97. LA CORTE DE LOS SUSURROS

Si el Palacio de Ámbar hubiese sido un primaveral parque, los murmullos que lo recorrían constantemente serían como las atareadas abejas produciendo miel y cumpliendo sus recados de aquí allá. Mas aquel palacio no era bucólico, sino más bien peligroso y decadente como un jardín de rosas negras. Los murmullos recorrían sus paredes como un ejército de incansables hormigas, entrando por cualquier rendija, recorriendo impúdicamente con sus pequeñas y articuladas patas cualquier secreto oculto.

El lugar en el que más murmullos se concentraban eran sin duda el Pasillo de Ámbar, un gigantesco pasillo de kilómetro y medio decorado profusamente con oro y Ámbar y con una anchura suficiente para que cuatro carrozas pudiesen circular la una al lado de la otra.

Ese día, estaba especialmente concurrida. Centenas de nobles paseaban con un deliberado paso lento, susurrando secretos y observando atentamente a sus rivales políticos, a los que saludaban con hipócritas inclinaciones de la cabeza.

Los Trovadores del Rey animaban el ambiente del gran pasillo con su arpa y su laúd, dando un contrapunto alegre a la nube de oscuros murmullos que flotaba por el aire. Los Inventores también deambulaban por ahí, tratando de buscar mecenas para sus disparatadas creaciones, aunque desde el incidente del Caos del Maelstrom, nadie estaba muy interesado en invertir en invenciones posiblemente apocalípticas.

Pero había una persona que recorría ese pasillo como si le perteneciese. Era como un buque recorriendo aguas pantanosas, apartando implacablemente los obstáculos y la inmundicia a su alrededor. La Reina Madre Sancha III, seguida de su hija la antigua Reina Urraca, flotaba por encima de los murmullos ya que ella era la instigadora de muchos de ellos. Nada ocurría ya en el palacio sin su permiso o conocimiento.

– Querida, trata de andar con un porte más…elegante – dijo manteniendo una sonrisa falsa la venerable anciana.

– Lo siento madre. Tengo todavía muchas costumbres aprendidas de la calle – dijo Urraca, tratando de evitar un tic que le hacía mirar a su alrededor como un pájaro asustadizo -. Sé que no soy bien recibida aquí.

– Tonterías. Solo fuiste echada de tu trono por un advenedizo y por una banda de bárbaros norteños. Sólo tenemos que cambiar ese leve detalle y será sencillo volver a la normalidad. El pueblo tiene muy mala memoria, y los nobles, una ética que puede ser comprada.

– No es tan sencillo, madre. La gente aprecia los Salvajes, les da una sensación de falsa seguridad. Los prefieren aquí que en las montañas. Y el Rey Comosu, aunque loco, está recluido en sus habitaciones y hace que todo sea mucho más fácil y tranquilo en el palacio.

– Es cierto que la gente busca la estabilidad y un caldo de cultivo adecuado para sus intrigas. Pero nosotras podemos dárselo.

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– ¡Oh mi querida Reina Madre! ¡Qué gran placer verla aquí – dijo una voz.

– Hablando de alimañas que ponen precio a su ética…

Lord Besnik y Lady Dardana, los Archiduques, se acercaron con paso pomposo y haciendo un gran ostento de sus galas. Sus esfuerzos eran en vano, ya que toda la corte sabía que estaban arruinados.

– Está usted reluciente, milady – dijo como afectación Lady Dardana. Tras una leve pausa, y sin mucho convencimiento, añadió­­– y usted también, Urraca.

– ¡Qué tiempos de incertidumbre! ¡Una época de héroes! Sin duda habrá escuchado las gestas y proezas de mi hijo, el valiente Sir Finnegan! – empezó a proclamar Lord Besnik -. Desgraciadamente nosotros debemos invertir nuestro tiempo e innumerables riquezas en nuestra hacienda. ¡La prosperidad de nuestra gente es lo más importante! Además, tenemos total confianza en que sea nuestro hijo el que devuelva la estabilidad a Calamburia.

– He oído numerosas historias sobre su hijo. Su valentía no tiene rival – le cortó con una mirada gélida Sancha. La sonrisa de pomposidad de Besnik se congeló en el acto -. Le deseo lo mejor en el cuidado de sus tierras. Estoy al tanto de lo llenas que están vuestras arcas. Si lo desea, podemos hablar de las deudas pendientes con la corona…

– ¡Ah! Que… ¡bien! – respondió nerviosamente -. Pero no será necesario, no queremos molestar el ocio de tan real pareja. Nosotros proseguimos nuestro camino pero no dude en contactar con nosotros si necesita cualquier tipo de ayuda o favor.

– Créame Lord Besnik, si a pesar de todo esta ancianita inválida necesita ayuda, usted será la primera persona a la que acudiré rauda y veloz – respondió la Reina Madre rezumando sarcasmo como si fuese ácido.

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La desinflada pareja trató de alejarse entre reverencias, evitando tropezar a duras penas con su pisoteado ego. Pero la real pareja no tuvo tiempo de descansar ya que fueron abordadas por unas rivales mucho más peligrosas que unos nobles arruinados.

