89. UN REGALO DIGNO DE UN PRÍNCIPE II

Kálaba amagó un golpe con una de sus peligrosas dagas y esquivó rápidamente el contragolpe brutal de Dorna. La Salvaje arremetía con todas sus fuerzas, moviendo su cayado en complejos molinetes, manteniendo siempre las dagas lejos de su cuerpo e impidiendo que la Zíngara completase ningún hechizo.

– Por eso los sureños sois tan… ¡Débiles! – resolló Dorna mientras combatía con saña -. Confiáis demasiado en la magia. Nunca sobreviviríais a un invierno en las montañas rocosas.

Kálaba no respondió a la provocación y siguió defendiéndose de los golpes mirando hacia las sombras de los árboles, buscando algún tipo de respuesta en ellos. A sus espaldas, gigante y lagarto seguían intercambiando titánicos golpes que hacían retumbar todo el claro. De pronto, la cara de la Zíngara se iluminó con una malévola sonrisa.

– Los Zíngaros no necesitamos fuerza o habilidad, porque nunca estamos solos – sentenció Kálaba.

Dorna sintió un escalofrío en su espalda y se giró rápidamente para detener un golpe de espada corta de un Zíngaro que había surgido aparentemente de la nada. Se hallaba rodeada de otros dos más, por lo que realizó un barrido espectacular a su alrededor para ganar un poco de espacio. Estaba totalmente acorralada.

– Sucias víboras traicioneras – escupió Dorna con desprecio.

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– ¡Estas sucias víboras van a acabar con tu vida!

– ¡Yo lo impediré! ¡Atrás, mi señora! – dijo Sir Finnegan, colocándose entre ambos-. El pánico me tiene prácticamente paralizado, pero cuando una damisela está en peligro, ¡no hay nada que pueda interponerse entre mí y la gloria!

Dorna puso los ojos en blanco y calculó qué ángulos le permitían usar al joven como escudo humano. Kálaba resopló con sorna y empezó a mascullar un hechizo mientras agitaba las manos.

– Oh, mequetrefe, acabas de ganarte una muerte entre terribles sufrimientos – masculló Kálaba. Terminó el hechizo y apuntó hacia su víctima, soltando un chorro de energía verde. En el último instante, Sir Finnegan , encogido patéticamente a la espera de su muerte, fue empujado por una figura que encajó de lleno el hechizo. Cayó al suelo, muerta y humeante mientras los Zíngaros reían con malignidad.

– ¡Cuánta gente está deseosa de morir hoy! Habrá regalos para todos, sin duda – dijo Kálaba mientras se preparaba para lanzar un nuevo hechizo.

– Ay. Esto mañana va a ser peor que una resaca de vino de Sangre de Titán– dijo quejumbrosa la irreconocible figura del suelo.

Como uno solo, todos los presentes miraron con incredulidad a la persona que se iba incorporando trabajosamente del suelo. Su cuerpo empezó a brillar con un leve fulgor dorado que fue sanando todas las quemaduras y devolviendo la ropa a su estado original. Finalmente, Drawets giró el cuello hacia los lados haciendo crujir sus vértebras.

– ¡Tú! ¡Deberías estar muerto… dos veces! – exclamó incrédula Kálaba.

– Ah. ¿No lo sabes? – dijo Drawets mientras pateaba el suelo para comprobar que las piernas estaban en orden – El Titán me convocó para presentar todos los partidos de improvisación de Calamburia. No puedo morir mientras quede un partido por presentar, y por las barbas del Archimago, lo he intentado con muchas fuerzas. ¡No hay manera!

El silencio invadió al grupo. Un pedazo de piedra cayó cerca, sobresaltándolos a todos y sacándolos de su estado de estupor. Ellos se habían detenido, pero las criaturas seguían intercambiando feroces golpes.

– Generalmente no suelo implicarme en estas cosas. Pero he tenido que declinar numerosas ofertas indecentes para presentarme a esta reunión. Y habéis intentado matarme. Dos veces – dijo con una mirada peligrosa a Kálaba, mientras sacaba una daga de su cinto –. Y nadie, me oyes, ¡nadie! le roba el protagonismo a Drawets, ¡pícaro entre los picaros!

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Tras decir eso, se abalanzó sobre los Zíngaros y se enzarzaron en un cruel combate cuerpo a cuerpo. Dorna aprovechó el caos para cargar sobre Kálaba, haciéndola retroceder para que no pudiesen ayudar a sus subordinados. Sir Finnegan retiró las manos de su cabeza y descubrió que aún seguía vivo y que decididamente, ser un heroico caballero era un tanto estresante. Escuchó un grito entre los árboles y vio a Katurian, el inventor, subido a una de las ramas más altas con un extraño aparato.

