Las Cavernas del Inframundo se extendían por centenares de kilómetros bajo la tierra de Calamburia, como tortuosas venas de un ser vivo gigantesco. El viento ululaba triste y melancólico por los oscuros túneles y pasadizos. Pequeñas sombras huidizas se escurrían por los extremos más alejados de la visión para ocultarse en un refugio seguro.
Las gotas de agua caían de manera rítmica en la caverna más grande de todas, creando un discreto y privado concierto natural. Las estalactitas se erguían amenazantes, como los dientes de una bestia. Plic, plic, plic.
Pero otro sonido rítmico acompañaba el caer de las gotas. Era un sonido grave, profundo, como proveniente de un lejano tambor. Pum-pum, pum-pum.
Las paredes cubiertas de hongos musgosos fosforescentes iluminaban levemente un cuerpo imposible, gigantesco. Las escamas reflejaban un verdor enfermizo que llenaba la caverna de misteriosas sombras. Leves temblores prácticamente imperceptibles recorrían la descomunal figura, agazapada en la penumbra, marcando poderosos músculos de fuerza titánica.
El Dragón dormía, como lo había hecho durante miles de años. Soñaba con pasados primigenios, en la que la tierra le pertenecía, en la que los mortales eran su ganado y él su único señor.
Aún recordaba de cuando era un Dios.
Como una leve brisa, susurros empezaron a recorrer la caverna. Envolvieron la figura como un pesado sudario mientras crecían en intensidad. Se volvieron viento, huracán, tempestad. Las voces gritaban, se desgañitaban, gemían y suplicaban, pero en medio de todo ese caos, las voces acabaron por unirse al unísono y hablaron:
Soy Kashiri, la Emperatriz Tenebrosa – dijeron las voces – Ahora conozco el secreto de tu poder. Álzate Dragón, ¡destruye a mis enemigos y entrégame a Calamburia y el destino de todas las criaturas que moran en ella!
Las voces estallaron en violentas carcajadas que empezaron a girar en una espiral enloquecida de viento y escoria y desaparecieron por los túneles.
Silencio. Y de repente, un fuego en la oscuridad. Una llama tan incandescentes como diez soles, ardientes como el mismo infierno. El Dragón había abierto un ojo.
Su monolítica figura empezó a estremecerse. Las garras se abrieron y asieron la piedra. Las alas correosas se extendieron lentamente por primera vez en milenios y una voz pronunciada por una garganta inhumana rugió como explosiones volcánicas.
-SOMETIDO DURANTE UNA ETERNIDAD…PRISIONERO…CONVICTO… ¿Y OSAIS DARME ORDENES MORTALES? – El leviatán agitó furioso su espinosa cola, destruyendo estalactitas por doquier- NO CONOCEIS EL ALCANCE DE MI PODER. ¡NI LA FURIA DE MI INFINITA VENGANZA!
El Dragón se abalanzó furiosamente contra la pared, destrozándola con sus poderosas extremidades, abriéndose paso violentamente a través de la tierra, trepando como un gigantesco y mortal parásito. Escupió fuego, vomitó lava, dio rienda suelta a su ira y con una tremenda explosión, surgió como una exhalación de las cavernas del Ojo de la Sierpe. Cruzó volando las cascadas, limpiando su cuerpo y dejando refulgir sus temibles escamas rojas a la luz del sol. Era como una brillante estrella, un temible meteorito dispuesto a destruir todo lo que estaba vivo. Sobrevoló Instantalor, destruyendo algunos edificios por su simple presencia al mover el aire. Tomó impulso en la torre del palacio de Ámbar y al pasar por el desierto de Al-Yavist, provocó estampidas masivas de caballos. Los patatas y Calamburienses trataban de buscar refugio de semejante sombra de destrucción y su terrible aliento de fuego, pero nadie estaba a salvo. El Dragón era el amo de los cielos y nada podía escapar de su mirada.
Satisfecho tras infundir un justo temor por todos sus dominios, el dragón volvió a las cascadas del Ojo de la Sierpe y posó su descomunal figura en lo alto de ellas, irguiendo su perfil hacia el cielo. El hogar de su enemigo ancestral: El Titán.
Pronto, muy pronto, todos conocerían la desesperación de nuevo. El amo y señor de Calamburia había vuelto a su hogar.