– Mira Beatricce, ¡que honor el de poder pisar el mismo suelo que la Reina Madre! – dijo Anabella, una de las cortesanas más famosas del reino. En este caso, cortesanas era un bonito eufemismo -. ¿Por cierto querida, nunca te has preguntado como la madre de una depuesta reina puede tener tantos privilegios en este palacio? ¡Ay, Urraca, querida, disculpa, no te había visto!

– Es que en el Palacio de Ámbar siempre han sido muy respetuosos con la tradición y las antiguas reliquias, hermana. ¡Nos recuerdan los errores del pasado! – dijo Beatricce con una encantadora sonrisa.

– Dejan entrar a cualquier gentuza en este palacio, en efecto – dijo Sancha III con la espalda muy estirada y una mueca de desagrado. Urraca les devolvió la mirada con un ceño fruncido y su tic nervioso de nuevo en acción.

– ¡Oh, sí, somos afortunadas por poder siquiera acercarnos a vuestro resplandor! Pero nuestros clientes buscan nuestros consejos en todo momento, y nunca hemos faltado a nuestra profesionalidad. Por cierto, recuerdos del Rey Comosu. En sus escasos momentos de lucidez, nos pregunta por las novedades del palacio – dijo con fingida seriedad Beatricce.

– No dudo que estará encantado con vuestros consejos – respondió Urraca con desagrado -. ¿Dónde está nuestro apuesto Rey, por cierto? No se le ve por la corte desde la Maldición de las Brujas.

– ¡Ni a ti, querida! Pero claro, me han dicho que le has cogido gusto a las calles de Instántalor. Te entiendo querida, ¡yo también tuve una época de estar en la calle de lo más entretenida! – respondió entre cristalinas risas Beatricce -. Las malas lenguas dicen que Dorna lo ha retirado a alguna finca de la realeza a salvo de las miradas indiscretas. ¿Pero quién podría fiarse de las malas lenguas?

– Les sorprendería la necesidad de hablar que tienen los hombres…y las mujeres. Solo somos una oreja a la que hablar. Por cierto, últimamente la Reina Dorna viene a pedirnos consejo sobre la corte y sus entresijos. Me temo que su cultura norteña hace que se le escapen ciertas sutilidades – dijo Anabella mientras se abanicaba y miraba a su alrededor como un gato perezoso.

– ¿La Reina Dorna? Pensé que no estaba interesada en las intrigas de palacio – dijo con recelo Sancha III.

– ¡Y no lo está! ¿Pero qué tipo de ciudadanas monárquicas y preocupadas por el bienestar de Calamburia seríamos si no informásemos con fervorosa pasión de todo lo que ocurre dentro y fuera de este palacio? – dijo Beatricce, exagerando una mueca de sorpresa -. Desde que susurramos a su oreja, ha aprendido a delegar muchas cosas a nuestras manos.

Un silencio tenso se deslizó entre ambas parejas, creciendo poco a poco en intensidad. Las miradas se transformaron en espadas, las sonrisas en cañones y las afectadas posturas en un campo de batalla. En medio de ese silencio, se estaba librando un encarnizado combate. Y por encima de él, los murmullos del palacio zumbaban como una bandada de moscas, esperando a cebarse en los cadáveres.

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Podría haber seguido eternamente, como una partida de ajedrez en tablas o el paso del sol y las estrellas. Pero un lacayo real interrumpió la escena con un sonoro carraspeo.

– Lady Sancha, lady Urraca… me temo que hay una persona interesada en reunirse con vos, pero que no quiere exponerse a las miradas del Pasillo de Ámbar – dijo tartamudeando mientras cuatro ojos fríos como la mismísima muerte lo taladraban y diseccionaban.

– ¿Y quién me molestaría en semejante momento? – dijo con un quedo y peligroso susurro la Reina Madre.

– Bueno… creo que merecía la pena molestarle. Se trata del antiguo Rey de Calamburia, Rodrigo V.

Los cuatro pares de ojos se abrieron desmesuradamente. El antiguo Rey había sido depuesto por su hijo y después había colaborado con él en su lucha contra el Dragón. Desgraciadamente, en la Maldición de las Brujas, su paradero había sido desconocido, probablemente surcando los mares y buscando un sentido a su nueva vida.

La sonrisa de Sancha brilló como la erupción de un dormido volcán. Las cartas que le habían tocado en esta nueva mano parecían haber mejorado considerablemente.

– Esta conversación ha sido de lo más interesante, pero me temo que los asuntos mundanos tendrán que esperar. Ya sabéis, la verdadera realeza nunca descansa – dijo sonriendo como un tiburón.

– Veamos que excusa tiene mi marido esta vez – masculló por lo bajo Urraca, mientras apretaba los puños.

Sin esperar respuesta, la real pareja se alejó de las Cortesanas, las cuales abandonaron su fingido porte y acuchillaron con la mirada las espaldas que se alejaban de ellas. Ahí fuera, con el descontrol de los elementos, la lucha era atroz, pero la guerra que se libraba dentro de aquellas paredes no era menos despiadada.

Pese a todo, solo eran un murmullo más dentro del largo pasillo. Una vibración en aquella gigantesca tela de araña. Un zumbido que se añadía a aquella enloquecedora colmena, a esa Corte de los Susurros en la que se había convertido el Palacio de Ámbar.