145 – LA PIEDRA MÁS ESPECIAL

La cabaña del alquimista más grande que Calamburia había conocido coronaba una pequeña ladera en un valle que rebosaba paz y tranquilidad. La pequeña casa tenía el tejado levemente torcido y algunas paredes se combaban, pero todo tenía un extraño toque hogareño. De la chimenea emergían volutas de humo a intervalos regulares y las ovejas de un campo cercano balaban de manera intermitente, lo cual, unido a la suave brisa, creaba una melodía bucólica y pacífica.

Cualquiera se habría extasiado ante tanta belleza y habría disfrutado de las vistas y el paisaje. Pero había claramente alguien que maldecía a la gran mayoría de los seres vivos de Calamburia.

Aurora, la mejor discípula de alquimia de todo el Reino, caminaba pisoteando el camino como si fuera el culpable de todos los males. Sus ojos echaban chispas y sus puños apretados trataban de canalizar toda su frustración acumulada.

Cuando Callum, la leyenda viva de la alquimia, vino a Skuchaín pidiendo excepcionalmente permiso para apadrinar él mismo a una discípula, no pudo contener su alegría. Fue como si se hubiese tomado una poción de fuerza vigorosa y no pudo dejar de parlotear todo el camino. ¡Qué grandes misterios descubrirán juntos! ¡Qué secretos le contaría! La legendaria piedra filosofal estaba al alcance de su mano, casi podía saborearlo.

Pero desde que habían llegado a ese valle perdido, alejado de toda civilización, su nuevo maestro se había vuelto callado y misterioso. Y solo le mandaba hacer las tareas más estúpidas: ordeñar a las ovejas, recoger la madera e ir a por agua al río cercano. ¡Tareas de sirvientes! Ella era una joven promesa, un diamante en bruto. ¡No iba a permitir tales tropelías! 

Pero su maestro fue implacable. Y durante semanas hizo las tareas más indignas hasta que un día se plantó ante su maestro y le exigió que comenzara su aprendizaje. Este le miró fijamente y tras unos minutos de absoluto silencio en el que Aurora le sostuvo la mirada con firmeza, dijo:

– Quiero que me traigas la piedra más especial de todas.

Desde entonces, y durante las semanas siguientes, Aurora había recorrido todos los alrededores, explorado las cuevas de las montañas y visitado mercados por toda Calamburia. Ágatas, cinabrio, cuarzo, pepitas de oro… nada satisfacía al maestro, quién simplemente giraba la cabeza.

Pero Aurora lucía una sonrisa triunfal al abrir la puerta de un portazo. Una piedra ambarina relucía en su mano, mientras la luz del atardecer dibujaba su silueta en el quicio de la puerta.

– ¡Maestro! Ya he entendido el propósito de la prueba. No era una piedra lo que tenía que buscar. Es por eso que he traído la piedra más especial de todas, una que parece oro pero no es tal cosa, una que tiene el saber de eones grabadas en su interior pero no es un mineral: ¡el ámbar!

El maestro se la quedó mirando fijamente, sin mostrar ninguna emoción. Aurora trató de contener su nerviosismo, ya que al menos no se había dado la vuelta como otras veces.

– No he dejado de pensar que esta prueba era para prepararme para la búsqueda de la Piedra Filosofal. Y el ámbar es un símil perfecto. Porque, en apariencia, parece una piedra pero por dentro es mucho más. A diferencia de los minerales y debido a su origen orgánico, tiene muchas propiedades curativas. Las matriarcas amazonas lucen abalorios compuestos de ámbar por todo su cuerpo y su longevidad está más que constatada. Es además el material del Trono de Calamburia, símbolo de liderazgo y estabilidad en el tiempo.

Aurora fue ganando en fuerza y en confianza mientras soltaba su discurso. Le había dado mil vueltas por el camino y era la solución perfecta al problema. Pero aún no había acabado.

– Y por si fuera poco, esta piedra tiene algo de particular: dentro, tiene abejas atrapadas en su resina, criaturas que vivieron hace miles de años. Esta piedra supuso su muerte, pero también contuvo la vida. La Piedra Filosofal controla la vida y la muerte, el equilibrio vital. Por eso, el ámbar es lo más parecido a esa mítica piedra. Y por eso es la más especial – sentenció triunfante.

