Mitt había muerto a manos de la guardia real, pero Ivirng van der List, a quien los años habían dado mayor prudencia, se ocultaba con éxito en Instántalor. Allí se había desprovisto de sus ropas de capellán, y haciéndose pasar por un habitante como otro cualquiera, acechaba los movimientos del enemigo. Las tropas de la ciudad habían puesto precio a su cabeza, pero Irving sabía cómo pasar desapercibido.
Cuando supo que había llegado el momento adecuado, salió de su escondrijo y se decidió a contraatacar.
Él nunca había sido un hombre de armas. Prefería combatir empleando otros medios, como la estrategia y el subterfugio. De este modo, se tomó su tiempo para elegir a su víctima. Estudió sus costumbres, las personas con las que se relacionaba, sus debilidades y vicios… cuando memorizó todos estos elementos, elaboró una forma de matar exenta de flecos. Así era como él trabajaba.
En la soledad de su habitación, en la taberna Dos Jarras, Irving pasó horas elaborando un veneno que resultara mortífero. En su entrenamiento como capellán había aprendido los diferentes venenos que existen en Calamburia. Se les enseñaba a preparar el antídoto, pero en ocasiones éste no se trataba más que una versión reducida del propio veneno. Así pues, tomó la fórmula del llamado sueño de la muerte, un líquido incoloro en insípido que no dejaba rastro, y que eliminaba a aquel que lo consumía en segundos. El sueño de la muerte era llamado así porque quien lo bebía era transportado al reino de los muertos tan rápido, que su alma entraba en contacto con éste y era capaz de predecir muertes futuras.
Cuando tuvo el veneno listo, lo guardó en un pequeño búcaro, y dejando su habitación, descendió al salón de la taberna.
-Una sopa –ordenó a Ebedi.
La tabernera se hallaba ocupada en asuntos de mayor importancia, de modo que llamó a su marido. Yangin se presentó con una sonrisa de oreja a oreja. Irving intentó cubrirse con la capucha de su sobretodo. No deseaba ser reconocido.
-¿Qué desea el señor?
-Una sopa. Se la he pedido a la tabernera. ¿Es que aquí no sirven?
-Mi mujer está ocupada. Si le puedo servir yo…
-Lo mismo da –respondió Irving con una media sonrisa-. Claro, tú también puedes servirme.
Yangin puso rumbo a la cocina. Apareció al poco con un plato de sopa humeante, que dejó en la mesa de Irving.
-Espero que esté a su gusto, señor –dijo.
Pero apenas se había dado la vuelta para marcharse, el capellán volvió a reclamarle.
-La sopa está fría.
-¿Fría? –respondió Yangin, extrañado-. Eso es imposible. Si la acabo de sacar de…
-¿Dice que miento? –insistió el capellán.
-¡En absoluto! Pero veo cómo humea…
-Está fría. Prúebela.
-No será necesario –se disculpó el tabernero-. Le traigo otro plato ahora mismo y…
-He dicho que la pruebe. Nadie me toma por mentiroso.
-De verdad, no es…
-Pruébela –insistió Irving.
Yangin quiso marcharse. Había algo en aquella conversación que no le gustaba, pero al mismo tiempo apareció su exagerado sentido por quedar bien con los clientes. No deseaba perder unas monedas, de modo que tomó el plato, acercó la cuchara a sus labios y bebió un sorbo.
-Está… -dijo; no llegó a terminar la frase.
Fue invadido por un terrible dolor de estómago que le arrebató las fuerzas. Cayó al suelo de la taberna, retorciéndose y chillando. Una multitud se agolpó a su alrededor, momento que aprovechó Irving para alejarse de allí. Incluso Ébedi, de quien se decía que por su marido no sentía sino un profundo odio, se preocupó por su estado.
Sin embargo, cuando el capellán estaba a punto de atravesar el umbral de la puerta y desaparecer para siempre, oyó que Yangin gritaba unas declaraciones. Se trataba, sin duda, del presagio provocado por el veneno. Sus palabras le estremecieron:
-¡Escuchad! –dijo, alzando los brazos a la nada- pues la muerte os reclama. Petequia, la desterrada, no dejará que el Rey abandone sus aposentos con vida. Igual que ella fue atacada en su cama, así hará con el hombre que pudo ser su marido, y lo matará.
La taberna entera contuvo un suspiro. Irving dejó caer la cabeza. Su Rey, al que todavía guardaba fidelidad, iba a morir en aquella guerra espantosa. Pero Yangin no había terminado aún. Con la voz ahogada por los estertores, añadió:
-Los zíngaros también guardarán luto, pues su general Garth, al que llamaban La sombra de medianoche, verá cómo esas mismas sombras cobran su alma. Morirá atacado por sorpresa por quien menos lo espera: la hortelana Rosi Pelacelgas. Nuestros enemigos son inesperados. ¡Nuestros enemigos están a las puerta! ¡A las puerta!
Estiró el brazo, y con índice tembloroso señaló al umbral. Los parroquianos dirigieron hacia allí sus miradas, pero no había nadie. Irving ya se había marchado. Se confundió entre la gente y puso rumbo al norte, al Palacio de Ámbar, donde las tropas de los partidarios de la Reina estaban a punto de encontrarse con los defensores del Elegido.
La última batalla se hallaba próxima, y tras cobrarse demasiadas muertes, decidiría una nueva etapa en Calamburia.