121 – EL LEGADO DE ÁMBAR

La Comarca de Ámbar se extiende durante kilómetros al norte de Calamburia, alrededor del Palacio de Ámbar. El nombre es un remanente de las antiguas dinastías de los reyes del pasado, de tiempos lejanos que ya sólo los Eruditos recuerdan.

Delimitada por al oeste por la Arboleda de Catch Un-Sum y por el este por la recién construida Puerta del Este, la comarca de Ámbar era una tierra fértil y pacífica, con pequeños poblados de hortelanos y humanos dedicados a la agricultura. Ya no quedaba ni rastro del saqueo de los corsarios durante su asedio y posterior retirada del Palacio.

En una pequeña villa, a medio día a caballo del Palacio, un conjunto de casitas rodeaban una gran mansión de verano, una de las múltiples residencias de la realeza. El ruido del choque de madera resonaba por el bosquecillo que se hallaba en las inmediaciones de la mansión. Bajo la mirada de adustos muñecos de trapo agarrados a palos y dianas para las pruebas de tiro al arco, un jóven estaba recibiendo una lección por parte de su maestro. O más bien, una paliza.

– Demasiado lento. Debes predecir los movimientos de tu oponente  – explicó con firmeza el Capitán Landon, mientras movía una vara de madera como si fuese una serpiente.

Frente a él, un jóven adolescente bastante corpulento lo miraba con las cejas fruncidas en una mueca de profunda concentración. El sudor corría por su cara profusamente, aunque su maestro parecía estar fresco y liviano como una rosa.

– Estoy. Concentrado. Landon – dijo mirando fijamente la punta del palo, hablando lento por el esfuerzo de la concentración.

– ¿Ah sí? ¿Vas a parar este golpe entonces? – la vara de madera se lanzó hacia adelante y mordió los brazos desnudos del chico, provocando un gemido de dolor -. Ya me parecía a mi.

Furioso, el joven cargó hacia adelante, agitando su vara con un frenesí de movimientos descontrolados. Lando los paró despreocupadamente todos, aprovechando para azotar dolorosamente el trasero de su pupilo con un simple paso lateral. El chico aulló de dolor y cayó al suelo, donde se quedó sentado enfurruñado.

– Levántate, chico – dijo su maestro, agitando la vara.

– No quiero. Pelear es estúpido – dijo mientras fijaba la mirada en una mariposa que revoloteaba cerca.

– ¿Es estúpido saber defenderse? ¿Acaso es estúpido tener el poder de proteger tu vida y lo que más aprecias? – Landon McQuaid miró a su pupilo y se impacientó por su plácido carácter. Si las buenas maneras no iban a servir, era hora de pasar a métodos más expeditivos -. Aunque no me extraña que no quieras intentarlo. No quieres avergonzar a tu madre.

El joven, sentado en el suelo, se tensó visiblemente, apretando los puños hasta hacer crujir los nudillos.

– A mi madre no le importa cómo lo haga con la espada.

– Sin duda. Quizás, si fueses diestro con la espada, le importaría – dijo con deliberada sorna Landon.

– ¡ Landon! Déjame en paz.

– Si tanto te molesta, hazme callar, chico – le desafió el viejo capitán, no muy satisfecho con su nueva táctica, pero dispuesto a todo para despertar el potencial del jóven.

– ¡No voy a pelear! ¡No te voy a dar el gusto! – lo miró furioso el joven, agazapado y tenso, listo para saltar.

– Ya me dijo tu abuela que no lo harías. No tienes madera de rey, Sancho I – escupió Landon, poniéndose en guardia.

Con un grito de frustración, Sancho I se incorporó y asiendo la vara a dos manos como si fuese una porra, empezó a atacar a su maestro. Landon volvió a parar todos los golpes, pero tuvo que usar más fuerza que antes. Su alumno no tenía técnica ninguna, pero había algo encendido en sus ojos que lo hacía diferente. Por supuesto, el antiguo capitán había visto antes esa peligrosa luz, una furia berserk que podía tener serias consecuencias y que, extrañamente, sólo había visto al luchar contra salvajes. Pero no pudo seguir analizando tan atípico suceso, porque su pupilo desató una lluvia de porrazos que tuvo que parar como podía.