– ¡Katurian! ¡Has vuelto! – gritó emocionado.

– ¡Así es! Esas brujas no van a arruinar mi día, no señor. Tuve que ir a coger un inventillo que quizás nos pueda ser útil. Lo dejé cargándose bajo una tormenta pero no sé qué tal funcionará. ¡Nunca lo he probado! – gritó entusiasmado mientras apuntaba con el alargado y extraño aparato hacia las Brujas, que seguían mirando entusiasmadas el combate titánico del centro del claro. Sin previo aviso, disparó una brutal ráfaga de energía eléctrica como si de rayos tormentosos se tratase, impactando aleatoriamente alrededor de las dos hermanas.

– ¡Funciona! ¡Eureka! No me esperaba este resultado, la energía eléctrica es fascinante aunque un tanto aleatoria – gritó Katurian dando saltitos de emoción que amenazaban su precario equilibrio sobre la rama -. Me pregunto qué pasará si trato de enviar varios a la vez.

Un racimo de rayos se precipitó sobre ambas brujas, que empezaron a desviarlos con furiosos gestos de la mano. Trataban de contraatacar, pero la maquina era inagotable y seguía escupiendo rayos sin ningún tipo de control ni puntería, pero suponía una amenaza que no podían desestimar.

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– Oh, hermana. Ya no me estoy divirtiendo. Me aburro, vámonos ya de aquí – dijo con voz somnolienta Defendra mientras desviaba los rayos que más se acercaban a ella.

– De acuerdo. Pero no nos olvidemos de nuestro regalo. Cúbreme, hermana.

Aurobinda fue presa de terribles arcadas que la hicieron encogerse y derrumbarse. Los sonidos guturales eran horrendos, hasta que finalmente expulsó una pequeña y alargada serpiente negra. En cuanto tocó el suelo, la serpiente empezó a deslizarse con una rapidez espeluznante hacia el campo de batalla. Pasó entre la hierba quemada y pisoteada de la Arboleda. Serpenteó con agilidad entre las piernas del gigante de piedra. Esquivó Drawets y sus contrincantes y rodeó el cuerpo tembloroso de Sir Finnegan, hasta llegar a la pierna de Dorna, mordiéndola con maligna avidez.

El grito de Dorna fue desgarrador. Aplastó la serpiente con su cayado pero sintió como sus fuerzas se esfumaban y se quedaba paralizada en el acto, dejando caer su cayado. Kálaba aprovechó la ocasión y se abalanzó sobre la Reina de Calamburia, posando su mano en su vientre.

– Este será nuestro regalo, oh mi reina. No deseamos tu muerte, eres demasiado útil viva. Ahora la luz que portas en tu interior, el futuro de Calamburia, está maldito. Crecerá sano y fuerte, pero nunca jamás podrá tomar la decisión correcta. Está condenado a seguir propagando el caos y el descontrol, y lo mejor de todo, es que lo hará siempre desde la mejor de las intenciones.

La mano de Kálaba palpitó con una energía verdosa y produjo una serie de espasmos incontrolados en el cuerpo de Dorna, haciéndola caer como un fardo.

– Bueno, vámonos de aquí. Creo que nadie ha llegado a escuchar eso –dijo Defendra tirando de su manga-. Ya se darán cuenta cuando nazca. ¡Vamos a cazar algún Duende para entretenernos!

Entre risas, sus formas empezaron a difuminarse y a girar creando un oscuro vórtice. El vórtice succionó la figura de Kálaba , que se despidió de sus contrincantes con una sonrisa de suficiencia y victoria, cerrándose sobre sí mismo. Los Zíngaros dieron un salto hacia atrás, lanzaron una especie de nube de humo que extrajeron de unos sacos que colgaban de sus caderas y desaparecieron. La criatura escamosa miró hacia el cielo y batió sus alas furiosamente para elevarse entre rugidos y desaparecer por entre las copas de los árboles. Una extraña calma invadió el claro, como después de una tormenta, dejando al guardián de piedra inmóvil a la espera de nuevos peligros. Sir Finnegan trataba de despertar a su Reina, pero poco sabían que el despertar de Dorna no iba a traer más que tristeza y miseria a Calamburia.

¿Es que la maligna influencia de las Brujas nunca iba a tener fin?


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