El maestro siguió mirándola fijamente. Y por fin, habló:

– Tienes razón. El ámbar, o al menos cierto tipo muy concreto de ámbar, creado en unas circunstancias específicas, es un ingrediente para crear la Piedra Filosofal. Pero no es una piedra especial. Sigue buscando – mientras decía estas palabras, Callum se dio la vuelta y volvió a enfrascarse en uno de sus pesados volúmenes.

Aurora se quedó con la mirada desencajada, con los ojos humedecidos, haciendo lo imposible por no llorar de pura frustración. Semanas de búsqueda, media Calamburia removida de arriba a abajo, trayendo estúpidos minerales a cada cual más exótico… para nada.

La joven discípula salió hecha una furia y en lo alto de la colina, empezó a caminar en círculos, como solía hacer cuando estaba nerviosa. Pero esta vez nada calmaba sus nervios y gritando con desesperación, dio una patada a una piedra. Esta salió rodando colina abajo, arrastrando a otras consigo, creando una avalancha en miniatura que acabó en lo más bajo de la ladera, dejando una ligera nube de polvo. Aurora se quedó mirando la nube de polvo mientras las piezas del puzzle empezaban a encajar en su mente. 

Serenándose, agarrando sus ilusiones con un puño, entró de nuevo con calma en la choza. Su maestro le estaba esperando de pie, con un brillo curioso en la mirada.

– ¿Vienes con la piedra más especial de todas? – preguntó con voz grave y neutra.

– No hay ninguna piedra especial, maestro. Ahora lo entiendo. Todos los minerales se crean con el choque de fuerzas vastamente superiores a todo lo que existe y el resultado es puramente estadístico. Todas ellas son un milagro de la naturaleza y algo que los campesinos pueden confundir con magia. Pero lo cierto es que no hay nada de especial en ello, hay muchas reglas y normas que explican su creación. Por lo tanto, son todas especiales, pero a la vez, ninguna lo es. La Piedra Filosofal también sigue una serie de reglas – recitó con voz queda la alumna, mientras miraba al suelo.

– ¿Y tú eres especial? – preguntó el maestro.

– Lo soy. Pero todos los seres vivos somos el resultado de reglas y estadística. Destaco en alquimia, pero seguro que hay un porquero que también destaca cuidando cerdos. Todos tenemos algo especial. Y por eso ninguno lo somos.

El maestro se quedó mirando a su discípula fijamente. Finalmente asintió y se acercó a ella, poniendo ambas manos sobre sus hombros. Su rostro anormalmente joven para la edad que debería tener reflejaba tristeza y a la vez, un gran orgullo.

– Enhorabuena, Aurora. Has aprendido la primera lección sobre el conocimiento: tenerlo no te hace especial. Destacar sobre el resto no te hace mejor que ellos. Todos tenemos un propósito, hasta el mineral más insulso. La soberbia unida al conocimiento solo puede traernos la ruina. Bien lo sé yo.

Mientras miraba a los jóvenes ojos de su discípula, que lloraba en silencio con una sonrisa, Callum recordó los tiempos en los que fue presa de la soberbia. Recordó cuando su rostro no era tan joven pero sus ojos igual de viejos, o más. Recordó el miedo, recordó su orgullo, recordó su pecado. 

El alquimista más poderoso de toda Calamburia volvió a verse a sí mismo sosteniendo la Piedra Filosofal, la llave de la creación, un producto del hombre que podría desafiar a los dioses. Y teniendo todo ese poder en la mano, empuñando su soberbia y rodeado por el miedo, pidió la eterna juventud. Se creía especial, creía que su conocimiento marcaría la diferencia, pidió más tiempo. Y se le fue concedido.

Solo cuando se disiparon los efectos y vio la piedra consumirse y esparcirse por el cielo, fue consciente de su error. Las cosas que podría haber hecho, los milagros que podría haber alcanzado… ¡los dioses que podría haber despertado! Pero en vez de eso, pidió con miedo y con orgullo algo que le perseguiría cada vez que se mirase en el reflejo. En realidad, con todo su conocimiento, con todo su saber, Callum nunca pudo admitir que como cualquier porquero, tenía miedo a la muerte. Y es que la muerte nos recuerda que nadie es especial: todos la temen por igual.

Volvió a emerger de la profundidad de sus recuerdos. Apretando las manos en los hombros de Aurora, dijo.

– Pongámonos a trabajar, discípula. Tenemos mucho trabajo que hacer.