128 – UN FANTASMA DISUASORIO

Tilaria pasó revista a su ejército de mercenarios. Le gustaba hacerlo, transmitía una imagen de liderazgo y quería que todos estuviesen impolutos para la batalla. Otras compañías de mercenarios eran casi salvajes, con armaduras dispares, saqueadas de los cuerpos de sus enemigos vencidos. Pero eso no ocurría en la Alegre Compañía de Tilaria.

Se detuvo delante de un soldado que sudaba profusamente. El pobre hombre miraba hacia arriba como si todas las respuestas a su sino estuviesen entre las nubes, pero no pareció encontrar nada que le ayudase a capear la ira de Tilaria.

– ¿Qué es esto? – espetó con desprecio la Comandante Tilaria, señalando con asco un descosido en el tabardo del soldado.

– ¡Piedad, mi señora! Esta mañana, al colocarlo con prisas, se ha rasgado con mi espada. Soy muy torpe para coser y el Gremio de Costureras tiene precios muy altos y… – empezó a explicar apresuradamente.

– ¡SILENCIO! Jacobs, te hago responsable que este descosido sea arreglado de inmediato – dijo dirigiendose a su fiel mayordomo, situado a sus espaldas con la espalda envarada -. Y tú, sólo recibirás diez azotes para aprender que las prisas pueden precipitarte a la muerte y a vestir con mal gusto.

El soldado cayó de rodillas con lágrimas en los ojos, agradeciendo la magnanimidad de su líder. El resto de soldados soltaron la respiración que estaban conteniendo. Los castigos de Tilaria eran siempre justos, pero aún así nadie quería recibirlos.

Subiéndose a un montículo, se dirigió a su ejército que se mantenían en posición, expectantes, y sobre todo, con el uniforme absolutamente impoluto.

– ¡Hombres y mujeres de la Alegre Compañía de Tilaria! Hoy nos espera una batalla dura. Sí, se trata solo de una casa menor, casi irrelevante para nuestro potencial militar. Pero hemos perdido el favor de nuestros líderes y lo tenemos que demostrar de nuevo en el campo de batalla. Aniquilar esta casa será una tarea fácil y rutinaria, pero no debemos por ello dejar que nuestro uniforme se manche. ¡Antes muertos que harapientos!

– ¡ANTES MUERTOS QUE HARAPIENTOS! – contestaron rugiendo todos.

– Las tácticas del enemigo son tediosas y aburridas. Buscan estancar el movimiento y distraer con estúpidas anécdotas. Pero debemos salir de esta escaramuza con un acuerdo. Es importante que… ¿Qué demonios haces aquí?

Entre la multitud había un hombrecillo con sombrero de copa y tez cetrina aplaudiendo con entusiasmo mirando embobado hacia Tilaria

– ¡Bravo! ¡Bravo! ¡Qué discurso, que potencia, querida! – dijo mientras zarandeaba su cabeza de emoción.

– ¿Cómo osas estropear mi discurso? ¡Estaba arengando a mis tropas! – siseó con furia, mientras los soldados se miraban entre sí confusos.

– ¡Y lo hacías muy bien amor mío! Pero me temo que tengo que sacarte de tus ensoñaciones: Lady Gertrudis lleva un rato mirando fijamente al ver que no contestas a su pregunta. Se está creando lo que llamamos un silencio incómodo y Lord Hanfard ha carraspeado sonoramente al ver que la situación se alargaba.

– dijo la aparición mientras las montañas del horizonte iban deshaciendose como un espejismo.

– ¡Malditos sean todos! ¡Los aplastaré! ¡Los destruiré! ¡Haré que mi ejército los pase por la espada! – exclamó Tilaria, apretando los puños con ira mientras los soldados empezaban a desvanecerse, como la neblina en el amanecer. Su visión se tambaleó, todo se volvió borroso y cuando volvió a pestañear lentamente los ojos, se hallaba en un lugar completamente diferente.

Sostenía una tacita de humeante té, sentada en un recargado sillón. Enfrente suya se hallaban expectante Lady Gertrudis con su ojos saltones de sapo y su constante mueca de asco y el idiota de Lord Hanfard, con los pelos de su calva peinados para adelante, en un inútil gesto por esconder su calvicie. También estaba sentada cerca Lady Mildred, una amiga de sus anfitriones, cuyo único objetivo en la vida parecía ser beberse las reservas de té de la mansión. Y haciendo el máximo ruido posible.

– Disculpa, querida. ¿Decías? A veces sueño despierta – repuso Lady Tilaria Von Vondra con una encantadora sonrisa.

Sus anfitriones se relajaron de una manera ridículamente visible.

