Omero se arrastraba por el barro con la alegría similar de un retozante puerco. A sus lados, cansados contrincantes renqueaban por el suelo, maldiciendo asqueados por el pegajoso y pestilente barro y tratando de seguirle el ritmo. ¡Pobres ilusos! ¡Se quejaban! El barro solo era barro: se secaba y se caía. Le habría gustado verles arrastrarse por las cloacas de Instántalor, huyendo de la guardia de la ciudad y tratando de pasar desapercibido entre montones de basura.
El antiguo pilluelo callejero se incorporó y siguió corriendo por el recorrido de la prueba. La siguiente parte era escalar una pared con una soga. Mientras trepaba como un mono por aquella cuerda, recordaba la redada del mercado y cómo había trepado por aquella sábana tendida, rezando con que aguantara su peso y no lo precipitase a un arresto seguro. Coronó la pared y se deslizó del otro lado enrollando un cacho de tela alrededor de su mano para que la soga no se la quemase. “Echo de menos mis guantes de cuero. Todo es más fácil con mis guantes de cuero.” Era uno de los pocos recuerdos que tenía de su padre, un herrero taciturno que siempre juraba que un par de guantes podían salvarle la vida a un hombre. No le salvaron cuando aplastó por error uno de sus dedos pulgares, haciéndole perder maestría. Acabó cayendo en una espiral de borrachera y su cadáver fue encontrado en un charco de la ciudad, apestando a alcohol. Pero aún así, Omero se quedó con la copla de los guantes; había consejos peores.
Terminó sin problemas el recorrido, frente a un grupo de nobles que aplaudieron con comedido entusiasmo. Mientras bebía de una bota rellena de agua, observó divertido como iban llegando el resto de contrincantes, resoplando con la lengua fuera. No podía dejar de maravillarse: ¡Agua fresca que no procedía del cuenco para las lluvias que depositaban en el tejado! Hoy era un gran día. Se preguntó sin embargo cómo le estaría yendo a Finin.
Lo cierto es que ese día, Finin estaba disfrutando de lo lindo. ¡Había desayunado! ¡Comida de verdad! Huevos fritos y unas patatas preparadas por un hortelano cocinero. La última vez que comió comida que le prepararon fue cuando trabajaba de aprendiz de panadero. Esa mañana había desayunado pan y queso y tuvo que salir corriendo por la ventana cuando unos matones a sueldo vinieron de parte de unos acreedores a cobrarse una deuda. Lo último que vió mientras apuraba el mendrugo de pan fue el humo saliendo por las ventanas.
Frente a él, dentro del círculo de combate, se hallaba un hombre que probablemente había desayunado más de lo que debería.
Era grande y su estómago fofo colgaba por encima de su cinturón. Trató de agarrar a su escurridizo enemigo varias veces, pero era demasiado ágil. Finin se preguntó distraídamente cómo sería eso de tener grasa de sobra en el cuerpo. ¿Sentiría menos el frío? ¿Flotaría mejor cuando nadase en las cloacas de la ciudad? Seguro que tenía que tener algún tipo de utilidad.
Con un distraído pisotón, estampó el talón de su bota en los dedos del pie del otro participante. Aullando de dolor, se sujetó el pie mientras daba patéticos saltitos. Se recuperó pronto y agarró a Finin por el brazo. Lo habían agarrado cientos de veces, al pillarle robando frutas del mercadillo. Y de todas ellas se había zafado de la misma manera: plantando el codo en el tendón del brazo del contrincante, provocando un nuevo estallido de dolor. Aprovechando el desequilibrio, pateó con fuerza las espinillas de su enemigo, una técnica que aprendió de un pilluelo de ascendencia medio salvaje que peleaba como una auténtica fiera. El grandullón se derrumbó gimiendo de dolor con su cabeza fuera del círculo, provocando que el juez pitase y diese fin al combate. Los nobles sentados en semicírculo alrededor aplaudieron confusamente, sin duda sorprendidos por presenciar un combate tan atípico.
Sancha veía de lejos la prueba, sentada en el palanquín de la Reina Urraca.
– Resulta que tus caprichos tienen habilidades reseñables. Quién lo iba a decir, hija mía – dijo con sorna Sancha III.
– Madre, no es un capricho. Necesito hombres leales y capaces que puedan defender mis espaldas en estos tiempos confusos. Conozco a esos dos hombres, sé que harán bien su trabajo – repuso con firmeza la Reina Urraca.
– ¿Sí? ¿Los has elegido tan bién como tu anterior portero, que se enamoró de una Aisea y ahora vaga como un alma en pena por el Inframundo? ¿O quizás te refieres al otro, al Zíngaro, que me ha dado cientos de quebraderos de cabeza ya que dispone de una habilidad telepática gracias a tu dichosa puerta? – dijo con frialdad Sancha, clavando a su hija en el asiento con los ojos como si se tratasen de cuchillos punzantes -. ¿Vas a volver a crear seres cuasi inmortales que dediquen su existencia a provocarme dolores de cabeza, Urraca?
– Ha habido… imprevistos. Pero no volverá a pasar, madre – dijo Urraca rechinando los dientes. Odiaba el fracaso, y odiaba que su madre se lo recordase.
