118 – LA MEMORIA DEL BOSQUE

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Los árboles recordaban.

No en un sentido estricto de la palabra, ya que los árboles no entendían el tiempo tal y como lo hemos troceado y compartimentado los humanos, pero entre sus anillos milenarios y sus ramas llenas de sabiduría, reposa el paso de las eras.

En la linde del bosque, un roble recordaba. Recordaba una época en la que Elfos y Salvajes coexistían en armonía, bajo el mandato del Titán. Tras la expulsión de los Hijos del Dragón de la superficie de Calamburia, los Salvajes se habían vuelto una fuerza sin control que debía ser dominada.

Los Elfos fueron creados por el Titán moldeando la realidad junto al barro y la vegetación de la mismísima tierra. Fueron tres los estamentos de Elfos que establecieron su residencia en la copa de los árboles: Los Elfos Arcanos, diestros en la magia, los Altos Elfos, diestros en la lucha y las leyes y los Elfos Sapientes, expertos en todas las áreas del saber.

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Desde lo alto de sus hogares, los elfos bajaban a la tierra de Calamburia para instruir a aquellas hordas descontroladas traían calma a sus corazones. Los Altos Elfos crearon los duelos individuales y un sistema de leyes y castigos, para canalizar la ira de los Salvajes. Los Elfos Arcanos trataron de encauzar las habilidades mágicas innatas de algunos miembros de las tribus. Los Elfos Sapientes formaban a los Salvajes más apacibles en todas las disciplinas posibles, para que extendiesen su legado.

Poco a poco, los Elfos fueron agotando su esencia mágica al ver su propósito casi alcanzado. De manera paulatina, como una flor marchitándose, se fueron alejando de sus hogares, introduciendose en el bosque para convertirse en árboles que crecerían con vigor con el paso de los siglos, por encima de sus congéneres arbóreos.

Durante cientos de años, aunque los Elfos hubiesen desaparecido misteriosamente de la faz de Calamburia, los civilizados Salvajes seguían acudiendo a la Arboleda de Catch-Un-Sum, donde los árboles palpitaban de poder y parecían susurrar palabras de aliento a sus visitantes. Pero con el paso de los años, incluso esa costumbre se olvidó. El último hombre que acudió a rendir sus respetos a las antiguas leyendas fue el Rey Rodrigo I. El árbol lo recuerda arrodillado entre sus raíces, suplicando al Titán y a los Elfos que le diesen fuerzas para unificar Calamburia.

Con un temblor en las ramas, el árbol recordó cuando fue mancillado por primera vez por un zíngaro. El mismísimo patriarca Arnaldo posó su mano contra su corteza y le sorbió su vida hasta casi matarlo. Fue una época oscura, en la que los zíngaros amenazaron con ahogar al bosque hasta que entendieron que tenían que ser más cautos con su nueva fuente de poder.

El roble recordó los diferentes combates y escaramuzas que se dieron a las lindes del bosque, en el que el Reino de Instántalor trataba de ahogar a su vecino del norte, hasta finalmente anexionarlo a él y a su Palacio de Ámbar. Trató de ocultar algún herido entre sus raíces, pero fue inútil. Todos acababan muriendo.

En uno de sus numerosos anillos, está la marca del combate entre Arnaldo y Theodus, un enfrentamiento que desenraizó a muchos de sus congéneres y del que salió milagrosamente indemne. Theodus cayó, muerto y vencido y la misma tierra lloró su pérdida. El árbol notó como todas las criaturas que vivían en su interior sollozaban de dolor. Quizás por esa razón la tierra misma dió una segunda oportunidad a Theodus, aunque no como él habría esperado.

Un trajín de personas y criaturas se adentraron y salieron del bosque con el paso de las eras, pero pocas atrajeron tanto su atención como la cruel Reina Urraca. El árbol supo que el paquete que tenía bajo los brazos contenía una pócima que cambiaría el destino de Calamburia.

Incluso cuando el árbol pensó que ya nada podía sorprenderlo, el mundo lo hizo. Una mañana se encontró con un niño llorando entre sus raíces. Trató como pudo de consolarlo con sus hojas y el vaivén de sus ramas, pero era imposible. Por suerte, dos amables molineros se lo llevaron para darle un feliz hogar.

