-¡Edmundo! ¡Edmundo! –sir Finnegan buscaba a su escudero entre toda la aglomeración de gente que se apretaba en la arboleda de Catch – Unsum.
-¡Edmundo, por el Titán!, ¿dónde estás?
Se asomó por encima de un mar de cabezas. Desde allí, pudo ver el característico gorro de su escudero.
-¡Edmundo!
-Mi señor –respondió el otro, a cinco o seis cuerpos de distancia-. No creerá lo que he visto.
-Ven y cuéntamelo. Hablar con tanta plebe de por medio me resulta harto deshonroso.
-Es que hay gran prisa en ello, mi señor.
-La educación por encima de la prisa, Edmundo. Recuérdalo.
Al fin, el escudero consiguió llegar hasta sir Finnegan.
-¿Qué sucede, Edmundo? Estás lívido cual cadáver.
-Mi señor, que me ha parecido haber visto a sus señores padres rondando el lugar. Los Archiduques, quiero decir.
-¡No digas bobadas! La comarca de Azarcón emplea mucho tiempo y trabajo. Además, ellos jamás se mezclarían con el populacho. Ni siquiera saben que portamos una entrada.
-Por eso me hallo pálido. Pues me parece haberles visto llevar una lustrosa C del Titán.
Sir Finnegan abofeteó a su escudero con un guante.
-¡Pero qué dices, malandrín! ¡Vil simio iletrado!, ¿cómo van a obtener ellos y yo el mismo privilegio al mismo tiempo? ¿Acaso llamas loco al todopoderoso Titán de manera indirecta?
-No sé qué significan la mitad de las palabras que me ha dicho, mi señor.
-Pues eso significa que eres un iletrado. Hala, ya conoces una.
-Lo que digo, es que mis ojos no mienten. Les he visto por allí.
Señaló a la espesura, donde los árboles formaban una cúpula de intenso verde. Más allá se encontraba el ring donde se celebraba el torneo.
-Caminemos para allá –ordenó sir Finnegan-, pero más vale que demos con ellos. Porque si no los vemos, te juro que pienso bajarte los pantalones y darte una azotaina como si te la dieran al mismo tiempo tus siete padres.
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-Cariño -lady Dardana arrugó la nariz-, ¿crees que tendrán habitaciones de lujo para los miembros de nuestra clase?
Caminaban abriéndose paso por entre la gente, rumbo a las dependencias de los participantes del torneo. Para que la multitud se apartara de su lado, lord Besnik exhibía su C ante todos. Sabía que nadie se la robaría. Todo el mundo estaba muy al tanto de la historia de Drawest, y de las consecuencias de robar una C del Titán.
-Querida –respondió, mirando a su mujer de soslayo-, aunque las tuvieran, no deberíamos aceptar una. Recuerda que nuestra bolsa no se halla muy llena, precisamente.
-Pero tendremos que dar una excusa convincente.
-Diremos que deseamos mezclarnos con los otros participantes, y ponernos a su altura para conocer sus estrategias de combate.
-Excelente argumento, querida.
-Gracias.
Ambos rieron con ampulosidad. Luego, el estrecho pasillo que formaba la gente a su alrededor se cerró a su espalda, justo cuando sir Finnegan y Edmundo hicieron acto de aparición.
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-¡Edmundo! Revísate la vista, aquí no hay nadie.
-Mi vista es prodigiosa, mi señor. Os juro que los he visto.
-¿Jurando en falso? Sólo por eso, te has ganado veinte azotes más de los que tenía pensado propinarte. Abajo esos pantalones.
-¿Aquí, ante todos?
-Un buen caballero andante ha de ser humilde y aceptar su castigo, aunque sea a vista de terceros. Tus nalgas sonrosadas por mis azotes te harán más noble a ojos de la plebe. Venga, sin pantalones.
Edmundo observó a los cientos de personas que le rodeaban. Luego pensó en que su estado de escudero finalizaría pronto y que, de hecho, ya era un privilegio acompañar a un hidalgo en sus aventuras. Así pues, mostró una amplia sonrisa y, desabrochando su cinturón con ferviente ánimo, bajó de golpe sus pantalones.