23. EL SUSURRO DEL REY RODRIGO

El Palacio de Ámbar era hermoso durante el día. El sol despertaba un fulgor anaranjado en sus muros, visible desde varios kilómetros de distancia, capaz de alegrar el corazón de cualquier ciudadano. Pero durante la noche, cuando no había sirvientes corriendo de un lado a otro, y sólo la guardia paseaba por el adarve, el interior recogía un poderoso halo de misterio. Era como si las paredes, los tapices y los suelos cobraran vida durante el día; y en cambio, al caer la noche, hallaran la muerte.

Así opinaba el hermano Irving van der List. Visitar el palacio era una tarea que le desagradaba. Si de él dependiera no saldría de su monasterio; dedicaría horas al estudio y poco a viajar. No obstante, su profesión exigía que tuviera que trasladarse allí donde fuera requerido. En este caso, la misma Reina le había mandado llamar.

Sólo el eco de sus pisadas le acompañaba aquella noche, mientras pasillo a pasillo, habitación tras habitación, acortaba distancias con la sala del trono. Dos guardias le dieron acceso a la misma. En su interior, la reina ocupaba el trono que debía corresponder a su marido, el rey Rodrigo. Hacía mucho que habían intercambiado los sitios.

-Hermano Irving… -saludó la Reina, junto a un calculado ademán.

-Mi señora. ¿Me habéis llamado? –Irving se inclinó en una reverencia.

-Y habéis acudido. Siempre tan servicial.

-Es mi deber.

-Claro… es tu deber obedecerme.

Urraca alzó una ceja. Irving, que todavía no se había incorporado de su reverencia, sintió un escalofrío incómodo. Era la punzante sensación de sentirse estudiado. La Reina continuó:

-Dentro de unos días, y por gracia del azar, Capellanes y Reyes tendremos que competir en el Torneo.

-Lo sé, mi señora.

-Supongo que no habrás olvidado el juramento que cada capellán realiza al entrar en la orden.

-No lo he olvidado.

-Has de obedecerme en todo.

-Así es.

-En todo, Irving.

El capellán sostuvo unos segundos la mirada de Urraca.

-En todo, mi señora.

Urraca dejó salir un leve suspiro.

-Está bien. Veo que lo tienes claro. Puedes retirarte.

Irving asintió, dio media vuelta y dejó la sala. Mientras recorría de vuelta aquellos corredores solitarios, donde la luna entraba con timidez a través de las ventanas, volvió a sentir otro de aquellos escalofríos. ¿Sabría la reina sus verdaderas intenciones? Ella quería que los capellanes la dejaran vencer, por supuesto. Pero él no pensaba obedecerla; en realidad nunca lo había hecho. Su juramento de lealtad a la Corona seguía vigente, pero no dedicado a Urraca, sino al rey Rodrigo.

Al evocar aquel nombre, Irving detuvo sus pasos, varió el rumbo y, atravesando un claustro, se adentró en los aposentos del Rey. No abrió la puerta, sino que llamó con una contraseña. Del otro lado respondió una voz.

-Irving…

-Mi Rey –dijo éste, en un susurro, vigilando que no hubiera nadie en los alrededores.

-¿Qué te ha dicho mi esposa? –se escuchó desde el otro lado de la puerta.

-Quiere que la dejemos ganar.

-No lo permitas, Irving.

-Sabe que no me someteré a su voluntad. Eso jamás.

-Me alegra escuchar eso… ¿y mi hijo?

-Está sano, y feliz. Continúo enseñándole en Villaolvido. Pronto estará listo para reclamar el trono.

-Qué gran noticia, Irving. ¡Tengo tantas cosas que agradecerte!

-Es mi cometido. Yo sirvo a la Corona, a la verdadera.

-Nos veremos en el torneo.

-Nos veremos, Majestad. Mantenga las fuerzas y siga fingiendo su locura. Ya queda menos para restaurar al verdadero Señor de Calamburia.