– Oh, no pasa nada Tilaria. Decía que los Von Vondra ultimamente estáis muy socialmente… activos – dijo Gertrudis con lo que parecía ser una sonrisa pero que se veía truncada por su mueca de asco constante.

– Oh, si. Mi hermana siempre ha sido una persona con gran corazón y quiere lo mejor para Calamburia. Concretamente, reforzar vuestros pactos de vasallaje – respondió mecánicamente mientras bebía con delicadeza de su taza.

– Nosotros siempre hemos creído en la labor de los Von Vondra. Sois unos estupendos vecinos y Si A Huevo nunca ha gozado de tanta salud económica – dijo Lord Hanfard con su voz temblorosa. Siempre parecía estar a punto de llorar. Ojalá lo hiciera.

– Pues no lo parece – dijo con voz cortante Tilaria, arrepintiéndose en el momento. Se mordió la lengua con fuerza. Eran aburridos, insufribles y rastreros, pero su hermana le había prácticamente ordenado que reforzase las alianzas con sus vecinos. La Marquesa no entendía que el fuerte de Tilaria no era la diplomacia sino las aventuras, los combates y los retos. Pero tenía que salir indemne de esta si quería recuperar su favor desde el…”accidente” -. Quiero decir, no estamos recibiendo mucho apoyo por parte de vuestra casa. Nos encantaría una colaboración más estrecha. Es solo firmar un pergamino y apoyar a los Von Vondra en eventos sociales.

Un ambiente aún más tenso invadió la sala. Los ruidosos sorbidos de Lady Mildred reverberaban por el aire, ajena a la conversación.

– Han sido tiempos difíciles. La Reina no ve con buenos ojos los nuevos pactos de vasallaje. Se susurra que usa métodos…disuasorios para impedirlo – dijo Gertrudis con cuidado, midiendo sus palabras -. Sé que tampoco ha sido fácil para tí, querida. Lo digo por lo de la… condición de tu marido.

Con que esas tenía.Al diablo con la diplomacia, quería destripar a aquella mujer.

– ¿Condición? Está muerto, Gertrudis. Yo misma enterré su cuerpo – espetó Tilaria. Lady Mindred se atragantó con el té y tosió con fuerza.

– Compartimos tu dolor, Tilaria – dijo con tono lastimero Lord Hanfard mientras miraba preocupado a Mindred -. Pero debes entender que aunque embargada por la pena debido a la muerte de tu marido, no puedes dejar que tus emociones te posean.

– No os preocupéis por las posesiones. Lo llevo bien. Está sentado al lado vuestra, al fin y al cabo.

Ambos giraron los cuellos a toda velocidad, como si de búhos se tratasen. En el hueco libre del sillón se hallaba sentado con recato Lord Gadeslao Colby, heredero de los Colby y fantasma oficial desde que un zumo le sentó francamente mal a su sistema digestivo. Su cuerpo flotaba a unos centímetros de la tapicería del sillón. Saludó con timidez a la anonadada pareja.

– ¡Ah, hola! Mi mujer es una oradora tan fantástica que suelo dejarla que disfrute llevando la batuta de la conversación. ¡No veáis qué discursos hace! Podéis llamarme Gadeslao, no me gusta la pomposidad de los títulos – dijo extendiendo la mano hacia la pareja.

Lady Mindred fue la primera en reaccionar, gritando con un insoportable grito agudo que casi raja los vasos y desmayándose como un fardo en su sillón. Lord Hanfard atropelló a su mujer tratando de alejarse del fantasma, mientras esta se tropezaba con el dobladillo de su falda.

– Ah sí, se me olvidó comentarlo: está muerto, pero a la vez, me sigue a todas partes. Somos felices – dijo con una sonrisa radiante y falsa -. Y ahora, ¿vais a firmar este acuerdo de vasallaje o no?

Lady Tilaria y su marido salieron a los pocos minutos de la mansión, una con paso firme y el otro levitando con aire despistado.

– Zora va a estar encantada, amor mío. ¡Eres tan maravillosa cuando te propones algo! – dijo con devoción Lord Gadeslao.

Y lo era. Tilaria sabía que estaba destinada a grandes cosas. Sólo había fallado una vez, y ese error la perseguía flotando a todas partes, incluso en sus sueños. El asesinato fallido de su aburrido marido no había salido como esperaba, pero gracias al Titán (nunca mejor dicho), aún tenía alguna que otra utilidad.

– Claro que sí cariño. ¿Qué haría sin ti? – preguntó inocentemente Tilaria. Pero ella ya conocía la respuesta: muchísimas cosas. Sólo tenía que hallar una manera de sacar todo el provecho de esta situación y deshacerse de su etéreo marido. Una vez más.


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