124 – UN MATRIMONIO PERFECTO

La Comarca de Azarcón es el la utopía del campo hecha realidad: los llanuras fértiles que relucen con gran verdor, las cercas bien afianzadas delimitan los campos con meticulosidad y los senderos recorren los bosques con civilizada simetría. Todo es bucólico, pacífico y campestre hasta un punto que muchos ciudadanos de Instántalor prefieren rechazar las comodidades que les proporciona la ciudad para ser saludados por el suave trinar de los pájaros.

Todo mantiene una apariencia de paz y armonía, incluso en los lejanos molinos de Bénedi Turuncu, hermana de la famosa Ébedi, la dueña de la Taberna Dos Jarras. Se dice que ambas hermanas tienen el monopolio de la cerveza: una recoge la materia prima y la otra la macera y la vende para gozo de todos sus clientes.

Mas hay un secreto oscuro que permite el florecimiento del negocio de Bénedi. Y es que hay un constante ajetreo alrededor de los molinos, lejos de las miradas de los viajeros y curiosos.

Don Juancho entró en la gran cocina por la puerta trasera, andando trabajosamente, con el saco a cuestas.

– ¡Buenos días, luz de mi vida! – dijo el molinero con una radiante sonrisa.

– ¡Ay cariño, qué alegría verte por fin! ¿Encontraste pajarillos heridos a los que ayudar? – dijo ansiosa la mujer.

– ¡Así es, amor mío! Solo esperan tus cariñosos cuidados – contestó sujetando el saco por el las costuras y agitándolo como si fuese una vulgar alfombra. De su interior salieron rodando media docena de niños y niñas, tosiendo y quejándose. Estaban cubiertos de mugre y miraban a su alrededor confusos, hechos una maraña de bracitos y piernas unos sobre otros.

– ¡Ay! ¡Pobres! ¡Qué sucios están! – dijo Bénedi, tratando de limpiar el polvo de sus caritas con un pañuelo.

– Trabajaban para una panda de pícaros, fingiendo enfermedades y aprovechando la pena que provocaban para cortar las bolsas de sus buenos samaritanos. Aquí descubrirán lo que es el trabajo honrado – dijo Juancho, poniendo sus brazo en jarras, sonriente.

Los niños empezaron a levantarse trabajosamente, mirando a su alrededor con una mezcla de curiosidad y aprensión.

– ¿Dónde estamos? – preguntó una niña, experta en poner ojos de cordero, enormes y lentamente parpadeantes.

Tenía poco efecto en los molineros.

– En un sitio donde podrás comer y dormir calentita y recibir una educación a través del trabajo y el esfuerzo – dijo Bénedi mientras les quitaba a algunos de ellos los harapos que resultaban insalvables -. Ahora os daréis un buen baño para quitaros los piojos y os enseñaremos donde dormiréis.

– ¡Yo no quiero bañarme! Quiero volver a Instántalor, me esperan mis amigos – dijo un chico con mirada furiosa.

– Aquí estás a salvo, pequeño – dijo Sancho, colocándose en el quicio de la puerta, impidiendo el paso.

– ¡Me da igual! ¡Quiero irme!

Bénedi se arrodilló a su altura y le miró fijamente con una sonrisa bondadosa.

– Verás, pequeño. Aquí vas a encontrar una gran familia donde ser feliz y tener un montón de amigos. Sé que no has tenido padres que te han querido, y nunca has recibido castigo alguno, pero si hace falta, tendremos que hacerlo nosotros. Siempre castigamos con muchísimo amor porque solo queremos lo mejor para vosotros – dijo con una maternal sonrisa, pero con una mirada fría -. Así que yo que tú rebajaría esos humos si no quieres pasar una temporada en el pozo, jovencito.

El niño, acostumbrado a moverse por instinto por las calles de Instántalor, detectó el peligro en la voz de la amable señora y en la posición tensa de su secuestrador. Se rindió y bajo la mirada, evitando el contacto.

