119 – EL NUEVO MUNDO

La tormenta zarandeaba el navío como un gigantesco niño enrabietado. Había tomado por sorpresa a la pequeña tripulación y ahora luchaban por sus vidas, tratando de aferrarse a cualquier superficie que no pudiese ser arrancada por el oleaje. Solo una figura se mantenía erguida entre aquel caos marítimo:

El Capitán.

Estoicamente plantado en la cubierta, parecía una poderosa roca, un pilar erguido orgulloso ante la ira desatada de los elementos.

– ¡Vamos, marineros de agua dulce! ¡Arriad las velas, o el viento las desgarrará! ¡Que alguien suba al palo mayor! ¡Señor Perkins! ¡Venga aquí! – ladró con fiereza Walter Kennedy, el capitán del barco.

Un marinero se acercó a él, aferrándose a cualquier obstáculo que se interponía en su camino para ganar en estabilidad.

– ¡Señor, ese no es mi nombre! Me llamo… – intentó gritar el marinero mientras su voz se perdía en la tormenta..

– ¡Lo que sea! ¡Alguien tiene que subir ahí arriba y arriar esas condenadas velas!

– Con el debido respeto, creo que nadie se va a atrever a subir ahí arriba con el tiempo que hace. Señor.

– ¿Cómo, Perkins? ¿Un motín en mi propio barco? ¿Lo voy a tener que pasar por la quilla? ¡Baje ya esas condenadas velas!

De lo alto de los mástiles sonó un estremecedor crujido y el palo mayor se partió en dos, lanzando una nube de cuerdas, maromas y fardos de vela sobre la cubierta. El capitán y el marinero fueron sepultados por una maraña de tela y desperdicios, de la que salió Walter rasgando y cortando con su espada como si estuviese poseído.

– ¡A las armas! ¡Nos atacan! ¡Cargad los cañones y las culebrinas! ¡Sangre y fuego! – gritaba mientras su sombrero chafado le tapaba la cara.

– Señor, ¿Cuenta esto como bajar las velas? – dijo el marinero, emergiendo de entre los restos, dando gracias al Titán por seguir vivo.

Walter miró a su alrededor, con sus ánimos desinflándose por momentos. Su padre siempre le dijo que la apariencia era lo más importante, y que no importaba la calidad de la tela: al final los incultos y patanes solo se fijaban en los bordados de la alfombra. Y eso intentaba hacer él, relucir como el más épico de los bordados, aunque cada vez se encontraba más mojado y dificultaba el asunto de parecer glorioso.

– Un día de estos, te pasaré por la quilla. ¡Te obligare a pasar por ese tablón a punta de espada!

– Señor, me da a mi que no sabe muy bien dónde está la quilla.

Y efectivamente, no tenía ningún tipo de idea de qué era la dichosa quilla. Ni dónde estaba el barlovento ni qué demonios eran los contretes. Cuando negociaba con marineros en el puerto, admirando embobado a los barcos y pidiendo que le dijesen el nombre de cada elemento, nunca memorizaba los nombres. Eran palabrejas que sonaban a marineril, a aventuras y hombres y mujeres sin miedo a su destino.

– Perkins, yo no puedo saberlo todo. ¡O sino, estaría desafiando al propio Titán!¿Y quieres que lo desafíe, Perkins?

– No me llamo Perkins, Señor.

– ¡Pues eso mismo! Voy a ver cómo nos saco de este desastre. ¡Yo nací en una tormenta, no temáis, grumetillos! Os guiaré hacia tierra firme.

Mientras el capitán sacaba un recargado catalejo, los marineros cercanos agitaron la cabeza con pesadumbre. Todos sabían que no era un lobo de mar, sólo se trataba de un burguesito vendedor de alfombras que había vendido todas sus pertenencias para comprarse un barco. Lo único que había evitado el motín y que lo pasasen por la verdadera quilla, es que Walter Kennedy parecía un hombre afortunado. Habían sobrevivido a tormentas, dejado atrás a navíos pirata, y todo gracias al optimismo suicida de su capitán. Su lógica desafiaba cualquier estrategia naval y permitía encontrar soluciones a problemas que parecían irresolubles. O quizás, simplemente, estaba loco de atar.

Por eso a nadie le extrañó cuando, agarrado a los restos del palo mayor, empezó a gritar como un descosido:

– ¡Tierra! ¡Tierra a la vista! ¡Tenemos a los Elementos de nuestro lado!

Era un don. Un don de la inconsciencia.

El timonel activó el motor de emergencia, un prototipo de los inventores que permitía al barco avanzar sin vela mediante tracción humana (esto es, con sudorosos marineros corriendo en una rueda en las profundidades del barco). Se fueron acercando hacia lo que efectivamente parecía una costa castigada por un implacable clima. Las olas, embravecidas, amenazaban con lanzar el barco contra la playa.

– ¡Señor, no puedo acercarme más!

– ¡Haremos el resto del trayecto remando! ¡Echad el ancla!

Mientras el gigantesco armatoste de hierro caía hacia las profundidades marinas, la tripulación se afanó en bajar los botes. Walter saltó gallardamente en uno de ellos mientras lo bajaban, pero el bote gritó de manera un tanto afeminada.