Ninguna de esas cosas hizo que el árbol despertase de su vigilia somnolienta. Presenció todos esos sucesos como a través de una ventana, con el sopor de alguien que lucha por no dormirse. Sus pensamientos eran lentos como la melaza y su sentido del propósito se hallaba diluido en lustros de existencia. Pero un buen día…. abrió los ojos.

El gigantesco roble tembló y sus ramas vibraron con fuerza. Un ejército de ardillas y pequeños roedores bajaron a toda velocidad por su tronco. Docenas de pájaros echaron a volar con frenesí de su copa. Dos familias de conejos tuvieron que salir apresuradamente de entre sus antiguas raíces para buscarse otro hogar. El árbol empezó a encoger a una rapidez endiablada, como si estuviese siendo succionado por la tierra misma. Ya no había un árbol. En su lugar, un Alto Elfo parpadeaba lentamente mirando a su alrededor.

A su lado, un delicado sauce empezó a temblar y pasó por la misma transformación. Una Elfa Arcana miró a su alrededor con calma, a través de ojos centenarios que lo habían visto todo.

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– Han sido muchos años, Níniel – saludó con tranquilidad etérea el Alto Elfo.

Su compañera no contestó y miró lentamente a su alrededor.

– Todo ha cambiado, Dandelion – dictaminó la Elfa -. Salvo nosotros.

– No fuimos creados para cambiar. Fuimos creados para perdurar para siempre.

– Te equivocas. Fuimos creados para guiar a la humanidad lejos de su extinción y nuestro premio y consuelo fue el de descansar para toda la eternidad. Pero nos lo han arrebatado – dijo Niniel con fría calma.

Dandellion respiró hondo cerrando los ojos. Los volvió a abrir sereno.

– El Titán sólo nos ha podido llamar de vuelta por una razón: la sangre Salvaje vuelve a estar descontrolada y amenaza con volver a hundir esta tierra en sangre y violencia.

La Elfa Arcana posó sus manos sobre un árbol y susurró unas palabras. Se volvió para mirar a su compañero.

– Nadie más ha despertado. Nuestros hermanos han quedado alterados por la violación de la magia de los zíngaros. Quizás están perdidos para siempre – dijo con amargura la Elfa.

– Tendremos que curar esta tierra nosotros mismos. Es nuestro destino. Trata de investigar en la savia de nuestros hermanos si hay alguna pista que pueda orientarnos.

La Elfa volvió a posar sus manos. Frunciendo la frente, empezó a murmurar por lo bajo.

– Hubo… un asesinato. El linaje peligroso de los Salvajes terminó de manera sangrienta. Pero…hubo un hermano en su forma arbórea que vió algo. Vió a una Sanadora con un niño en brazos llegar a una de las residencias de verano de la realeza. Ahí lo ha visto crecer de una manera rápida y antinatural. Es el Don del Titán. El linaje no ha terminado.

– Temo en lo que se han convertido los hombres en nuestra ausencia. Parecen haber llegado más lejos de lo que les hemos enseñado nunca, y sin una luz que les guiase, han caído en la violencia y la obsesión.

– El Titán nos dió el poder de guiarlos, Dandellion, pero también el de eliminarlos, por si su creación se descontrolaba.

– Es difícil olvidarlo. Busquemos a ese niño; ojalá sea un parangón de justicia y bondad. Si no es así, me temo que tendremos que empezar a arrancar malas hierbas.

Níniel retiró la mano del árbol y miró con firmeza a su compañero.

– No tendré reparo alguno en hacerlo, Alto Elfo. No después de lo que he visto a lo largo de nuestros largos años y al ver lo que han sufrido nuestros compañeros. Cientos de miles de nuestros congéneres, condenados a un sueño del que quizás jamás puedan despertar. Alguien pagará por esto.

Ambos echaron a caminar por el bosque, con paso liviano y suave. Pero temed la tranquilidad de los Elfos, Calamburianos. Un árbol puede partir una piedra en pedazos si dispone del tiempo suficiente. Y los últimos Elfos tenían toda una eternidad por delante.

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