– Espero que no vuelva a haberlos. He consentido que les llamases a través de los anillos que les regalaste en secreto para poder observarlos mejor de cerca. No pongas esa cara, sé perfectamente cómo les has contactado. Pero les he hecho pasar por todas esas pruebas para que quede algo muy claro: Aquí mando yo – sentenció Sancha, mascando las palabras con deliberada lentitud -. No vuelvas a hacer nada a mis espaldas, ni vuelvas a hacer truquitos de manos con anillos ni nada similar. Si la familia no se mantiene firme y unida, nos hundiremos.
Urraca agachó la cabeza contrita. Había perdido esa batalla, pero eso ya lo sabía desde hace muchos años.
– Sí, madre – respondió dócil y derrotada.
– Muy bien. Ahora vete a jugar con tus soldaditos y pásatelo bien – dijo Sancha III despachándola con un gesto de la mano y volviendo al Palacio.
Urraca suspiró, cuadró los hombros y compuso su cara de Reina Regente. Se dirigió hacia un pequeño estrado, donde esperaban los dos pilluelos y un reducido público de cortesanos y vasallos.
– Omero, Finin; habéis superado con éxito las pruebas que la Corona os ha impuesto. Os habéis enfrentado a la élite que la Guardia de la Reina puede ofrecer, y habéis salido victoriosos. Acercaos, pues, y abrazad vuestro destino.
Los dos pilluelos se pusieron muy serios y dieron un paso al frente, nerviosos. No les gustaba estar a la vista de tanta gente, al descubierto. Preferían los callejones y la sombra de las esquinas. Pero por la Reina Urraca, harían lo que fuera.
– Para sellar el juramento, sólo tenéis que poner en contacto vuestros anillos con la Puerta del Este y pronunciar las siguiente palabras “Fuerza antes que debilidad, vigilia antes que fracaso, Corona antes que vida”.
Ambos miraron a la enorme puerta construida aparentemente en medio de la nada. Medía decenas de metros y su sombra marcaba el paso del tiempo, inalterable y eterno.
– Es una pedazo de puerta, mi Reina – dijo Finin, preguntándose en secreto por qué no se podía rodear simplemente.
– ¡Y un honor! – se apresuró a decir Omero, dándole un codazo a su compañero.
– Iréis descubriendo poco a poco las propiedades mágicas de la Puerta. No todo es lo que parece. Y por lo que me han comentado los Eruditos de Skuchaín, esta Puerta podría tener propiedades ligeramente diferentes a la anterior. Informadme de cualquier cosa que descubráis.
– ¡Ojalá estuviese aquí Julia para vernos! De harapientos pilluelos de las calles a Porteros de su Honorable Majestad la Reina Urraca – dijo Finin con todo recargado mirando a Omero.
– Se habría reído de nosotros, diciendo que las puertas están para abrirlas, no vigilarlas – dijo Omero mirando de reojo a su reina.
Urraca recordó tiempos pasados. Tiempos felices, tiempos que su madre no podía mancillar. Era bueno recordarlos de vez en cuando: el camino que había elegido era cada vez más y más abrupto y cualquier bálsamo era poco para el pozo profundo de su alma. Volvió a guardar esos recuerdos en un espacio oculto y atesorado dentro de su ser y volvió a convertirse en la dictadora implacable que siempre había sido.
– Seguro que esa tal Julia se sentiría orgullosa. Ya no seréis mendigos y ladrones: yo os nombro, a partir de hoy, mis paladines, mis caballeros, Los Porteros de Calamburia. Sellad el pacto con vuestro juramento.
Serios de nuevo, caminaron hacia la puerta, cuya gigantesca sombra parecía engullirlos en la oscuridad. Se acercaron a la fría piedra del marco, labrado con diferentes escenas claves dentro de la historia de Calamburia. Ambos pilluelos se miraron fijamente, aunque habían tomado la decisión hace mucho tiempo: cualquier cosa era mejor que robar en las calles. Con firmeza, apoyaron los anillos contra la estructura y pronunciaron el juramento. Una luz verde emanó de la puerta, palpitó como un corazón y desapareció de golpe.
– ¡Vaya! ¡Me esperaba algo más espectacular! – dijo Finin
– ¿Te pensabas que tu fealdad se iba a solucionar pronunciando un juramento? – le pinchó Omero.
Se celebró una modesta fiesta de celebración, en la que los nuevos Porteros comieron de todas las viandas posibles como si lo fuesen a prohibir. Incluso se arriesgaron a invitar a bailar a la Reina, que para sorpresa de todos, aceptó con dignidad. Con la puesta de sol, la comitiva real se retiró por el camino, dejando solos a ambos Porteros frente al gigantesco portalón.
– Bueno. Pues ya está. Tenemos trabajo – dijo Omero, colocándose bien el uniforme y sujetando su bastón de combate.
– No voy a echar de menos correr por mi vida. Esto es bastante similar a pasar horas en la plaza esperando a que alguien se le caiga una moneda – contesto Finin, admirando la puesta de sol.
– ¡Já! Tu no vigilabas nada. Te quedabas dormitando mientras yo me mantenía al acecho, como un ágil halcón.
– ¡El halcón soy yo! Tú eres más bien paloma.
– ¿Paloma? ¡Y tú rata callejera!
– ¡Duende!
– ¡Salvaje!
Y mientras el sol se ponía, siguieron discutiendo. Era su pasatiempo favorito, intercambiar pullas y chanzas hasta quedarse dormidos. Pero ahora, tenían toda una existencia por delante para perfeccionarlo.