– ¡Por la espina del Leviathan, cuidado! ¿Es que un hombre no se puede echar una siesta tranquilo? – replicó una voz, escondida bajo los fardos del fondo del bote. Una cabeza malcarada se asomó de entre las telas, mirando a su alrededor dolorido.

– ¿James? ¿Pero por todas las ánimas del Inframundo, qué haces aquí?

– ¡Pues echarme una siestecita, capi! ¡Un hombre necesita descansar!

– ¿En medio del fin del mundo? ¿En medio de una tormenta de la que contarán leyendas?

– No se pase capi, que las he visto peores. Es que verá, a mi las tormentas me dan un sueñecito…

– James, estamos en una misión importantísima. ¡Si logramos descubrir que hay tierras más allá de Calamburia, la Reina Sancha nos financiará la armada mayor que ningún mortal ha soñado crear!

– Bueno, visto la manera de la que nos despachó, dudo mucho que esté tan entusiasmada como nosotros.

– Lo estará cuando vea este descubrimiento. ¡Alzate del fondo de ese bote, hombre! ¡Y contempla…un nuevo continente!

James Buen Chico Fox se levantó del zarandeado bote, que iba remando de ola en ola hasta la costa. Sus ojos se agrandaron de la sorpresa al ver aquella ignota costa, con suculentos secretos, botines y nuevas tierras que descubrir.

– ¡Lo hemos logrado, capi! ¡Un nuevo mundo! Aunque es diferente a cómo la vi yo en su momento. Esta me resulta más familiar – dijo con aire pensativo.

– Es la familiaridad de lo desconocido, amigo mío. ¡El destino nos espera! – dijo mientras ponía un pie en la proa del bote. Una ola estuvo a punto de derribarlo, pero Fox lo agarró en el último momento y lo volvió a colocar en su sitio.

Dejaron los botes en la playa y se adentraron en la arboleda que había más allá de las lindes de la playa. Según exploraban  el bosque, la tormenta empezó a amainar con sorprendente rapidez. El pequeño grupo de mojados marineros siguió adentrándose más y más en el bosque, hasta que parecieron cruzarlo y emergieron al otro lado. Campos de cultivo cuidadosamente vallados se extendían por un vasto valle, mientras el sol asomaba tímidamente por las nubes.

– ¡Una tierra fértil! ¡Domada por una misteriosa civilización! Debo decir James que algunas veces he dudado de ti. En mis momentos de mayor debilidad, he llegado a pensar que aquello que viste no fue una tierra exótica, sino delirios de marinero, como tu romance con una tritona. Pero ahora que veo esta tierra rica de promesas… – declamó el Capitán, visiblemente emocionado, al borde de las lágrimas de orgullo.

– Capi… – empezó a decir James tirándole de la manga.

– …¡Siento que todo es posible! ¡Que todas las leyendas son ciertas! ¡Que el mundo entero está a nuestro alcance! Ah, sí mi padre pudiese verme ahora…

– ¡Capi! – interrumpió más insistente, tirando con fuerza de la manga.

– ¡No interrumpas mi discurso, hombre! ¿Por donde iba? ¡Ah, sí! ¡Si mi padre…!

– ¡Oiga usté! ¡Se puede saber que haceis pisandome la descendencia?

El Capitán se giró con un rictus en el rostro al reconocer el acento. Un hortelano muy enfadado se acercaba agitando una hoz en actitud violenta.

– ¿Se creen que puede ir por ahí estropeando el trabajo de la gente honrá?

– ¿Cómo? ¿Hay hortelanos en el Nuevo Mundo? ¡Menudo descubrimiento!

– ¿Qué Nuevo Mundo ni qué puñetas? Estas tierras pertenecen al condado de Sí A Huevo de Abajo. ¡Y si no sus vais ya, llamo a la guardia de los Von Vondra a que os den una paliza!

– Le estaba intentando avisar, Capi. Que todo esto me sonaba un poco. La tormenta nos habrá desorientado un pelín.

Walter Kennedy vio con impotencia cómo sus marineros se daban la vuelta y volvían para el bosque, rezongando entre dientes. No solía dejarse vencer por el pesimismo, pero acababa de encajar un duro golpe.

– ¿Crees que lo lograremos, James? ¿Crees que un día descubriremos algo que haga historia? – dijo apesadumbrado, mientras seguía a sus hombres, hundiendo sus manos en los bolsillos de su chaqueta.

– Como que me llamo James Fox, Capi. El mundo está ahí fuera. ¡Yo lo ví, se lo juro! ¡Con estos ojos! Nosotros lo demostraremos. ¡Y las mozas alabarán nuestros nombres!

Walter se animó notablemente. Y resurgió el Capitán.

– ¡Sí! Es solo una cuestión de tiempo. ¡De tiempo, arrojo y valentía, James!

Y así fue como los futuros Colonos de Calamburia desandaron sus pasos y trataron de arreglar su barco lo mejor que podían para partir hacia nuevas aventuras.


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