Sancho parecía imparable y rugía a cada golpe, con sus gritos resonando por el patio. La vara empezó a astillarse por las arremetidas y Landon juraría que una luz emanaba de su pecho, aunque eso era imposible. Un golpe hizo que su vara se partiese en dos y se tuviese que proteger con un patético pedazo de madera. A este paso, iba a superar todas sus defensas, pero tenía miedo de herirlo. Estaba en una situación difícil.

– Pero bueno, ¿Qué estáis haciendo? ¡Sancho, para, porfavor! – dijo una delicada voz.

Sancho se quedó inmóvil a medio golpe, resoplando como un oso. Muy lentamente giró la cabeza con una mirada asesina, pero al ver a la recién llegada, el brillo desapareció y fue reemplazado por su mirada inocente de siempre.

Niobe Klausen dejó su cesta en el suelo para recibir el abrazo del chico, que prácticamente la levantó del suelo.

– ¿Qué ha pasado? ¿Porque estabas peleando como un animal? – preguntó suavemente la sanadora.

– Es Landon. Ha dicho cosas feas sobre mamá. ¿Hoy también traes una tarta de manzana? – dijo Sancho I, mirando ávidamente la cesta del suelo.

– Hoy es de moras, pequeño. Es toda tuya – dijo risueña Níobe, pero mirando de reojo al espadachín que se sacudía el polvo de la ropa.

El chico dio un gritito de alegría y cogió la cesta, retirando con reverencia el paño que la tapaba y sacando con adoración la elaborada tarta casera. La sanadora aprovechó la distracción para acercarse a Landon.

– Eres demasiado duro con el chico. Es mucho más jóven de lo que crees.

– ¡Pues no lo parece! Tiene la fuerza de un gigante pero el carácter de una oveja. Sé que Sancha acudió a mi con gran secretísimo, pero no creo que haya nada que pueda hacerse: los entrenamientos convencionales no funcionan con este chaval.

– Es un chico dulce. Hay que enseñarle de otra manera, nada más.

– Níobe, he entrenado a cientos de muchachos y todos han acabado formando ante mí tiesos como una estaca, coordinados como cualquier engranaje de los Inventores. Este chico es diferente, es casi como… si no fuese lo que parece – dijo con una mirada inquisitiva, como un espadachín que prueba las defensas de su enemigo.

– Es exactamente lo que parece: un adolescente inocente que está creciendo lejos de su madre – explicó con paciencia Níobe, cuya defensa era impenetrable.

– Hay cosas que no cuadran, Níobe. La rabia de sus gestos cuando huele el combate. Su anormal crecimiento. No me mires así, hasta un hortelano podría detectar que el chico está creciendo a toda velocidad. Por no hablar de los rumores de que la Reina Urraca es estéril – dijo lanzando una estocada argumental a la sanadora.

Frunciendo el ceño, ella encajó el golpe, y bajando la voz, susurró:

– Créeme, Landon, hay preguntas que merecen no ser contestadas. Te doy mi palabra que este es un buen chico. Yo misma lo alejé del Palacio por orden de la Reina Urraca para que creciese lejos de la malvada influencia de la corte. Aunque el mundo entero se haya olvidado de él, sólo nos tiene a tí y a mí y a un puñado de sirvientes. Harías bien en quedarte satisfecho con ello y dejar de hacerte preguntas peligrosas.

Landon la miró fijamente sopesando las posibles respuestas y contraataques.

– Pensé que los Sanadores no tomabais partido por nadie, que sólo curabais a los necesitados – tanteó, aunque sabía que esa batalla en concreto estaba perdida.

– Yo estoy ayudando al necesitado, dentro de mis posibilidades. Deberías  centrarte y hacer lo mismo, en vez de buscar satisfacer tu curiosidad a cualquier precio – sentenció dando la conversación por terminada, volviendo con el chico, que ya había engullido media tarta.

Landon llevaba años evitando problemas. Había sobrevivido a diferentes reinados y a innumerables escaramuzas, con una mezcla de habilidad, ingenio y una pizca de intuición. De nuevo, sus tripas le decían que dejase estar todo este asunto y que se limitase a impartir las clases y no encariñarse por el chaval. Pero lo cierto es que le intrigaba toda ese aura de misterio, y no era un hombre que rechazaba un reto de buenas a primeras. Haciendo caso omiso a su instinto, se juró que descubriría la verdad escondida tras la cara de inocencia del chico. Costase lo que costase.

Que gran error.


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