– El Titán es benevolente, Maese Ravaan. Su luz es la que nos da vida y nos acompaña a lo largo de todo nuestro desarrollo espiritual. El cayó del cielo por nosotros. Conoce la verdad que anida en nuestros corazones y es generoso con los arrepentidos.
La voz suave y monocorde contrastaba vívidamente con la sala de torturas en la que un temeroso hombrecillo se hallaba sujeto con grilletes contra una de las paredes. Diferentes braseros titilaban siniestramente, dispersados por la habitación, con hierros de aspecto peligroso calentándose al rojo vivo. En una mesa cercana, diversos objetos afilados con formas poco agradables esperaban pacientemente a ser usados. Y en medio de la habitación, dos figuras sentadas en sillas miraban fijamente al pobre diablo engrilletado.
– Tengo reuniones importantes, Maese Ravaan. Asuntos importantes que atender y creo que usted desea fervorosamente colaborar. Por lo tanto, y por la gracia del Titán, hable – dijo Inocencio I, El Supremo Benvolente de la Iglesia del Titán. Su porte regio y su sonrisa agradable parecían fuera de lugar.
El prisionero miró nerviosamente los grilletes y se relamió los labios sopesando mucho sus palabras.
– Ante todo, su señoría, quiero aclarar que esto es un profundo malentendido. No sé a qué tipo de acusaciones quiere que responda, pero soy un simple mercader, un ciudadano ejemplar que jamás se ha implicado en nada extraño – dijo con voz zalamera.
– ¿Insinúa acaso Maese Ravaan que el Titán se equivoca? ¿Que el Titán es un ser falible? – preguntó, rápida como un látigo Juana, la Señora de Toda la Verdad. Su figura parecía pequeña al lado de Inocencio, pero su cara era una máscara pétrea sin emociones que podía infundir un miedo casi primitivo en los corazones de los débiles.
– ¡No no, por favor! Soy un gran fervoroso del Titán. Mantuve mi fe incluso cuando el Rey Rodrigo VI persiguió a los capellanes durante su etapa oscura.
Inocencio I se levantó, como si fuese a dar un sermón ante sus fieles. Pero esta vez, su público era más bien reducido.
– Ah, sí. Los Años de la Locura. Una época triste e innecesaria, un duro capítulo en la historia de la Fé del Titán. El Rey Comosu, cazándonos como a perros por la locura de su sangre. A pesar de llevar la marca del Titán, no fue digno de ella, se convirtió en un hereje. No pudo soportar el peso de ser un elegido.
– A mis oídos impuros llegó el rumor de que se trataba de una venganza por los métodos poco ortodoxos que habían usado ciertos capellanes con él para así poder despertar el poder latente de su interior. Dicen las malas lenguas que sus métodos de aprendizaje fueron casi similares a la tortura – inquirió Ravaan. A pesar de estar en una situación peligrosa, el mercader no podía dejar de lado su naturaleza avariciosa. Cualquier ocasión era buena para conseguir sonsacar valiosa información.
– A veces el Titán debe mostrar firmeza ante sus fieles. Forjar al débil para convertirlo en héroe. Moldear almas para que cumplan su destino. Nosotros solo somos su mano ejecutora. Ahora volvemos a estar en el lugar que nos corresponde, junto a la Corona, colaborando para hacer de Calamburia un lugar mejor y brillante. Esa época oscura ha terminado, aunque conservamos cicatrices de lo sucedido.
Inocencio se remangó el brazo y dejó a la vista unas marcas de feo aspecto que recorrían la piel en un entramado de dolor.
– Yo mismo fui capturado y torturado por los soldados de Rodrigo VI. Esos idiotas trataron de romper mi espíritu, pero mi fe era inquebrantable. No puedo mostrarle las marcas de Juana por cuestión de honor y pudor, pero ella también sufrió su calvario. Pero nos volvió fuertes. Resistentes. Como el acero templado, como una fuerza inamovible de la naturaleza. Ante la tortura, la verdad de cada persona sale a la luz.
La visión de las cicatrices empezó a ponerse nervioso al mercader. Entendía que toda la sala era un farol para ponerle nervioso, pero a pesar de ello, lo estaban consiguiendo.
– Es terrible lo que los hombres pueden hacer siguiendo órdenes. Pero señoría, le juro que no entiendo porque… – empezó a preguntar lastimeramente, antes de ser interrumpido.
– El título de “La Señora de Toda la Verdad” no es un título baladí. Yo soy la boca del Titán, pero ella es los dientes. Yo debo ser benevolente y sabio con todos nuestros fieles, como un dios protector y bondadoso. Pero todo ser supremo tiene que castigar para poder educar a sus fieles. Todo amo tiene que poder morder para dar una lección. Juana, por favor.
Juana inclinó levemente la cabeza y se dirigió hacia la mesa. Empezó a inspeccionar martillos de diferentes tamaños.
– Verá Maese Ravaan, personas piadosas y temerosas del Titán han afirmado que últimamente usted está haciendo numerosos y lucrativos tratos con los bárbaros Nómadas del norte. Se le ha visto reunirse con Arishai, el Escorpión de Basalto y ha recibido en su nueva casa solariega a miembros del clan de la Luna Roja. No solo eso, sino que además, parece que está creando una especie de… liga de mercaderes, que confraternizan muy alegremente con esta nueva salida de negocio.
