraban frenéticamente en sus órbitas. La araña corría por el pasillo pasando de paredes al techo sin ningún problema. Pero lo más sorprendente de todo era ver a Ménkara, la profesora de Monstruología, cabalgar semejante criatura con carcajadas de júbilo.
– ¡Corre bonita, corre! ¡Eres imparable!
La araña chasqueaba sus mandíbulas con un traqueteo constante y trataba de soltar algún mordisco en su alocada huida, pero Ménkara, con unas riendas improvisadas, lograba girar la criatura en el último segundo. Más de un estudiante vió como las fauces se cerraron a escasos centímetros de sus cabezas, mientras suplicaban clemencia. Caila y Tesejo se apartaron de su camino mientras la araña embestía y lanzaba por los aires a los estudiantes.
– Maldita sea esa chica. Vamos Tesejo, debemos detenerla – maldijo Caila.
– ¿Cómo? ¿Nosotros? ¿No debería encargarse Aurobinda? – respondió nerviosamente Tesejo.
-Te recuerdo que ya no eres un simple alumno. Haz honor a tu cargo – bufó mientras echaba a correr pasillo abajo.
La araña causó un verdadero tumulto. Atravesó aulas, pasillos y salones dejando un rastro de destrucción a su paso. Profesores como Eme trataron de detenerla pero fueron arrollados por estudiantes que derribaban a todos los que se interpusieran en su camino. El joven profesor que (contuvo) el alma de Theodus en su cuerpo acabó enredado en su capa, como tantas veces le había pasado durante su infancia. Algunas cosas nunca cambian.
Caila y Tesejo no cejaron en su persecución. Bueno, sobretodo Caila, ya que Tesejo iba resoplando y tratando de apartar a estudiantes a empujones y z base de hechizos de congelamiento.
Finalmente, la araña, coreada por las carcajadas histéricas de Ménkara se abalanzó contra unas gigantescas puertas dobles forradas de ébano y con toda una serie de intrincadas figuras en posición suplicante talladas en la madera. Tras un par de vigorosas cargas, abrió las puertas de par en par y se adentró en la gigantesca habitación que se escondía detrás.
-Oscuridad y Ruina. Estamos en un buen lío – susurró Caila, palideciendo mientras veía a la gran araña escabullirse entre las puertas.
Mientras se acercaban a la Sala del Trono, escucharon los ecos creados por ocho pares de patas quitinosas repiqueteando en el negro mármol. Y derrepente, un poderoso estruendo, como el puño de un dios, abalanzándose desde las alturas y estrellándose contra el suelo. Después, el eco del silencio. Y unos sollozos.
Los dos brujos se acercaron presa de un miedo animal para asomarse por las puertas y adentrarse en el Salón del Trono. El suelo de mármol reflejaba la luz de las antorchas de una manera extraña, acentuando aún más las sombras de las esquinas. Las columnas parecían caer del techo hasta el suelo como petróleo solidificado y se podían adivinar caras entre sus pliegues.
En el centro de la sala se erguía el Trono de Ébano, el asiento digno de un monarca absoluto, de un maestro entre esclavos, de un dios entre mortales. Lleno de aristas, bordes puntiagudos, su contorno parecía ser miembros agonizantes que suplicaban clemencia.Para realzar su negrura, vetas de blanco remarcaban su contorno, magnificando el efecto sobrecogedor. Y en él, se hallaba sentada el epicentro del mal, la quintaesencia de la Oscuridad.
Pero decir que Dorna estaba simplemente sentada en él sería un insulto para la estampa que ofrecía la Consorte de la Oscuridad. Relajada como una pantera, con la mirada perdida en un infinito de negrura, parecía ser capaz de exterminar la vida sobre Calamburia con un simple pestañeo. Pero no pestañeaba. Ni una vez. Solo su mano izquierda estaba levantada, en posición de chasquear los dedos.
En el centro del gran salón, la araña se encontraba aplastada contra el suelo y atravesada por una gigantesca espina de mármol negro de un metro de ancho. Ménkara se hallaba a su lado, arrodillada, llorando sobre el empalado animal.
Caila y Tesejo se quedaron mudos, mirando fijamente a su Reina, sabiendo que su vida ya no estaba en sus manos sino en las de una criatura que estaba a las antípodas de toda humanidad.
– Llevaos a la chica – resonó su voz desde todos los confines de la sala. Era dura y aterciopelada, como un gato jugando con su presa -. A menos que queráis que chasquee los dedos otra vez.
Solo en ese momento se dieron cuenta de la presencia de una criatura a los pies del trono. Enroscado como una espiral azabache, se hallaba un enorme lobo, negro como el carbón. Su lomo se elevaba suavemente con su respiración y su orejas se movían en pos del sonido, pero el resto de su cuerpo estaba también inmóvil. De su enorme caja torácica empezó a emanar un gruñido sordo que resonó por todo el gran salón como si fuese el propio Dragón despertándose.
Deshaciéndose en reverencias y cuidándose de establecer contacto con la Consorte de la Oscuridad, los dos amigos se llevaron a rastras a Ménkara, que lloraba y moqueaba, todavía sumida en la conmoción.
Si, Cuna de Oscuridad podía a veces fingir alegría, ya que sus habitantes eran algunos de ellos humanos. Pero tarde o temprano, la realidad se imponía: era el nido de la criatura más espeluznante que jamás había visto Calamburia.