Burbujas rojizas luchaban por salir a la superficie y estallaban en gorgoteantes ruidos líquidos. El caldero estaba lleno a rebosar con un espeso mejunje de aspecto peligroso, con cosas indescriptibles flotando en él. Una cuchara removía el contenido, creando un interminable vórtice que atraía escoria e inmundicia hacia su centro.
– Ya falta poco, ya falta menos…-canturreó Aurobinda, casi hipnotizada por el contenido de su caldero.
Se hallaba bajo el cobijo de un gigantesco roble, partido por un rayo, resultado de la furia de los Aiseos. Sus ramas entretejían un techo escuálido que se alzaba hacia el cielo como manos anhelantes.
– ¿Cuánto falta, bruja? Me estoy impacientando – masculló Adonis, el Zíngaro.
Las sombras de la base del roble parecieron cobrar vida y se acercaron al caldero. La tenue luz del brasero iluminó los rasgos duros y marcados del zíngaro. Con ceño fruncido, inspeccionó el interior del caldero. Alargó la mano para tocar la superficie, pero una mano nervuda como una garra se lo impidió.
– ¡Loco! ¡Ni se te ocurra! Si es que tienes aprecio a tu mano- terminó entre risitas la bruja.
– Sigo sin ver cómo esto va ayudarnos en nuestro plan –se quejó Adonis, mientras ocultaba la mano entre sus ropajes.
– ¡Ya lo hemos explicado muchas veces! La maldición por sí sola no funciona: tenemos que renovar el hechizo periódicamente. Solo así conseguiremos que las parejas estén perdidas y separadas para siempre.
– Deberíamos aprovecharnos de la situación e ir matando uno a uno a todo el que se nos oponga…
-¡No es tan sencillo! Este hechizo tiene una complejidad que ni alcanzas a soñar, joven mortal. Es como una intrincada tela de araña: atrapa a sus presas, pero puede ser destruida por un poder mayor. ¡No podemos actuar directamente o pondremos en peligro todo el equilibrio!
– Hum. ¿Y la otra bruja? ¿Dónde está Defendra?
– Debe de estar jugueteando con esos Duendes de nuevo, robándoles el poder de la imaginación. Hay tantas cosas que no conoces, antiguo Portero…
Aurobinda sacó la pesada cuchara de madera y dio un sorbo. Satisfecha, asintió y dio un paso atrás.
– Muy bien, ya está listo. Ahora te toca a ti, ¡Usa tu poder!
Adonis sacó la luminosa piedra verde de entre su túnica. Apretándola en el interior de su puño, y colocando la otra mano por encima del oscuro brebaje, empezó a entonar un inquietante cántico.
La sombra de Adonis creció hasta alcanzar y cubrir la base del árbol. La luz del brasero se consumió, dejando el puño de Adonis como única fuente de iluminación. Con un último susurro, concentró todo su poder telepático. Su sombra borboteó presa de una antinatural agitación y fue absorbida por el caldero, hasta que el zíngaro dejó de emitir sombra alguna.
– ¡Por el aliento del Dragón, estupendo!- exclamó la Bruja dando saltitos alrededor del caldero- Y ahora, ha llegado el momento de la verdad.
Aurobinda se recogió la falda, y de manera muy poco ceremoniosa, atizó una patada al caldero, derramando su contenido por todo el claro. El espantoso líquido rojizo se derramó por la tierra, abrasando la hierba y marchitando las plantas, al ritmo de las estridentes carcajadas de la bruja. Finalmente cesó su recorrido y empezó a ser absorbido por la tierra. Los pájaros despertaron de su sueño y huyeron volando, y cientos de pequeñas criaturas bajaron despavoridas del gran roble en fantasmagórico silencio. El bosque sabía lo que ocurría y gritaba con mudo dolor, mientras el resto de Calamburia dormía.
Muy lejos de ahí, en un oscuro burdel de Instántalor, una Cortesana esperaba con languidez la llegada de su siguiente cliente, mientras comía unas uvas. Largas tiras de tela roja aterciopelada recorrían las paredes, y fastuosos espejos dorados le devolvían un reflejo sensual. Pero el siguiente cliente no era quien Beatrice esperaba, ya que se trataba de la mismísima reina de Calamburia: Dorna, la Reina de los Salvajes, consorte del Rey Comosu.
– Oh, mi reina. Disculpe si no me arrodillo, pero me temo que no llevo la ropa… adecuada –ronroneó la Cortesana, exponiendo aún más su desnudez.
– No lo hagas. En las montañas nadie se arrodilla ante nadie, y no es la primera vez que veo a una mujer desnuda. Haz lo que te plazca.
La reina entró en la habitación arrastrando su larga capa de pieles. Parecía fuera de lugar entre sedas y colores dorados, pero mantenía la cabeza erguida, con el porte de un monarca.
– No voy a andarme con rodeos: necesito tu ayuda. Sé que tú y tu hermana no sois lo que aparentáis.
-Vaya, vaya… ¿Y qué aparentamos?
– No sois solo maestras del placer. Hay magia en vuestras venas. Magia oscura. Todo este lugar rezuma magia negra y no ha sido afectado por la Maldición de las Brujas.
– Quizás ya estaba maldito de antes… aunque no es lo que gritan de placer quienes vienen aquí.
– Qué importa lo que digan los simples. La tierra lo sabe. Yo lo sé. Y Calamburia grita, y yo soy su reina, por lo que acabaré con esta Maldición. Pero necesito tus habilidades.
Como una gata, Beatrice se estiró. Con pasos lentos caminó detrás de un biombo.
– ¿Mis….habilidades?
– Todas las parejas de héroes han sido separadas. Las Brujas tratan de impedir que devolvamos la fuerza al Titán para frustrar sus planes. Pero yo sé que tú y tu hermana sois inmunes, por vuestra extraña relación con la magia oscura. Necesito una aliada fuerte, una aliada poderosa que me ayude.
-Querida, mis favores nunca son gratuitos. Siempre hay un pago. Soy una profesional al fin y al cabo –explicó Beatrice, saliendo, ya vestida, con pasos lentos detrás del biombo.
Contoneando las caderas, anduvo hasta situarse delante de la reina en actitud provocadora.
– Lo entiendo. La ley del trueque. Todo funciona así en las montañas. Sea pues, ¿Cuál es tu precio?
Beatrice se acercó a la reina. De puntillas, acercó sus labios a su oreja, y con una voz aterciopelada, susurró:
– Lo que nos pertenece: el Trono de Ámbar.
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