– ¡Fantástico! Me alegro que haya quedado claro. Mi encantadora hija os guiará a la parte trasera, donde disponéis de una fuente con palanca para asearos. ¡Aseguraos de frotar bien, pequeñuelos! – dijo risueño Don Juancho -. ¡Nakali! Ven y ayuda a los recién llegados a asearse.

Una niña con trenzas bajó las escaleras a saltitos. Miró de reojo a los niños y disimuló lo mejor que pudo su pena.

– ¡Seguidme! Hay un montón de cosas chulis que tengo que enseñaros – dijo mientras les sacaba por la puerta delantera de la cocina, alejándolos lo antes posible de sus captores.

La pareja de molineros se quedaron solos, mientras Juancho recogía el saco y lo doblaba meticulosamente. Bénedi miró el saco con una  leve a tristeza.

– Ay, nuestro pequeño maguito. Ese saco sin aparente fin fue su mayor obra, y el mejor regalo para todos estos niños. ¡Ojalá respondiese a alguna de nuestras cartas! – dijo con fingido pesar la molinera. En realidad no le importaba tanto, pero le molestaba que no contestase. ¡Con el tiempo que pasaba escribiéndolas!

– A veces, ser buenos padres es hacer cosas sin esperar nada a cambio – dijo con fingida bondad Juancho. Tiraba todas las cartas a una poza cercana en vez de llevarlas a la capital. ¿Para qué molestarse con el chico? Ya no era útil y mejor no atraer la atención al molino.

– ¡Bueno querido! Quiero que sepas que está todo listo para esta tarde. Los niños se han puesto su ropa buena, les he servido gachas y están jugando tranquilamente en el patio trasero. ¡Vamos a causar una fantástica impresión! – gachas y sobras irreconocibles y quizás un poco pasadas. Tampoco era cuestión de tirar la comida.

– Ah, la Guardia de la Reina. Panda de desconfiados. Toda la comarca sabe que este sitio es un paraíso para los niños – dijo Sancho. Cuando su mujer se distrajese con alguna tarea, él mismo pasaría revista a todos los niños. No iba a dejar ningún fleco suelto -. Debemos tener cuidado, los guardias deben verlo todo impecable para que no nos den problemas.

– ¡No habrá problema alguno! Nuestro caramelito vigila que todo vaya bien y seguro que todos se portarán muy bien – respondió Bénedi. Lo cierto es que Nakali le había contado que se estaba planificando una huida esa misma tarde, pero ya lo tenía controlado. No necesitaba a su marido, con lo torpe que es, seguro que lo complicaba todo -. Espero que puedas hablar con los guardias sobre el pago de la anualidad. Ojalá pudiesen ayudar con un poquito más, las cuentas andan un poco ajustadas últimamente, querido.

– Lo intentaré, palomita mía. Pero ya sabes como son: usureros, egoístas y despiadados. ¡No piensan en los niños! – se quejó Sancho. Sabía de buena tinta que su mujer amañaba las cuentas para quedarse con un pico, algo típico de la familia de los Turuncu. Por eso, él cada año regateaba con éxito una subida de la anualidad, quedándose con los beneficios por si surgía cualquier… necesidad.

– ¡Ay amor mío! Tienes tanta mano con los negocios, nadie te iguala – dijo con falsa adulación abrazándolo y dándole un beso. Claro que no besaba como su primer amor; era inferior en todo. Pero nunca se lo diría.

– Al fin y al cabo, nos une la camaradería de la soldadesca. Hablamos de otros tiempos, donde solo tenía que empuñar una espada y todo era más sencillo – le contestó devolviéndole el beso. Realmente, nadie le recordaba. Todo el mundo le daba por muerto y mucho mejor así. Los desertores son vistos como ratas cobardes y despreciados por el ejército, así que usaba sus dotes de sabandija para regatear.

– ¿Acaso hay un matrimonio más perfecto que el nuestro, caballero mío ? – preguntó Bénedi. Esperaba que sí.

– ¡Es difícil describir lo maravilloso que es, margarita mía! – respondió Juancho. Era difícil de describir, sin duda.

 


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