Mientras Inocencio hablaba, Juana empezó a acercarse con semblante inexpresivo al prisionero, sujetando un pesado mazo entre sus manos.
– Como sabrá, la Reina Sancha ha dictaminado un máximo de intercambios comerciales con los nómadas. No queremos que esos herejes, esos enemigos de la fé del Titán, aumenten su poder económico y militar. Y después del intento de asesinato por parte del antiguo Gremio de Artesanos y Hábiles Constructores, las ligas y reuniones extraoficiales no se ven con buenos ojos. ¿Se declara usted culpable, Maese Ravaan? ¿Admite haber intentado engañar al Titán, incluso cuando éste le baña y protege con su todopoderosa luz?
– ¡No! ¡Claro que no! ¡Nunca he superado los máximos! Tengo muy claros los aranceles de la Reina Sancha, y aunque mucho más duros y estrictos que los anteriores reinados, soy un ciudadano ejemplar! – gritó nervioso el mercader, viendo como se acercaba Juana con el mazo.
Inocencio movió la cabeza con pesadumbre y alzó levemente una mano. Juana se acercó a su víctima, y con movimientos mecánicos, sujetó un brazo contra la pared. Con un leve gruñido, estampó el mazo contra la mano provocando un horrible crujido, seguido de un alarido de dolor. Juana se desplazó hasta el otro brazo, repitiendo la operación, convirtiendo la otra mano en una papilla sanguinolenta.
Cuando el mercader recobró la consciencia tras su desmayo, notó el palpitante dolor de sus extremidades que amenazaba con derrumbarlo de nuevo. Medio loco por los pinchazos agónicos, susurró entre sollozos:
– De acuerdo. Es cierto. ¡Es cierto! Eran acuerdos muy jugosos, con grandes beneficios. Los negocios no van bien con los aranceles de la Reina, y los nómadas se mostraban muy generosos. Jamás lo hice para perturbar la Paz de la Reina Sancha, solo por avaricia, lo juro por el Titán.
– Mala elección – dijo el Padre Supremo mirándole fríamente, sin rastro de bondad.
– ¿Cómo? – dijo el mercader, tratando de aclarar sus confusos pensamientos.
– Ha jurado por el Titán. Usted, un hereje que adora a los elementos. Un pagano que sigue profesando su fe a fuerzas primigenias y pecaminosas – escupió con desprecio.
– ¿Qué? ¡Un momento, yo jamás he hecho eso! Ya nadie adora a los elementos, es un culto prácticamente olvidado. ¡Ya le he dicho que confesaba los tratos comerciales! – dijo desesperado Ravaan, no entendía nada de lo que estaba pasando. Los tratos con los nómadas…en fín, no le quedaba otra que confesar. Pero ¿Adorar a los elementos? ¿En qué cabeza cabía?
– Sí. Es triste que en estos tiempos de paz vuelvan a aparecer cultos primitivos y carentes de razón, pero cuando no hay conflictos, las malas hierbas prosperan. Es mejor que confiese ahora, o será peor, Maese Ravaan – dijo Inocencio mirándole fijamente.
– ¡Pero qué le digo que yo no he adorado nunca a los elementos! ¡Confieso los pactos con los nómadas! ¡Lo confieso todo, salvo esa absurda herejía! – gritó, histérico, al ver que la Señora de Toda la Verdad se acercaba a él con un hierro al rojo vivo – ¡No! ¡Tenéis que creerme! ¡No!
Los alaridos de dolor rebotaron por las paredes de la habitación durante horas y el olor a carne quemada se intensificó hasta niveles vomitivos. Al fin, los altos mandatarios de la Fé del Titán abandonaron la recóndita sala con una confesión firmada por el Maese Ravaan (y un poco de ayuda de Juana, el pobre tenía dificultades para sujetar la pluma) en la que confesaba haber hecho tratos con los nómadas y además, pertenecer a la impía secta de Adoradores de los Elementos. También quiso confesar absolutamente todo pecado y herejía posible, incluso algunos aún no descubiertos, pero no cabían todos en el pergamino de la confesión.
Mientras caminaban por los lóbregos pasillos del Monasterio Cóncavo, Juana decidió compartir sus pensamientos.
– A veces, que el Titán me perdone, dudo de la veracidad de nuestras confesiones, Padre Supremo – dijo Juana, con semblante inexpresivo.
– Es normal, hija mía. Hay que tener un alma fuerte y misericordiosa para poder extraer la verdad a las ovejas perdidas del rebaño. En mis tiempos, fui confesor de reyes y príncipes y todos escondían una mancha de maldad bajo sus lustrosas apariencias. Yo mismo fui expuesto a innumerables torturas, pero nunca sonsacaron de mí nada más que mi fé, pura y devota – dijo tranquilamente Inocencio, acariciando distraído sus brazos -. Si al final Maese Ravaan confesó ser un hereje, es que en el fondo de su corazón, lo era. No importa las torturas.
– Entiendo. El Titán a veces es misterioso, pero justo – dijo asintiendo lentamente Juana.
– Nunca más lo vuelvas a dudar, hija mía. Nunca.